Butterfly

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Junio » Capítulo 52

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Todo había terminado.

Butterfly había desaparecido. «Lonnie», el vaquero imaginario, ya no existía.

Jessica se encontraba en el balcón del dormitorio principal de su casa del Sunset Boulevard. Era una cálida noche de junio y ella estaba contemplando el blanco agujero seco de su piscina. Tenía unas profundas grietas y la habían vaciado para que al día siguiente la pudieran examinar. Cuando decidieron construir la piscina, Jessica le pidió a John que le encargaran la obra a Trudie. Le habían asegurado que Trudie trabajaba muy bien y que les construiría una piscina de calidad. Pero a John no le gustaba Trudie Stein, la consideraba una cabeza de chorlito y decidió contratar los servicios de otra empresa dirigida por un hombre a quien había conocido en un bar. Ahora, apenas tres años después, ya empezaban a tener problemas.

Pero a Jessica le daba igual. Contempló el cráter vacío de su jardín posterior y pensó en el paso que estaba a punto de dar.

Ocho años antes, había pasado directamente de la casa de su padre a la de su marido sin jamás haber estado fuera. Ahora quería salir y ver lo que había.

Abandonó el balcón y regresó al dormitorio donde lo único que le quedaba por hacer era cerrar la maleta. Mientras lo hacía, contempló la inmensa cama de matrimonio en la que tantas noches había dormido sola, incluso cuando John estaba a su lado. Después, tomó la maleta, el bolso y el jersey y abandonó el dormitorio.

—Necesito unas vacaciones —le había dicho a su socio Fred Mortimer, y este se mostró de acuerdo. En todos los años que llevaban luchando juntos para abrirse camino en su profesión, Jessica jamás se había tomado ningún tiempo libre—. Tardaré un poco en volver. Te las podrás arreglar sin mí.

Podría hacerlo ahora que habían incorporado a su bufete a otros tres abogados más jóvenes y a un pasante para atender a la creciente clientela.

Jessica se lo dijo primero a Fred, después a Trudie que, en aquellos momentos, estaba haciendo un crucero por las islas del Canal de la Mancha con su amor Bill, y finalmente a sus padres, explicándoles que iba a ausentarse algún tiempo para reflexionar un poco. En respuesta a la pregunta sobre John (¿qué iba a hacer sin ella?), no dijo nada. Ahora solo le quedaba informar a una persona.

Jessica y John llevaban sin hablarse desde el día de la Conmemoración en que ella se fue de la Feria del Renacimiento, dejando a su marido plantado. Los días subsiguientes fueron muy fríos, a pesar de la ola de calor de Los Ángeles. Ella y John dormían separados, comían por separado y no se tocaban ni reconocían recíprocamente sus presencias como si fueran dos fantasmas que habitaran en la casa en dos planos distintos. Aquel día en el aparcamiento de la feria habían cruzado un umbral decisivo. Dijeron y revelaron demasiadas cosas. La situación ya nunca podría volver a ser como era y tampoco había esperanzas de que pudiera mejorar. Jessica sabía que, a los ojos de John, había cometido un delito imperdonable: le había provocado, arrastrándole a la indignidad de pegar a una mujer. Durante toda su vida, John se aferraría a la creencia de que solo ella tenía la culpa y de que los pasos hacia la reconciliación o el perdón los tendría que dar ella.

Bueno, al final Jessica estaba dando los pasos.

John se encontraba en su estudio, viendo el telediario. Todas las emisoras cubrían la sensacional noticia de la muerte de Beverly Highland.

«Una testigo del suceso, identificada como la señorita Ann Hastings —informaba la presentadora—, afirma que vio cómo el automóvil marrón de cuatro puertas empujaba el Rolls-Royce de la señorita Highland hacia el borde del acantilado y se daba después a la fuga. Prosiguen los intentos de rescate, pero, debido a las corrientes del océano y al hecho de que las portezuelas del vehículo estaban abiertas cuando este fue sacado a la superficie, hay muy pocas esperanzas de recuperar los cuerpos de Beverly Highland y de su chofer, Bob Manning. El accidente ocurrió poco después de que la señorita Highland abandonara el Century Plaza Hotel tras su entrevista en privado con Danny Mackay».

Jessica se acercó y permaneció en la puerta, mirando al hombre al que un día había prometido amar, honrar y obedecer.

—John —dijo.

O él no la oyó u optó por no contestarle.

—¿John? —repitió Jessica, levantando un poco más la voz—. Tengo que decirte una cosa.

Al final, John levantó los ojos. Su rostro era frío e impenetrable. Vio la maleta que ella sostenía en la mano.

—Te dejo —dijo Jessica.

Y se fue por la autovía de la Costa del Pacífico, corriendo velozmente en su Cadillac azul marino bajo la luz del ocaso, libre al final de sus ataduras.

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