Brooklyn

Brooklyn


SEGUNDA PARTE

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SEGUNDA PARTE

Eilis se despertó en plena noche, tiró la manta al suelo e intentó volver a dormirse cubierta solo con una sábana, pero seguía haciendo demasiado calor. Estaba bañada en sudor. Le habían dicho que probablemente esa era la última semana de calor; pronto bajarían las temperaturas y necesitaría mantas, pero de momento el tiempo seguía bochornoso y húmedo, y todo el mundo caminaba despacio por la calle y con aspecto cansado.

Su habitación estaba en la parte trasera de la casa y el cuarto de baño al final del pasillo. Las tablas del suelo crujían y la puerta, pensaba, estaba hecha de un material ligero y las cañerías hacían ruido, por lo que oía a las demás huéspedes cuando iban al lavabo por la noche o si volvían tarde los fines de semana. No le importaba que la despertaran siempre y cuando todavía fuera de noche y pudiera arrebujarse en la cama sabiendo que le quedaba tiempo para dormitar. Entonces podía apartar de su mente todo pensamiento relacionado con el día que tenía por delante. Pero si se despertaba cuando ya había amanecido, sabía que solo le quedaban una hora o dos, como mucho, antes de que sonara la alarma del reloj y empezara la jornada.

La señora Kehoe, la propietaria de la casa, era de Wexford, y le encantaba hablarle de su ciudad, de las excursiones de los domingos a Curracloe y Rosslare Strand, o de los partidos de hurling, de las tiendas de la calle principal de Wexford, o de las personas que recordaba. Al principio Eilis supuso que la señora Kehoe era viuda y le había preguntado por el señor Kehoe y su ciudad natal, pero se encontró ante una triste sonrisa cuando ella le contestó que era de Kilmore Quay, sin añadir más. Más adelante, al comentárselo al padre Flood, este le había dicho que era mejor no hablar mucho del señor Kehoe, que se había ido al Oeste con todo el dinero y había dejado a su mujer con deudas, la casa en Clinton Street y ningún ingreso. Por eso, dijo el padre Flood, la señora Kehoe alquilaba habitaciones en su casa y tenía cinco chicas más como huéspedes, aparte de Eilis.

La señora Kehoe disponía de una sala de estar, un dormitorio y un cuarto de baño propios en la planta baja. También tenía teléfono, pero, le dejó claro a Eilis, no cogía mensajes para ninguna de las huéspedes bajo ninguna circunstancia. Había dos chicas instaladas en el sótano y cuatro en los pisos superiores; unas y otras podían utilizar la gran cocina que había en la planta baja, donde la señora Kehoe les servía la cena cada noche. Podían hacerse té y café cuando quisieran, le dijo, siempre y cuando usaran sus propios tazas y platos, que después tenían que lavar, secar y guardar ellas mismas.

Los domingos la señora Kehoe tenía por norma no aparecer, y les correspondía a las chicas cocinar y dejarlo todo limpio. Iba a misa a primera hora, le dijo a Eilis, y por la tarde iban unas amigas suyas a jugar a una anticuada y seria partida de póquer. Para la señora Kehoe la partida de póquer, comentó Eilis en una de sus cartas a casa, parecía un deber dominical de otro tipo, que solo llevaba a cabo porque era una norma.

Cada noche, antes de empezar la cena, se ponían en pie solemnemente, unían las manos y la señora Kehoe bendecía la mesa. Cuando estaban sentadas para cenar, no le gustaba que las chicas hablaran entre ellas o lo hicieran sobre temas que ella no conocía, y no alentaba los comentarios sobre novios. Lo que le interesaba era sobre todo la ropa y los zapatos, dónde podía comprarlos, a qué precio y en qué época del año. Los cambios en la moda y las nuevas tendencias eran su tema de conversación cotidiano, a pesar de que ella misma, como comentaba con frecuencia, era demasiado mayor para algunos de los colores y estilos nuevos. Sin embargo, advirtió Eilis, la señora Kehoe vestía de modo impecable y reparaba en cada uno de los artículos que llevaban sus inquilinas. También le encantaba hablar del cuidado de la piel y de sus diferentes tipos y problemas. Iba a la peluquería una vez a la semana, el sábado; siempre pedía que la atendiera la misma peluquera y se pasaba varias horas con ella para que su cabello estuviera perfecto durante el resto de la semana.

En la planta de Eilis, en la habitación de enfrente, se alojaba la señorita McAdam, de Belfast, que trabajaba de secretaria y tenía muy poco que decir sobre moda cuando estaban a la mesa, salvo que el tema de conversación fuera la subida de precios. Era muy estirada, escribió Eilis en una carta a su casa, y como favor especial le había pedido que no dejara sus artículos de aseo esparcidos por el lavabo, como hacían las demás. Las chicas que vivían en el piso superior eran más jóvenes que la señorita McAdam, contó en su carta, y era habitual que la señora Kehoe y la señorita McAdam tuvieran que reprenderlas. Una de ellas, Patty McGuire, había nacido al norte de Nueva York, le contó a Eilis, y ahora trabajaba, al igual que ella, en uno de los grandes almacenes de Brooklyn. Le encantaban los hombres, observó Eilis. La mejor amiga de Patty vivía en el sótano; se llamaba Diana Montini, pero su madre era irlandesa y tenía el cabello pelirrojo. Al igual que Patty, hablaba con acento americano.

Diana se quejaba constantemente de la comida que preparaba la señora Kehoe e insistía en que era demasiado irlandesa. Los viernes y sábados por la noche Patty y ella se pasaban horas arreglándose e iban a algún espectáculo, al cine o a bailar, a cualquier sitio donde hubiera hombres, como había apuntado la señorita McAdam con acritud. Siempre había problemas entre Patty y Sheila Heffernan, que compartían con ella el piso superior, a causa del ruido durante la noche. Sheila, que también era mayor que Patty y Diana, procedía de Skerries y trabajaba de secretaria. Cuando la señora Kehoe le contó a Eilis el motivo del conflicto entre Sheila y Patty, la señorita McAdam, que estaba en la habitación, la interrumpió para decir que ella no veía ninguna diferencia entre ambas, ni en el desorden que dejaban, ni en la costumbre de utilizar su jabón y su champú, e incluso su pasta de dientes, cuando era tan tonta que se los dejaba en el cuarto de baño.

