Brasil

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24. Otra vez el campamento

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24. Otra vez el campamento

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Otra vez el campamento

Durante los diecisiete días que duró el regreso, a través de la selva que les prodigaba sus frutas maduras y frutos secos, y cuyos tenues senderos las dos mujeres rastreaban en una penumbra verde entre gritos de monos y papagayos, de tucanes vociferantes con sus picos extravagantemente grandes, y faisanes sibilantes de curiosas alas con zarpas, la criada india se mostró temblorosamente afectuosa apretando a una negra y ágil Isabel contra su pecho con nuevo furor, un furor nacido del presentimiento.

Ianopamoko parecía haberse vuelto más pequeña, más frágil, más melancólicamente femenina, con sus agraciados miembros cimbreantes y su torso pardo sin cintura. En algunos momentos Isabel se hartaba de hacer el papel de hombre, aunque encontraba cierto regocijo en ser con toda evidencia la más fuerte y en adelantarse a pasos largos, incansable en su nueva piel, mientras blandía una lanza larga y ligera que los miembros de la tribu de la mesa le habían dado como regalo de despedida, mientras Ianopamoko la seguía rezagada, con sus pocas pertenencias y raciones de alimentos en una cesta cargada a la espalda.

Después del decimosexto día, cuando llegaron a su río, el campamento de los bandeirantes en la otra orilla estaba ominosamente quieto y callado. Donde antes había habido albergues, sólo se veían unas pocas ruinas a través del follaje, con los postes de los cimientos chamuscados. Ya estaba bien entrada la tarde y en breve caería la oscuridad. Una sola antorcha se meneaba atrás y adelante en la penumbra, y flotaron uno o dos gritos a través del río que fluía en silencio. La pequeña piragua que habían robado para escapar seguía donde la habían escondido, en un matorral de palmas bajas; Ianopamoko, recuperando el liderazgo, insistió en que fueran a la deriva aguas abajo, hasta más allá de donde acababan los campos cultivados, para cruzar por allí. Después, por la mañana, ella se arrastraría por los campos y haría un reconocimiento. Isabel debía quedarse atrás.

—Mi gente me protegerá. Ellos me conocen, pero no te reconocerían a ti.

—Pero Antônio se pondrá furioso contigo por haber escapado. Yo tenía pensado protegerte, defenderte de él. —Su plan consistía en explicar la visita al chamán como un intento por aliviar la idiotez del hijo de ambos, y en los días siguientes fingir que detectaba señales de inteligencia y energía.

Ianopamoko le tocó el brazo, que recorrió con los dedos, para recordarle su piel.

—Mi queridísima ama, sospecho que ahora no tendría ningún peso una defensa de tu parte. No olvides cuánto ha cambiado tu exterior. Lo primero que se les ocurrirá al verte, será hacerte su esclava o matarte por si fueras un demonio. Lo que no comprenden los comedores de entrañas de armadillo es su necesidad de matar. La estrechez de su universo cristiano es lo que les da tan fabuloso celo y potencia. Esta noche dormiremos juntas y luego, a primera hora de la mañana, iré a ver qué ha ocurrido en el campamento. —La ternura de la criada de color sepia, con sus propios dibujos entretejidos de encaje pintado desvaídos por el largo viaje, se paseó por el cuerpo de Isabel toda la noche, a la manera en que una suave lluvia tamborilea entre las hojas.

Cuando Isabel despertó, se encontró cubierta de rocío; Ianopamoko ya se había ido. A media mañana aún no había regresado. Isabel se arrastró con cautela, empuñando la lanza, por los bordes de los campos de mandioca y judías negras hasta rodear el sitio en que antes se alzaba la choza comunal y donde ahora sólo había cenizas y carbón, hojas de palmas y calabazas dispersas, sumados al revoloteante hedor dulzón de la muerte. Varios cadáveres de indios, cortados por espadas y desgarrados por animales, llevaban en el suelo el tiempo suficiente para parecer escasamente humanos, secos como el charque; en la tierra apisonada y barrida, entre el pabellón comunal y la casa de Antônio, Isabel descubrió el cadáver reciente de Ianopamoko, con sus brazos delgados separados del torso. El lago rojo en que yacía el cuerpo desmembrado aún estaba parcialmente líquido: un hibisco colorado de corazón abierto, enrojecido por el reflejo del cielo. ¿Quién iba a decir que el cuerpecillo de Ianopamoko contuviera tanta sangre? Una nube arremolinada de jejenes y abejas lameojos —un triunfal zumbido en masa, resonante como un cántico— se alimentaba en el lago que iba coagulándose; los insectos se elevaban y volvían a posarse en las delicadas facciones chatas de Ianopamoko, incluidos sus ojos abiertos, con diseños de encaje en permanente cambio.

