California

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2. Sin cabeza

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Las consecuencias dentro de Anaheim me preocupaban menos. A fin de cuentas, no sería la primera vez que daba la nota, como bien se encargó Álex de reprocharme. Y no me refiero solo a aquella cena que a él se le indigestó para siempre, sino a otras iniciativas y manifestaciones mías, o en las que yo me había embarcado de mil amores, que chocaban frontalmente con el supuesto patriotismo de una multinacional norteamericana. Había contribuido a promover dentro de la empresa, utilizando las páginas de la revista del Departamento de Recursos Humanos, y dejándome contagiar por el entusiasmo y seducir por el poder de convicción del redactor jefe —un muchacho comprometido con todas las causas progresistas habidas y por haber—, una campaña interna de protesta por la guerra de Iraq, un plan de mensajes aguerridos dirigidos al Gobierno por su responsabilidad en la catástrofe ecológica del

Prestige, el seguimiento de aquella huelga general que la televisión pública se empeñó en ignorar y desacreditar desde primeras horas de la mañana, la redacción y presentación en la embajada de Estados Unidos de un documento exigiendo la derogación de la pena de muerte —por iniciativa de un grupo abolicionista que aseguraba contar con el respaldo de Amnistía Internacional—, y algunas otras ocurrencias combativas relacionadas con las focas, la globalización, el hachís, la base de Rota, los homosexuales egipcios, la energía nuclear y la escuela laica. Cierto que en muchas de esas bulliciosas demostraciones de compromiso y solidaridad, incluida la manifestación del 12-M en protesta por el atentado de los trenes de cercanías, participé de forma anónima, como uno más de los trabajadores de Anaheim agrupados en torno a causas nobles y acuciantes y, por consiguiente, protegido por un colectivo en el que abundaban los jóvenes, pero en el que algunos empleados —y, sobre todo, empleadas— maduros y, por lo general, de rango laboral bajo o intermedio, demostraban un entusiasmo conmovedor. Pero también es cierto que, en las reuniones del Comité de Dirección, cuando se abordaron algunos de esos asuntos incómodos y capaces de deteriorar la imagen de la filial española de Anaheim Entertainment Company ante la casa matriz, me puse sin vacilar del lado de aquel sector incordiante de la plantilla, ante la comprensión burlona de casi todos. Álex no lo encontraba ni gracioso ni inofensivo, aunque nunca había llegado a reaccionar con la virulencia con que lo hizo cuando le hablé de la propuesta de la revista gay. Solo se mostró un poco más alarmado el día en que le conté que una chica del comité de empresa había entrado en mi despacho, me había preguntado si tenía unos minutos para hablar con ella, me había dicho sin más rodeos que era lesbiana, que sabía que yo era gay y que quería proponerle a la empresa la creación de un videojuego en el que la realidad homosexual, dijo, se mostrara con naturalidad y con las mismas características que tenían los juegos en los que todos los personajes y todas las situaciones eran heterosexuales. Yo opté por manifestar mi perplejidad, aunque sabía muy bien a qué se refería. Ella me explicó que pertenecía a un colectivo de lesbianas, gays, bisexuales y transexuales, en el que formaba parte de dos grupos de trabajo, el de educación y el de ocio y cultura, y que en este último le habían encargado hacer las gestiones necesarias para que Anaheim apostase por un producto en el que aparecieran marcianitos o deportistas o mercenarios o chicas de gimnasia rítmica o alpinistas con momentos afectivos que pusieran clara pero tranquilamente de manifiesto que eran homosexuales. Álex, claro, dijo que aquella tía estaba loca y que me olvidase de semejante patochada. Yo, en cambio, le dije a la chica que, como ella sabía muy bien, habría que plantearlo en el Departamento de Creatividad y Nuevos Productos, que yo ahí no tenía la menor influencia, pero que, desde luego, en el Comité de Dirección, o si el responsable del departamento me consultaba, como hacía a veces, apoyaría la idea. De todos modos, le advertí, no convenía precipitarse, había que llevar la propuesta perfectamente pensada, sin fisuras, incluso con sugerencias concretas para el argumento, las soluciones técnicas más convenientes, y algún apoyo de documentación sobre experiencias en otros países, si existían, e incluso algún primer estudio de mercado. Ella se desfondó un poco ante tantos requisitos, y Álex, cuando se lo conté, dijo que la tía seguramente pensaba que Anaheim España estaría dispuesta a perder dinero por solidaridad con las maricas y las tortilleras del Estado español, y yo entonces le dije a Álex que la chica me había preguntado si tendría inconveniente en asistir a alguna reunión de su grupo de trabajo de ocio y cultura, para orientarles un poco, y que yo le había dicho que sí, que encantado, y Álex puso caras de hombre razonable y experimentado y me dijo que parecía mentira que, a mi edad, anduviese con aquellas insensateces y aquellas frivolidades.