Se quejaba a todas horas, tanto a Patty y a Sheila, como a la señora Kehoe, del ruido que hacían sus zapatos en las escaleras y en el piso superior.

En el sótano, con Diana, vivía la señorita Keegan, de Galway, que apenas hablaba a no ser que la conversación versara sobre Fianna Fáil y Valera, o sobre el sistema político estadounidense, cosa que rara vez sucedía, ya que la señora Kehoe, dijo, sentía auténtica aversión por cualquier tipo de discusión política.

Los dos primeros fines de semana Patty y Diana le preguntaron a Eilis si quería salir con ellas, pero esta, que aún no había cobrado, prefirió quedarse en la cocina hasta la hora de acostarse, incluso el sábado por la noche. El segundo domingo fue a pasear sola por la tarde, ya que la semana anterior había cometido el error de salir con la señorita McAdam, que no tenía nada bueno que decir de nadie y había arrugado la nariz con desaprobación cada vez que se cruzaban con alguien que ella creía italiano o judío.

—No he venido a América para oír hablar italiano en la calle o ver a gente con sombreros ridículos, gracias —dijo.

En otra carta, Eilis describió el sistema que tenían en casa de la señora Kehoe para lavar la ropa. La señora Kehoe no tenía muchas normas, les contó a su madre y a Rose, pero estas incluían no llevar visitas, no dejar cubiertos, platos o tazas por la casa y no lavar ninguna pieza de ropa dentro de ella. Una vez a la semana, el lunes, una mujer italiana y su hija, que vivían en una calle cercana, iban a recoger la colada. Cada huésped tenía una bolsa, a la que debía adjuntar una lista con su contenido; se la devolvían el miércoles con la colada limpia y el importe anotado abajo, que pagaba la señora Kehoe y reembolsaba de cada huésped al volver del trabajo. Las huéspedes se encontraban la ropa limpia colgada en el armario o doblada en los cajones. Y también sábanas limpias en la cama y toallas recién lavadas. La mujer italiana, escribió Eilis, planchaba muy bien y almidonaba los vestidos y las blusas, cosa que le encantaba.

Tras dormitar un rato, se despertó. Miró el despertador: eran las ocho menos veinte. Si se levantaba enseguida, pensó, llegaría al cuarto de baño antes que Patty y Sheila; sabía que a esas horas la señorita McAdam ya se habría ido a trabajar. Cruzó rápidamente la puerta y el descansillo con su neceser. Se ponía gorro de ducha porque no quería estropearse el peinado; cuando se lo lavaba con el agua de la casa se le rizaba, como le había ocurrido en el barco, y después necesitaba horas para peinárselo. Cuando cobrara, pensó, iría a la peluquería y pediría que se lo cortaran un poco para que fuera más manejable.

Ya abajo, se alegró de estar sola en la cocina. No tenía ganas de hablar, de modo que no se sentó, así podría irse inmediatamente en caso de que llegara alguien. Se preparó té y tostadas. Todavía no había encontrado en ningún sitio pan que le gustara, e incluso el té y la leche tenían un sabor extraño. Tampoco le gustaba la mantequilla, que sabía casi a grasa. Un día, volviendo del trabajo, había visto a una mujer que vendía mermelada en un puesto. La mujer no hablaba inglés; Eilis no creía que fuera italiana y no se imaginaba de dónde procedía, pero la mujer le había sonreído mientras miraba los diferentes tarros de mermelada. Había elegido y pagado uno, creyendo que estaba comprando mermelada de grosella, pero al probarlo en casa de la señora Kehoe no supo reconocer el sabor. No estaba segura de qué era, pero le gustaba porque disimulaba el sabor del pan y la mantequilla, de la misma manera que las tres cucharillas de azúcar conseguían disimular el sabor del té y la leche.

Había gastado algo del dinero de Rose en zapatos. Los primeros que se había comprado parecían cómodos, pero al cabo de unos días habían empezado a apretarle un poco. Los segundos eran planos y sencillos, pero se ajustaban perfectamente; los llevaba en el bolso y se los cambiaba al llegar al trabajo.

Detestaba que Patty y Diana le prestaran tanta atención. Era la chica nueva, y la más joven, y no dejaban de darle consejos ni de hacer críticas o comentarios. Eilis se preguntaba cuánto duraría aquello e intentaba hacerles saber lo poco que apreciaba su interés sonriendo vagamente cuando le hablaban o, en algunas ocasiones, sobre todo por las mañanas, mirándolas con gesto ausente, como si no entendiera una sola palabra de lo que le decían.

Tras desayunar y lavar la taza, el platillo y el plato, y haciendo caso omiso de Patty, que acababa de llegar, Eilis salió silenciosamente de la casa, con tiempo de sobra para llegar al trabajo. Aquella era su tercera semana y, aunque había escrito varias veces a su madre y a Rose y una vez a sus hermanos en Birmingham, aún no había recibido ninguna carta de ellos. Al cruzar la calle se dio cuenta de que cuando llegara a casa, a las seis y media, habrían pasado infinidad de cosas que podría contarles; cada momento parecía proporcionar una nueva perspectiva o una nueva sensación, o un retazo de información. Hasta ese momento el trabajo no le había resultado aburrido, las horas pasaban con bastante rapidez.

