Breve historia de Roma

Breve historia de Roma


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Nescire autem quid ante quam natus sis acciderit, id est semper esse puerum.

Cicerón

Está en la mente de todos y por todos es conocido, pero no por ello el aserto ciceroniano que preside estas líneas («Desconocer el pasado es ser siempre un niño») pierde validez para hacer de pórtico a esta Breve historia de Roma. La historia de Roma es, en realidad, la historia de la «civilización histórica» por excelencia, de la civilización que más ha marcado la cultura occidental y, desde luego, de la que más se obstinó por garantizar la perennidad de sus acciones preservando aquellas de la voracidad del tiempo y del olvido. Y lo hizo, además, a través de una praxis historiográfica ejercida como nadie había hecho antes en la Antigüedad, praxis que es, en buena parte, responsable del excelente conocimiento —en algunas épocas casi cotidiano— que los historiadores tenemos hoy de su pasado, conocimiento que permite que tantos investigadores nos desvelemos por esa civilización. Seguramente por ello, Cicerón, en medio de una de las épocas cruciales y más apasionantes de la historia de Roma, se atrevió a afirmar que el buen orador, el excelente y equilibrado político, debía conocer la historia para alcanzar la madurez que exigía su vocación de servicio ciudadano a un Estado que hizo de la política arte de servir. Tal vez su recomendación nos alcanza ya hoy a todos, que estamos condenados a errar en el futuro si no aprendemos de las equivocaciones —y de los aciertos— del pasado y en eso Roma es, desde luego, una auténtica lux ueritatis («luz de la verdad»), como el propio Cicerón decía respecto de la actividad histórica. Es por ello que, para quienes tenemos la fortuna de dedicarnos a la docencia universitaria en materias relativas a la apasionante historia romana —ejercicio en el que, en cierto modo, actuamos como transmisores a las generaciones futuras de todo el evocador poder de la cultura romana— y somos, además, víctimas impenitentes de las artes de seducción de dicho pueblo —ya vaticinadas, según la Eneida, por un conocido y «eterno» oráculo que siempre resulta sorprendente redescubrir y valorar—, prologar un nuevo compendio de historia de Roma —como el que el lector tiene en sus manos— resulta un ejercicio siempre feliz y grato pero, también, siempre exigente. Feliz porque una nueva obra de este estilo es una nueva oportunidad para que miles de lectores se reencuentren con el mundo clásico; grato porque no existen dos historias de Roma idénticas —ya que cada autor añade a ellas todo el bagaje que soporta su práctica historiográfica—, y exigente porque, en realidad, pocas palabras pueden hacer de pórtico a uno de los procesos políticos más apasionantes que ha conocido nuestro mundo: aquel por el que una sencilla aldea ubicada a orillas del río Tíber se convirtió en la garante de la unidad política, económica, cultural y social mayor y más duradera que el mundo haya conocido nunca, tan fascinante, además, como para ser reiteradamente «imitada» —cierto que sin éxito, lo que es prueba también de su grandeza— en muchas ocasiones a través de los tiempos.

Y, precisamente, como documentada síntesis que es —no podía ser de otro modo dada la extraordinaria capacidad divulgativa y el rigor que atesoran siempre los escritos de su autor, el doctor Miguel Ángel Novillo López—, las páginas que siguen constituyen un sugerente relato de esa aventura, del proceso por el que —fruto del singular e inaudito desarrollo de diversas civilizaciones forjadas desde el Bronce Final y la Primera Edad del Hierro en el norte de Italia— la cultura romana emergió en el centro de un amplio marco de influencias que incluían las helénicas y las indoeuropeas aderezadas por las fuertes tradiciones locales y que, en un espacio acrisolado por el contacto intercultural, cristalizaron en civilizaciones como la latina o la etrusca, de las que Roma es claramente heredera. A partir de esos genuinos aportes culturales y siguiendo un proceso —no se olvide que contemporáneo y semejante al que explica el surgir de otras grandes ciudades antiguas como Atenas o Esparta—, Roma se convirtió primero en indiscutible dueña del espacio itálico —sacudiéndose el dominio etrusco, tras la «traumática» aventura de la Monarquía (753-509 a. C.)—, pasando después —a través de un proceso sin precedentes que era ya una realidad a finales del siglo III a. C., en el que la originalidad de su sistema político y el concurso de un eficacísimo ejército desempeñaron un rol decisivo— a ser la auténtica «señora del Mare Nostrum», por tomar una expresión de uno de los capítulos clave de la historia de Roma tal como se presenta en este libro. Precisamente, ese tremendo y en parte vertiginoso cambio que en apenas trescientos años llevó a Roma a pasar de ser la Vrbs por excelencia en el Occidente mediterráneo a, sin dejar de ser «la ciudad», convertirse en la gestora de un orbis Romanus que, en algunos momentos, pareció no tener límites, sería el que motivaría —entre el 133 y el 30 a. C.— uno de los más atractivos y seductores giros políticos que haya conocido la historia constitucional de todos los tiempos: el de un Estado capaz de pasar de un sistema marcadamente republicano y aristocrático controlado por el Senado a un sistema monárquico —diferente al de la vieja monarquía de cuño etrusco— de carácter unipersonal pero presentado bajo la apariencia de que la vieja constitución romana no se había alterado pese a tamaño giro político. Si alguien inventó el marketing político, ese fue Augusto, y con él, toda Roma.

