Butterfly

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Enero » Capítulo 9

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Allí estaba. Bajando de su GMG 4X4. Trudie se volvió a mirarle furiosa y con los brazos en jarras.

—¡Oye, Bill! ¡Ya era hora de que vinieras!

Bill esbozó una sonrisa por debajo de sus gafas ahumadas de piloto de aviación. Trudie estaba segura de que debía de derretir muchos corazones femeninos con aquella sonrisa. Pero aquel día no. Le iba a cantar las cuarenta.

Bill subió con indiferencia por la extensión de césped. Era uno de aquellos tipos egoístas, muy pagados de su masculina apostura. Saludó con la mano a los electricistas que estaban trabajando en la quinta fase de la construcción de la piscina. Todos le devolvieron el saludo. Casi todos ellos eran mexicanos aunque había unos cuantos tipos rubios sin camisa… buenos chicos.

—Pero, bueno, Trudie —dijo Bill cuando estuvo más cerca—, ¿qué es lo que ocurre?

Trudie estaba enojada y tenía que controlarse.

—Bill —dijo, echando la mandíbula hacia delante—. ¿Por qué no hay tres tuberías de desagüe en esta piscina? Tú sabes que yo siempre instalo tres desagües en mis piscinas. ¿No has leído la hoja de instrucciones? ¿No has echado siquiera un vistazo a los planos?

—Calma —dijo Bill, riéndose suavemente.

El sol de enero jugueteaba con su cabello y él lo sabía. Pagaba un corte de pelo especial para asegurarse de que las ondas reflejaran la luz. Nunca le fallaba bajo la iluminación de las pistas de baile. Estudió a Trudie desde detrás de sus gafas ahumadas. A lo mejor, su viejo truco no iba a dar resultado en aquel caso. En fin, ya había oído decir que era una pelmaza.

—Dame una respuesta clara, Bill.

En su calidad de fontanero de la piscina, el trabajo de Bill venía inmediatamente después de la excavación inicial. Llamó dos días antes, diciendo que ya estaba todo hecho. Entonces Trudie dio orden de que se aplicara el revestimiento de Grunite. Los obreros, a las órdenes de Sam Brand, un excelente capataz al mando de una excelente cuadrilla, iniciaron los trabajos a primera hora de la mañana, rociando con el Grunite el gran agujero en la tierra. Llamaron a Trudie a las ocho.

—Oye, True —le dijo Sam—, ¿tú no sueles poner tres desagües?

Entonces Trudie tomó el teléfono y le dijo a Bill que acudiera inmediatamente allí. ¿A qué venían tantas prisas? A que el hormigón se estaba endureciendo y sería muy difícil abrir en él un boquete para la tercera tubería de desagüe.

—Pero, bueno —dijo ahora Bill—, ¿por qué te pones así?

—Dime por qué no has instalado tres desagües.

Bill la estudió con interés. No tenía mala pinta, pensó. Llevaba el top y los calzones cortos como jamás hubiera podido hacer un contratista varón. Detrás de aquella fachada de descaro, debían de latir las frustraciones de todas las mujeres solteras, estaba seguro.

—No pensé que fueran necesarios tres desagües en una piscina de este tamaño.

—A mí no me digas lo que es o no es necesario. ¡Yo pongo tres desagües en todas mis piscinas porque resulta que soy la mejor constructora de piscinas de todo el sur de California! Y tú tienes que seguir mis instrucciones.

Se estaba enfadando de verdad. Él intentaba ser amable y explicarle cómo se hacía el trabajo, y ella se le echaba encima como si fuera un carro de combate Sherman. ¡Esas mujeres que intentaban comportarse como los hombres! Estaba claro, True Stein necesitaba que alguien se acostara con ella.

—Bueno, pero ahora ya está hecho, ¿no?

—No, no lo está —contestó Trudie sin perder los estribos—. Quiero que vengas inmediatamente con tus operarios y quiero que el tercer desagüe ya esté instalado mañana por la mañana.

—¡Pero, bueno, cariño! ¿Tú sabes lo que significa volver a hacerlo? ¡Significa aserrar el hormigón!

—¡Me importa un bledo que tengas que cortar el hormigón con los dientes! Hay que instalar un tercer desagüe.

Bill la miró con rabia. Comprendió que estaba furiosa por la forma en que se agitaba su busto. Pero él también podía ponerse furioso.

—Ni hablar —dijo sin alterarse.