Era más tarde, cuando volvía a casa y se tendía en la cama después de cenar, cuando el día que acababa de pasar le parecía uno de los más largos de su vida, mientras lo repasaba momento a momento. Incluso los detalles más insignificantes permanecían en su memoria. Cuando intentaba pensar en otra cosa o dejar la mente en blanco, los acontecimientos del día volvían rápidamente a ella. Por cada día que pasaba, pensó, necesitaba otro día entero para reflexionar sobre lo que había ocurrido y almacenarlo aparte, extraerlo de su interior para que no la mantuviera en vela por la noche o llenara sus sueños con imágenes de lo que realmente había sucedido y otras que no tenían relación con nada conocido, pero que estaban repletas de ráfagas de colores o multitudes de gente, todo ello frenético y rápido.

Le gustaba el aire de la mañana y la quietud de aquellas pocas calles residenciales, calles que solo tenían tiendas en las esquinas, en las que vivía gente, donde había tres o cuatro pisos en cada casa y donde, de camino al trabajo, se cruzaba con mujeres que acompañaban a sus hijos a la escuela. Sin embargo, mientras caminaba, sabía que iba acercándose al mundo real, en el que había calles más anchas y con más tráfico. Cuando llegaba a Atlantic Avenue, Brooklyn empezaba a parecerle un lugar extraño, con tantos espacios vacíos entre edificios y tantas construcciones en ruinas. Y súbitamente, cuando llegaba a Fulton Street, había tanta gente apiñada para cruzar la calle, y en grupos tan compactos, que la primera mañana pensó que había una pelea o un herido y se habían acercado para verlo. La mayoría de las mañanas retrocedía y esperaba un minuto o dos a que la gente se dispersara.

En Bartocci’s tenía que fichar, algo muy fácil, y después bajar a su taquilla, en el vestuario de mujeres, y ponerse el uniforme azul que debían llevar las chicas de la planta de ventas. Casi todas las mañanas llegaba antes que la mayoría de sus compañeras. Algunas a menudo no aparecían hasta el último minuto. Eilis sabía que la señorita Fortini, la supervisora, lo desaprobaba. En su primer día, el padre Flood la había acompañado a la oficina central, donde se había entrevistado con Elisabetta Bartocci, la hija del dueño; Eilis pensó que era la mujer mejor vestida que había visto nunca. Escribió a su madre y a Rose hablándoles del llameante traje rojo y la inmaculada blusa, los zapatos rojos de tacón alto, el cabello, perfecto y de un brillante color negro. El carmín de labios era de un rojo vivo y sus ojos los más negros que Eilis había visto jamás.

—Brooklyn cambia día a día —dijo la señorita Bartocci, mientras el padre Flood asentía—. Llega gente nueva y pueden ser judíos, irlandeses, polacos e incluso de color. Nuestros viejos clientes se están trasladando a Long Island y nosotros no podemos seguirles, de manera que necesitamos clientes nuevos todas las semanas. Tratamos a todo el mundo igual. Para nosotros son bienvenidas todas y cada una de las personas que entran en este establecimiento. Todos tienen dinero que gastar. Mantenemos los precios bajos y los buenos modales. Si a la gente le gusta el sitio, vuelve. Tratarás a cada cliente como a un nuevo amigo. ¿De acuerdo?

Eilis asintió.

—Les brindarás una amplia sonrisa irlandesa.

Mientras la señorita Bartocci iba a buscar a la supervisora, el padre Flood le dijo a Eilis que echara un vistazo a la gente que trabajaba en la oficina.

—Muchos de ellos empezaron como tú, en la planta de ventas. Fueron a clases nocturnas y estudiaron, y ahora están en las oficinas. Algunos de ellos son contables de verdad, con título.

—Me gustaría estudiar contabilidad —dijo Eilis—. Ya he hecho un curso básico.

—Aquí será distinto, tienen sistemas diferentes —dijo el padre Flood—. Pero averiguaré si por aquí cerca hay algún sitio donde den cursos y tengan plazas libres. Y aunque no dispongan de plazas libres, veremos si podemos conseguir que abran una. Pero es mejor que no se lo mencionemos a la señorita Bartocci y que, en lo que a ella respecta, de momento te concentres en el trabajo que tienes.

Eilis asintió. La señorita Bartocci volvió enseguida con la señorita Fortini, que contestaba con un «sí» a todo lo que aquella decía sin apenas abrir los labios al hablar. De vez en cuando lanzaba una rápida mirada a su alrededor y después, como si hubiera hecho algo mal, volvía a fijar la vista inmediatamente en el rostro de la señorita Bartocci.

—La señorita Fortini te enseñará a utilizar el sistema de caja, que es bastante fácil una vez lo conoces. Y si tienes algún problema, ve a ella primero, incluso por la cuestión más insignificante. La única forma de que los clientes estén contentos es que el personal también lo esté. Trabajarás de nueve a seis, de lunes a sábado, y tendrás cuarenta y cinco minutos para comer y medio día libre a la semana. Y animamos a nuestro personal a ir a clases nocturnas…

—Estábamos hablando de eso precisamente ahora —la interrumpió el padre Flood.

—Si quieres asistir a clases nocturnas, nosotros pagaremos parte de la matrícula. No toda, cuidado. Y si quieres comprar algo en nuestra tienda, se lo dices a la señorita Fortini, hacemos descuento en la mayoría de los artículos.

La señorita Fortini le preguntó a Eilis si estaba lista para empezar. El padre Flood se marchó y la señorita Bartocci volvió a su mesa y se puso a abrir el correo enérgicamente. Cuando la señorita Fortini llevó a Eilis a la planta de ventas y le enseñó el sistema de caja, ella no quiso decirle que en Bolger’s de Rafter Street, en Irlanda, utilizaban exactamente el mismo sistema, que consistía en poner el dinero y la factura en un envase de metal que recorría la tienda mediante un sistema de tubos hasta llegar a la oficina de caja, donde la factura se marcaba como pagada, se metía de nuevo en el envase con la vuelta y se enviaba de regreso. Eilis dejó que la señorita Fortini se lo explicara cuidadosamente, como si no hubiera visto nunca nada igual.

