Bridgerton: felices para siempre

Bridgerton: felices para siempre


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No soy de las personas más pacientes. Y prácticamente no tengo tolerancia a la estupidez. Por eso me he sentido muy orgullosa de mí misma al mantener la boca cerrada esta tarde, mientras tomaba el té con la familia Brougham.

Los Brougham son nuestros vecinos, lo han sido durante los últimos seis años, desde que el señor Brougham heredó la propiedad de su tío, también llamado señor Brougham. Tienen cuatro hijas y un hijo sumamente malcriado. Por suerte para mí, el hijo es cinco años menor que yo, por lo que no tendré que pensar en casarme con él. (Aunque mis hermanas Penelope y Georgiana, que tienen nueve y diez años menos que yo, no serán tan afortunadas). Todas las hermanas Brougham se llevan un año unas de otras; la mayor tiene dos años más que yo, y la menor dos años menos. Son muy agradables, aunque quizá demasiado dulces y amables para mi gusto. Pero últimamente han estado demasiado insoportables.

Eso se debe a que yo también tengo un hermano, y él no tiene cinco años menos que ellas. De hecho, es mi hermano mellizo, y eso lo convierte en candidato para casarse con cualquiera de ellas.

Como era de esperar, Oliver decidió no acompañar a mi madre, a mi hermana Penelope ni a mí a tomar el té.

Pero esto es lo que sucedió, y la razón por la que estoy contenta conmigo misma por no haber dicho lo que quería decir, que no era otra cosa que: Sin duda es usted idiota.

Yo estaba bebiendo mi té, intentando mantener la taza en los labios el mayor tiempo posible para evitar preguntas sobre Oliver, cuando la señora Brougham dijo:

—Ha de ser fascinante tener un hermano mellizo. Dime, querida Amanda, ¿en qué se diferencia tener un hermano mellizo de no tenerlo?

Espero no tener que explicar por qué esta pregunta me pareció tan estúpida. ¿Cómo iba a decirle cuál es la diferencia si me he pasado aproximadamente el cien por cien de mi vida siendo melliza y no tengo ninguna experiencia en no serlo?

El desdén debió reflejarse en mi rostro, pues mi madre me lanzó una de sus legendarias miradas de advertencia en el mismo instante en que abrí la boca para responder. Como no quería avergonzar a mi madre (y no porque quisiera que la señora Brougham se sintiera más inteligente de lo que realmente era), respondí:

—Supongo que en que siempre tienes un compañero.

—Pero ahora tu hermano no está presente —dijo una de las hermanas Brougham.

—Mi padre no siempre acompaña a mi madre, y me imagino que ella lo considera su compañero —respondí.

—No es lo mismo un hermano que un marido —gorjeó la señora Brougham.

—Eso espero —repliqué. En serio, era una de las conversaciones más ridículas que he tenido. Y parecía que Penelope tendría preguntas cuando volviéramos a casa.

Mi madre volvió a mirarme con desaprobación, ya que sabía exactamente qué tipo de preguntas haría Penelope y no tenía ganas de responderlas. Pero como mi madre siempre ha dicho que valora que las mujeres sean curiosas…

Bueno, habría caído en su propia trampa.

Debería mencionar que, dejando a un lado las trampas, estoy convencida de que tengo la mejor madre de Inglaterra. Y al contrario de lo que sucede con no ser una hermana melliza, una realidad que desconozco por completo, sí sé lo que es tener otra madre, así que estoy totalmente capacitada, creo yo, para opinar al respecto.

Mi madre, Eloise Crane, es en realidad mi madrastra, aunque solo la llamo de esa manera cuando es necesario aclararlo. Ella se casó con mi padre cuando Oliver y yo teníamos ocho años, y estoy segura de que nos salvó la vida a todos. Es difícil explicar cómo vivíamos antes de que ella llegara a nuestras vidas. Sin duda podría describir los hechos, pero el ambiente, la sensación que había en nuestra casa…

De verdad que no sé cómo explicarlo.

Mi madre biológica se suicidó. Durante la mayor parte de mi vida no tuve constancia de ese detalle. Pensé que ella había muerto de fiebre, lo que supongo que es verdad. Lo que nadie me dijo nunca fue que la fiebre sobrevino porque ella intentó ahogarse en un lago en pleno invierno.

No tengo intención de quitarme la vida, pero debo decir que ese no sería el método que elegiría.

Sé que debería sentir compasión y lástima por ella. Mi actual madre era prima lejana de ella y dice que estuvo triste durante toda su vida. Dice que algunas personas son así, mientras que otras, por raro que parezca, siempre están alegres. Pero no puedo evitar pensar que, si su intención era suicidarse, podría haberlo hecho antes. Quizá cuando yo era muy pequeña. O mejor aún, cuando era bebé. Sin duda, mi vida habría sido mucho más fácil.