—¡Por todos los prodigios de Dios, una negrita! —atronó en portugués un arcaico tono de barítono. Ella se volvió y vio a José Peixoto; con la cara frenética, sin la protección de un sombrero y quemada por el sol, el hombre se acercaba a ella con un sable en la mano. Su curioso peto acolchado se caía en pedazos, escupiendo fragmentos de algodón asargado; por las experiencias recientes el hombre había adelgazado y envejecido lo suficiente como para parecerse a su hermano mayor. Isabel levantó la lanza pero él se la partió en dos con el sable, tan cerca de su cara que sintió la agitación del aire—. ¿Cómo has llegado aquí? ¿Eres otra cómplice de la traición de mi asqueroso hermano? Negra como la leche de los hotentotes, aunque con ojos de un claro azul misterioso. ¡Diabla, hay algo distinguido y familiar en tu mirada! ¡Desvergonzada! Merda! ¡Hemos sableado y sableado a los indios de mierda, pero siguen llegando…, han soltado entre nosotros a los demonios del infierno, aunque sólo buscamos el eterno bienestar de esos bagres condenados por Dios! —Isabel comprendió que José estaba borracho de fatiga y desesperación, si no de cachaça. La sangre de su madre carijó no había sido suficiente para defenderlo de los terrores del desierto enfrentados a solas. Musitaba como alguien para quien se ha levantado un hechizo dejando al descubierto otro más espantoso. Enfocó su legañosa mirada en Isabel y tomó una decisión—: Negrinha, podrías proporcionarme muchos milreis en Bahía, pero todo ser vivo se ha convertido en mi enemigo. Aunque antes de despejar mi cabeza y resolver qué haré contigo, servirás tan bien como cualquiera para aliviar una entrepierna dolorida. —José levantó más aún el pesado sable en la mano derecha y con la izquierda buscó a tientas la hebilla que cerraba sus pantalones de montar de cuero.

Isabel intentó hablar pero el terror le estranguló la tráquea. Una fetidez letal manaba de la boca de José mientras se acercaba y le aseguraba:

—Te juro por la dulce Madre de Cristo que si haces un solo movimiento te cercenaré los brazos para calmarte, como hice con esa otra bruja. ¡Te irás al Infierno con el coño rebosante al menos y darás a luz a un robusto cristiano para que se pedorree en la cara de Satanás!

Con el corazón palpitante y a punto de romper su frágil jaula, Isabel permaneció indecisa entre someterse para luego escapar en el momento probable de la relajación, o tratar de huir ahora, bajo la sombra del sable de José que, pesado como un machete, tardaría un instante en caer. La bestia ya había destrabado la hebilla y expuesto un trocito de sucia carne gris, regordeta y corta como la del pobre Salomão, muy lejos de estar en erección. Un parpadeo de desconcierto atravesó el rostro asesino del hombre.

—¡Chúpala, basura! —exclamó.

Sus genitales despedían un penetrante olor a queso ranció. Isabel se disponía a hincarse, pero antes de que sus temblorosas rodillas aceptaran la orden del cerebro, apareció detrás de José un blanco alto y barbudo que con un veloz silbido de aire y un crujiente choque de huesos partidos enterró una herramienta de mango largo en el cráneo del bandeirante. José cayó a los pies de Isabel, manoteando en una última convulsión como un pez cogido en un anzuelo sobre la arena. Ella reconoció el arma que lo había asesinado como la azuela oxidada utilizada para ahuecar canoas, pero su pálido salvador de cuerpo esbelto era un desconocido, frente ancha y melancólicos ojos castaños. ¿O no? Tenía la barba espesa pero sus labios, detrás, poseían una decidida tendencia tristona que ella conocía muy bien.