La señorita Fortini avisó a la oficina de caja de que iba a enviar unas cuantas facturas simuladas con cinco dólares cada una. Enseñó a Eilis cómo rellenarla, anotando arriba su propio nombre y la fecha, abajo el artículo comprado con la cantidad a la izquierda y el precio a la derecha. También tenía que apuntar al dorso de la factura, dijo la señorita Fortini, la cantidad de dinero que enviaba, solo para que no hubiera malentendidos. La mayoría de los clientes tendrían que esperar la vuelta, dijo la señorita Fortini. Casi nadie tenía el importe exacto y la mayoría de los artículos, en cualquier caso, costaban equis dólares y noventa y nueve céntimos o una cantidad de céntimos que no era redonda. Si un cliente compraba más de un artículo, le advirtió la señorita Fortini, tendría que hacer ella misma las sumas, pero la oficina de caja siempre las revisaba.

—Si no cometes errores, lo notarán y les caerás bien —añadió.

Eilis observó cómo la señorita Fortini hacía diversas facturas por ella, las enviaba y esperaba que volvieran. Después rellenó ella misma unas cuantas, la primera por un solo artículo, la segunda por varios artículos iguales y la tercera por una complicada mezcla de artículos. La señorita Fortini estuvo observando mientras hacía las sumas.

—Es mejor ir despacio, así no cometerás errores.

Eilis no le dijo que ella nunca cometía errores cuando sumaba si no que fue despacio, como le había advertido, asegurándose de que las cifras eran correctas.

A Eilis le sorprendían varios de los artículos de ropa que se vendían. Algunos sujetadores tenían las copas más puntiagudas que había visto en su vida y la faja alta, que parecía que tuviera huesos de plástico en medio, era nueva para ella. Lo primero que vendió se llamaba corsé, y decidió que, cuando conociera lo suficiente a las demás huéspedes de la señora Kehoe, le pediría a alguna de ellas que le hablara de los artículos de lencería de las mujeres norteamericanas.

El trabajo era fácil. A la señorita Fortini solo le interesaban la puntualidad y la pulcritud y estar segura de que se le comunicaba inmediatamente la más leve queja o duda. No era difícil localizarla, descubrió Eilis, porque siempre estaba observando, y si parecía que tenías la más leve dificultad con un cliente o no sonreías, se daba cuenta enseguida y se dirigía hacia ti señalándote, solo se detenía si te veía ocupada y amable.

Pronto encontró Eilis un lugar donde comer rápido sentada en la barra de modo que le quedaran veinte minutos para explorar las tiendas que había cerca de Fulton Street. Diana, Patty y la señora Kehoe le habían dicho que la mejor tienda de ropa cerca de Bartocci’s era Loehmann’s, en Bedford Avenue. A la hora de comer la planta baja de Loehmann’s estaba más concurrida que Bartocci’s, y la ropa parecía más barata; pero al subir al primer piso, Eilis pensó en Rose, porque era la planta más bonita que había visto nunca, parecía más bien un palacio que una tienda, había poca gente comprando y dependientas elegantemente vestidas. Tenía que calcular los precios en libras para hacerse una idea: todo parecía barato. Hacía un esfuerzo por recordar cómo eran algunos vestidos y cuánto valían para mandarle una detallada descripción a Rose, pero se apresuraba mucho, ya que no quería llegar tarde a Bartocci’s. Hasta entonces no había tenido problemas con la señorita Fortini y no quería tenerlos cuando llevaba tan poco tiempo trabajando para ella.

Una mañana, a las tres semanas de trabajo, entrando ya en la cuarta, en cuanto llegó al otro lado de Fulton Street y vio los escaparates de Bartocci’s supo que algo extraño ocurría. Estaban cubiertos de enormes carteles que rezaban: fabulosas rebajas en nailon. No sabía que tenían previsto poner rebajas, suponía que no lo harían hasta enero. En el vestuario se encontró con la señorita Fortini, a quien expresó su sorpresa.

—El señor Bartocci siempre lo mantiene en secreto. Supervisa personalmente todo el trabajo por la noche. La planta entera es nailon, todo nailon, y la mayor parte de las piezas están a mitad de precio. Tú también puedes comprar cuatro artículos. Y aquí tienes una bolsa para guardar el dinero, porque solo se acepta el importe exacto. Hemos puesto precios redondos, de modo que hoy no hay facturas. Y habrá mucha seguridad. Se armará el mayor alboroto que hayas visto en tu vida, porque incluso las medias de nailon están a mitad de precio. No habrá pausa para comer, os daremos bocadillos y refrescos gratis aquí abajo, pero no vengas por ellos más de dos veces. Yo estaré vigilando. Necesitamos que todo el mundo trabaje.

Media hora antes de abrir ya había cola para entrar. La mayoría de las mujeres querían medias; cogían tres o cuatro pares en su camino hacia el fondo de la tienda, donde había conjuntos de jerséis de nailon en todos los colores y la mayoría de las tallas, todos al menos a la mitad de su precio habitual. El trabajo de las dependientas era seguir a la multitud con bolsas de Bartocci’s en una mano y la bolsa del dinero en la otra. Todos los clientes parecían saber que no se daría cambio.

La señorita Fortini y dos empleados de las oficinas vigilaban las puertas, que habían tenido que cerrarse a las diez debido a la oleada de gente. Los que normalmente trabajaban en el departamento de caja llevaban un uniforme especial y también estaban en la planta de ventas. Algunos de ellos estaban en la calle, controlaban que hubiera orden en la cola. La tienda, pensó Eilis, era el lugar más agitado y ajetreado que había visto jamás. La señorita Bartocci caminaba entre la multitud cogiendo las bolsas de dinero y vaciándolas en la enorme bolsa de lona que llevaba.

La mañana fue un auténtico frenesí; Eilis no tuvo ni un segundo de tranquilidad. Todo el mundo hablaba en voz alta y en ciertos momentos recordó, como en un destello, una tarde de octubre caminando con su madre por el paseo de Enniscorthy, el río Slaney helado y repleto, el olor de hojas ardiendo en algún lugar cercano y la luz del día apagándose lenta y suavemente. Aquella imagen no dejó de aparecérsele mientras llenaba la bolsa con billetes y monedas, y mujeres de todo tipo se le acercaban para preguntarle dónde podían encontrar determinadas prendas de ropa o si podían cambiar lo que habían comprado por otro artículo, o simplemente para adquirir lo que llevaban en las manos.

