Cómo ha cambiado (o no) la cooperación internacional
Miquel Carrillo, TarragonaHay muchas cooperaciones internacionales, sin salir de nuestro país, y nos equivocaríamos pensando que las últimas tendencias o las formulaciones más avanzadas son siempre seguidas por ONG y administraciones públicas de forma inmediata. En realidad, la situación es algo más compleja y las velocidades de asimilación de lo que debería ser la cooperación o de su naturaleza son múltiples.
De ayudar a construir
Si nos fijamos en la agenda que marca Naciones Unidas, como referente mundial más o menos aceptado, la situación ha cambiado notablemente. Hace algo más de dos décadas, la Asamblea General aprobaba en Nueva York los Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM). Era un listado de metas bastante obvias, las cuales incluso hoy podrían albergar gran parte de los deseos y actividades que hay detrás del magma de la cooperación, como reducir la pobreza y la mortalidad infantil, combatir una serie de grandes enfermedades o reducir las diferencias de género, entre otras. Sin embargo, había un análisis bastante tecnocrático y financiero detrás: los males de la humanidad venían a ser una especie de epidemias, hasta cierto punto descontextualizadas, que podían ser solucionadas poniendo algo de orden en la acción mundial contra ellas. Es decir, consiguiendo recursos suficientes y centrándose en una serie de actuaciones clave, era cuestión de tiempo conseguir llegar a los indicadores de progreso que se habían identificado y propuesto a la comunidad internacional. Todo ello, tan racional como naïf, pero también un primer paso para disponer de una agenda política que interpelara a todos los gobiernos del mundo en la resolución de una serie de retos que, aunque fuera por razones éticas, el mundo de esa época no podía seguir permitiendo.
Ciertamente, los siguientes años demostraron las carencias de una agenda más preocupada en poner de acuerdo a los donantes internacionales que en entender, denunciar y atacar las causas que había detrás de las iniquidades en todo el mundo. En cuanto a la pobreza, el Norte global tenía exclusivamente la responsabilidad de democratizar y extender el desarrollo (su idea de desarrollo) entre todos los países del Sur global, como una medicina milagrosa, para abordar un fenómeno totalmente ajeno a él. Los ODM ponían en solfa una idea que monopolizó durante muchos años los debates teóricos de la cooperación: la eficacia de la Ayuda Oficial al Desarrollo (AOD). La gran preocupación era demostrar el impacto de los miles de millones de dólares invertidos en países y organizaciones, y el progreso en el cumplimiento de los logros con los que programas y proyectos buscaban alinearse con los ODM, aportando todo el mundo su granito de arena. Se diseñaron grandes iniciativas internacionales, que buscaban unir esfuerzos, claramente focalizados y fácilmente identificables. Tantos euros invertidos, tantos porcentajes (de lo que fuera) alcanzados. Incluso, y esto es algo que quedó instaurado, de alguna forma se dio carta de naturaleza a la participación de las empresas privadas en la arquitectura de la política pública de cooperación, esperando nuevos flujos financieros e importantes contribuciones tecnológicas, en el mejor de los casos muy cuestionables.
Esto tuvo sus consecuencias: los grandes programas internacionales de salud terminaron drenando gran parte de los recursos que durante décadas se habían invertido en construir sistemas públicos de sanidad en muchos de los países del Sur global. Ahora era más importante poner el foco, tal y como decían los ODM, en grandes enfermedades como el SIDA, que en reforzar la red primaria de asistencia sanitaria o la salud comunitaria, mucho más basada en la prevención o en los determinantes sociales. Simplemente, era necesario demostrar el impacto de los recursos invertidos en cosas tangibles, no en dinámicas sociales y en políticas públicas amplias, que podían tardar años hasta que empezaran a ofrecer fotografías y resultados. En cuanto al acceso al agua y al saneamiento, algo parecido: era más evidente mostrar infraestructuras ejecutadas con nuestros impuestos que apostar por la mejora continua de la gestión de los servicios públicos, para seguir alimentando la máquina de la cooperación.