—Tristão —exclamó entre dientes.

En un intento por no desmayarse, Isabel cayó de rodillas. El hombre blanco dijo:

—Detestable pelandusca negra…, pensabas mamársela a ese cabrón.

La abofeteó duramente, por lo que ella cayó en la arena junto al cadáver del bandeirante. A centímetros de sus ojos, los sesos purpurinos de José, apelmazados como un budín de arroz empapado en jugo de remolacha, goteaban desde la horrenda hendidura de su cráneo. Tenía las pupilas hacia lo alto, como el crucifijo que colgaba encima de la cama de Antônio. Las moscas ya se apiñaban en cuanto se posaban, sus pequeñas cabezas rotatorias oscilaban afanosamente bebiendo el líquido indefenso del cadáver fresco.

Deshecha por extremas tensiones emocionales —asco, pánico, asombro, alivio—, Isabel se echó a llorar. Sentía la mirada del otro sobre ella, tal como la noche anterior había sentido las caricias de Ianopamoko, al estilo de una llovizna.

—¿Cómo conocías mi nombre? —La voz del amado se había vuelto levemente más alta, menos granulosa y melodiosa, con la descuidada monotonía de una voz blanca que espera ser escuchada. Ahora intentó disculparse por el bofetón—. Someterte a la vileza de esa bestia sólo habría significado para ti cinco minutos más de vida en el mejor de los casos. Es preferible morir sin mácula. ¿Cuándo aprenderéis los negros un poco de orgullo? La criada india prefirió escupirle la cara a someterse.

Isabel dejó de llorar y fijó una mirada acusadora en ese hombre.

—¿Cómo es posible que no me conozcas, Tristão? Dejé que me hicieran negra para que tú pudieras ser blanco. Lo hizo un chamán, muy lejos hacia el oeste, donde se ven montañas con las cumbres heladas.

Tristão se acuclilló ante ella con el ñame abultado entre las piernas de los shorts andrajosos, los viejos pantaloncitos de baño, y le tocó el cabello, el hombro lustroso, el hueco de la cintura, los flancos largos y tersos, los muslos musculosos.

—¿Isabel? ¿Eres tú? —Tristão exploró con yemas temblorosas los labios llenos vueltos de dentro afuera, sus extraños bordes dobles, y el surco vertical en el centro del regordete labio superior, con sus tiernos capullos y el tinte violeta—. Eres tú. Son tus ojos.

Ella sintió en la oscuridad de su cráneo —ese teatro del espíritu, apenas un budín de arroz sanguinolento— que las lágrimas cálidas pugnaban por salir otra vez.

—¿Son mis ojos lo único que queda para tu amor? Mis viejos ojos fríos. Pero así sea, Tristão. No me ames, úsame. Seré tu esclava. Ya has empezado a pegarme. Ya eres demasiado orgulloso, demasiado quisquilloso para besarme en la boca. Cuando yo tenía tu color y tú el mío, cuando sólo eras un golfillo callejero, un miserable moleque, te llevé al apartamento de mi tío, donde había objetos más costosos que todos los que habías visto en tu vida juntos, hasta el punto en que tus ojos se desorbitaban como platillos, y te entregué mi sangre de virgen, aunque me dolió, me dolió espantosamente, nunca te dije cuánto me dolió aquel día. La tenías demasiado grande y fuiste brusco.

—No quería serlo, pero se impuso la inocencia de la torpeza.

Estas palabras sonaron tan sinceras que Isabel se sintió impulsada a ceder:

—Tal vez sólo fuiste tan rudo como debías.

—Nos entregamos el uno al otro —dijo él—. Nos dimos todo lo que teníamos para dar. A propósito, ¿dónde está el anillo con el sello DAR?

—Fue el precio que me pidió el chamán para convertirte en blanco y que dejaras de ser esclavo.