La señorita Fortini no era especialmente alta y aun así era capaz de supervisarlo todo, respondía a todas las preguntas, recogía las prendas que se caían al suelo, doblaba y apilaba artículos con esmero. La mañana había pasado muy rápida, pero en el transcurso de la tarde Eilis se descubrió mirando el reloj y se percató de que miraba la hora cada cinco minutos al tiempo que atendía a lo que se le antojaban centenares de clientes y las existencias de nailon disminuían poco a poco, hasta el punto de que la señorita Fortini le dijo que podía coger lo que necesitara para ella, solo cuatro artículos, y se los llevara abajo. Ya los pagaría después.

Eilis escogió unas medias de nailon para ella, otras que creía que le quedaría bien a la señora Kehoe, unas más para su madre y otras para Rose.

Tras llevarlas abajo y guardarlas en su taquilla, se sentó con una de las dependientas y bebió un refresco; después abrió otro y le dio unos sorbitos hasta que pensó que la señorita Fortini notaría su ausencia. Al volver arriba descubrió que solo eran las tres de la tarde y que unos hombres, bajo la supervisión del señor Bartocci, reponían, casi lanzaban en los aparadores, algunos de los artículos de nailon que estaban acabándose. Más tarde, mientras cenaba en casa de la señora Kehoe, descubrió que Patty y Sheila se habían enterado de las rebajas y habían ido corriendo aprovechando la pausa para comer, habían entrado a toda prisa, comprado algunos artículos y salido igualmente a toda prisa, por lo que no habían tenido tiempo de buscarla entre la multitud para saludarla.

La señora Kehoe pareció complacida con las medias y se ofreció a pagarlas, pero Eilis le dijo que eran un regalo. Aquella noche, durante la cena, hablaron de las fabulosas rebajas de nailon de Bartocci’s, siempre sin previo aviso, y se quedaron asombradas cuando Eilis les dijo que ni siquiera ella, que trabajaba allí, tenía la menor idea de que iba a haber rebajas.

—Bueno, si alguna vez oyes algo, aunque solo sea un rumor —dijo Diana—, avísanos a todas. Sus medias de nailon son las mejores, no se les hacen carreras con tanta facilidad como a otras. En algunas tiendas venden artículos de muy mala calidad.

—Ya está bien —dijo la señora Kehoe—. Estoy segura de que todas las tiendas hacen lo que pueden.

Con toda aquella excitación y el parloteo sobre las rebajas de nailon, hasta después de cenar Eilis no se dio cuenta de que había tres cartas para ella. Cada día, en cuanto volvía del trabajo, revisaba la mesilla de la cocina en la que la señora Kehoe dejaba el correo. No podía creerse que aquella noche se hubiera olvidado de hacerlo. Se tomó una taza de té con las demás, sosteniendo nerviosamente las cartas en la mano y sintiendo que su corazón latía más deprisa cuando pensaba en ellas, deseaba ir a su habitación, abrirlas y leer las noticias que llegaban de casa.

Supo por la letra que las cartas eran de su madre, de Rose y de Jack. Decidió leer primero la de su madre y dejar la de Rose para el final. La carta de su madre era corta y no contaba nada nuevo, solo era una lista de las personas que habían preguntado por ella y detalles sobre dónde y cuándo se había encontrado con ellas. La carta de Jack era muy similar, pero con alusiones a lo que ella le había contado de la travesía, y que apenas había mencionado en las cartas a su madre y Rose. La letra de Rose era muy bonita y clara, como de costumbre. Le hablaba del golf y del trabajo, de lo tranquila y aburrida que estaba la ciudad y lo afortunada que era Eilis de vivir en la gran urbe. En la posdata le decía que quizá alguna vez le apeteciera escribirle aparte sobre cuestiones privadas o temas que podían preocupar excesivamente a su madre. Le proponía que utilizara la dirección del trabajo para tales cartas.

Las cartas decían poco; apenas contenían nada personal ni que reflejara la voz de quien las escribía. Aun así, mientras las releía una y otra vez, olvidó por unos instantes dónde se encontraba e imaginó a su madre en la cocina cogiendo su bloc de cartas Basildon Bond y los sobres, y disponiéndose a escribir una carta correcta y sin tachaduras. Rose, en cambio, pensó, debía de haberla escrito en el comedor en el papel de carta que se había llevado del trabajo, y había utilizado un sobre blanco más largo y elegante que el de su madre. Imaginó que Rose, al acabar, había dejado su carta en la mesa del vestíbulo y que por la mañana su madre había ido con ambas cartas a correos, puesto que tenía que comprar sellos especiales para América. No podía imaginar dónde habría escrito Jack su carta, que era más breve que las otras dos, su tono era casi tímido, como si no quisiera decir demasiado por escrito.

Se tumbó en la cama, con las cartas junto a ella. Se dio cuenta de que durante las últimas semanas no había pensado realmente en su casa. La imagen de la ciudad había acudido a su mente como en destellos, como en la tarde de las rebajas, y por supuesto había pensado en su madre y en Rose, pero su vida en Enniscorthy, la vida que había perdido y nunca recuperaría, la mantenía alejada de su mente. Cada día volvía a aquella pequeña habitación en aquella casa repleta de sonidos y repasaba todas las novedades que se habían producido. Ahora todo aquello no parecía nada comparado con la imagen que tenía de su hogar, de su propia habitación, la casa en Friary Street, lo que comía allí, la ropa que llevaba, lo tranquilo que era todo.