Le pregunté a mi tío Hugh (que en realidad no es mi tío, pero está casado con la hermanastra de la esposa del hermano de mi madre actual, y vive muy cerca y es vicario) si yo podría ir al infierno por pensar de ese modo. Él me respondió que no y que, sinceramente, para él tenía mucho sentido.

Creo que prefiero su parroquia a la mía.

El caso es que ahora tengo recuerdos de ella. De Marina, mi primera madre. Y no quiero tenerlos. Los que tengo son borrosos y confusos. No puedo recordar el sonido de su voz. Oliver dice que puede ser porque ella nunca hablaba. No recuerdo si hablaba o no. Tampoco recuerdo la forma exacta de su rostro, ni su olor.

Por el contrario, recuerdo estar al otro lado de su puerta, sintiéndome muy pequeña y asustada. Y recuerdo que andábamos mucho de puntillas, porque sabíamos que no debíamos hacer ruido. Recuerdo que yo siempre estaba nerviosa, como si supiera que algo malo iba a ocurrir.

Y ocurrió.

¿Un recuerdo no debería ser algo específico? No me importaría tener un recuerdo de un momento, o de un rostro, o de un sonido. Pero mis sensaciones son difusas, y ni siquiera son felices.

Una vez le pregunté a Oliver si él tenía los mismos recuerdos; él se limitó a encogerse de hombros y dijo que, en realidad, nunca pensaba en ella. No sé si creerle. Supongo que sí; mi hermano no suele reflexionar mucho esas cosas. O para ser más exactos, no suele reflexionar mucho nada. Solo queda esperar que, cuando se case (lo que sin duda no será lo suficientemente pronto para las hermanas Brougham) elija una novia con la misma ausencia de reflexión y sensibilidad. De lo contrario, ella será infeliz. Él no, por supuesto; ni siquiera se daría cuenta de su infelicidad.

Los hombres son así, eso dicen.

Mi padre, por ejemplo, no es para nada observador. A menos, claro está, que el objeto de observación sea una planta: en ese caso mira cada detalle. Es botánico y le encantaría pasarse todo el día en su invernadero. Creo que es todo lo contrario de mi madre, que es vivaz y extrovertida, y siempre sabe qué decir, pero cuando están juntos es obvio que se quieren mucho. La semana pasada los sorprendí besándose en el jardín. Me quedé atónita. Mi madre tiene casi cuarenta años, y mi padre es mayor.

Pero me he ido por las ramas. Estaba hablando de la familia Brougham, y más específicamente de la estúpida pregunta de la señora Brougham acerca de no ser mellizo. Como dije, me sentía satisfecha conmigo misma por no haber sido maleducada, cuando la señora Brougham dijo algo muy interesante.

—Mi sobrino vendrá de visita esta tarde.

Una a una, todas las hermanas Brougham se enderezaron en su asiento. Juro que fue como un juego de niños con un resorte. Pam, pam, pam, pam… Pasaron de la postura perfecta a una extraordinariamente erguida.

Aquella reacción me hizo deducir de inmediato que el sobrino de la señora Brougham debía de estar en edad de casarse, probablemente poseía una buena fortuna y quizás hasta fuera bien parecido.

—No mencionaste que Ian vendría de visita —dijo una de las hijas.

—Y no vendrá —respondió la señora Brougham—. Él sigue en Oxford, como bien sabéis. El que vendrá es Charles.

Puf. Las hermanas Brougham se desinflaron, todas al mismo tiempo.

—Ah —dijo una de ellas—. Charlie.

—¿Has dicho hoy? —manifestó otra con increíble falta de entusiasmo.

Luego, la tercera dijo:

—Tendré que esconder mis muñecas.

La cuarta no opinó. Simplemente se dedicó a beber su té; parecía que la conversación la aburría.

—¿Por qué tienes que esconder tus muñecas? —quiso saber Penelope. A decir verdad, yo me hacía la misma pregunta, pero parecía demasiado infantil para una señorita de diecinueve años.

—Eso fue hace doce años, Dulcie —dijo la señora Brougham—. Cielo santo, tienes memoria de elefante.

—No olvido lo que hizo a mis muñecas —sentenció Dulcie.

—¿Qué hizo? —preguntó Penelope.

Dulcie hizo un gesto con el dedo de cortarse la garganta. Penelope soltó un grito entrecortado; debo confesar que la expresión de Dulcie era un tanto horripilante.

—Es una bestia —opinó una de las hermanas de Dulcie.

—Charles no es una bestia —insistió la señora Brougham.

Todas las hermanas Brougham nos miraron y sacudieron las cabezas en silencioso acuerdo, como si dijeran: No le hagáis caso.

—¿Qué edad tiene tu sobrino ahora? —quiso saber mi madre.

—Veintidós —respondió la señora Brougham, agradecida por la pregunta—. El mes pasado se graduó en Oxford.

—Es un año mayor que Ian —explicó una de las muchachas.

Asentí, aunque no podía usar a Ian como referencia, ya que nunca lo había visto.

—No es tan apuesto.

—Ni tan amable.