Aunque había actuado desinteresadamente, Isabel tuvo miedo al decírselo. Tristão repitió, como si no pudiera creerlo:

—Has regalado el anillo con el que nos comprometimos.

—No lo regalé, lo cambié por tu vida. Aquí tu negritud te había convertido en un esclavo, y con anterioridad había despertado la enemistad de mis tutores.

Tristão reflexionó, mesándose la rubia barba.

—Tienes razón, queridísima. Has hecho muy bien.

Alargó la mano y la ayudó a levantarse de la tierra arenosa donde la cabeza de José, como una calabaza partida, chorreaba su jugoso contenido atrayendo centenares, millares, de zumbantes abejas lameojos, moscas pium, los alados chupasangres llamados borrachudos y jejenes pequeños como granos de pólvora. Isabel y Tristão se apartaron de la sedienta nube urticante para sentarse juntos en lo que había sido el porche de la casa de Antônio.

—Deja que te cuente mi historia. Ha sido todo muy extraño —empezó a decir él, pero ya había herido el orgullo de Isabel.

—Adelante. Pégame otra vez por desprenderme de tu anillo. Córtame los brazos, como hizo el repelente José con mi querida Ianopamoko, la única persona amiga con que he contado. Tú nunca has sido un amigo, sólo fuiste un hombre, y, en realidad, un hombre nunca puede ser amigo de una mujer. Ella me enseñó qué era el amor. Tú sólo me enseñaste qué era la esclavitud. Golpéame, abandóname. Estoy harta de ti, Tristão. Nuestro amor nos ha hecho vivir demasiados avatares.

El sonrió, con esa expresión en sus labios delgados del blanco seguro de sí mismo e incluso se rió de ella, ligeramente.

—Paparruchas, Isabel. Tú me amas. Estamos destinados el uno al otro, apenas existimos fuera de nuestro amor, sin el que sólo somos animales con un nacimiento, una muerte y un miedo constante entre medio. Nuestro amor nos ha elevado sacándonos del horror del simple vivir. —Le cogió la mano y ella sintió que su propio pulso amainaba deliciosamente con los ritmos de la voz de Tristão—. Día tras día, hasta siete, el color negro fue borrándose en mí y yo ignoraba por qué. Primero me volví gris y después blanco, como si nunca hubiese visto el sol. Ese viejo tonto de tu presunto marido, Antônio Peixoto, se lo adjudicó a una de las enfermedades que siempre matan a los esclavos que capturan. Pero luego, al ver que mi salud no se alteraba en lo más mínimo y que por superstición los otros asesinos blancos me quitaron los grilletes, supersticiosamente también se volvió contra ellos y dijo que el hecho de que yo me hubiese transformado en un cristiano era una señal de Dios para que levantaran el campamento y siguieran la marcha. José planteó objeciones, dijo que la mandioca y los boniatos aún no habían sido cosechados, que las canoas aún no estaban armadas, pero Antônio lo tildó de hereje y rebelde con el buen rey João por dudar de esta señal milagrosa llegada desde lo alto. Mi transfiguración era señal de que encontrarían el reino del oro, gobernado por el hombre dorado, o dourado. Los otros tomaron partido por su líder y exigieron seguir adelante; dado que sólo había piraguas suficientes para muy pocos de sus acompañantes indios, mataron a las mujeres y a los niños e incendiaron las chozas. Durante la matanza, fingí unirme a ellos persiguiendo a una caduvea que se había adentrado en el bosque, pero allí me escondí y vigilé desde cierta distancia. Probablemente hacía tiempo que se gestaban problemas entre ambos, y ahora José había ofendido al hermano con sus dudas, porque Antônio ordenó a los demás que le vendaran los ojos y lo abandonaran en un paraje plagado de hormigueros. Como ya has visto, volvió completamente enajenado. Estos últimos días lo observé rabiar y saquear, y en varias ocasiones me pregunté, ya que ahora soy de su mismo color, si no podríamos unimos para escapar del Mato Grosso; pero hoy me forzó la mano. Algo me decía que te salvara, aunque a lo lejos sólo eras una sombra que avanzaba penosamente.

