Cama

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Hacía diez minutos que había llegado a casa cuando sonó el timbre. Lou me esperaba en la entrada con un abrigo que llegaba hasta el suelo, el cuello subido hasta la mitad de la cara en la que aparecían clavados dos ojos redondos y puntiagudos y una boca de gato. El calor del interior de la casa se abalanzó sobre ella.

—Está muerta —dijo.

—¿Qué?

Por mi mente pasaron las imágenes de todas las mujeres que conocía: Sal, en la que hacía mucho que no pensaba, mamá, la señora Gee (que, a decir verdad, era muy probable que estuviese muerta). Y ya está. Un acta bastante breve.

—Mi madre está muerta. Murió anoche.

Aún estaba sonriendo, aunque yo no podía verle la boca. Se me revolvió el estómago.

—Dios mío. —Le ofrecí una mano conciliadora de manera automática. Ella me la tomó entre las suyas, envolviéndola como una ostra—. Lo siento —dije.

—No lo sientas.

—¿Cómo lo has sabido? —pregunté.

Seguía con mi mano agarrada y paseaba la yema de su pulgar por encima de las frías cicatrices de mis nudillos masacrados.

—Esta mañana he ido a visitar a mi padre —comenzó, y la cabeza se le hundió entre los hombros al mencionarlo— por primera vez desde que me mudé a mi nueva casa. No era capaz de abrir la puerta porque la bloqueaba un montón de cartas y papelajos llegados por correo. La moqueta estaba cubierta de envases de comida, de basura, botellas y ceniza. Apestaba. Lo descubrí sentado en el rincón, en la misma silla y con la misma ropa. Supe inmediatamente que ella había muerto. Lo supe. Pero ¿sabes?, me alegro de que haya muerto. Ahora ya no está, ya ha montado su último numerito.

—¿Cómo ha sido? —dije, como si solo conociese aquellas tres palabras.

—Cáncer. —Y pude verlo todo en los alegres y hermosos ojos de Lou.

Una pequeña hinchazón se había convertido en un bulto y luego en una protuberancia y más tarde en un tumor maligno en su pecho izquierdo. La había devorado por dentro con sus tremendas fauces en poco tiempo hasta que su piel no sirvió más que para reposar sobre la percha de sus huesos y la única lucha para la que se sintió con energías fue la que protagonizó contra sus propios remordimientos. Un tumor kármico. Se desplegaba en mi imaginación como una bandera en una ceremonia funeraria. En su lecho de muerte hizo llamar a su hija, pero la noticia de su enfermedad le había llegado demasiado repentinamente, y le fue imposible abrirse paso a través de las patrañas de todas las relaciones que había traicionado a tiempo para que Lou la pudiese ver en la residencia. Tampoco es que ella hubiera tenido intención de presentarse allí. De igual forma que la madre no había estado junto a Lou en los momentos decisivos, la hija permaneció ausente cuando lo único que necesitaba la moribunda era ver su cara.

Podía imaginármelo. En sus últimos instantes, debió cargar sobre sus hombros con el peso insoportable de la culpa por haber desatendido sus responsabilidades maternas, un ancla que la arrastró hasta las profundidades de un océano de lúgubres pensamientos. También era fácil comprobar que esto complacía a Lou sobremanera. Podía verlo mientras me sonreía y soltaba mi mano.

—No pienso acabar como mi padre —dijo—. No puedo dejar que Mal me arrastre con él. Quizá sea hora de que me vaya de aquí.

Entonces me di cuenta de que había soltado mi mano, que seguía esposada a la de Mal, mientras que la suya quedaba libre. Una vez que mi compañera de celda se hubo ganado el indulto, me hice un ovillo en la oscuridad de un rincón. Los barrotes se cerraron a sus espaldas. Deseé salir corriendo detrás de ella, dar una voltereta como un soldado justo en el momento en que se cerraban las puertas. Pero no tuve fuerzas. Delante de mí se extendía, como siempre en mi cabeza, una barrera invisible entre la oportunidad de alcanzar algo y el deseo de alcanzarlo. Estaba agotado.

Mal llevaba diez años en la cama. Yo me eché a su lado.

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