Miré a la última hermana Brougham, esperando su contribución. Pero lo único que hizo fue bostezar.

—¿Cuánto tiempo se quedará? —preguntó mi madre con educación.

—Dos semanas —respondió la señora Brougham, aunque en realidad solo dijo «Dos seman» antes de que una de sus hijas chillara de consternación.

—¡Dos semanas! ¡Una quincena entera!

—Esperaba que nos acompañara a la asamblea local —dijo la señora Brougham.

El comentario fue recibido con más protestas. Reconozco que este Charles estaba empezando a intrigarme. Alguien que podía inspirar semejante terror entre las hermanas Brougham debía de tener algo bueno.

Aunque también tengo que decir, que no es que sienta antipatía alguna por las hermanas Brougham. A diferencia de su hermano, a ninguna de ellas se le otorgó cualquier deseo y capricho y, por lo tanto, no son insoportables. Pero son (cómo decirlo) sosegadas y sumisas, y, por esa razón, no son el tipo de compañía que encaje con mi persona (nadie me ha descrito jamás con esos adjetivos). Sinceramente, no creo haberlas oído expresar nunca una opinión fundada sobre nada. Si las cuatro detestaban tanto a alguien… bueno, ese alguien tendría que ser, cuanto menos, interesante.

—¿A tu primo le gusta cabalgar? —preguntó mi madre.

La señora Brougham le lanzó una mirada astuta.

—Creo que sí.

—Tal vez Amanda acepte dar un paseo con él y mostrarle la zona. —Mi madre esbozó una sonrisa inocente y dulce, algo poco común en ella.

Quizá debería agregar que uno de los motivos por los que estoy convencida de que mi madre es la mejor de Inglaterra es que rara vez parece inocente y dulce. No me malinterpretéis: tiene un corazón de oro y haría cualquier cosa por su familia. Sin embargo, es la quinta hija en una familia de ocho hermanos, y puede ser maravillosamente astuta y retorcida.

Además, nadie puede ganarla en una discusión. Sé lo que digo, lo he intentado.

Así que, cuando ella me ofreció para que actuara como guía, no pude evitar decir que sí, a pesar de que tres de las cuatro hermanas Brougham comenzaron a reírse disimuladamente. (La cuarta todavía parecía aburrida. Y yo empecé a preguntarme si le ocurría algo malo).

—Mañana —dijo la señora Brougham encantada. Batió las palmas y sonrió—. Lo enviaré mañana por la tarde. ¿Te parece bien?

De nuevo no me quedó más remedio que aceptar, y eso hice, preguntándome a qué había accedido exactamente.

La tarde siguiente yo estaba vestida con mi mejor traje de montar y me paseaba por la habitación, preguntándome si el misterioso Charles Brougham haría acto de presencia. Pensé que, si no aparecía, estaría en todo su derecho. Sería de mala educación, por supuesto, ya que estaría rompiendo un compromiso asumido por su tía en su nombre, pero, de todos modos, él tampoco había pedido ser el nuevo potro que entretuviera a la aristocracia de la zona.

Y os juro que no he querido hacer ningún juego de palabras.

Mi madre ni siquiera había intentado negar que oficiaba de casamentera. Eso me sorprendió; creí que, como mínimo, esbozaría una leve protesta. Por el contrario, me recordó que me había negado a pasar una temporada en Londres, y luego empezó a explicar que aquí, en nuestro rincón de Gloucestershire, no había caballeros disponibles de edad apropiada.

Yo le recordé que ella no había encontrado a su marido en Londres.

Entonces ella dijo algo que empezaba con «Bueno, pero…» y desvió la conversación tan rápido y dando tantos rodeos que no entendí nada de lo que dijo.

Estoy segura de que esa era su intención.

Mi madre no se enfadó precisamente por mi negativa a asistir a una temporada; a ella le gustaba nuestra vida en el campo, y solo Dios sabe que mi padre no sobreviviría en la ciudad más de una semana. Mi madre dijo que no era muy amable por mi parte decir eso, pero creo que, en el fondo, estaba de acuerdo conmigo. Papá se distraería con una planta en el parque y nunca más volveríamos a encontrarlo. (Mi padre se distrae fácilmente).

O, y confieso que esto es lo más probable, diría algo absolutamente inapropiado en una fiesta. A diferencia de mi madre, mi padre no tiene el don de la conversación cortés y no encuentra necesario hablar con doble sentido o hacer comentarios ingeniosos. En lo que a él respecta, una persona solo debería decir lo justo y necesario.

Adoro a mi padre, pero es evidente que su lugar está lejos de la ciudad.

Yo podría haber tenido una temporada en Londres si hubiese querido. La familia de mi madre está muy bien relacionada. Su hermano es vizconde y sus hermanas están casadas con un duque, un conde y un barón. Me habrían invitado a las reuniones más exclusivas. Pero lo cierto es que no quise ir. No habría tenido ninguna libertad. Aquí en el campo puedo ir a caminar o salir a montar durante el tiempo que quiera, siempre y cuando diga a alguien adónde voy. En Londres, una joven dama no puede poner la punta del pie en la calle sin una carabina.