Pero se trataba de cualquier cosa menos de una frivolidad. Otros habían querido cambiar el mundo, o se lo estaban proponiendo ahora, con veinte años. Yo, con veinte años, con veinticinco, me había burlado de ellos, y ahora, sencillamente, no me gustaba cómo funcionaba el tinglado. ¿Por qué era de mal gusto y palurdo y anticuado e inútil tener conciencia? Yo había vuelto de California y me había encontrado, de pronto, teniendo que vivir al menos la mitad de mi vida —de mi vida diaria— a oscuras. Era como vivir partido por la mitad, con media vida a flote, visible, y la otra media sumergida, clandestina, mutilada. Y eso me hacía sentirme muy cerca de todos los que se quedaban fuera del éxito, de la prosperidad, de la justicia, de la belleza, del pan y la sal. Eso era todo. No militaba en nada, no obedecía a nadie, no me había vuelto loco. Era solo una desazón profunda, constante, a veces disimulada, a veces olvidada, a veces traicionada, pero incurable. Cierto que apenas arriesgaba, que tal vez fuera demasiado cómodo lo poco que hacía, que no me suponía ningún sacrificio penoso ni tenía que pagar por ello ningún precio abrumador, que hasta al pobre Luisito Soler lo habían metido en la cárcel con veintipocos años por sus ganas de cambiar el mundo y por su mala cabeza, y que en la cárcel seguiría, por cierto, si aún estuviera esperando los mil quinientos dólares que yo había prometido enviarle para la fianza, pero todo el mundo tiene derecho a cambiar, también a mejor, y al menos yo quería decirme a mí mismo, cada día, que no había muchos motivos para estar a gusto, satisfecho, tranquilo, y que quería seguir adelante con todas aquellas insensateces, aunque en ocasiones tuviera que hacerlo sin esperanza, sin cabeza, sin hacerle caso a Alex. Aunque acabase agotado y achicharrado, como le dije un día a Fernando, igual que Milla Jovovich en el papel de Juana de Arco.

Terminé de quitar la mesa y de lavar los platos, mordisqueé en la cocina un poco de carne mechada y dejé a medias un yogur. Pero no podía acostarme enfadado con Álex. Fui a su habitación y golpeé la puerta con los nudillos. Tuve que hacerlo tres veces. Por fin, oí un gruñido que decidí interpretar como que podía pasar. Pero la puerta estaba cerrada por dentro. Moví el picaporte una y otra vez. Hasta que Álex decidió levantarse, abrir, mirarme con cara de mortificación y volver a la cama dando tumbos, en medio de la oscuridad, exagerando la borrachera de sueño. Yo me acosté, vestido, a su lado.

—No te enfades —susurré—. Es bueno que discutamos todo lo que haga falta. Es bueno que me digas lo que no te parece bien. Pero no vuelvas a acusarme de pensar que te he comprado. Por favor.

No dijo nada. No se movió.

