Butterfly

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Junio » Capítulo 49

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En cuanto cruzó la puerta de llegadas del aeropuerto, el senador fue inmediatamente rodeado por los reporteros y las cámaras de televisión.

—¿Cuáles son ahora las posibilidades de Danny Mackay, senador? —le preguntaron todos.

El anciano sonrió bajo su sombrero vaquero y contestó:

—Tengo plena confianza en mi yerno. Ustedes ya saben que Danny Mackay es un hombre de Dios. ¡Lo resolveremos todo en un santiamén para poder seguir con nuestro empeño de instalarle en el despacho Oval!

Dicho lo cual, subió a su automóvil y se alejó, sonriendo y saludando con la mano.

En cuanto se quedó a solas con Danny en la habitación del hotel, el anciano gritó:

—Pero ¡qué demonios está pasando aquí!

Danny no estaba tan guapo y seguro de sí mismo como de costumbre. Habían transcurrido tres días desde que se divulgara por primera vez la noticia y, en lugar de apagarse y desvanecerse, el revuelo era cada vez más grande. Llevaba dos noches sin dormir y se le notaba.

—Que me aspen si lo sé, señor. Juraría que los demócratas están detrás de todo esto.

—¡No les eches la culpa a los malditos demócratas, muchacho! ¡Quiero saber cómo es posible que seas propietario de casas de putas y cines pornográficos! ¡Y, por si fuera poco, ahora resulta que eres propietario de una manzana de casas en un barrio de mala fama!

Había periódicos diseminados por toda la suite. Las primeras planas publicaban reportajes sobre la más reciente basura que se había descubierto en torno a Danny Mackay a través de Royal Farms, su empresa privada. Danny era propietario de una gran manzana de casas en un barrio bajo de Los Ángeles. Unas instantáneas de las viejas y ruinosas viviendas acompañaban el texto sobre los rufianes, las prostitutas y los drogadictos que vivían en aquellos edificios llenos de ratas y cucarachas.

—Mire, señor —dijo Danny en tono cansado—, yo no podía recorrer todo el país para examinar todas las pequeñas inversiones de mierda que tenía. Le compré Royal Farms a Beverly Highland. Ya conoce usted su buena reputación, señor. No es posible que ella supiera todas estas cosas. Y, de haberlas sabido, ciertamente no me hubiera vendido la empresa a mí.

El anciano extrajo un cigarro puro, le quitó lentamente la envoltura, recortó el extremo y lo encendió muy despacio.

—Bueno, pues tienes suerte de que yo haya venido a rescatarte, hijo —comentó tras dar unas cuantas chupadas—. Aún te podremos salvar a tiempo para la convención. Comparecerás en la televisión esta noche, le dirás a Norteamérica que no conocías ninguna de estas maldades, que lamentas mucho haberte visto mezclado en esto y que tienes intención de resolver el asunto inmediatamente. Tenemos que conseguir que seas tan puro como la nieve antes del fin de semana.

Danny cerró los ojos y asintió con la cabeza. No le gustaba su suegro, pero aquel hombre tenía mucho poder. Su repentino viaje para estar al lado de su trastornado yerno había sido considerado por el partido como una buena señal. Danny aún tenía partidarios, aunque un poco nerviosos. Aquella noche en la televisión llevaría a cabo una de sus mejores actuaciones. Pediría perdón al país. Y no le cabía la menor duda de que este se lo concedería.

El teniente O’Malley pensó por centésima vez que ojalá no tuviera que intervenir en aquel caso. Eran unos hechos muy confusos y le estaban agravando la úlcera.

Y ahora, con aquella nueva situación (la segunda fotografía que, a diferencia de la del burdel, era innegablemente auténtica), las aguas estarían más revueltas que nunca.

La mujer declaró que habían acudido a la policía porque, a su juicio, Danny Mackay tenía que ser castigado. Y ahora estaba allí, en el despacho exterior, con una taza de plástico de café en la mano. Era una marchita y reseca granjera texana que vivía una solitaria existencia de viuda y seguramente buscaba un poco de notoriedad con su historia.

Una historia sobre Danny Mackay y Bonner Purvis.

