Butterfly

Butterfly


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Hubiera podido ser una isla en cualquier verde mar de este mundo. Un blanco edificio se levantaba en lo alto de un escarpado farallón suspendido sobre unas profundidades color aguamarina y unas olas que rompían con fuerza a su alrededor. Un yate de veinticinco metros de eslora se encontraba anclado con una tripulación elegantemente uniformada que lo mantenía a punto para el capricho del hombre y la mujer que vivían en lo alto del farallón. En una exótica piscina situada en la parte posterior de la blanca y lujosa residencia una mujer nadaba, gozando del aire puro y del silencio de su refugio. Se había preparado un banquete bajo un toldo suavemente agitado por la brisa: cuencos de caviar helado, langosta y cangrejos fríos, confitura escarchada, quesos importados de todos los lugares del globo y cuatro clases de vino puesto a enfriar en cubetas. Nadie esperaba para servir. Los dos enamorados querían estar solos.

La mujer salió de la piscina de mármol, subió por los curvados peldaños blancos y pasó entre dos columnas corintias para dirigirse al lugar en el que dos tumbonas cubiertas por toallas de terciopelo esperaban bajo el sol.

Se movía lánguidamente. Se sentía ardiente, dulce y preparada para el sexo.

No se quitó el bañador. Ya lo haría él. En su lugar, se tendió a tomar el sol con los ojos clavados en el televisor colocado a la sombra del toldo a rayas. Estaba encendido. Siempre lo estaba. Y ella esperaba algo.

Poco después, él emergió de la casa y el tenue brillo del agua de la piscina se reflejó en los cristales de sus gafas Ray-Ban. Su largo albornoz blanco estaba abierto y él iba desnudo debajo. La mujer lo contempló mientras se acercaba lentamente a ella. Era alto y delgado, con elásticos músculos y poderosos muslos. Caminaba con los andares propios de un ganador olímpico de medallas.

Se situó de pie junto a la tumbona y ella levantó una perezosa mano hacia él. Las oleadas de calor que surgían como espejismos de los blancos muros de la casa parecían derretirle los huesos. Se agitó sobre la tupida toalla, disfrutando de la sensación de la sedosa pelusa contra su piel desnuda.

Él se arrodilló a su lado y ella sintió sus fuertes manos rozándole ligeramente las piernas y jugueteando con los tirantes de su bañador. Después, el hombre le besó la parte interior de los muslos.

Sin embargo, cuando sus manos subieron y sus dedos intentaron explorar por debajo del traje de baño Spandex, ella se lo impidió de repente.

El hombre la miró, tratando de leer su expresión detrás de las enormes gafas ahumadas. Observó que su mirada estaba fija en el televisor.

El hombre contempló la pantalla. Allí estaba, al final lo que ella esperaba…, un noticiario transmitido vía satélite desde el otro extremo del mundo.

Mostraba dos funerales. Uno en Houston y el otro en Beverly Hills. Unos funerales lo suficientemente importantes como para ser transmitidos a todo el mundo.

La mujer apoyó suavemente la mano en la cabeza del hombre y la acarició casi con aire distraído mientras contemplaba las solemnes procesiones…, una de ellas con el telón de fondo de las palmeras californianas mientras la gente llegaba en lujosos automóviles y se congregaba alrededor de un catafalco de color blanco porque se iba a dar sepultura a una mujer; la otra bajo el implacable sol de Texas con unos hombres tocados con sombreros Stetson, levantando el ataúd de un hombre del negro túmulo donde estaba depositado para llevarlo a hombros. Por un instante, la mujer no se sintió en aquella abrupta y remota isla en la que estaba a punto de vivir un sublime idilio sexual. Se sintió de nuevo allí…, al principio de aquel increíble camino que había terminado en aquellos dos entierros celebrados el mismo día a dos mil kilómetros de distancia…

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