—Muy bien, pues —replicó Trudie sin perder tampoco la compostura—. Tengo algo para ti —tomó una bolsa de la basura de plástico que había a sus pies, la abrió y le mostró a Bill su contenido—. ¿Ves eso, Bill?

Él la miró con recelo. Debía de haber como unas ocho o diez latas vacías de cerveza.

—Sí… ¿y qué?

—Sam las encontró esta mañana en las zanjas. Bill, tus hombres han estado bebiendo durante el trabajo.

—Oye, eso no se puede…

—¡No me vengas a mí con que «no se puede»!

—Estas latas podrían ser de cualquiera. De los operarios de Sam, por ejemplo…

—Sam es un cristiano a carta cabal, Bill, y tú lo sabes muy bien. Sabes que dirige una cuadrilla de operarios muy seria. Dice que encontró estas latas aquí esta mañana, ¡y yo le creo! Lo cual significa que tus obreros son responsables.

Bill se agitó, muy nervioso.

—Bueno, ¿y eso qué…?

—¡No se bebe alcohol en mis trabajos! ¿Está claro?

Bill la miró con recelo. Toda su relajada postura se había esfumado.

—¿Qué quieres decir con eso, Trudie?

—Quiero decir, Bill, que perfores el hormigón e instales la tercera tubería de desagüe. Si no lo haces, te juro que me encargaré de que no consigas ningún otro contrato en este estado.

Bill guardó silencio un instante, calibrando a Trudie y analizando la situación. Después, extendió las manos y dijo:

—Bueno, ¿a qué viene tanto alboroto? Ahora mismo traigo a mis chicos.

—Y se ha terminado el alcohol.

—Sí, sí. Por supuesto.

Bill dio media vuelta y se alejó, murmurando por lo bajo algo sobre las mujeres cascarrabias. Trudie giró sobre sus talones y se retiró rodeando la zona más profunda del seco y grisáceo hueco de la piscina. Zoquete, pensó. Este hombre es un zoquete.

Consultó su reloj. Tenía que inspeccionar otras dos excavaciones y después acudiría al despacho de Jessica. Ambas irían a Butterfly aquella tarde. Jessica se reuniría con la directora y recibiría su pulsera de socia.

El bufete de Franklin y Morton estaba ubicado en el Sunset Strip, un pequeño templo de estilo griego apretujado entre los ostentosos despachos de estilo federal de médicos, abogados y decoradores. Los alquileres eran muy altos, pero también lo eran los clientes. Jessica y Fred eran socios desde hacía siete años, y competían con los grandes bufetes jurídicos de las torres de Century City. Su atractivo consistía en que trataban a los clientes de una manera más íntima y personal. No les importaba que les llamaran «Boutique jurídica». Su lista de clientes era todavía muy corta, pero estaba aumentando gracias a la publicidad del juicio Mickey Shannon. Fred y Jessica sabían que, con unos cuantos juicios más como aquel, sus días de lucha habrían terminado.

Jessica se encontraba en su despacho, conversando con un hombre de rostro enfurruñado. Era el abogado de la parte contraria de un caso y estaba tamborileando con los dedos en la cartera de cuero de documentos que sostenía sobre sus rodillas.

—Señora Franklin —dijo—, resulta que esa es la cantidad que solicitó su cliente.

—Sí, es cierto, señor Hutchinson. O más bien tendría que decir que lo era. Han transcurrido varias semanas y ya ha pasado la fecha que habíamos convenido para un acuerdo. Ahora exigimos un millón de dólares.

—¡Cómo!

Sonó el teléfono interior. Jessica lo tomó.

—Le dije que no me pasara ninguna llamada —la voz del otro extremo le informó que Trudie Stein esperaba en la zona de recepción—. Ah, sí, gracias. Por favor, ofrézcale un café y dígale que en seguida estoy con ella.

Jessica colgó, cruzó las manos sobre el escritorio y dijo:

—Señor Hutchinson, usted sabe que nos estamos acercando a pasos agigantados a la fecha de celebración del juicio y estoy segura de que usted sabe que un jurado se inclinaría a favor de mi cliente. Ganaremos y el tribunal nos concederá dos millones de dólares. Sin embargo, mi cliente está dispuesto a aceptar un millón ahora para evitar la tensión y las molestias de un juicio.