Qué horror.

Pero volvamos a mi madre. A ella no le molestó que yo me hubiese negado a pasar la temporada en Londres, porque eso significaba que no tendría que separarse de mi padre durante varios meses. (Porque, como os he dicho antes, él tendría que haberse quedado en casa). Pero al mismo tiempo, estaba realmente preocupada por mi futuro. Por ello había emprendido una especie de cruzada. Si yo no me acercaba a los caballeros en edad de merecer, ella me los acercaría.

Lo que nos lleva de nuevo a Charles Brougham.

A las dos de la tarde aún no había llegado. Debo confesar que me estaba poniendo bastante irascible. Era un día caluroso, o al menos todo lo caluroso que puede esperarse en Gloucestershire, y el traje de montar verde oscuro, que me había parecido tan moderno y alegre cuando me lo había puesto, comenzaba a picarme.

Yo empezaba a marchitarme.

Por alguna razón, mi madre y la señora Brougham habían olvidado fijar una hora para la visita del sobrino, así que me había visto obligada a estar vestida y lista exactamente al mediodía.

—¿A qué hora dirías que termina la tarde? —pregunté, abanicándome con un periódico plegado.

—¿Mmm? —Mi madre estaba escribiendo una carta, supuestamente a alguno de sus muchos hermanos, y en realidad no me estaba escuchando. Ofrecía una imagen adorable, allí sentada junto a la ventana. No tengo idea de cuál habría sido el aspecto de mi madre biológica si hubiera llegado a ser una mujer mayor, dado que no se dignó a vivir tanto tiempo, pero Eloise no había perdido ni un atisbo de su belleza. Su cabello aún tenía un vivo color castaño y no tenía ni una sola arruga. Sus ojos eran indescriptibles; en realidad, tenían un color cambiante.

Me ha dicho que, cuando era joven, nunca la consideraron una belleza. Nadie creía que fuera poco atractiva, y de hecho era bastante popular, pero nunca la consideraron la atracción del baile. Ella dice que las mujeres inteligentes envejecen mejor.

Creo que es una opinión interesante, y espero que sea un buen augurio para mi propio futuro.

Sin embargo, en ese instante, no me preocupaba el futuro más allá de los diez minutos siguientes, después de los cuales estaba convencida de que moriría de calor.

—La tarde —repetí—. ¿Cuándo dirías que termina? ¿A las cuatro? ¿A las cinco? Por favor, dime que no es a la seis.

Mi madre por fin levantó la mirada.

—¿De qué hablas?

—Del señor Brougham. Dijimos que por la tarde, ¿verdad?

Eloise me miró sin entender.

—Puedo dejar de esperarlo cuando termine la tarde, ¿verdad?

Mi madre hizo una pausa, con la pluma suspendida en el aire.

—No deberías ser tan impaciente, Amanda.

—No lo soy —insistí—. Tengo calor.

Ella se quedó pensando.

—Hace calor aquí, ¿verdad?

Asentí.

—Mi traje está hecho de lana.

Ella hizo una mueca, pero me di cuenta de que no sugirió que fuera a cambiarme. No iba a sacrificar a un posible pretendiente por un detalle menor como el clima. Volví a abanicarme.

—No creo que se apellide Brougham —dijo mi madre.

—¿Cómo dices?

—Creo que es pariente de la señora Brougham, no de su marido. No sé cuál es el apellido de soltera de la señora Brougham.

Me encogí de hombros.

Mi madre volvió a prestar atención a la carta. Escribe un exorbitante número de cartas. Sobre qué, ni me lo imagino. No diría que nuestra familia es sosa, pero sin duda somos normales y corrientes. Seguro que sus hermanas ya están aburridas de comentarios tales como Georgiana ya sabe las conjugaciones en francés o Frederick se ha hecho daño en la rodilla.

Pero a mi madre le gusta recibir cartas y dice que, para recibirlas, hay que enviarlas, así que se sienta frente al escritorio casi todos los días, informando sobre los monótonos detalles de nuestra vida.

—Alguien viene —anunció, justo cuando empezaba a quedarme dormida en el sofá. Me senté y miré hacia la ventana. Efectivamente, un carruaje se acercaba por la entrada.

—Pensé que iríamos a cabalgar —dije con cierta irritación. ¿Me había derretido en el traje de montar para nada?

—Así era —murmuró mi madre, frunciendo la frente mientras observaba la llegada del carruaje.

No creía que el señor Brougham, o quienquiera que estuviese en el carruaje, pudiese ver la sala a través de la ventana abierta, pero por las dudas, mantuve mi postura erguida en el sofá, levantando la cabeza levemente para poder observar los acontecimientos en la entrada principal.

El carruaje se detuvo y un caballero bajó de un salto, pero estaba de espaldas a la casa y no pude ver de él nada más que su altura (promedio) y su cabello (oscuro). Luego extendió la mano y ayudó a bajar a una dama.