Todo volvió a ella como una terrible carga y, por un instante, sintió que iba a llorar. Era como si un dolor en el pecho quisiera que las lágrimas corrieran por sus mejillas a pesar del enorme esfuerzo que hacía por contenerlas. No cedió ante ello, fuera lo que fuese. Siguió pensando, intentando averiguar qué causaba aquel nuevo sentimiento que era como abatimiento, lo mismo que había sentido al morir su padre y ver cerrar el ataúd, el sentimiento de que su padre no volvería a ver el mundo nunca más y que ella no volvería a hablar con él.

Allí no era nadie. No se trataba tan solo de que no tuviera amigos ni familia, sino más bien de que era un fantasma en aquella habitación, en las calles que recorría de camino al trabajo, en la planta de ventas. Nada significaba nada. Las habitaciones de la casa de Friary Street le pertenecían, pensó; cuando caminaba por ellas estaba realmente allí. En el pueblo, cuando iba a la tienda o a la escuela de formación profesional, el aire, la luz, el suelo, todo era sólido y formaba parte de ella, aun cuando no se encontrara con nadie conocido. Nada aquí era parte de ella. Todo era falso, vacío, pensó. Cerró los ojos e intentó concentrarse, como había hecho innumerables veces en su vida, en algo que le hiciera ilusión, pero no había nada. Nada en absoluto. Ni siquiera el domingo. Nada salvo, quizá, dormir, y ni siquiera estaba segura de que le apeteciera hacerlo. En cualquier caso, todavía no podía dormir porque aún no eran las nueve. No podía hacer nada. Era como si la hubieran dejado encerrada.

Por la mañana, no estaba tan segura de haber dormido como de haber tenido una serie de vívidos sueños, que dejó que flotaran para no tener que abrir los ojos y ver la habitación. Uno de los sueños era sobre el juzgado que había en la cima de Friary Hill, en Enniscorthy. Recordó el terror de los vecinos el día que se reunía el tribunal, no por los casos de robo, embriaguez o alteración del orden público que habían salido en los periódicos, sino porque a veces el tribunal ordenaba que a algunos chicos se les pusiera bajo tutela, fueran internados en orfanatos, instituciones de aprendizaje o casas de acogida porque dejaban de ir a clase, o causaban problemas, o porque había dificultades con sus padres. En ocasiones podían verse inconsolables madres gritando, chillando a las puertas del juzgado porque se llevaban a sus hijos. Pero en su sueño no había mujeres gritando, tan solo un grupo de niños silenciosos, Eilis entre ellos, en una cola, conscientes de que pronto se los llevarían por orden del juez.

Lo que le resultaba extraño ahora que estaba despierta era que parecía estar deseando que se la llevaran, y que eso no le producía temor. Lo que temía, en cambio, era ver a su madre frente al juzgado. En su sueño encontraba una forma de evitar esa escena. La sacaban de la cola, se la llevaban por una puerta lateral y después partía en un largo viaje en coche que duró hasta que se despertó.

Eilis se levantó y fue al servicio sin hacer ruido; decidió desayunar en uno de los bares de Fulton Street, como había visto hacer a otras personas de camino al trabajo. Una vez vestida y lista, salió de la casa de puntillas. No quería encontrarse con nadie. Solo eran las siete y media. Se sentaría en algún sitio durante una hora, pensó, se tomaría un café y un bocadillo e iría a trabajar pronto.

A medida que iba caminando, empezó a temer el día. Después, sentada en la barra de una cafetería mirando el menú, volvieron a su mente retazos de un sueño que al despertarse solo recordaba en parte. Estaba volando, como en un globo, sobre un mar en calma en un plácido día. Abajo veía los acantilados de Cush Gap y la blanda arena de Ballyconnigar. El viento la empujaba hacia Blackwater, después hacia Ballagh, luego Monageer y finalmente Vinegar Hill y Enniscorthy. Estaba tan inmersa en el recuerdo de aquel sueño que el camarero le preguntó si se encontraba bien.

—Estoy bien —dijo ella.

—Parece usted triste —replicó él.

Eilis negó con la cabeza, intentó sonreír y pidió un café y un bocadillo.

—Anímese —dijo él en voz más alta—. Vamos, anímese. No ocurrirá. Regálenos una sonrisa.

Algunos de los clientes que estaban en la barra la miraron. Eilis supo que no podría contener las lágrimas. Sin esperar lo que había pedido, salió corriendo de la cafetería antes de que alguien pudiera decirle algo más.

Durante el día tuvo la impresión de que la señorita Fortini la observaba más de lo habitual, y eso la hizo plenamente consciente de su aspecto cuando no estaba atendiendo a un cliente. Intentó mirar hacia la puerta, las ventanas delanteras y la calle, intentó parecer ocupada, pero se dio cuenta de que, si no se contenía, entraría fácilmente en una especie de trance, pensando una y otra vez en las mismas cosas, en todo lo que había perdido, y preguntándose cómo podría afrontar la cena en casa con las demás y la larga noche sola en una habitación que nada tenía que ver con ella. Entonces se percató de que la señorita Fortini la miraba desde el otro lado de la tienda e intentó de nuevo parecer alegre y solícita con los clientes, como si fuera un día como cualquier otro.

La cena no resultó tan difícil como había imaginado, ya que tanto Patty como Diana se habían comprado unos zapatos nuevos y la señora Kehoe, antes de dar su plena aprobación, quería ver con qué traje o vestido se los pondrían y qué complementos llevarían. Antes y después de la cena, la cocina se convirtió en una especie de pasarela de modas, las señoritas McAdam y Keegan contenían su aprobación cada vez que Patty o Diana entraban en la habitación con los zapatos puestos y un conjunto y bolso diferentes.

Después de ver los zapatos de Diana con el vestido supuestamente a juego, la señora Kehoe no estaba segura de que fueran lo bastante elegantes.

—No son ni carne ni pescado —dijo—. No puedes ponértelos en el trabajo ni quedarían elegantes para salir de noche. No entiendo por qué los has comprado, a no ser que estuvieran de rebajas.

Diana se mostró cariacontecida al reconocer que no estaban de rebajas.

—Oh, entonces —dijo la señora Kehoe— lo único que puedo decir es que espero que conserves la factura.

