Cama

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Día Siete Mil Cuatrocientos Ochenta y Tres, según el contador instalado en la pared.

Después del escándalo, el jaleo del exterior fue disipándose a medida que la multitud reunida a las puertas de casa abandonaba el jardín. Eché un vistazo tras las cortinas recién resucitadas y vi que aún quedaba un pequeño grupo de gente. Me pregunté dónde habría estado Lou durante este rato, antes de encontrarnos.

Oigo a papá, de nuevo en su altillo, haciendo chocar sus herramientas, aplicado a su última creación con renovado y diligente entusiasmo. La vibración hace que el metal de mis piernas emita tenues armónicos. Trastazos y repiqueteos; tintineos, chatarreos. Las tablas del techo retumban como si se fuesen a venir abajo.

—Pero ¿qué estará haciendo ahí? —exclamo, convencido de que si el suelo se hunde bajo sus pies caerá encima de mí antes que sobre el cuerpo del hombre de seiscientos kilos que se extiende de una punta a la otra de la habitación como una rosàcea colchoneta elástica.

—Ni idea —responde Mal con un ligero encogimiento de sus hombros casi imperceptibles. Me pregunto de qué color sería su grasa si lo abriésemos de un tajo. Me inclino por un blanco seta.

El sonido familiar de las zapatillas de mamá arrastrándose por el suelo llega con su chachachá hasta la puerta. Lleva en la mano un kit de primeros auxilios dentro de una fiambrera de plástico verde. Lo deja en el suelo junto a la cama y, como si fuera la ayudante de un mago, extrae de un paquetito una gasa antiséptica. La aplica con delicados toquecitos de forense al entramado de brillantes arañazos rojos que las manos desesperadas de Ray Darling han dejado en la piel de Mal. El no se estremece bajo las punzadas del desinfectante, sus terminaciones nerviosas hace mucho que perdieron toda sensibilidad durante el desastroso estiramiento que desencadenó aquella acumulación de peso producida a marchas forzadas.

Un estruendo hace saltar a mamá, que canaliza el susto apretando el tubo de lenitivo con el que se disponía a lubricar las ingles cadavéricas de su hijo. Un pegote de vaselina sale disparado a una velocidad sorprendente y deja un rastro resbaladizo que empieza en la barriga de Mal, pasa por sus tetas abombadas y termina dando de lleno en su boca.

—Pero ¿qué hace ahí arriba? —dice mamá.

—No lo sé —respondo entre risas.

Mal aprieta los ojos. Se le comban hacia los lados en la espesura de su cara gorda al saborear la asquerosa crema.

—¡Mira el susto que me ha dado! —grita ella.

Me río todavía más.

—Pero ¿qué coño estará haciendo?

—No lo sé —repetimos Mal y yo al unísono.

Sea lo que sea, espero que lo salve.

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