Butterfly

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Abril » Capítulo 38

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Los de la mesa del lado del restaurante se estaban peleando.

Jessica trató de disimular, pero le apetecía ver qué pinta tenían. Una palmera gigante en una maceta se interponía entre ambas mesas; se giró ligeramente en su asiento y miró a través de las hojas. Un hombre y una mujer de unos cuarenta y tantos años estaban discutiendo acaloradamente sin que a ninguno le importara aparentemente que alguien pudiera oírles. Se estaban diciendo cosas terribles el uno al otro. La mujer estaba al borde de las lágrimas. Y el hombre mantenía las trémulas manos cerradas en puño. Por lo que decían, Jessica dedujo que estaban casados y tenían hijos adolescentes y un niño que iba a la escuela primaria.

—¿Cómo puedes hacernos eso? —Oyó Jessica que uno de ellos le decía al otro—. ¿Cómo puedes coger y largarte al cabo de dieciocho años de matrimonio? ¿Cómo nos las arreglaremos los niños y yo sin ti?

Se iban a separar. Se iban a divorciar porque uno de ellos se había enamorado de otra persona más joven y deseable y quería empezar una nueva vida, dedujo Jessica.

—Aún soy joven —fue la explicación—. Pero no siempre tendré cuarenta y tres años. Y ya no te amo.

—Eso es hacer el ridículo —dijo el otro en tono sombrío—. Dejarme por alguien que tiene veinte años menos que tú. Por favor, no me dejes —fue la súplica final.

Jessica se volvió rápidamente, afligida por ellos, turbada por el hecho de haber escuchado sus palabras y asombrada de que fuera la esposa la que iba a abandonar el marido por un hombre más joven.

—¿Jessica? ¿Ya has elegido lo que quieres?

Miró a John. Tenía cuarenta años y era muy guapo. La luz de las velas del restaurante jugueteaba con su cabello entrecano.

—Yo, pues… —balbuceó Jessica, abriendo el menú.

John se volvió hacia el tercer comensal, un hombre al que tenía interés en agasajar por motivos de negocios, y dijo:

—A mi mujer le encanta escuchar conversaciones ajenas.

—Me interesa la naturaleza humana —explicó Jessica, a la defensiva.

Se acercó el camarero, un tipo con pinta de practicante de surf, vestido con una camisa hawaiana y unos ajustados calzones.

—¿Qué van a tomar? —preguntó, dirigiéndole a Jessica una insinuante sonrisa.

«Podría trabajar en Butterfly», pensó Jessica. «Sería perfecto».

—¿Jessica? —dijo John—. Estamos esperando.

Jessica estudió el menú.

—Tomaré una chuleta pequeña, por favor, poco hecha y con una patata asada.

—¿Quiere que haya de todo en la patata, señora? ¿Mantequilla, crema agria, salsa de queso?

—Cambie la patata por un tomate cortado a trocitos para la señora —terció John, mirando a Jessica con una sonrisa.

A Jessica se le encendieron las mejillas de vergüenza. Apartó la mirada, fingiendo un súbito interés por las embarcaciones que surcaban el agua.

«Butterfly…».

No había vuelto por allí desde la alocada noche de su fantasía con el vaquero. En parte porque estaba demasiado ocupada… desde su éxito en el caso de Latricia Brown, los teléfonos de Jessica y Fred no cesaban de sonar; el bufete Morton y Franklin tenía más clientes de los que podía atender y ahora estaban entrevistando a otros abogados con vistas a ampliar el bufete. Pero otra parte de la razón por la cual no había regresado a Butterfly tenía que ver con los sentimientos que había experimentado durante los días que siguieron a su encuentro en el bar del Oeste.

Su noche con «Lonnie» fue fabulosa. Fue como un sueño. Al principio, se sintió eufórica y sinceramente pagada de sí misma. Pero después, cuando se desvaneció la sensación inicial y empezó a actuar de nuevo en el mundo real, advirtió que se insinuaban en su mente ciertos recelos e incertidumbres. Se sentía confusa por el hecho de haberse acostado con un hombre al que no amaba y tenía también un poco de miedo. Sabía que el miedo procedía del sentimiento de culpa. Su conciencia católica, inculcada en ella desde su más tierna infancia por las monjas y los curas que la habían aterrado con sus visiones del infierno, había aflorado súbitamente a su mente. Había cometido un pecado.