—Pensaré todo el tiempo que haga falta lo que tú me digas. Hablaremos todo lo que sea necesario. Yo intentaré comprenderte, y espero que tú también intentes comprenderme a mí. Pero no podemos estropearlo todo solo porque a veces las cosas no sean fáciles.

Resopló un poco, como hacía siempre que quería dejar claro que estaba harto de monsergas.

—No te hagas el dormido. Por favor. Vamos a hacer las paces, ya sabes que yo no me quedo tranquilo y no pego ojo si estamos enfadados. Dime algo.

—Estoy muerto —dijo, sin moverse.

—Está bien. Descansa. Deja que te dé un beso.

No se movió. Yo acerqué los labios a su cabeza, sin tocarla. Tenía que sentir, tan cerca, mi respiración.

—Deja que te dé un beso, por favor.

Suspiró como si tuviera que hacer el mayor de los sacrificios. Apenas volvió un poco la cabeza y le besé en la frente. Le dije:

—Mañana hablamos más tranquilos, ¿vale?

—Vale.

Cuando entré en mi cuarto, se me ocurrió que podía volver a la habitación de Álex y dejarle en la mesilla de noche, con una nota divertida, los seiscientos euros que le faltaban para comprar no sé qué chisme electrónico. Él sabía que, tarde o temprano, se los daría, pero comprendí que no era el mejor momento ni la mejor manera de hacerlo.

Mauricio, el redactor jefe de la revista del Departamento de Recursos Humanos, me dijo, tan fogoso y directo como siempre, que había un problema con un chico del Departamento de Diseño y que desde la revista habría que plantar cara y defender sus derechos.

—Se llama César Peralba. Ha pedido reducción de jornada y un anticipo, de acuerdo con su antigüedad en la empresa, para cuidar a un familiar enfermo.

Recordé que alguna vez, en el Comité de Dirección, se había abordado algún caso similar, presentado de manera rutinaria y bien argumentada por el responsable de Recursos Humanos, y nunca hubo mayores inconvenientes para atender la solicitud del empleado.

—Eso me suena de otras veces —dije—. Está previsto, ¿no?

—Está previsto en el convenio de empresa.

—Entonces, ¿cuál es el problema?

Mauricio se me quedó mirando con una expresión que interpreté como un sorprendido reproche a mi falta de intuición.

—El problema es —dijo— que el familiar enfermo de ese chico no es su mujer ni su hijo ni su hermano ni su padre o su madre.

No sé por qué decidí exprimir mi falta de intuición hasta el final.

—Es su pareja, supongo. Una chica con la que no está casado. No puedo creer que a estas alturas haya problemas por eso.

Mauricio sonrió.

—Es su pareja, pero no es una chica, Carlos.

Ni yo mismo podía creer que no lo hubiese imaginado. En realidad, desde el primer momento había comprendido que se trataba de eso.

—Ya —dije, y el tono de mi voz, de pronto, era neutro, incongruente, despreocupado; quizás mi decisión de dejar siempre claro que consideraba natural una relación así tenía el peligro de parecer indiferente ante situaciones indignantes—. Es un chico. ¿Tiene sida?

Mi aparente falta de intuición ya no podía dar más de sí. Suponer que la enfermedad de la pareja de Peralba, por tratarse de otro chico, era sida no podía resultar más vagabundero, como habría dicho Chuchi.

—Bueno, su pareja no es precisamente un chico —dijo Mauricio—, a menos que aceptemos, no sé, que Aristóteles Onassis era el chico de Jackie Kennedy. La pareja de ese muchacho es un señor de más de setenta años. Y no tiene sida. Tiene alzheimer.