—¿Y mi hijo Salomão? —preguntó Isabel, incapaz de superar cierta timidez ante este Tristão blanco y ahora locuaz, aunque al mismo tiempo su propia identidad nueva la dotaba, en un reducto interior que aún no había empezado a explorar, de otro tipo de perspectiva. Su antigua ventaja en el mundo exterior había sido sustituida por una muda fortaleza íntima o una seguridad susceptible de paladearse como un condimento que vuelve sabrosa una comida insípida.

Fue evidente que el tema de Salomão fastidiaba y desconcertaba a ese hombre, exaltado como estaba por su reciente logro. Siempre había habido reservas en la expresión de Tristão, pero ahora eran las reservas del futuro, un futuro tan relacionado con este derruido campamento empapado en sangre como una mansión con una choza.

—Antônio se lo llevó —dijo—. Preso de su fanatismo, está convencido de que el pobre crío es una especie de santo que lo conducirá al Paraíso a pesar de todos sus pecados. Salomão no mejoró con los cuidados de Takwame y sus hijas, pero tampoco murió. Sin embargo temo por el destino de toda la expedición, Isabel. No llegarán muy lejos por el río; los indios me habían enseñado la manera de tallar el fondo de las canoas lo suficientemente delgado como para que en breve empezaran a hacer agua. Nunca llegarán al Madeira.

—Al menos en esas canoas —replicó ella, confiriendo a su hijo desaparecido, un error de la carne que apenas se aferraba a la vida, la fabulosa resistencia de los bandeirantes que, como había aprendido en la escuela de monjas, siempre regresaban de viajes inverosímiles. Por su hijito con cara de coágulo Isabel procuró evocar un duelo maternal, una tímida efusión de sentimientos, pero sólo produjo el estricto alivio retorcido de que ya no estaba en sus manos, sin que ella tuviera la culpa. Era libre de concentrarse en el ser amado que tenía enfrente. Lo había atraído y retenido en el estrépito de la vida civilizada. Ahora gozaba de la majestuosa soledad en la que volver a ganarlo, mediante una nueva magia o una nueva coloración.

Tristão se hizo cargo de la situación como nunca lo había hecho antes. Daba la impresión de que su cerebro, ahora que tenía la piel blanca, se había convertido en una caja cuadrada con posibilidades lineales: una cuadrícula de opciones alternativas, proyectos. Antes, cuando habían decidido comprar la concesión en Serra do Buraco o cuando ella lo llevó al hotel de São Paulo y luego resolvió acompañar a sus perseguidores sin oponer resistencias inútiles, Isabel había sido la guía de Tristão en el delicado mundo exterior a la favela; ahora él planificó audazmente guiarla a través de las tierras incultas para retomar a ese mundo. El decidió no abandonar el campamento de inmediato, sino enterrar los cadáveres, volver a techar las paredes de troncos verticales de la antigua choza de Antônio, y esperar a que maduraran la mandioca, las judías y los boniatos. Luego, cargados con la farinha que Isabel habría molido y el sol deshidratado, y con carne seca preparada con los frutos de las cacerías de Tristão con un viejo trabuco que los bandeirantes habían abandonado, partirían a través de los chapadôes donde hacía tiempo, solos y juntos, habían estado a punto de morir de inanición.

Los indios de la selva circundante, al ver que la pareja levantaba un hogar provisional y que el campamento era sometido a una domesticidad menos amenazadora, se infiltraron desde las lindes, retomaron la pesca, brindaron ayuda cuando les era solicitada, y hurtaron restos de los tesoros de los bandeirantes; pero Isabel y Tristão no intentaron, con los fragmentos que habían llegado a dominar de su lengua, alistar a ninguno de los indígenas en su viaje de regreso. Estaban ansiosos por volver a ponerse a prueba contra los tiempos modernos, y estos habitantes del pasado remoto, bajos, desnudos y automutilados, con su nariz moqueante, sus ojos enrojecidos por el humo, la panza hinchada y la incesante flatulencia producida por los parásitos intestinales, parecían colegiales pueriles a los que había que dejar atrás con sus sufrimientos hasta que quedaran reducidos a la nada.

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