Seguramente, la crisis mundial de finales de la primera década de este siglo, la emergencia climática y el escenario bélico y geopolítico que resultó del 11S, hicieron entender que esa lógica estaba agotada. Y con ella, en cierto modo, una cooperación basada en una idea de la abundancia del Norte global, y de la obligación moral de repartirla con los parias de la Tierra. Pasar de ayudar a construir de forma conjunta ya colaborar en retos compartidos. Cuando se firmó el Acuerdo de París sobre el clima, en 2015, la Agenda 2030 y los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) ya habían incorporado una mirada mucho más compleja del desarrollo que la que ofrecían los ODM. Las crisis en las que el mundo había entrado formaban parte, al menos, no de un análisis de causas más trabajado que en el anterior paradigma, en el que se transferían recursos (sólo cuando sobraban) de un Norte rico a un Sur exhausto. Insuficiente, a todas luces, pero con algunas ideas interesantes: por un lado, pensar en sentido global. Los problemas no son del Sur, sino compartidos. También en Cataluña sufrimos las consecuencias de la pobreza energética o de la falta de acceso a la vivienda, y existen operadores y mecanismos mundiales que nos afectan a todas las personas, relacionados con estas dinámicas. Más aún: en esta globalidad, todas las administraciones son responsables de colaborar y alinear sus políticas públicas con un puñado de metas de consenso, haciendo estas coherentes entre sí. Y la cooperación internacional es un instrumento al alcance de todas estas administraciones para avanzar y participar globalmente en ese trabajo, no simplemente una apuesta voluble o prescindible. Algo importante para un sistema de cooperación que hace de la participación de ayuntamientos, diputaciones y gobiernos autonómicos uno de sus hechos diferenciales.
Otras agendas
En cierto modo, esta agenda amplia e interconectada, con una visión política y sistémica, más allá de las cintas de inauguración de infraestructuras y vicisitudes burocráticas, existe desde hace mucho tiempo. Ha sido reivindicada por una buena parte de la sociedad civil organizada y algunas administraciones subestatales, las cuales tuvieron que defender la necesidad de la cooperación como palanca para trabajar para la justicia global, incluso en el momento en que esta política colapsaba el país, en paralelo a la crisis inmobiliaria inaugurada con la quiebra de Lehman Brothers. Sin embargo, es cierto: muchas ONG (y seguramente la mayoría del público) siguen instaladas en una imagen asistencial de la cooperación internacional, y sólo han incorporado enfoques como el de género o el de la construcción de derechos en los formularios con los que optan a los recursos públicos. Ha sido necesario en los últimos años construir teóricamente aproximaciones de este tipo para hacer efectivo el paso al paradigma en el que nos encontramos en la actualidad. Pero la práctica y lo que entiende la sociedad puede ser, evidentemente, algo bastante diferente: en esto no ayuda en absoluto el relato que construyen los medios de comunicación de masas, alimentando la centralidad de la ayuda humanitaria de emergencia o la mirada del white man savior, que profundiza en la cooperación como instrumento neocolonial. El cliché aventurero, lleno de bonhomía y descontextualizado de las razones estructurales que han llevado a los escenarios en los que se desarrollan, cuando no directamente vinculado a operaciones militares, está todavía presente, como se ha visto últimamente con la operación de evacuación en Afganistán por parte de los ejércitos occidentales.
En este sentido, es necesario seguir reivindicando el rol que juega la cenicienta de la cooperación: la educación para la justicia global (o cómo se llame). Los constantes cambios de denominación del trabajo que entidades, comunidades y centros educativos realizan en torno a las causas y situaciones que movilizan la cooperación lejos de nuestro país, son la mejor muestra de cómo ha evolucionado la idea que lo alimenta. Efectivamente, existen etapas claramente identificables de la educación, partiendo de paradigmas proselitistas y desarrollistas que, a pesar del tiempo y los estratos, siguen activos. A menudo, estas miradas entran en contradicción o disputa con los intentos de interseccionar y hacer más complejas las interpretaciones, o generar la movilización internacionalista o globalista entre la ciudadanía. En este sentido, la desigual adaptación a instrumentos pedagógicos en marcha hoy en día en Cataluña, como el aprendizaje servicio, en el seno de las asignaturas de servicio comunitario, pueden ser ejemplo, a pesar de su relativo éxito entre determinadas ONG y centros.
Probablemente, lo más importante de los últimos años en la cooperación internacional ha sido la importancia que el trabajo educativo, incluyendo también la defensa del espacio cívico global que representan a personas defensoras y movimientos sociales, ha tomado entre todos los actores clave. Ya sea por la involución democrática en muchos escenarios habituales de nuestra cooperación y el acoso que sufre este espacio cívico, como por la necesidad de explicar a la ciudadanía por qué al final la pobreza que genera un sistema injusto al final acabó tocando en nuestras puertas.