¡Dulcie Brougham!

—¿Qué está haciendo ella aquí? —dije con indignación.

En cuanto Dulcie apoyó ambos pies en suelo firme, el caballero ayudó a descender a otra joven dama, y luego a otra. Y a otra.

—¿Ha traído a todas las hermanas Brougham? —preguntó mi madre.

—Eso parece.

—Creí que lo detestaban.

Sacudí la cabeza.

—Parece que no.

El motivo del cambio radical de opinión de las hermanas se dio a conocer un momento después, cuando Gunning anunció su llegada.

No sé qué aspecto tenía el primo Charles antes, pero ahora… bueno, baste decir que a cualquier dama le parecería apuesto. Su cabello era grueso y algo ondulado, e incluso desde el otro lado de la sala me di cuenta de que tenía unas pestañas kilométricas. Poseía una de esas bocas que siempre parecen estar a punto de sonreír. En mi opinión, el mejor tipo de boca que se puede tener.

No estoy diciendo que sintiera otra cosa más que un educado interés por él, pero las hermanas Brougham se desvivían por tomarlo del brazo.

—Dulcie —dijo mi madre, acercándose con una sonrisa de bienvenida—. Y Antonia. Y Sarah. —Respiró hondo—. Y también Cordelia. Qué agradable sorpresa que hayáis venido todas.

Que mi madre era una avezada anfitriona se reflejó en el hecho de que parecía estar encantada de verdad.

—No podíamos dejar que el querido primo Charles viniera solo —explicó Dulcie.

—Él no conoce el camino —agregó Antonia.

No podía ser un viaje más sencillo: solo había que cabalgar hasta el pueblo, doblar a la derecha en la iglesia y seguir recto poco más de un kilómetro y medio hasta nuestra casa.

Pero no dije nada. Sin embargo, observé al primo Charles con cierta compasión. No tenía que haber sido un viaje demasiado entretenido.

—Charles, querido —estaba diciendo Dulcie— te presento a lady Crane y a la señorita Amanda Crane.

Hice una reverencia, preguntándome si iba a tener que subirme a ese carruaje junto a todas ellas. Esperaba que no. Si afuera ya hacía calor, el interior sería sofocante.

Lady Crane, Amanda —continuó Dulcie—, os presento a mi querido primo Charles, el señor Farraday.

Ladeé la cabeza al oír eso. Mi madre tenía razón; no se apellidaba Brougham.

Cielo santo, ¿eso significaba que era pariente de la señora Brougham? El señor Brougham me parecía el más sensato de los dos.

El señor Farraday hizo una educada inclinación de cabeza y, durante un brevísimo instante, nuestros ojos se cruzaron.

Aquí debería aclarar que no soy una persona romántica. O al menos no creo que lo sea. Si lo fuera, habría viajado a Londres para la dichosa temporada. Me habría pasado los días leyendo poesía y las noches bailando, coqueteando y divirtiéndome.

Tampoco creo en el amor a primera vista. Incluso mis padres, que están más enamorados que cualquier pareja que conozca, me han dicho que no se quedaron prendados el uno del otro de inmediato.

Pero cuando mis ojos se posaron en los del señor Farraday…

Como he dicho, no fue amor a primera vista, porque no creo en esas cosas. En realidad, no fue nada a primera vista, pero hubo algo… una especie de comprensión compartida… cierto sentido del humor. No estoy segura de cómo describirlo.

Aunque si insistierais, supongo que diría que fue una sensación de complicidad. Como si ya lo conociera. Lo cual, por supuesto, era ridículo.

Pero no tan ridículo como sus primas, que parloteaban, se paseaban y revoloteaban a su alrededor. Obviamente habían decidido que el primo Charles ya no era una bestia, y que si alguien iba a casarse con él, sería una de ellas.

—Señor Farraday —dije. Tensé las comisuras de los labios, intentando reprimir una sonrisa.

—Señorita Crane —respondió él con la misma expresión. Se inclinó sobre mi mano y la besó, ante la consternación de Dulcie, que estaba justo a mi lado.

De nuevo debo insistir en que no soy una persona romántica. Pero cuando sus labios me rozaron la piel, sentí un cosquilleo en el estómago.

—Me temo que voy vestida para salir a cabalgar —le dije, señalando mi traje de montar.

—Eso veo.

Observé con cara de lástima a sus primas, que sin duda no estaban vestidas para ningún tipo de actividad física.

—Es un día tan hermoso —murmuré.

—Muchachas —dijo mi madre mirando directamente a las hermanas Brougham—. ¿Por qué no vienen conmigo mientras Amanda y vuestro primo van a cabalgar? Le prometí a vuestra madre que ella lo llevaría a conocer la zona.

Antonia abrió la boca para protestar, pero no era rival para Eloise Crane, y de hecho no le dio tiempo a emitir sonido alguno antes de que mi madre agregara:

—Oliver bajará pronto.

