Butterfly

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Enero » Capítulo 1

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La doctora Linda Markus estaba sentada junto al tocador con el brazo levantado a punto de cepillarse el cabello cuando oyó un sonido.

Su mano se quedó inmóvil en el aire. En su muñeca brillaba una cadena de oro de la cual pendía un amuleto… una mariposa. Mientras escuchaba en medio del silencio, la mariposa tembló en su delicada cadena, relumbrando bajo la luz de la lámpara. Examinó el dormitorio que se reflejaba en el espejo. No se veía nada insólito. Vio la inmensa cama doble sobre un estrado, el dosel de raso con sus adornos y la colcha con sus volantes, todo de un delicado color melocotón. Sobre la cama se encontraban su bata blanca de hospital, su blusa y su falda y el maletín médico que había arrojado allí tras una extenuante jornada en cirugía. Los zapatos de cuero italiano estaban en la alfombra al lado de unos pantys de color tostado.

Prestó atención, pero todo estaba en silencio.

Reanudó el cepillado del cabello.

Le era difícil relajarse. Tenía tantas cosas en que pensar, tantas cosas que exigían su atención: aquel paciente de la Unidad de Vigilancia Intensiva; la reunión por la mañana del consejo de Cirugía; el discurso que aún tenía que escribir para el almuerzo anual de la Asociación de Médicos del condado.

Y después, lo más sorprendente de todo, las llamadas telefónicas que estaba recibiendo de aquel productor de la televisión, Barry Greene…, bastante persistentes y no relacionadas con ningún problema médico, decían las notas. Aún no había tenido tiempo de devolverle las llamadas.

¡Otra vez el mismo rumor! Un leve rumor subrepticio, como si alguien estuviera fuera y tratara de entrar sin que lo oyeran…

Bajando lentamente el cepillo y dejándolo entre los cosméticos y los perfumes de la mesita del tocador, la doctora Markus aspiró una bocanada de aire, contuvo la respiración y se volvió a mirar. Contempló las cortinas corridas. ¿Procedía el rumor del otro lado de las ventanas?

«Dios mío, ¿estarían cerradas las ventanas?».

Se echó a temblar y contempló los pesados cortinajes de terciopelo mientras se le aceleraba el pulso.

Le pareció que habían transcurrido varios minutos. El ornamentado reloj Luis XV de la repisa de la chimenea de mármol seguía haciendo tictac.

Los cortinajes se movieron.

¡La ventana estaba abierta!

Linda contuvo el aliento.

Una fría brisa pareció inundar la estancia cuando los cortinajes empezaron a separarse. Una sombra oscureció la alfombra color champán.

Linda se levantó de un salto y corrió sin pensar al cuarto de vestir. Cerrando la puerta a su espalda, permaneció inmóvil en la oscuridad y buscó a tientas en la pared el cajón secreto.

Tenía que haber un revólver en su interior.

Encontró el cajón, lo abrió desesperadamente y sintió la fría obscenidad del metal en su mano. El revólver era largo, duro y pesado. ¿Dispararía? ¿Estaría cargado?

Se acercó de nuevo a la puerta del cuarto de vestir, aplicó el oído y prestó atención. Unos sutiles rumores recorrían el espacioso dormitorio: el leve crujido de una ventana de cristales emplomados, el susurro de unos cortinajes, el sonido amortiguado de unos zapatos de suela de goma sobre la alfombra. Él estaba allí. En su dormitorio.

Linda tragó saliva y apretó con fuerza el arma. Pero ¿qué iba a hacer con el revólver? ¿Disparar contra él? ¡Por el amor de Dios! Se echó a temblar y el corazón se le desbocó en el pecho.

¿Y si él también llevara un arma?

Prestó atención. Le oía moverse por la estancia. Se inclinó, cogió el tirador y abrió un resquicio de la puerta. Al principio, solo vio una estancia vacía. Después…

Allí estaba. Junto a la pared del otro extremo, retirando un cuadro y examinando la cerradura de combinación de la pequeña caja fuerte.

Linda lo estudió. Su experto ojo clínico vio bajo los ajustados pantalones y el jersey negro de cuello de cisne el cuerpo de un hombre que se mantenía en muy buena forma. No podía adivinar su edad (un negro pasamontañas le cubría el rostro y el cabello), pero parecía muy vigoroso. Unas nalgas y muslos excelentemente formados se movían bajo el negro tejido de los pantalones.

Linda no se movió y contuvo la respiración mientras el hombre abría hábilmente la caja fuerte e introducía la mano en su interior.

De pronto, el hombre se volvió como si hubiera percibido que lo observaban. Miró hacia la puerta del cuarto de vestir. Linda vio dos ojos negros, atisbando cautelosamente a través del pasamontañas. La negra malla de la prenda perfilaba una boca siniestra y una mandíbula cuadrada.