Una pericia política curtida en el secular y nunca inconcluso conflicto social entre aristócratas (patricios) y trabajadores (plebeyos) —que se agudizó aún más si cabe en los años de la expansión romana por el Mediterráneo—, una efectividad militar que exaltaba hasta límites antes desconocidos —y no sin problemas, pues no se olvide que Roma, hasta las reformas de Mario en la década de los noventa del siglo I a. C., articuló su expansión sobre la base del reclutamiento ciudadano—, conceptos entonces vanguardistas como los de «ciudadanía» o «patriotismo», una sin par competencia para la integración cultural, la gestión de la diversidad y el sincretismo globalizador —capaz de convertir la cultura romana en objeto de intercambio con el que, además, legitimar la recepción de costumbres y ritos de los pueblos conquistados debidamente tamizados bajo la consuetudo romana y a partir del que censurar como bárbaras las prácticas del «extranjero» que no admitían dicha romanización— y, sobre todo, una capacidad de administración que, casi desde el siglo IV a. C., supo combinar como nunca hasta entonces los conceptos de centralización y autonomía local; todos estos son algunos de los elementos clave de la praxis política romana. Todos esos elementos obraron la transformación del viejo Estado republicano, de esa res publica opressa que el autor retrata en sus hitos clave en el capítulo séptimo de este trabajo —y cuyas instituciones, aunque eficaces, se fueron revelando obsoletas durante los siglos II y I a. C. casi al ritmo con que Roma acogía incontables ceremonias triunfales de sus generales—, en uno de los sistemas imperiales más perfectos que haya conocido la historia.

Como pone de relieve el doctor Novillo López en esta excelente Breve historia de Roma —una referencia más, clave, sin duda, de la ya generosa colección de síntesis históricas editada por Nowtilus, muy recomendable—, la armonización entre las viejas instituciones republicanas y los resortes de control y de integración propios de una estructura imperialista garantizaron, junto a una hasta entonces impensable dinamización del modelo urbano, la supervivencia de las estructuras romanas incluso más allá de episodios en los que algunos de sus supuestos elementos identitarios primigenios —como el paganismo o la vida urbana— se perdieron y, desde luego, más allá de los trágicos y apocalípticos momentos descritos por los apologistas cristianos, aquellos en que los pueblos del otro lado del limes penetraron en el antes infranqueable y bien defendido suelo romano. Como también se subraya en las páginas que siguen, la vigencia —institucional, política y, desde luego, cultural— del sistema romano sobrevivió a esa profunda transformación vivida por Roma a partir del siglo III d. C., y agudizada durante los siglos IV y V d. C. a partir de las reformas de Diocleciano y de Constantino, tanto que hoy forma parte de la communis opinio de la mayor parte de los historiadores que los primeros siglos medievales se debatieron entre la administración y la libre interpretación, y apropiación, del legado romano que, en realidad, nos sigue interpelando —y lo seguirá haciendo, a buen seguro— en cada momento.

Vivimos tiempos de dificultades, de transformaciones, de replanteamiento de viejas preguntas y de revisión, incluso, de nuestros más esenciales elementos identitarios, sociales, económicos y políticos: nihil nouum sub sole («nada nuevo bajo el sol»). Como afirmaba Cicerón —con quien abríamos estas líneas—, mirar al pasado —como tanto le gustaba hacer a la aristocracia romana en un hábito muy arraigado en su sociedad y tal vez también clave de su grandeza— y, en este caso, a la historia de Roma nos otorgará un repertorio de hechos y de acciones memorables en los que, seguro, aprenderemos cómo una civilización, para sobrevivir, debe reinventarse a sí misma al ritmo de los acontecimientos y refundarse, incluso, sucesivas veces sin perder los que son sus elementos más característicos. A través de las páginas que siguen —escritas por la hábil, experimentada y bien documentada pluma del doctor Novillo López, formado en las lides investigadoras en la prestigiosa escuela del Departamento de Historia Antigua de la Universidad Complutense de Madrid y de la mano del doctor Julio Mangas—, el lector descubrirá, seguro, guiños del pasado al presente e intuirá, si está atento, de qué modo la historia de la más grande civilización de todos los tiempos nos sigue sugiriendo claves para entender el presente, el pasado y, desde luego, el futuro de una cultura que hoy no se explica sin aquella. Resta ahora descubrir al lector si el imperium sine fine que los dioses vaticinaban para Roma en el libro primero de la Eneida es o no real y si no es cierto que la mayor potencia de la Antigüedad sigue siendo un referente inspirador para los tiempos actuales.

Javier Andreu PintadoUniversidad Nacional de Educación a Distancia (UNED)

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