Me quedé mirando a Mauricio sin saber qué decir, como si aquello fuera lo último que yo esperaba que pudiese ocurrir en esta vida. Y, sin embargo, alguna vez había pensado en una situación similar que podía afectarme, cuando cometía alguna de aquellas cómicas torpezas cotidianas que achacaba a mi manía de pensar en varias cosas al mismo tiempo, o al simple despiste, torpezas como guardar en el frigorífico los calcetines que acababa de doblar, lavados y secos, o tirar al cubo de la basura el cargador del móvil, inmediatamente después de desenchufarlo —los móviles siempre los cargábamos durante la noche, en la cocina, porque Álex se había tomado muy en serio los peligros de dormir cerca de aparatos electrónicos—, y entonces Álex se reía y me aseguraba, guasón, que no tenía que preocuparme, que él siempre cuidaría de mí. Como César Peralba, decidido a cuidar, con las ayudas a las que tenía derecho, igual que cualquier otro trabajador de Anaheim, del anciano enfermo y desvalido al que quería.

—¿Se lo han negado? —Más que una pregunta, era la expresión del deseo de que aquello tuviera todavía solución.

Mauricio andaría por los treinta años y se empeñaba en vestir y peinarse —o, mejor, en no peinarse, con aquellas greñas que él aseguraba llevar siempre muy limpias, aunque más de un vez el director de Recursos Humanos lo había puesto públicamente en duda— exactamente igual durante, al menos, los últimos cinco años, el tiempo que llevaba en la empresa. Por lo demás, sin ser guapo, tenía ojos bonitos, muy negros y con un muy leve estrabismo que solo se le notaba cuando caía en arrebatos de entusiasmo o de indignación, lo que lo convertía en un rasgo más de su encanto, junto con unos labios siempre jugosos y expresivos y una constitución natural muy proporcionada, y compacta en los lugares estratégicos, aunque ya empezaba a desbordarse un poco. Sacó unos papeles de una carpeta azul que tenía sobre la mesa.

—Aún no se lo han negado oficialmente. Aquí tengo una copia de su solicitud, y copia de la carta que le ha mandado Ramón Castilla, un acuse de recibo que, además, se… —Mauricio repasó con la mirada el escrito del director de Recursos Humanos y leyó—: «Me permito indicarle que, como sin duda no ignora, sus circunstancias personales no responden exactamente a las contempladas en el artículo 20, apartado 6, del convenio de empresa actualmente en vigor en esta firma, por usted invocados. De todos modos, daré curso a su solicitud, acompañándola del informe preceptivo de este Departamento, para el que sin duda será de gran utilidad que mantengamos en breve, y a la mejor conveniencia de ambos, una entrevista personal».

—Por no soportar esa sintaxis —dije—, me guardaría mucho de solicitar cualquier cosa.

—Cuando se tiene suficiente dinero —dijo Mauricio—, puede uno defenderse hasta de la mala sintaxis a costa de lo que sea.

—Lo siento. —A veces, la costumbre, tan arraigada entre los devotos de san Truman Capote, y casi siempre tan efectiva, de hacer bromas para defendernos de algo, incluso de nuestros propios sentimientos o de nuestra confusión, nos juega malas pasadas—. Es una putada. ¿Qué va a pasar ahora?

—El comité de empresa va a ponerse del lado de Peralba. En el comité hay una chica lesbiana y muy peleona que está exigiendo apoyar al chico sin medias tintas y llegar hasta donde sea necesario. Creo que no todos lo ven tan claro, pero ella tiene muchos huevos. Perdón: quiero decir, muchos ovarios.

Sonreí. Mauricio era un chico siempre en guardia.

—Conozco a esa chica —dije—. Quiere que Anaheim haga un videojuego de contenido homosexual, o algo así. Bueno, no es exactamente un videojuego de contenido homosexual, lo que propone es que los marcianitos, en un momento dado, entre mandoble y mandoble, o entre impacto e impacto, besen a otros marcianitos, y no a marcianitas. Es lo que me ha parecido entenderle. Le he pedido que redacte un proyecto bien claro, bien argumentado y bien documentado. La verdad es que la idea me hace gracia. Si lo presenta a tiempo, intentaré que entre en el orden del día del Comité de Dirección del mes que viene, aunque solo sea para verlos salir a todos camino de la UCI.

Mauricio no estaba dispuesto a bromear para relajarse un poco.

