Cama

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—Y esta es la recompensa que obtiene alguien por una vida dedicada a hacer el bien —se rió Norma Bee. Siempre se reía, incluso las malas noticias le hacían cosquillas.

—Pobre diablo —repetí.

En la cocina, todas las ollas y las sartenes hervían, emitiendo susurros nerviosos; aquello era la sala de control de un buque de guerra. Charlamos y charlamos. Los celos y el deseo siempre hacen buenas migas.

—Puede que lo que yo tenía con Brian no fuese perfecto, pero desde luego era amor. En este pueblo encontrarás a mucha gente dispuesta a decirte que yo fui una mala esposa por dejar que se pusiese como se puso. Me importa un bledo la opinión de esa chusma. ¿Que lo dejase qué? ¿Que lo dejase ser feliz? ¿Que lo dejase ser más feliz que ellos? Eso es lo que no le hace gracia a esa gente. ¿Sabes qué pienso, a veces?

Nunca me había fijado, pero lo cierto es que Norma Bee argumentaba a base de preguntas muy a menudo.

—¿Qué es lo que piensas? —inquirí, estirándole de la lengua.

—Las únicas personas que pueden hacerte feliz son las que te quieren. Y esa era mi función.

Norma Bee, un orondo y rollizo oráculo.

—Mira a ese hombre —señaló con la cabeza en dirección a la pared que yo había construido—: así se le premia por una vida de bondad. Dos mujeres que no fueron capaces de amarlo como él las amaba a ellas. Al menos le dejaron lo único que tiene, ¿no te parece?

—¿El qué? ¿Una pérdida de peso fulminante?

—No, cariño: a Lou. Ella es la única que se ha preocupado alguna vez de él. Y si todo sigue como debería, ella hará todo lo posible... todo lo que esté en su mano para que su padre sea feliz. Altruismo, cariño. Eso es el amor.

Me di cuenta de que me estaba aconsejando; me ponía delante de las narices algo cuya evidencia de alguna manera se me había escapado.

—Fíjate: el amor es una línea recta. Está toda constituida de amor, pero tiene dos extremos. Está el extremo bueno, aquel sobre el que se escriben canciones románticas, el extremo en el que uno desearía estar siempre. Pero también existe un extremo malo, porque el amor también es capaz de destruirnos: mucha gente vive en ese extremo. Por muy felices que fuésemos Brian y yo, el hecho es que yo lo destruí. Ahora lo veo claro. Pero ¿pude advertirlo cuando le llevaba las delicias que le cocinaba? No. Porque mientras se las servía, él estaba sonriente. Seguía siendo amor.

Me eché en el suelo, junto al frigorífico. Su motor vibró contra mis riñones.

—¿Y mi madre y Mal?

—¿No lo hace ella feliz?

—Sí.

—El sonríe, ¿verdad? Entonces es amor. Pero eso no quiere decir que no vaya a terminar destruyéndolos a ambos.

Olí a quemado. Norma Bee giró una espita para cerrar el gas. Tomé aire.

—¿Y Lou?

—Pobre Lou —contestó mientras removía una ensalada de vivos colores con dos tenedores—. Ya ha sido testigo de cómo un hombre se arruinaba la vida, no va a permitir que lo haga otro. El la necesita.

—Yo también la necesito.

Norma Bee se arrodilló con esfuerzo frente a mí. Sus collares estaban fríos como el suelo sobre el que tenía pegada la mejilla.

—Entonces la esperarás. Preocúpate de no hundirte mientras lo haces.

—Pero no podré evitarlo.

Cuando levanté de nuevo la cabeza, ella había vuelto junto a los fogones.

—Yo voy a cuidar de ti —dijo—. Toma, cómete esto.

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