Cama

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Cuando escuché su proposición, mi corazón hizo una pirueta. Dio vueltas sobre sí mismo y salió corriendo, negándose a aminorar su velocidad, como si ninguna fuerza en el universo fuese capaz de detenerlo. Entonces supe lo que se sentía al aproximarse uno a lo que de verdad desea.

Lou y yo estábamos parados frente al escaparate de la carnicería; expuestos se podían admirar una serie de bistecs, chuletas, carne picada y solomillos, separados y realzados por un fondo de hierba artificial encrespada y flores brillantes que se suponía debían parecer vivas. El trabajo de toda una mañana. Estaba cubierto de sangre y caprichosos salpicones de nieve en las zonas del delantal azul donde me había tocado la lejía que Ted utilizaba para lavar su inmunda tabla de cortar. Necesité que me lo repitiese, que me lo preguntase de nuevo, para no parecer tan claramente ansioso al escuchar las palabras que llevaba años esperando oír. Me llevé un puño a la boca y tosí sobre su forma de micrófono, porque intuí que me tocaba emitir algún sonido.

—¿Disculpa? —balbuceé.

La impresión me habría hecho sentir como si flotase en el aire si no hubiese concentrado todo el peso de mi cuerpo en dos pequeños puntos del tamaño de una moneda en las suelas de mis zapatos, justo en el centro de las plantas de los pies. Ardían. —¿Quieres venir conmigo? —dijo de nuevo, y pude ver por un minúsculo pliegue en su barbilla que me lo preguntaba de veras.

—Claro que voy contigo —respondí.

La habría abrazado de no encontrarme bañado en una pálida explosión de vísceras de cerdo.

—Entonces, trato hecho: nos vamos a Ohio a visitar a Norma Bee. Y el despiadado mundo de contratos residenciales y gestión de ventas de mi madre muerta puede pagarnos la cuenta. Papá se quedará con lo que necesite. El resto lo invertiremos en la huida.

Lou había seguido en contacto con Norma Bee desde que leyera la carta sobre la caravana. Se escribían con regularidad. Encontró en ella una fuente de consejos, más amistosos que maternales, aunque a fin de cuentas revestidos de un cariño de madre (algo a lo que Lou no estaba habituada). Norma Bee comprendía e intuía aspectos de su vida. El hecho de que no se conociesen en persona facilitaba que aceptase dichos consejos como si proviniesen de un profesor que nos pide que nos callemos. Gracias a Brian Bee, era capaz de asumir el peso de Mal; gracias a Brian Bee, era capaz de comprender el lado oscuro de su padre.

Haber conseguido rescatarlo después de mostrarse incapaz de salvar a Mal era algo que valoraba como una suerte de expiación. Una persona menos se había rendido. No me cabía duda de que seguía amando a Mal, pero por fin comenzaba a forcejear para liberarse. Había esperado mucho tiempo y ahora podía contemplar cómo sus manos se deshacían de sus ligaduras, cómo cortaban la cuerda que formaba parte de la mía.

Recordé el motivo por el cual jamás había subido a un avión.

—Nos marcharemos cuanto antes —añadió, y me puso una mano en la nuca para acercarme a ella y poder besarme en la mejilla salpicada. Hizo que se me cayera el gorro de carnicero, que se perdió entre el viento y el tráfico de la carretera. Entonces se dio la vuelta y su pelo se contoneó alrededor de su cabeza como un restallante látigo que la obedeciera mientras se alejaba por la calle. La seguí con la vista hasta que desapareció.

Al entrar de nuevo en la tienda, Ted el Rojo le estaba sacando brillo a unos ganchos para la carne con un trapo blanco y húmedo; el agua caliente en la que estaba empapado se condensaba en el aire al entrar en contacto con el metal. Ni siquiera se dio la vuelta: llevábamos trabajando juntos tanto tiempo que nuestros movimientos estaban sincronizados, nuestra percepción espacial del otro estaba sintonizada del modo en que lo está la de los patos que forman una preternatural fila india. Era nuestra forma de asegurarnos de que no nos clavaríamos un cuchillo distraído o un punzón empuñado en una mano.

—Ted —dije—. Me voy a América. Con Lou.

—Perfecto —dijo él.

—Perfecto.

La hora de mi perdón había llegado.

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