Con eso se conformaron. Las cuatro hermanas tomaron asiento en una pulcra fila sobre el sofá, de mayor a menor, con idénticas sonrisas en los rostros.

Casi sentí pena por Oliver.

—No he traído mi montura —dijo con pesar el señor Farraday.

—No importa —respondí—. Tenemos unos establos excelentes. Estoy segura de que encontraremos algo adecuado.

Salimos por la puerta de la sala, luego por la entrada principal de la casa, giramos en la esquina que daba al jardín trasero y luego…

El señor Farraday se apoyó en la pared y se echó a reír.

—Ah, gracias —dijo de corazón—. Gracias. Gracias.

No estaba segura de si debía fingir que no sabía a lo que se refería. No podía estar de acuerdo con él sin insultar a sus primas, cosa que no deseaba hacer. Como he mencionado, no me caen mal las hermanas Brougham, aunque esa tarde me parecieron algo ridículas.

—Dígame que sabe cabalgar —dijo él.

—Por supuesto.

Él hizo una señal hacia la casa.

—Ninguna de ellas sabe.

—No es cierto —respondí, confundida. Recordaba haberlas visto montadas a caballo en alguna ocasión.

—Saben sentarse en una montura —explicó él, con una chispa en los ojos que solo podía considerarse un desafío— pero no saben cabalgar.

—Ya veo —murmuré. Medité las opciones que tenía y dije—: Yo sí sé.

Él me miró, elevando una comisura de la boca. Sus ojos eran de un bonito tono verde musgo con pequeñas motas marrones. Una vez más tuve esa rara sensación de comunión.

Espero no parecer presuntuosa al decir que algunas cosas las hago muy bien. Sé disparar una pistola (aunque no un rifle, y no tan bien como mi madre, que es una experta tiradora). Sé sumar el doble de rápido que Oliver, siempre y cuando tenga pluma y papel. Sé pescar, nadar, y por encima de todo, sé cabalgar.

—Venga conmigo —dije, señalando los establos.

Él asintió y me alcanzó.

—Dígame, señorita Crane —manifestó él con un dejo de picardía en la voz—, ¿con qué la sobornaron para que estuviera presente esta tarde?

—¿Cree que su compañía no era suficiente recompensa?

—Usted no me conocía —señaló él.

—Es cierto. —Doblamos en la senda que daba a los establos, y me alegré al sentir que corría la brisa—. A decir verdad, mi madre me tendió una trampa.

—Admite que le tendieron una trampa —murmuró él—. Qué interesante.

—Usted no conoce a mi madre.

—No —aseguró él—. Estoy impresionado. La mayoría de las personas no lo confesaría.

—Como he dicho, no conoce a mi madre. —Me volví hacia él y sonreí—. Proviene de una familia con ocho hermanos. Superarla en cualquier tipo de estratagema es todo un triunfo.

Llegamos a los establos, pero me detuve antes de entrar.

—¿Y usted, señor Farraday? —pregunté—. ¿Con qué lo sobornaron para contar con su presencia esta tarde?

—También me engañaron —respondió él—. Me dijeron que me libraría de mis primas.

Solté un resoplido de risa ante el comentario. Inapropiado, sí, pero inevitable.

—Se cernieron sobre mí justo cuando salía —agregó con tono tétrico.

—Son de temer —dije con rostro inescrutable.

—Eran más numerosas que yo.

—Creí que no les caía bien —señalé.

—Yo también. —Apoyó las manos en las caderas—. Fue el único motivo por el que acepté venir de visita.

—¿Qué fue exactamente lo que les hizo cuando eran niñas? —quise saber.

—Mejor sería preguntar: ¿qué me hicieron ellas a mí?

Tuve el tino de no mencionar que él tenía ventaja por ser hombre. Cuatro niñas podían derrotar a un niño con facilidad. De pequeña me había peleado con Oliver incontables veces, y aunque él jamás lo admitiría, le gané la mayoría.

—¿Sapos? —pregunté, pensando en mis propias bromas de la infancia.

—Eso hacía yo —admitió con vergüenza.

—¿Peces muertos?

Él no respondió, pero su expresión dejó ver su culpa.

—¿Cuál de ellas? —pregunté, tratando de imaginar la cara de horror de Dulcie.

—Todas.

Contuve el aliento.

—¿Al mismo tiempo?

Él asintió.

Quedé impresionada. Supongo que a la mayoría de las damas no les parecería interesante ese tipo de cosas, pero siempre he tenido un inusual sentido del humor.

—¿Alguna vez hizo un espolvoreado de harina? —pregunté.

Él enarcó las cejas y se inclinó hacia adelante.

—Cuénteme más.

Entonces le hablé sobre mi madre, y cómo Oliver y yo habíamos intentado matarla de un susto antes de que se casara con mi padre. La verdad es que fuimos unos brutos. No solo niños traviesos, sino un peligro absoluto para la humanidad. Es un milagro que mi padre no nos enviara a un colegio internos. Nuestra proeza más memorable fue cuando pusimos un cubo de harina sobre la puerta de su dormitorio, para espolvorearla con ella cuando saliera al pasillo.