Se apartó de la puerta y extendió los brazos, empuñando el arma en sus temblorosas manos. El rayo de luz que penetraba en la minúscula estancia a través de la rendija prendió en la trémula mariposa de platino que colgaba de su muñeca, arrojando unos reflejos plateados sobre la camisola y las bragas de nailon que llevaba.

Retrocedió todo lo que pudo y después se mantuvo inmóvil, observando la puerta sin apartar el dedo del gatillo.

Al principio, la puerta se abrió levemente, como si él la estuviera tanteando. Después, se abrió de par en par y la negra silueta del hombre se recortó contra la suave iluminación del dormitorio.

El hombre contempló el arma y después clavó la mirada en su rostro. Aunque iba enmascarado, Linda intuyó en él una cierta vacilación y le pareció detectar una sombra de indecisión en sus ojos oscuros.

El hombre se adelantó y entró en el cuarto de vestir. Después, otro paso, y otro.

—No se acerque más —dijo Linda.

—Voy desarmado —contestó el hombre con voz sorprendentemente suave y refinada, una voz tan distinguida como la de un actor teatral.

Solo había pronunciado dos palabras y, sin embargo, Linda descubrió en ellas un vestigio de… vulnerabilidad.

—Váyase —le dijo Linda.

El hombre la siguió mirando. Solo unos pasos los separaban. Linda vio la curva de los bíceps bajo el ajustado jersey, la suave elevación y el pausado descenso de su tórax.

—Hablo en serio —dijo, apuntándole—. Dispararé si no se marcha.

Unos negros ojos de un rostro oculto la estudiaron. Cuando habló de nuevo, el hombre lo hizo con cierta incredulidad en la voz, como si acabara de descubrir algo.

—Es usted muy guapa —dijo.

—Por favor…

—Lo siento —dijo el hombre, adelantándose otro paso—. No tenía ni idea de que había entrado en la casa de una señora.

—Deténgase —le ordenó Linda en un susurro.

El hombre contempló el collar que sostenía en la mano y que acababa de sacar de la caja fuerte. Era un largo collar de perlas con un nudo al final.

—No tengo ningún derecho a llevármelo —dijo el intruso, levantándolo en alto—. Le pertenece a usted. A usted le sentará bien.

Incapaz de moverse, la doctora Markus contempló los ojos oscuros mientras las negras manos enguantadas levantaban el collar por encima de su cabeza, se lo deslizaban bajo el cabello y lo depositaban sobre la camisola de encaje que le cubría el pecho.

El silencio pareció intensificarse cuando el ladrón se quitó lentamente los guantes sin apartar los ojos de los suyos y tomó el nudo de perlas del collar, depositándolo en el centro de su busto.

Al percibir su contacto, Linda contuvo la respiración.

—No quería asustarla —dijo el hombre con un íntimo y reposado tono de voz. Su rostro enmarcado se encontraba a escasos centímetros del suyo. Los ojos negros estaban enmarcados por unas negras pestañas y por la negra malla de la máscara. Linda adivinaba su boca, los finos labios y los blancos dientes. El hombre inclinó la cabeza y añadió en un susurro—: No tenía ningún derecho a asustarla.

—Por favor —musitó Linda—. No…

El hombre levantó una mano y le rozó el hombro. Linda sintió que el tirante de la camisola empezaba a resbalar hacia el brazo.

—Si de veras quiere que me vaya —dijo el hombre—, me iré.

Linda contempló su mirada. Cuando los dos tirantes de la camisola le resbalaron de los hombros, bajó los brazos y soltó el revólver sobre la mullida alfombra. Las manos del desconocido se movieron tan despacio y con tanta habilidad como cuando habían abierto la caja fuerte de la pared, rozando su piel febril y saboreando su temblor. Cuando la camisola de raso y encaje resbaló hacia su cintura, Linda cerró los ojos.

—Jamás he conocido a una mujer tan guapa como tú —dijo el hombre, explorándola con gestos expertos. Sabía dónde tocar, dónde detenerse y dónde comprimir—. Dime que me vaya —añadió inclinando suavemente la cabeza hasta casi rozar la boca con la suya—. Dímelo —repitió.

—No —suspiró Linda—, no te vayas…

Cuando sus labios se posaron sobre los suyos, Linda experimentó una sacudida en todo el cuerpo. De pronto, deseó desesperadamente a aquel hombre. Allí mismo y en aquel instante.

El desconocido la atrajo a sus brazos. Linda sintió la áspera malla del jersey contra su pecho desnudo. Las manos del hombre le acariciaron la espalda y después se deslizaron bajo la cintura elástica de las bragas. Linda apenas podía respirar. Sus besos la sofocaban. Su lengua le llenaba la boca y sus muslos la comprimían con urgencia y pasión.

¿Sería posible?, se preguntó Linda, angustiada. ¿Sería posible que, después de tantos años, aquel desconocido consiguiera finalmente…?

De pronto, un sonido rompió el silencio. Era un tosco e insistente pitido procedente del dormitorio.

—¿Qué es eso? —preguntó el hombre, irguiendo la cabeza.

El buscapersonas. ¡Maldita sea!