¡Jesús bendito!

El investigador se dirigió al lavabo de hombres y se lavó cuidadosamente la cara, se limpió las uñas y se peinó el cabello hasta dejarlo planchado y reluciente. Había tenido una mañanita de alivio, en la que había recibido presiones de lo alto para que abandonara el caso del burdel y cerrara las diligencias, pero ahora aquella mujer con su vestido estampado de algodón y sus gastados zapatos le había arrojado una bomba de relojería sobre las rodillas.

La fotografía era auténtica, por supuesto. La mujer afirmaba haberla tomado ella misma en 1955 cuando un autocar de un predicador fundamentalista pasó por su localidad y ella se ofreció voluntariamente a acoger a dos de los miembros del grupo en su casa. Por caridad cristiana, decía, había acogido a Danny y Bonner, recibiendo a cambio la maldición de Satanás.

—No era natural lo que hacían aquellos chicos —le dijo a O’Malley—. Les vi con mis propios ojos en el dormitorio.

En realidad, la instantánea parecía muy inocente: dos sonrientes jóvenes, desnudos en una bañera en un patio posterior, tratando a todas luces de refrescarse y de pasar un rato agradable. Sostenían sendas cervezas en la mano y se rodeaban recíprocamente los hombros con un brazo. Un par de buenos chicos, holgazaneando un rato.

Sin embargo, el relato del acto de homosexualidad presenciado por aquella mujer ya no era tan inocente. Aquello cambiaba por completo la situación.

Y cambiaba también todo lo demás.

Porque O’Malley sabía que, cuando la historia se divulgara, la gente empezaría a pensar: si Danny Mackay cometió en otros tiempos actos indecentes con otro hombre, cabía la posibilidad de que fuera propietario de una casa de putas, de una revista pornográfica y de todo lo otro.

La fotografía y la declaración de la mujer podían acabar con él.

El teniente O’Malley tenía un problema. Simplemente le gustaba Danny Mackay y quería votar por él en noviembre. Pero era también un hombre de conciencia. La mujer y su fotografía no se podían ignorar.

En la suite de Mackay en el Century Plaza reinaba un gran ajetreo. Mientras su maquillador personal le preparaba para las cámaras de la televisión, sus ayudantes y asesores le recordaron una vez más los puntos del discurso que le habían redactado a toda prisa. A un lado, el senador permanecía de pie con rostro sombrío, acompañado de su hija Angélica en segundo plano.

Danny se sentía a gusto. El vaso de whisky Jack Daniel’s le había reconfortado y le había infundido fuerzas como en los viejos tiempos, y el discurso era estupendo. Los norteamericanos le suplicarían de rodillas que fuera su presidente cuando terminara de hablarles aquella noche. El discurso contenía incluso una leve insinuación en el sentido de que hasta el nombre del gran John Kennedy había sido mancillado por sus detractores.

Una de las secretarias se acercó a Danny y le dijo:

—Hay un tal investigador O’Malley fuera, señor. Dice que quiere hablar un momento con usted.

Danny hizo un gesto con la mano.

—Más tarde. Después del discurso.

—¿Qué querrá? —preguntó Bonner.

—¡Seguramente vendernos entradas para el baile de la policía!

Pero, cuando la otra secretaria entró corriendo y le dijo que la señorita Highland estaba al teléfono, Danny se puso en pie de un salto, se quitó la toalla que le rodeaba el cuello y entró como una exhalación en el dormitorio para recibir la llamada. De todos sus protectores financieros, Beverly Highland era uno de los más destacados. Su silencio en el transcurso de los últimos tres días le había matado. Mientras tomaba el teléfono, rezó para que ella tuviera algo favorable que decirle.

Su plegaria fue escuchada.

Beverly no solo le consideraba inocente de todas aquellas sórdidas imputaciones sino que, al día siguiente, iba a hacer una pública declaración, anunciando su incondicional apoyo a su candidatura.

—No me cabe la menor duda, reverendo —dijo con su pausado tono habitual— de que todo esto pasará y de que pronto, muy pronto, recibirá usted la recompensa que se merece.

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