El hombre lanzó un profundo suspiro y la miró con aire pensativo. Era la primera vez que Ron Hutchinson litigaba con Jessica Franklin y, aunque no estaba muy contento de cómo iban las cosas, admiraba su tenacidad. No tenía ninguna garantía de que fuera a ganar y él le ofrecía un generoso acuerdo: trescientos mil dólares firmados, sellados y entregados aquel mismo día en su despacho. Y, sin embargo, ella se mantenía firme en su exigencia de una cantidad superior. Se preguntaba hasta dónde arriesgaría en sus posibilidades de perderlo todo.

—Acordamos trescientos mil —dijo, rozando con el dedo el cheque que había depositado sobre el escritorio y empujándolo hacia ella—. Tómelos ahora, de lo contrario, nos veremos en el juicio y no conseguirá ni un céntimo.

—Ahora pedimos un millón, señor Hutchinson. Para mañana al cierre de los negocios.

Hutchinson adivinó por la expresión de su rostro que no la iba a convencer. Tomó de nuevo el cheque, se levantó, la saludó con una leve inclinación de cabeza y abandonó el despacho.

Antes de reunirse con Trudie, que la estaba esperando para acompañarla a Butterfly, Jessica pasó por el despacho de su socio para informarle de su conversación con Hutchinson. Frank Morton, prematuramente calvo, se pasó la mano por la lisa cabeza y dijo:

—No sé, Jess. ¿Estás segura de que nos conviene mantenernos firmes? A fin de cuentas, no estamos seguros de ganar en el juicio. Tenemos muchas probabilidades de ganar, pero la apuesta es muy arriesgada.

—Yo estoy dispuesta a correr este riesgo, ¿tú no? —dijo Jessica, sonriendo.

Mientras Trudie maniobraba hábilmente con su Corvette a través del denso tráfico del Sunset, miró a su amiga y le preguntó:

—¿Nerviosa?

—¡Intrigada! —contestó Jessica, riéndose.

—Me alegro de que hayas decidido hacerte socia.

—Bueno, aún no estoy convencida al cien por cien de que necesite ir a un lugar como Butterfly, pero has despertado mi curiosidad. Quiero entrar para ver cómo funciona eso.

—¡Funciona de maravilla, te lo aseguro! Yo volví el sábado pasado.

—¿Y qué hiciste esta vez? —preguntó Jessica.

—Elegí el mismo compañero. Mi amante intelectual. Fue tan estupendo la primera vez que no vi ninguna razón para cambiar. Al parecer, muchas socias solicitan al mismo hombre una y otra vez. Se produce una especie de relación semejante a la que se instaura cuando vas a ver a un psiquiatra.

—¡Un psiquiatra! Cualquiera diría que eso es una clínica del sexo.

—En cierto modo lo es, ¿no crees?

Jessica estudió el perfil de Trudie, el costoso peinado de su cabello rubio, los largos pendientes de plata y los ojos color aguamarina. Jessica siempre había envidiado la belleza de Trudie.

—¿Y qué hacen tú y tu intelectual compañero?

—Discutimos y después nos acostamos. —Trudie cambió rápidamente de carril y bajó velozmente por el Beverly Canion Drive—. Me resulta inmensamente satisfactorio. Y no te podría decir exactamente por qué. Lo que ocurre es que los hombres que conozco no suelen estar a la altura de mis expectativas. Los encuentros casuales me suelen dejar insatisfecha. Incluso cuando me acuesto con alguien y todo va bien, tengo la sensación de que no ha sido una experiencia total. Mientras que con Thomas las dos veces fueron pura dinamita. A lo mejor, es por el anonimato de la situación…, él no sabe quién soy e incluso ignora mi nombre…, o, a lo mejor, es porque yo llevo la voz cantante. No lo sé. He intentado hallar la respuesta, pero se me escapa.

Jessica miró por la ventanilla mientras se adentraban en Rodeo Drive. ¿Qué esperaba encontrar exactamente en las estancias secretas de Butterfly? ¿Por qué había decidido hacerse socia? Buena parte de ello tenía que ver con el factor de riesgo que entrañaba…, por eso le gustaban tanto los pleitos: nada era previsible, no había ninguna garantía, o ganabas o perdías, y cada nuevo caso le planteaba toda una serie de nuevos retos. Butterfly se le antojaba algo semejante. Pero había algo más…, desde que Trudie se lo había comentado, Jessica experimentaba el inexplicable impulso de hacerse socia de Butterfly. ¿Acaso porque, por mucho que dijera Trudie, había en Butterfly un factor de riesgo?