—El Comité de Dirección del mes que viene —me dijo muy serio— también tendrá que ver lo de Peralba. Pero parece que el chico ha perdido demasiado tiempo, ha aguantado hasta que ya no podía más, por lo visto ya se ha gastado todos sus ahorros en alguien que acompañe y cuide a su amigo mientras él trabaja, y necesita urgentemente la ayuda que pide. Desde luego, no puede esperar a que les endilguen también a ellos la Marcha Nupcial para que el problema se esfume, si era eso en lo que estabas pensando. Se ha quedado sin nada. Necesita la ayuda ahora, ya.

En ese momento me acordé de la muerte de Peter y del viaje urgente que hice a California. Yo tenía ya treinta y dos años y, desde hacía tres, le engañaba con un chico, agente de ventas de una conocida marca de productos lácteos, mucho más joven que yo y al que había conocido en un piano bar de ambiente, como se decía entonces, próximo al parque del Retiro. Nos veíamos, mientras Peter estaba en Los Ángeles, en el apartamento que él y yo seguíamos compartiendo, o en una pensión cercana a la Puerta del Sol cuando Peter volvía para pasar el invierno y parte de la primavera conmigo. A Peter le diagnosticaron leucemia en Madrid, en el hospital angloamericano donde trabajaba como enfermera una amiga de un amigo suyo, y aquello facilitó que nuestro distanciamiento, cada vez más acusado, perdiera los continuos reproches que él me hacía por mi creciente apatía sexual y se llenara de afecto y de cuidados por mi parte. Cuando, aquel año, viajó de nuevo a Los Ángeles, yo ya sabía que no iba a volver. Murió allí, en el hospital que le correspondía según su póliza con la Gordon National Life, y George, que hasta el último momento había estado alimentando en Peter, en él mismo y en mí la esperanza de que aquella nueva recaída también iba a superarla, me avisó cuando el desenlace parecía inminente. No me lo pensé. Tenía ahorradas cerca de quinientas mil pesetas y casi todo me lo gasté en aquel viaje repentino y de apenas una semana. Llegué a tiempo de que Peter, entubado y desfigurado por la enfermedad, me sonriera y apretara mi mano y me recordase con la mirada cuánto me había querido, cuánto me quería. Los médicos nos recomendaron a George y a mí que nos fuéramos a dormir a casa, para que también Peter pudiera descansar un poco. De madrugada, alguien llamó para avisamos de que Peter acababa de morir, y yo pensé que quizás había estado aguantando todo lo posible hasta verme por última vez, y luego se había «dejado morir», igual que se «dejaba dormir», como él decía, burlón, siempre que no podía más de sueño o de aburrimiento. Los funerales y el entierro fueron dignos de la propaganda de la Gordon National Life —solo faltaron los alaridos de

miss Ynka Pumar—, y entre los asistentes estuvieron la señora Korey y su muy desmejorado hijo Christopher, el antiguo jugador de fútbol americano que, en su plenitud como deportista, había declarado su homosexualidad y había escrito una excitante autobiografía que aún conservo. Peter apenas tenía bienes, pero en alguna ocasión me había prometido dejarme en herencia una parcela que estaba todavía en medio del desierto, en La Quinta, cerca de Palm Springs, y que le había comprado como regalo de alguno de sus cumpleaños su segunda esposa, pero no dejó testamento o, al menos, eso me dijo George. No me importó. Tampoco me importó haberme gastado, para que él me viera y me sonriese por última vez, lo poco que tenía. George murió apenas dos años más tarde, y La Fabulosa Fabiana, todo llanto estrepitoso y merecidos elogios al difunto, me llamó para decírmelo. Cuando colgó, supe que aquella California del verano del 74 se había oscurecido de golpe.

—¿Y no hay nada previsto para situaciones de urgencia? —le pregunté a Mauricio.

A veces, el no tener dificultades graves en tu propia vida hace dar por supuesto que, en efecto, todo el mundo será siempre tratado por igual.