Por eso no había podido regresar a Butterfly y no quería volver hasta que se le hubieran aclarado las ideas y los sentimientos.

—Bueno, pues debe usted de conocer a muchos personajes famosos, señora Franklin.

Jessica miró al hombre sentado al otro lado de la mesa. Por un instante, no pudo recordar su nombre y se asustó. John se pondría furioso. Le había subrayado mucho la importancia de aquella cena, y la importancia de causarle una buena impresión porque aquel hombre, que podía aportar mucho dinero a la empresa de John, insistía especialmente en que las personas con quienes trataba en sus negocios tuvieran una vida privada estable.

Tenía un apellido escandinavo… Jessica miró a John antes de contestar:

—Me temo que la mayoría de mis clientes son lo que usted llamaría personajes entre bastidores, señor… —Levantó el vaso de mai tai y tomó un sorbo—, señor Rasmussen. Guionistas, agentes, encargados de la preparación de los repartos…, pocos de mis clientes son conocidos por el público.

—Mi esposa es una entusiasta de Cinco Norte —dijo el hombre, riéndose—. No cabe duda de que esta Latricia Brown es una excelente actriz. Leí cómo luchó usted por conseguir que siguiera en la serie.

Jessica intuyó la creciente irritación de John. Por más que permaneciera relajadamente sentado en su silla, removiendo con aire indiferente su cóctel, ella adivinaba su malestar.

—Sea como fuere —añadió—, mi trabajo no es tan agradable como piensa la gente. ¡Podríamos hablar sin duda de cosas mucho más interesantes!

Ambos hombres iniciaron una conversación sobre las carreras de maratón, el máximo rendimiento cardíaco y una empresa de la competencia mientras Jessica guardaba silencio y hacía exactamente lo que se esperaba de ella: ser la gentil y encantadora esposa de John.

Hubiera deseado con toda su alma no estar allí.

—Dígame, señora Franklin —dijo el señor Rasmussen cuando les sirvieron la cena—, ¿qué opina usted de este Danny Mackay? ¿Cree que conseguirá llegar a la Casa Blanca?

—Me gustaría verle allí —contestó John por ella—. Y creo que sus probabilidades son muy buenas. Nosotros votaremos ciertamente por él.

—Yo no pienso hacer tal cosa —dijo Jessica—. No me gusta Danny Mackay. John la miró con asombro.

—¿Desde cuándo te interesa la política?

«Desde siempre. Solo que tú dabas por sentado que no me interesaba».

Mientras se terminaban el café y John pagaba la cuenta, el señor Rasmussen se dirigió a Jessica y le preguntó:

—¿Cree que podría usted conseguir un autógrafo de Latricia Brown para mi mujer?

A su espalda, la pareja que había estado discutiendo se levantó bruscamente y abandonó el restaurante. La esposa estaba llorando.

—John —dijo Jessica mientras circulaban por la autovía de la Costa del Pacífico—. John, creo que tenemos que hablar.

—Por supuesto, cariño. ¿De qué quieres hablar?

Jessica miró a través de la ventanilla. Una densa niebla cubría la autovía y las curvas eran muy peligrosas, pero John manejaba el BMW con gran soltura. Aquel tramo era especialmente conocido por ser un punto negro en el que solían producirse muchos accidentes.

—John, me gustaría que fuéramos a ver a un asesor matrimonial.

—¿Cómo? —John la miró brevemente y clavó de nuevo los ojos en la carretera—. ¡Un asesor matrimonial! —exclamó, riéndose—. ¿Para qué?

—Yo… no creo que las cosas vayan bien entre nosotros.

—¡Pues claro que van bien! —John le dio una palmada en la rodilla—. Lo que ocurre es que estás fatigada.

—Insisto en que vayamos a ver a alguien, John. Si pido una cita, ¿me acompañarás?

—No. Eres tú la que opina que tenemos un problema. Resuélvelo tú.