—¿Cómo podemos estar seguras de que no nos chantajearán? —preguntó, cuando se detuvieron delante de Fanelli—. Debo pensar en mi carrera y en mi socio jurídico.

—Bueno, según mi prima Alexis, que lo supo a través de su amiga Linda Markus, la cual se enteró a través de la mujer que la introdujo en Butterfly, este lugar funciona desde hace varios años y nunca ha habido un incidente de chantaje ni nada que se le parezca. A fin de cuentas, ¿cómo podría ocurrir tal cosa? Los compañeros no tienen ni idea de quiénes somos. Nuestras identidades están bien protegidas. Solo la directora tiene acceso a los archivos y está claro que ella no hablará.

—Aún así, el secreto de este lugar no tendrá más remedio que develarse más tarde o más temprano. Como la prensa se enterara, estaríamos todas perdidas.

Trudie miró a Jessica con una sonrisa y le dijo:

—¿Desde cuándo nos ha impedido eso hacer algo?

El empleado del aparcamiento abrió la portezuela y Trudie le entregó las llaves.

El plan consistía en que Trudie se quedara abajo haciendo unas compras en Fanelli mientras Jessica se dirigía con una empleada al ascensor. En espera de que apareciera la empleada, Jessica y Trudie se dedicaron a examinar las costosas chaquetas. Bajando la voz para que nadie la oyera, Jessica preguntó:

—¿Qué hace Alexis cuando viene aquí?

—Mi prima la doctora es en realidad una artista fracasada. Le encantan los argumentos extravagantes. Algunos de ellos son muy complicados…, disfraces, decorados, todo lo que te puedas imaginar. Le encantan las fantasías.

—¿Solicita el mismo compañero cada vez?

Trudie sacudió la cabeza.

—A Alexis le gusta la variedad. Cada vez un tipo distinto y un escenario distinto.

Jessica no negaba que la perspectiva de mantener relaciones sexuales con un hombre experto la emocionaba. Era virgen cuando se casó con John y no se había acostado con nadie más. Siempre había pensado que su marido era satisfactorio en la cama (experimentaba de vez en cuando un orgasmo), pero, en realidad, no podía compararlo con nadie. Le gustaba que John le hiciera el amor, pero algunas veces prefería que él la dejara en paz para poder entregarse a su sueño de amor con su imaginario vaquero.

Jessica se preguntó si Trudie tendría razón, si Butterfly sería algo más que un lugar destinado exclusivamente al sexo. ¿Podía una mujer hallar satisfacción en la puesta en práctica de sus fantasías? ¿Sería un medio de aprendizaje, una catarsis capaz de borrar las inhibiciones, las fobias y los tabúes?

«Pero ¿por qué estoy aquí?», se preguntó Jessica al final mientras se le acercaba la empleada para decirle que la directora la esperaba.

Después pensó en John y se sorprendió. La cosa debía de tener algo que ver con su marido.

La condujeron al piso de arriba y la acompañaron a una estancia exquisitamente decorada con brumosos tonos del desierto, una alfombra navajo en el suelo, plantas secas en macetas indias, un grabado de Georgia O’Keefe en la pared y una mesita con un frasco de cristal tallado con vino blanco, dos copas de pie largo y una bandeja de canapés. Mientras tomaba asiento, Jessica se percató súbitamente de lo nerviosa que estaba.

John acudió a su mente como si la hubiera seguido hasta allí, como si la estuviera persiguiendo.

Jessica sabía que eso a él le hubiera gustado. A John le encantaba considerarse su guardián, su conciencia. Bueno, Jessica tenía que reconocer que, a lo mejor, lo era. Porque ella se lo había permitido. Nadie más que ella tenía la culpa. John apareció en la vida de Jessica durante un tenso período de transición… desde el colegio universitario a la facultad de derecho. En su infancia y adolescencia su padre y la Iglesia habían sido su guía y su conciencia. Después se fue al colegio y se alejó de la autoridad de su padre y de la Iglesia. En cuanto conoció a John, este llenó inmediatamente el vacío de su vida. Cuando empezaron a salir juntos, John se encargó de decirle cómo tenía que vestirse, de aconsejarle sobre sus amistades, de pedir los platos por ella en el restaurante y de elegir las películas que iban a ver. Y Jessica se lo permitió. Estaba enamorada de él y ansiosa de complacerle.