Linda empujó a un lado al desconocido, corrió hacia el lugar donde había dejado el bolso, tomó la cajita y la hizo enmudecer.

—Tengo que hacer una llamada telefónica. ¿Este teléfono es de verdad? —preguntó, señalando el coquetón aparato de la mesilla de noche—. ¿Puedo llamar desde aquí?

El hombre se acercó a la puerta del cuarto de vestir y cruzó los brazos, apoyándose contra el marco.

—Tómalo. La chica te dará línea.

Mientras marcaba un número, Linda contempló el espléndido cuerpo vestido de negro y se llenó de irritación. Había hecho una apuesta porque no le quedaba otra opción. Pensó que podría disfrutar de un par de horas de paz antes de regresar al hospital, pero las probabilidades se habían revuelto contra ella.

—Le ha bajado la presión —dijo la enfermera de la Unidad de Vigilancia Intensiva a través del teléfono—. El doctor Cane cree que sufre una hemorragia.

—De acuerdo. Llévenlo a cirugía. Dígale a Cane que lo abra. Yo estoy en Beverly Hills. Tardaré unos veinte minutos en llegar.

Linda colgó el aparato sin haber mencionado ni una sola vez su nombre durante la conversación (las enfermeras de la UVI conocían su voz) y se volvió a mirar al desconocido del pasamontañas.

—Lo siento —dijo, quitándose rápidamente el collar de perlas y recogiendo su ropa—. No tengo más remedio que irme.

—No te preocupes. Yo también lo siento.

Linda miró al hombre. No podía verle el rostro, pero su voz parecía sinceramente apenada. Sin embargo, ella sabía que todo era una comedia. Le pagaban para que le siguiera la corriente.

Una vez vestida, tomó la bata de hospital y el maletín y corrió hacia la puerta, deteniéndose un instante para esbozar una triste sonrisa y pensar en lo que hubiera podido ser. Después, abrió el bolso, sacó un billete de cien dólares y lo dejó sobre la mesita junto a la puerta. Se los hubiera dado después. Él no tenía la culpa de que los hubieran interrumpido.

—Pero si no he hecho nada —dijo el hombre en un susurro.

—Ya me lo compensarás la próxima vez.

Linda salió a un pasillo que hubiera podido pertenecer a un elegante y discreto hotel. Pasó corriendo por delante de varias puertas cerradas y consultó su reloj. No hubiera tenido que correr el riesgo de acudir a Butterfly aquella tarde, teniendo a un paciente en la UVI. Pero llevaba varias semanas deseándolo y ya lo había aplazado varias veces por culpa de las urgencias médicas.

Al doblar la esquina, le salió al encuentro una joven vestida con una falda negra y una blusa blanca en cuyo bolsillo figuraba una mariposa bordada con hilo de oro.

—¿Todo bien, señora? —preguntó la empleada.

No conocía el nombre de la doctora Markus. Todas las socias de Butterfly eran anónimas.

—He recibido una llamada urgente.

—¿Le ha parecido bien el compañero?

Ambas llegaron al ascensor.

—Ha sido perfecto. Me gustaría repetirlo. Pero tendré que llamar previamente.

—Muy bien, señora. Buenas tardes.

Cuando las puertas del ascensor se cerraron con un suave susurro, Linda se quitó rápidamente la negra máscara arlequinada que le cubría el rostro y la dobló para guardarla en el bolso. Después, se frotó las mejillas por si le hubiera dejado alguna huella.

El ascensor dejó a la doctora Markus en el nivel de la calle y se abrió a la lujosa elegancia de latón y caoba de Fanelli, uno de los más prestigiosos establecimientos de prendas de vestir para hombre de Beverly Hills. Linda cruzó la puerta de cristal que daba a Rodeo Drive y salió a la luminosidad de una fría tarde de enero. Se puso las gafas ahumadas y le hizo una señal al empleado del estacionamiento. Era un precioso y despejado día del sur de California…, un día de limoneros, pensó Linda, experimentando el súbito deseo de tener a alguien con quien compartirlo.

Pero no tenía a nadie y probablemente jamás lo tendría. Ahora ya se había resignado a ello a sus apenas treinta y ocho años, después de dos matrimonios fracasados y de numerosas relaciones insatisfactorias.

Aunque, pensó mientras contemplaba la sencilla y discreta fachada de Butterfly, en realidad, había alguien con quien hubiera podido compartir aquel día tan espectacular…, pero tenía que ir al hospital y él tenía otras mujeres a las que atender.

El empleado del aparcamiento le trajo su Ferrari rojo, ella le dio una generosa propina y se adentró en el denso tráfico del Wilshire Boulevard. Mientras bajaba las lunas de las ventanillas para que el fresco aire le agitara el rubio cabello, Linda esbozó una sonrisa y soltó una carcajada.

—Volveré —le dijo en voz alta al monstruoso tráfico de Beverly Hills.

Contra viento y marea, Butterfly. ¡Vaya si volveré!

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