—Claro que lo hay, Carlos. Pero no para un chico cuya pareja es un hombre. Cualquiera diría que no te das cuenta de que ese es precisamente el problema.

Cualquiera lo diría, era cierto.

Cuando se lo conté a Álex, a la hora de cenar, dijo que no podía creerlo, que si en esa empresa todo el mundo era gay o lesbiana, o que si en Anaheim España solo los gays y las lesbianas tenían dificultades, ocurrencias, desgracias, iniciativas, enfrentamientos con el Departamento de Recursos Humanos y con el Comité de Dirección, y posibilidades de resolver los entuertos. Que si los heterosexuales de esa empresa eran todos felices, sumisos, escasos de imaginación, y estaban todos satisfechos con su sueldo y con su trabajo y con el convenio, y que si entre todo el equipo de dirección nadie servía para atender los desvaríos, las quejas, los llantos, las reivindicaciones y las incitaciones de la plantilla. Nadie excepto yo, que era gay.

Traté de explicarle que la mayoría de los problemas laborales de la empresa eran, por así decirlo, normales —quería decir, en realidad, que eran los habituales, los consabidos—, igual que los contenidos y los formatos de los productos que fabricábamos o las campañas de publicidad, y que a mí no solo me afectaban, profesional y personalmente, los asuntos relacionados con gays y lesbianas, pero que era lógico que precisamente esos acabaran interesándome, de una u otra forma, y que también era lógico que los comentara con él.

—Yo comento contigo muchas cosas de mi trabajo y no tienen nada que ver con gays y lesbianas —dijo Álex.

—Es verdad —admití, y a veces no tenía la menor idea de lo que me estaba hablando, aunque siempre procuraba escucharle con atención y demostrarle que me interesaban sus cosas—. Pero, de ocurrir algo en tu empresa relacionado, directa o indirectamente, con negocios, propuestas o reivindicaciones de homosexuales, seguro que me lo comentabas.

—No creo que en mi empresa se planteen nunca cosas de ese tipo —dijo Álex—. Yo no trabajo en un

cabaret.

Me reí. De pronto me imaginé a Patricio, el director general, y a Ramón Castilla, el director de Recursos Humanos, y a Jesús Fernández, el —por cierto— bien sabrosote, como habría dicho Chuchi, director de Ventas, y a todos los demás miembros del Comité de Dirección, e incluso al presidente, en descocados

maillots y con millones de plumas, con medias de malla y zapatos de cristal de tacones vertiginosos, bailando el cancán y sentándose en las rodillas de los caballeros, sin parar de hacerles cucamonas y sacándoles botellas y botellas de Moét & Chandon y propinas suficientes como para comprarse un anillo de brillantes.

Un día, al cabo de algún tiempo, conté ese desvarío en una reunión en casa de Fernando. Había invitado a otros dos escritores —uno de ellos también gay, y el otro, solidario—, a una escritora y a su marido, ambos heterosexuales, a otra escritora y a su

male lover, los dos bisexuales —según ellos—, a un inimaginable director de cine argentino muy bien plantado y que se había acostado con Fernando y con todos los invitados varones, excepto con el marido heterosexual de la escritora heterosexual y conmigo, y a uno de los asesores del secretario general de Los Verdes Activos, sector no renovado, y su novio. A última hora llegaron un magnífico actor de la escuela trágica catalana y un futbolista de la primera plantilla del Barça, muy amigo suyo y temporalmente lesionado; de ambos se decían cosas, aunque los dos estaban casados y tenían hijos. A mí, Fernando me presentó a todos como «un elemento exótico, escapado del mundillo de los negocios». Álex, por descontado, no había querido acompañarme, aunque fue insistentemente invitado. En algún momento, yo conté el drama del muchacho que había empezado en Anaheim España la lucha por el reconocimiento de sus derechos como pareja de otro hombre y las peculiaridades sentimentales del caso, y el chico de Los Verdes y su novio enseguida se ofrecieron a hacer lo que fuera necesario desde su partido, y la escritora heterosexual empezó a especular con los ajetreos de cama de la pareja. También conté, no sé muy bien por qué motivo, la alucinación que yo había tenido, imaginando a todo el Comité de Dirección de Anaheim España convertido en una caterva de chicas de barra americana de lujo, de niñas de salón, de cabareteras de alto