En sus ocho años de matrimonio, jamás se había enfrentado con él.

Pero ahora se estaba enfrentando con él de la manera más ultrajante que pudiera haber, y el hecho de darse cuenta de ello y de saber por qué razón había decidido hacerse socia de Butterfly, quebrando secretamente las normas de John, le provocaba vértigo.

La directora de Butterfly, que no le dijo a Jessica su nombre, era alta y delgada (debía de tener unos cincuenta y tantos años, calculó Jessica) y lucía un elegante vestido hecho a la medida. Entró y saludó a su invitada con un cordial apretón de manos. Después, ambas se sentaron y fueron directamente al grano.

El dinero cambió de manos (las cuotas de socia siempre se pagaban en efectivo) y Jessica recibió una pulsera de oro con un fetiche en forma de mariposa. La directora le explicó las normas, pero Jessica ya las conocía a través de Trudie.

—¿Tiene usted alguna duda? —le preguntó la directora.

—Sobre los compañeros —contestó Jessica—. ¿Quiénes son? ¿Cómo se contratan?

—Me temo que eso no se lo puedo decir. Protegemos sus identidades tan severamente como protegemos las de nuestras socias. Pero, por favor, tenga la absoluta seguridad de que superan unos controles muy exhaustivos tanto psicológicos como físicos, y no hay nada que temer de ellos. Debo añadir también que el reglamento del club prohíbe la amistad entre las socias y los compañeros fuera de Butterfly. Varias socias han pedido a un compañero para que acudieran a sus domicilios o a un hotel. Pero, por razones de seguridad, eso está prohibido. Por este motivo no permitimos que faciliten sus verdaderos nombres o que revelen dónde viven. Y debo insistir en que nuestras socias, por su propia seguridad, son análogamente discretas a propósito de sus propias identidades.

—¿Quién me conocerá aquí dentro?

—Solo yo y mi ayudante. El número de teléfono que le di solo suena en este despacho y una de nosotras dos está aquí constantemente. Tenemos una ficha de cada socia, pero las fichas están cifradas y solo yo y mi ayudante tenemos acceso a ellas. En cada ficha figuran las preferencias personales de la socia, o las quejas, si tuviera alguna. Por ejemplo, si usted no desea elegir su compañero entre los modelos de abajo (a algunas de las socias no les gusta este procedimiento), nos llama usted y deja la elección del compañero a nuestra discreción. Muchas socias solicitan el mismo compañero cada vez; si usted lo prefiere así, este dato figurará en la ficha. Además, si algún compañero le ha resultado insatisfactorio por alguna razón, lo anotaremos en su ficha y no se lo volveremos a asignar. Sería muy útil que usted me diera alguna idea de lo que le gustaría encontrar en Butterfly.

Qué extraño era aquello, pensó Jessica. Estar sentada en aquella estancia, revelándole a aquella mujer, a la que acababa de conocer, la más secreta fantasía de su corazón. Sin embargo, se sentía curiosamente a salvo a pesar de encontrarse en un ambiente desconocido. Todo era mérito de la directora. Tenía unos modales íntimos y cordiales, hacía que la gente se sintiera a gusto en su presencia, que le revelara sus secretos y que más tarde se alegrara de haberlo hecho.

—Trudie me ha dicho que tienen ustedes aquí una habitación decorada como un bar del Oeste…

Abajo había visto a un modelo vestido con un atuendo de safari en Kenya…, era rubio y tenía un rostro interesante. Se parecía al protagonista principal de una popular serie televisiva policial y, además, era el vivo retrato de su amante imaginario…

—¿Quiere empezar hoy mismo? —preguntó la directora cuando Jessica le hubo descrito los detalles de su ansiado argumento.

No, no podía empezar aquel día. Tenía que volar a Las Vegas y tomar las declaraciones de los testigos de un inminente juicio.

—La semana que viene —contestó—. Tendré que llamarla.

Mientras estrechaba de nuevo la mano de la directora y se encaminaba hacia la puerta, Jessica se preguntó: «Pero ¿volveré realmente y visitaré aquel bar del Oeste? ¿Permitiré, por primera vez en mi vida que un desconocido me haga el amor?».

Al salir al pasillo donde la empleada estaba aguardando para acompañarla a la tienda de abajo, Jessica supo sin el menor asomo de duda que volvería.

Tenía que volver.

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