—Bueno, a mí me gustan bastante —dijo la señorita McAdam.

—A mí también —añadió Sheila Heffernan.

—Pero ¿cuándo te los pondrías? —preguntó la señora Kehoe.

—Simplemente, a mí me gustan —dijo la señorita McAdam, encogiéndose de hombros.

Eilis se escabulló en silencio, contenta de que nadie hubiera notado que no había dicho palabra en toda la cena. Se preguntó si podía salir a la calle, hacer algo para no tener que enfrentarse al sepulcro de su habitación y todos los pensamientos que acudirían a su mente cuando estuviera tendida en la cama, y los sueños que tendría cuando se durmiera. Se quedó de pie en el vestíbulo y después se volvió hacia las escaleras, consciente de que también temía el exterior y de que, aunque no hubiera sido así, tampoco tenía idea de adónde ir a esas horas de la noche. Detestaba aquella casa, pensó, sus olores, sus ruidos, sus colores. Al subir las escaleras, ya estaba llorando. Sabía que mientras las demás estuvieran abajo, en la cocina, hablando sobre sus fondos de armario, podría llorar tan alto como quisiera sin que la oyeran.

Aquella fue la peor noche de su vida. Solo cuando amaneció recordó algo que Jack le había dicho en Liverpool, antes de embarcar, un momento que ahora le parecía que había ocurrido años atrás. Jack había dicho que al principio había sido duro estar lejos, pero no había ido más allá, y ella no le había preguntado cómo había sido realmente. Su forma de ser era tan cálida y jovial, tan parecida a la de su padre, que nunca se habría quejado. Eilis se planteó la posibilidad de escribirle y preguntarle si él también se había sentido así, como si lo hubieran encerrado y estuviera atrapado en un lugar en el que no había nada. Era como el infierno, pensó, porque no podía verle el final ni el de los sentimientos que traía consigo, pero era un tormento extraño, estaba todo en su mente, era como cuando llega la noche y sabes que jamás volverás a ver nada a la luz del día. Eilis no sabía qué iba a hacer. Lo que sí sabía era que Jack estaba demasiado lejos para ayudarla.

Ninguno de ellos podía ayudarla. Los había perdido a todos. No lo sabrían; no escribiría hablando de aquello en una carta. Y eso le hizo comprender que ahora nunca la conocerían. Quizá, pensó, ninguno de ellos había llegado a conocerla nunca, porque de no haber sido así, habrían pensado en lo que significaría esa experiencia para ella.

Permaneció tendida en la cama mientras amanecía; no creía que pudiera soportar una noche más como aquella. Durante unos instantes se resignó silenciosamente a la idea de que nada iba a cambiar, pero no sabía qué consecuencias tendría ni qué forma adquirirían. Una vez más, se levantó temprano, salió de la casa sin hacer ruido y caminó por las calles durante una hora antes de tomar una taza de café. Notó el frío en el aire por primera vez; le pareció que el tiempo había cambiado. Pero ahora apenas le importaba el tiempo que hacía. Encontró una cafetería en la que podía sentarse de espaldas a la gente, de modo que nadie haría comentarios sobre la expresión de su rostro.

Cuando se hubo tomado el café y el bollo y consiguió llamar la atención de la camarera para pagar la cuenta, vio que apenas tenía tiempo de llegar al trabajo. Si no se daba prisa, llegaría tarde por primera vez. Había una multitud de gente en las calles y le costaba abrirse camino. En un momento dado se preguntó si la gente no le estaría entorpeciendo el paso deliberadamente. Los semáforos tardaban una eternidad en cambiar. Al llegar a Fulton Street, fue aún peor; era como si una horda estuviera saliendo de un partido de fútbol. Incluso caminar a paso normal resultaba difícil. Llegó a Bartocci’s justo un minuto antes de la hora. No sabía cómo podría pasar todo el día en la tienda intentado mostrarse atenta y servicial. En cuanto subió a la planta con su uniforme de trabajo se cruzó con la mirada de la señorita Fortini, que parecía desaprobadora, pero un cliente desvió su atención. Atendido el cliente, Eilis procuró no volver a mirar a la señorita Fortini. Le dio la espalda mientras pudo.

—No tienes buen aspecto —dijo la señorita Fortini cuando se acercó a ella.

Eilis sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas.

—¿Por qué no vas abajo y te tomas un vaso de agua? Yo iré enseguida —dijo la señorita Fortini. Su voz era amable, pero no sonreía.

Eilis asintió. Cayó en la cuenta de que aún no le habían pagado; todavía vivía del dinero que le había dado Rose. En caso de que la despidieran, no sabía si le pagarían. De no hacerlo, se quedaría sin dinero en poco tiempo. Sería difícil, pensó, encontrar otro trabajo, y aunque lo encontrara tendrían que pagarle al final de la primera semana, porque de lo contrario no podría abonarle el alquiler a la señora Kehoe.

Una vez abajo, fue al lavabo y se lavó la cara. Se contempló en el espejo durante unos instantes y se arregló el pelo. Después esperó a la señorita Fortini en la habitación del personal.

—Ahora tienes que decirme qué te pasa —dijo la señorita Fortini mientras entraba en la habitación y cerraba la puerta tras ella—. Veo que hay algo que no va bien y pronto se darán cuenta los clientes y tendremos problemas.

Eilis negó con la cabeza.

—No sé qué me pasa.

—¿Estás en ese momento del mes? —preguntó la señorita Fortini.

Eilis volvió a negar con la cabeza.

—Eilis. —La señorita Fortini pronunció su nombre de forma extraña, poniendo demasiado énfasis en la segunda sílaba—. ¿Por qué estás disgustada? —Se quedó frente a ella, esperando—. ¿Quieres que llame a la señorita Bartocci? —preguntó.

—No.

—¿Entonces?

—No sé qué me pasa.

—¿Estás triste?

—Sí.

—¿Constantemente?

—Sí.

—¿Desearías estar con tu familia, en casa?

—Sí.

—¿Tienes familia aquí?