El problema fue que llenamos el cubo con demasiada harina, así que, más que espolvorearla, recibió una avalancha.

Además, no contamos con que el cubo le golpearía la cabeza.

Cuando dije que la llegada de mi madre actual a nuestras vidas nos había salvado a todos, fue algo literal. Oliver y yo pedíamos atención a gritos, y nuestro padre, tan encantador como es ahora, no sabía cómo controlarnos.

Conté todo esto al señor Farraday. Fue algo muy raro. No sé por qué hablé tanto tiempo y le dije tantas cosas. Creí que porque él era una de esas personas que sabe escuchar, pero luego me explicó que no, que en realidad se le daba fatal escuchar y que solía interrumpir cada dos por tres.

Sin embargo, conmigo no lo hizo. Él escuchó y yo hablé, y luego yo escuché y él habló; me habló sobre su hermano Ian, sobre su aspecto angelical y sus modales de caballero. Me contó que todo el mundo lo idolatraba, aunque Charles es el mayor. Y cómo, a pesar de eso, nunca pudo odiarlo porque, al fin y al cabo, Ian era un buen chico.

—¿Todavía quieres ir a cabalgar? —le pregunté cuando observé que el sol ya había empezado a descender en el cielo. No sabía cuánto tiempo habíamos estado allí de pie, hablando y escuchando, escuchando y hablando.

Para mi sorpresa, Charles respondió que no, que prefería seguir caminando.

Y eso hicimos.

Al final del día, todavía hacía calor, así que, después de cenar, salí al jardín. El sol se había hundido en el horizonte, pero aún no había oscurecido por completo. Me senté en los escalones del patio trasero, de cara al oeste para poder observar los últimos destellos de luz diurna cambiando de color: de lavanda a púrpura y luego a negro.

Me encanta esa hora de la noche.

Me quedé allí sentada un buen rato, el suficiente para ver como empezaban a aparecer las estrellas, hasta que me vi obligada a abrazarme para entrar en calor. No había llevado chal. Supongo que no pensé que me quedaría sentada afuera tanto tiempo. Estaba a punto de regresar cuando oí que alguien se acercaba.

Era mi padre, que volvía a casa desde el invernadero. Llevaba un farol y tenía las manos sucias. Por alguna extraña razón, verlo así hizo que volviera a sentirme como una niña. Era un hombre grande como un oso, e incluso antes de casarse con Eloise, cuando parecía que no sabía qué decir a sus propios hijos, siempre había conseguido que me sintiera segura. Era mi padre y me protegía. Él no necesitaba decirlo, yo lo sabía.

—Es tarde para que estés fuera —dijo. Se sentó a mi lado, apoyó el farol y se sacudió el polvo de los pantalones de trabajo con las manos.

—Solo estaba pensando —respondí.

Él asintió, luego apoyó los codos en los muslos y alzó la mirada al cielo.

—¿Has visto alguna estrella fugaz esta noche?

Sacudí la cabeza, aunque él no me estaba mirando.

—No.

—¿Necesitas una?

Sonreí para mis adentros. Era su forma de preguntarme si quería pedir algún deseo. Cuando era pequeña, solíamos pedir deseos a las estrellas juntos; no sé por qué dejamos de hacerlo.

—No —respondí. Estaba sumida en un estado introspectivo, pensando en Charles y preguntándome qué significaba el hecho de haber pasado toda la tarde con él y las ganas que tenía de verlo mañana. Pero no tenía la sensación de que necesitara que se me otorgara ningún deseo. Al menos, no por ahora.

—Yo siempre tengo deseos —observó su padre.

—¿De verdad? —Me volví a él y ladeé la cabeza para observar su perfil. Sé que mi padre era tremendamente infeliz antes de conocer a mi actual madre, pero todo eso había quedado muy atrás. Si alguien tenía una vida feliz y completa, ese era él.

—¿Qué deseas? —le pregunté.

—Sobre todo, salud y felicidad para mis hijos.

—Eso no cuenta —dije, sintiendo la sonrisa que asomaba a mis labios.

—Ah, ¿crees que no? —Me miró. Sus ojos brillaron divertidos—. Te aseguro que es en lo primero que pienso cuando me levanto, y en lo último antes de irme a dormir.

—¿De verdad?

—Tengo cinco hijos, Amanda, todos sanos y fuertes. Y hasta donde sé, todos sois felices. Lo más seguro es que solo haya sido cuestión de suerte que hayáis salido tan bien, pero no tentaré al destino deseando otra cosa.

Pensé en sus palabras durante un momento. Nunca se me había ocurrido desear algo que ya tenía.

—¿Da miedo ser padre? —pregunté.

—Es lo más aterrador del mundo.