standing, todo

glamour y belleza, todo pestaña y champán, todo picardía a precio de oro. Expliqué que la culpa la había tenido Álex, mi chico, por decirme que, con tanto entretenimiento homosexual suelto por allí, mi empresa no era una empresa, era un

cabaret del Berlín de entreguerras. No me di cuenta de que a Fernando le entusiasmaba la historia más que un dramón de cupleteras. Lo comprobé cuando, después de los postres, de pronto, aparecieron en el salón Fernando, el

male lover bisexual y el director de cine argentino disfrazados, con recursos zarrapastrosos, de conejitas del

Playboy, matonas a más no poder, con toda la grasa al aire y toneladas de pintura que a saber de dónde había salido, contoneándose como serpientes sibilinas, chillando como colegialas en un concierto de cualquier muñeco cantarín, y Fernando se subió en una silla y gritó:

—¡Hola, chicas y chicas!, soy la presidenta de Anaheim España, y estas dos son la consejera delegada y la otra consejera delegada —una de las consejeras delegadas y el supuesto director de cine argentino se pusieron a gritar gorgoritos como La Gran Ynka, y después ambos me confirmarían qué sí, porque a Ynka Pumar, me dijeron, ellos la a-do-ra-ban—, no ha habido manera de que ninguna de las dos se apee del cargo, y os comunico que, a partir de hoy, ¡guau!, Anaheim España se llamará

El Valle de las Muñecas, y más tarde pasará a llamarse

Más allá del Valle de las Muñecas —yo había visto en California la desbocada película de Russ Meyer—, esto sí que es vida, ¡guau,

honey! —y me señaló con el dedo estirado como lo hizo Fay Spain en su fiesta en honor de los Kendall, cuando le indicó a la muchacha desnuda que

the spaniard Champion era yo—, ya puedes ir advirtiéndoles —me dijo— a los empleados jóvenes y monos de tu empresa que la presidenta y las consejeras delegadas están hambrientas, ¡guau!, y al resto de las chicas del Comité de Jefes o Comité de Directores o Comité de Dirección o como coño se llame, lo mismo, y que nosotras ponemos el champán y el condimento —y aspiró imaginaria y exageradamente kilo y medio de polvos prodigiosos— y la candela y los preservativos, sexo seguro

in The Valley of the Dolls, sexo a la carta,

sex and camisinhas for everybody, que lo pongan en el tablón de anuncios, bonita, y vosotros —corrió a sentarse en las rodillas del marido heterosexual de la escritora heterosexual—, lo siento, el apartado no sé cuántos del artículo pertinente no se os puede aplicar en

El Valle de las Muñecas, antes Anaheim España, filial española de

El Valle de las Muñecas International, no hay tu tía, a las parejas heterosexuales ni agua, solo las parejas homosexuales tienen derecho a todo, como debe ser, ¿verdad que sí, niñas? —Y se incorporó y reclamó la compañía de las consejeras delegadas, como una

big star dispuesta a compartir generosamente los aplausos con las del alsoestarrin, y las consejeras delegadas se pusieron, como medio electrocutadas, una a cada lado de la presidenta, y las tres rompieron a berrear la celebérrima canción de Liza Minelli en

Cabaret, solo que en lugar de decir

Life is a cabaret! decían

Anaheim is, Anaheim is, Anaheim is a ca-ba-ret!, y así estuvieron dando la matraca el resto de la noche, hasta el agotamiento general. Cuando se lo conté a Álex al día siguiente, sábado, por la noche, me dijo que era graciosísimo, pero que se iba con sus amigos a que le diera un poco de aire fresco, porque no le apetecía nada vomitar.

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