Por su tono de voz, Jessica adivinó que John daba por zanjado el asunto. No quiso iniciar una discusión en aquella carretera tan peligrosa. Regresaron a casa en silencio y ella se acostó en seguida mientras John se quedaba un rato estudiando unos papeles. Y ahora Jessica se encontraba en su despacho, preguntándose cómo demonios era posible que fuera tan experta y tan hábil con las leyes, los tribunales y los mandamientos judiciales mientras que, como esposa de John Franklin, solo era…, bueno, solo era la esposa de John Franklin.

Ken, su recepcionista, se acercó a ella con una caja de donuts y le ofreció uno. Jessica levantó la mano, diciendo:

—¡No, gracias!

Pero cuando él se retiró para guardar la caja en la pequeña cocina-salita situada detrás de los despachos, Jessica experimentó un intenso y repentino deseo de comerse un donut.

Trató de concentrarse en su trabajo. Se obligó a sí misma a seguir los lógicos razonamientos legales. Efectuó llamadas telefónicas, dictó cartas, buscó unos datos en la biblioteca. Pero no conseguía quitarse los donuts de la cabeza.

Tenía apetito. La víspera apenas había probado la cena. Y por la mañana se había limitado a tomar un café a la hora del desayuno. Ahora ya era casi mediodía y empezaba a sentir que la cabeza le daba vueltas. Se fue al lavabo, cerró la puerta y se lavó la cara. Después retrocedió y se miró al espejo. Aquel era uno de sus vestidos menos favorecedores, el que, según John, le confería una apariencia de gordura. Y era cierto.

Pero, a lo mejor, eso ocurría porque estaba efectivamente gorda.

Jessica se alarmó súbitamente. ¿Estaría engordando otra vez? ¿Cuándo se había pesado por última vez? Se giró hacia uno y otro lado, estudió su imagen en el espejo y no le gustó lo que estaba viendo. Pensó en los donuts, y, sobre todo, en el buñuelo de manzana, grande, crujiente y cargado de azúcar. Se le hizo la boca agua. Se moría de hambre.

Salió del cuarto de baño y corrió a la pequeña cocina, rezando para que Fred o una de las secretarias no se hubieran comido el buñuelo. Vio la caja abierta sobre la mesa. Había migajas a su alrededor. Se acercó y miró.

Lanzó un suspiro de alivio. El buñuelo aún estaba allí.

Tomando una servilleta de papel, envolvió cuidadosamente el buñuelo y regresó con él a su escritorio, donde lo dejaría para más adelante, soñaría con él mientras trabajara y esperaría hasta la tarde en que realmente pudiera disfrutar de él…

De pronto, Jessica se quedó helada.

¡Le estaba volviendo a ocurrir!

Trece años antes, cuando estudiaba en la universidad de California en Santa Bárbara, la alumna de primer curso Jessica Mulligan, muerta de hambre y en los puros huesos, se había inventado un grotesco ritual en torno a los donuts. Se pasaba varios días sin comer y después corría al Sindicato Estudiantil en cuanto ponían a la venta los donuts recién hechos, compraba una docena de donuts de mantequilla, regresaba a la residencia, se encerraba bajo llave y los devoraba rápidamente, como si fuera una criminal temerosa de que la atraparan. Después, tiraba la servilleta a la basura, recogía las migajas del suelo, se lavaba las manos y la cara y se pasaba varios días ayunando en castigo por aquella comilona.

Un año de tratamiento, tras una hospitalización por anorexia en cuyo transcurso tuvieron que alimentarla a la fuerza, la ayudó a resolver su problema y a mantenerlo bajo control.

Ahora, al cabo de tantos años, había sufrido una recaída.

De repente, se asustó.

—Fred —dijo, entrando en el despacho de su compañero—. Ha ocurrido algo inesperado. Voy a tomarme la tarde libre. ¿Crees que te las podrás arreglar tú solo?

—Pues, claro, Jess —contestó Fred, estudiándola atentamente—. ¿Te encuentras bien? No tienes muy buena cara.

—No te preocupes. Si llamara alguien con algún asunto urgente, pues… contesta que no me puedes localizar.