—No.

—¿A nadie?

—A nadie.

—¿Cuándo has empezado a sentirte triste? La semana pasada estabas contenta.

—He recibido algunas cartas.

—¿Malas noticias?

—No, no.

—¿Solo las cartas? ¿Habías salido de Irlanda alguna vez?

—No.

—¿Lejos de tu padre y tu madre?

—Mi padre murió.

—¿Y tu madre?

—Nunca he estado lejos de ella.

La señorita Fortini la miró, pero no sonrió.

—Tendré que hablar con la señorita Bartocci y el sacerdote con el que viniste.

—No, por favor.

—No te causarán problemas. Pero no puedes trabajar aquí si estás triste. Y es comprensible que lo estés si es la primera vez que te alejas de tu madre. Pero esta tristeza no durará eternamente, así que haremos lo que podamos por ti.

La señorita Fortini le dijo que se sentara, le sirvió otro vaso de agua y salió de la habitación. Mientras esperaba, Eilis tuvo claro que no iban a despedirla. Se sintió casi orgullosa de cómo había manejado a la señorita Fortini, dejando que le hiciera todas las preguntas y contando poco, lo suficiente para no parecer hosca o desagradecida. Se sintió casi fuerte mientras reflexionaba sobre lo que acababa de ocurrir y decidió que, entrara quien entrase en ese momento en la habitación, aunque fuera el propio señor Bartocci, sería capaz de suscitar su simpatía. No era como si no ocurriera nada malo; su pesar, fuera cual fuese, seguía ahí. Pero no podía decirles que la tienda y los clientes le daban pavor y que detestaba la casa de la señora Kehoe y que nadie podía hacer nada por ella. Aun así, tendría que conservar su trabajo. Creía que había logrado mucho y eso le daba una sensación de satisfacción que parecía fundirse con su tristeza, o flotar sobre su superficie, haciéndole olvidar, al menos de momento, lo peor.

Al cabo de un rato la señorita Fortini volvió con un bocadillo de una cafetería cercana a Bartocci’s. Le dijo que había hablado con la señorita Bartocci y le había asegurado que era un problema sencillo, que no había ocurrido antes y que seguramente no volvería a ocurrir. Pero la señorita Bartocci había tratado del tema con su padre, que era un buen amigo del padre Flood, y él había telefoneado al sacerdote y dejado un mensaje a su casera.

—El señor Bartocci ha dicho que te quedes aquí abajo hasta que hable con el padre Flood y me ha pedido que te trajera un bocadillo. Eres una chica afortunada. A veces se muestra amable la primera vez. Pero yo no volvería a contrariarlo. Nadie contraría dos veces al señor Bartocci.

—Yo no le he contrariado —dijo Eilis, tranquila.

—Oh, sí, lo has hecho, querida. Apareciendo en ese estado en el trabajo y con esa expresión en la cara. Oh, has contrariado al señor Bartocci, y es algo que no olvidará.

En el transcurso del día algunas vendedoras de la planta bajaron a ver a Eilis y la observaba con curiosidad, algunas le preguntaban si estaba bien, otras simulaban que iban a buscar algo a su taquilla. Allí sentada, Eilis pensó que, a no ser que quisiera perder el trabajo, tendría que tomar la decisión de librarse de lo que la alteraba.

La señorita Fortini no volvió a aparecer, pero hacia las cuatro el padre Flood abrió la puerta.

—Me han dicho que tienes problemas —dijo.

Eilis intentó sonreír.

—Es culpa mía —dijo él—. Me decían que te iba muy bien, y la señora Kehoe afirma que eres la chica más encantadora de todas, así que pensé que no querrías que fisgoneara.

—Estaba bien hasta que recibí las cartas de casa —dijo Eilis.

—¿Sabes lo que te pasa? —le preguntó el padre Flood.

—¿Qué quiere decir?

—Eso tiene un nombre.

—¿Qué es lo que tiene un nombre? —Eilis pensó que iba a mencionar una dolencia femenina e íntima.

—Sientes nostalgia, eso es todo. Todo el mundo la siente. Pero pasará. A algunos se les pasa antes que a otros. No hay nada más duro que eso. Y lo que hay que hacer es tener a alguien con quien hablar y mantenerse ocupado.

—Estoy ocupada.

—Eilis, espero que no te importe si te matriculo en unas clases nocturnas. ¿Recuerdas que hablamos de contabilidad y gestión contable? Serían dos o tres noches a la semana, pero te mantendrían ocupada y podrías conseguir un buen título.

—¿No está ya muy entrado el curso para matricularse? Unas chicas dijeron que había que hacer la solicitud en primavera.

—Brooklyn es un lugar curioso —dijo el padre Flood—. Siempre y cuando la persona encargada no sea noruega, y en una escuela profesional eso es poco probable, puedo mover los hilos en la mayoría de los sitios. Los judíos son los mejores, les encanta hacer favores. Da gracias a Dios de que los judíos crean en el poder de la sotana. Primero probaremos en la mejor escuela preparatoria de Brooklyn, o sea, el Brooklyn College. Me encanta romper las normas. Así que ahora me acercaré hasta allí, y Franco dice que te vayas a casa, pero mañana por la mañana ven puntual y con una gran sonrisa. Más tarde me pasaré por casa de mamá Kehoe.

Eilis casi se rió en voz alta cuando el padre Flood dijo mamá Kehoe. Su acento había sido, por primera vez, puro Enniscorthy. Comprendió que Franco era el señor Bartocci, y le llamó la atención la familiaridad con que se había referido a él. En cuanto el padre Flood se fue, Eilis cogió su abrigo y se escabulló de la tienda con discreción. Estaba segura de que la señorita Fortini la había visto pasar, pero no se volvió; caminó rápidamente por Fulton Street y después hacia casa de la señora Kehoe.

Cuando abrió con su llave, se encontró a la señora Kehoe esperándola.

—Ahora ve a la sala de estar —dijo la señora Kehoe—. Voy a hacer té para las dos.

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