No sé qué pensaba que iba a decir, pero no eso. Entonces me di cuenta de que me hablaba como adulta. No sé si ya lo había hecho antes. Seguía siendo mi padre, y yo su hija, pero yo había cruzado algún umbral misterioso.

Fue emocionante y triste al mismo tiempo.

Permanecimos sentados uno al lado del otro algunos minutos más, señalando constelaciones, sin decir nada importante. Entonces, justo cuando me disponía a volver a casa, dijo:

—Tu madre me ha contado que has recibido la visita de un caballero esta tarde.

—Y de sus cuatro primas —bromeé.

Él me miró enarcando las cejas; una reprimenda silenciosa por quitarle importancia al asunto.

—Sí —respondí—. Así ha sido.

—¿Te ha gustado?

—Sí. —Sentí que me volvía más ligera, como si tuviera burbujas en el vientre—. Me ha gustado.

Él asimiló mis palabras y luego dijo:

—Tendré que conseguir un palo muy grande.

—¿Qué?

—Solía decir a tu madre que, cuando tuvieras edad suficiente para que te cortejaran, tendría que espantar a los caballeros.

El comentario me pareció casi dulce.

—¿De verdad?

—Bueno, no cuando eras muy pequeña. Entonces eras una pesadilla y temía que nadie te quisiera.

—¡Papá!

Él rio por lo bajo.

—No digas que no sabes que es cierto.

No pude contradecirlo.

—Pero cuando fuiste un poco mayor y empecé a ver las primeras señales de la mujer en la que te convertirías… —Suspiró—. Cielo santo, si alguna vez me dio miedo ser padre…

—¿Y ahora?

Él reflexionó un momento.

—Supongo que ahora solo espero haberte criado lo suficientemente bien como para que tomes decisiones sensatas. —Hizo una pausa—. Y, por supuesto, si alguien piensa siquiera en tratarte mal, tendré a mano ese palo.

Sonreí, y luego me acerqué un poco a él para poder apoyar la cabeza sobre su hombro.

—Te quiero, papá.

—Yo también te quiero, Amanda. —Se volvió y besó la parte superior de mi cabeza—. Mucho.

Por cierto, me casé con Charles, y mi padre jamás tuvo que recurrir al palo. La boda fue seis meses más tarde, después de un noviazgo adecuado y de un compromiso algo menos decoroso. Sin embargo, no voy a escribir sobre ninguno de los acontecimientos que llevaron a que el compromiso fuera indecoroso.

Mi madre insistió en darme una charla prematrimonial, pero esta tuvo lugar la noche anterior a la boda, cuando la información ya no era muy oportuna, pero no dije nada. Sin embargo, tuve la impresión de que ella y mi padre también se habían anticipado a sus votos matrimoniales. Me quedé estupefacta. Impresionada. No me parecía algo propio de ellos. Ahora que he experimentado el aspecto físico del amor, solo pensar que mis padres…

Es demasiado para soportar.

La casa de la familia de Charles está en Dorset, bastante cerca del mar, pero como su padre todavía vive, hemos alquilado una casa en Somerset, a medio camino entre su familia y la mía. A Charles le disgusta la ciudad tanto como a mí. Está pensando en emprender un programa de cría de caballos; algo muy raro, pero por lo visto el cultivo de plantas y la cría de animales no son muy diferentes. Él y mi padre se han hecho grandes amigos, y eso es maravilloso, excepto que ahora mi padre viene de visita bastante a menudo.

Nuestra nueva casa no es grande y los dormitorios están cerca los unos de los otros. Charles ha inventado un nuevo juego llamado: «Vamos a ver si Amanda puede quedarse callada».

Entonces se dedica a hacer todo tipo de travesuras conmigo… ¡mientras mi padre duerme al otro lado del pasillo!

Es un demonio, pero lo adoro. No puedo evitarlo, sobre todo cuando…

Un momento, no iba a escribir sobre ninguna de esas cosas, ¿verdad?

Solo me limitaré a decir que tengo una sonrisa de oreja a oreja mientras lo recuerdo.

Y que eso no estuvo incluido en la charla prematrimonial de mi madre.

Supongo que debería confesar que anoche perdí el juego. No me quedé para nada callada.

Mi padre no dijo ni una palabra. Pero partió inesperadamente esa tarde por algún tipo de emergencia botánica.

No me consta que las plantas tengan emergencias, pero apenas se fue, Charles insistió en revisar nuestras rosas para ver si tenían el mismo problema que mi padre había dicho que tenían las suyas.

Sin embargo, por algún motivo, quiso revisar las rosas que ya estaban cortadas y dispuestas en un jarrón de nuestra habitación.

—Vamos a jugar a algo nuevo —susurró en mi oído—. «Vamos a ver cuánto ruido puede hacer Amanda».

—¿Qué tengo que hacer para ganar? —pregunté—. ¿Y cuál es el premio?

Puedo ser muy competitiva, y él también, pero os aseguro que ambos ganamos.

Y el premio fue absolutamente maravilloso.

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