Condujo el automóvil con más rapidez de la que tenía por costumbre, se detuvo en la primera gasolinera que encontró y marcó el número de Butterfly. Su mensaje fue muy breve.

—Aquí Jessica Franklin. Quisiera lo mismo que la otra vez. ¿Les parece bien dentro de una hora?

Después se fue a Malibú, donde se pasó media hora paseando por la orilla del mar y tratando de encontrarse a sí misma entre la arena, las olas y el viento.

Sabía ciertamente que no estaba gorda. Con su metro sesenta y dos de estatura, solo pesaba cincuenta y dos kilos. Y, sin embargo, cuando se miraba al espejo o se veía en las fotografías, veía a una gorda. Tenía un temor morboso a engordar. Ya era hora, pensó mientras hundía los pies en la húmeda arena, de que se enfrentara con aquel temor.

Jessica se volvió hacia el inmenso Pacífico y escudriñó el horizonte.

En la universidad, su compañera de habitación, Trudie, se inventó una especie de juego para ayudarla a sacar a la luz sus manías, examinarlas, enfrentarse con ellas y encontrar algún medio de eliminarlas.

—¿Qué significa «gorda»? —le preguntaba Trudie, sentada con ella en la pequeña habitación de la residencia con la puerta cerrada contra los rumores de la vida y las risas del pasillo y la lluvia que azotaba la ventana—. Dime, Jess, ¿cómo ves la gordura? ¿Qué significa para ti?

Y la propia Jessica se sorprendió ante la letanía que súbitamente recitó.

—La gordura es desenfreno. La gordura es falta de control. La gordura es falta de inteligencia. La gordura es indecente. La gordura es un fracaso —dijo, rompiendo a llorar—. La gordura es perder el respeto de los demás. La gordura es perder su amor. La gordura es decepcionar a la familia. La gordura es…

—¿De veras crees todo eso? —preguntó Trudie.

—¡No lo sé! Mi terapeuta dice que lo hago porque el éxito me da miedo. Pero eso es un disparate. Lo que me da miedo a mí es el fracaso.

Jessica pensó que jamás regresaría a Butterfly; se sintió demasiado culpable, demasiado hipócrita, y temió que John se enterara. Pero ahora, mientras seguía a la empleada de Butterfly por el pasillo, le pareció que jamás llegaría a la habitación del fondo. Estaba increíblemente emocionada e impaciente, ansiaba hacer el amor con un hombre que no le negara el sexo como castigo o se lo concediera como recompensa. En otras palabras, un hombre que no fuera John.

Jessica se sorprendió de sus propias reflexiones mientras se refugiaba en los brazos de Lonnie y dejaba que este la guiara por la pista de baile. ¿Cómo no se habría dado cuenta antes? John utilizaba el sexo como una herramienta de poder… y ahora ella estaba haciendo lo mismo. Las discusiones entre ambos terminaban siempre de la misma manera. Él la hundía, la destruía, la despojaba de su identidad y de su amor propio y después, cuando ya estaba vacía y arrepentida y totalmente en su poder, la recompensaba con su amor. Y, si ella no cedía, le volvía la espalda en la cama. Jamás en todos los años que llevaban juntos, pensó Jessica ahora, el amor había tenido algo que ver con el cariño, la entrega y la unión de las almas y no solo de los cuerpos.

Su vaquero no la criticaba ni la menospreciaba ni la humillaba delante de los demás. Le hacía tiernamente el amor en el suelo, procuraba ofrecerle placer, le decía que era hermosa y le devolvía la dignidad y el amor propio en las mismas circunstancias en que John se lo hubiera arrebatado.

Mientras el amante de su fantasía la poseía, Jessica comprendió que su vida tendría que cambiar y que las cosas no podían seguir como estaban. De pronto, ya no estaba confusa. Todo era para ella tan claro como el cristal. No quería tener que depender de un vaquero de mentiras para conseguir lo que hubiera tenido que encontrar en unas relaciones honradas con su marido. Quería que todo fuera de verdad. Y ella tendría que dar el primer paso. Le daba un poco de miedo la idea de enfrentarse con John, imaginar la batalla que podría producirse y pensar en lo que podía perder. Pero estaba dispuesta a correr el riesgo.

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