Brasil

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Otras veces se repetía el cartel de “tenho tudo”, que es como una mezcla de bazar chino y colmado. Me hizo gracia uno que, en una versión más modesta, se había puesto “Mercadinho Quase Tudo”. Era también una planta baja vieja y sucia, pintada de amarillo y con un cartelito que anunciaba Coca Cola. El ambiente allí ya no era tan paradisíaco. Todo era pobre y cochambroso, con pinta de barrio feo y marginal.

Una cosa que no falta en ningún lugar miserioso y atrasado es la religión. Había una “Assembleia de Deus”, una especie de nave más bien sencilla pintada de azul y con una escalinata roja. No sé si era cristiana al 100% o tenía mezcla con el Candomblé, la Umbanda o el Batuque. Suelen mezclar estos ritos casi en plena libertad. Es lo que han llamado el “sincretismo”.

En otros pueblos la gente vivía más en parcelas agrícolas, con las casas también incrustadas en los bosques de palmeras. Todo tenía un aspecto más tranquilo, más congelado en el tiempo. Esta parte me recordaba a algunas zonas de España: un atraso matriarcal en el que la sociabilidad y la tradición dominan sobre la racionalidad y la innovación.

En alguna localidad más aislada estuve viendo grupos de negros y mestizos bebiendo alcohol sentados en cajones de madera. Tenían la calle adoquinada, aunque no había ni un solo coche aparcado. Las gallinas se cruzaban de vez en cuando y todo parecía abandonado. El desapego arcádico llegaba aquí a la completa indolencia, a la parálisis. Eran gente sudada, de pelo aceitoso, descamisados, con una litrona de Skol en la mano. Los pequeños cuartos mugrosos, con tablones de conglomerado, que usaban como tabernas eran los únicos lugares de reunión. Pienso que prácticamente deben haber construido sus casas ellos mismos. Su dieta muy posiblemente se fundamente en frutas y verduras que recogen y en la carne de los pollos flacos que se ven corriendo. Son gente occidentalizada, pero degenerada, entre los que tal vez se escondan muchos de los delincuentes que dan los golpes en las zonas turísticas. A nosotros nos miraron pero no nos dijeron nada.

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En uno de aquellos primeros días de mi viaje hice una excursión a las dunas blancas de Diogo. Nos desplazamos primero en coche, por caminos en mal estado, con rieras y barrizales rojos, y luego tuvimos que seguir a pie, cruzando un río por un puente peatonal. Seguía el cielo plomizo y las tablas estaban mojadas, aunque la temperatura no bajaba de 30º.

Al final de este puentecillo ya se encontraba la arena, muy fina y de tacto esponjoso. A veces parecía harina. Fue una suerte que no hiciese sol, porque se podía caminar descalzo sobre ella sin quemarse. Me quité los zapatos y seguí todo el camino descalzo.

Las dunas de Diogo son unas dunas muy altas y completamente blancas. Poco a poco han ido germinando algunos matorrales en los lugares más húmedos, lo que ha dejado un paisaje verde y blanco. Al fondo, se divisa una ristra de palmeras que ya da lugar al mar.

Es un lugar para sentirse como Robinson Crusoe. Puede alguien ponerse a gritar, quedarse desnudo o echarse una siesta. No hay absolutamente nada ni nadie en varios kilómetros a la redonda. Yo iba caminando poco a poco, subiendo y bajando dunas. Cuando me giraba, veía mis huellas como un pequeño hilo que se perdía en el horizonte.

Al final, llegamos a la playa, que estaba también alejada de toda población. Aquella zona creo que no tiene ningún dueño. Había una barraquinha que había construido algún pescador y un par de canoas rudimentarias, tal vez abandonadas. Puede que alguien las usase de vez en cuando para pescar algún vermelho y hacerse una muqueca o ganarse unos reales. Hay allí unas extensiones de playa inmensas, de cientos de kilómetros, con la arena perfecta, el agua caliente y completamente deshabitadas. Son zonas tan inaccesibles que la guardia costera accede a ellas conduciendo un todoterreno por encima de la arena. Hay algunos que se compran un bughi y circulan por allí. Otros se conforman con un quad.

Volvimos sobre nuestros pasos, sudando por el incesante bochorno. Vimos también una especie de cactus de los que embalsan agua en sus hojas. Allí, según la televisión, se cría el mosquito del dengue, del que había en aquellas semanas una epidemia en todo el país que llevaba ya 229 muertos. Se dijo que había más de 300 infectados por cada 100.000 habitantes, sobre todo en la zona de Sao Paulo.

Cuando llegamos a la salida vimos un cartelito de madera colgado de un árbol, pintado con colores vivos, que decía: “llévese sólo buenos recuerdos”.

Saliendo de allí vine a dar con una urbanización ilegal, construida directamente sobre las dunas. Era un recinto vallado, con las calles, incluida la entrada, sin asfaltar, pero con guardias de seguridad en la puerta. Decenas de personas habían ido construyendo chalets sobre la arena sin ningún tipo de licencia. Se veía una casa aquí y otra allá, alguna incluso lujosa. Otras estaban sin terminar. En la puerta había un cartel que rezaba Jardim Imbassaí, y debajo otro cartelón plastificado que decía en portugués: “La Asociación de Residentes de la Urbanización Jardín Imbassaí no se responsabiliza por la compra o venta de parcelas e inmuebles en situación irregular”. De vez en cuando entraba o salía algún coche como si nada pasara. También se decía que empresas constructoras estaban robando aquella arena blanca para emplearla en construcciones muy lejos de allí.

Por la tarde, en la posada, estuve hablando con el hijo de la dueña. Era un chaval de veintiún años, más bien pequeño, con una cabeza redonda y una sonrisa amable. Llevaba algunas cadenillas de adorno que le hacían parecer un cantante de rap. Unos días antes se había ofrecido a comprarme una hamburguesa para cenar cuando yo estaba en la cama tumbado por el jet lag. Me dijo que había vivido varios años en España con su madre y que había trabajado de portero en una discoteca. Explicó que quería volver algún día a Europa, pero que le interesaba de momento hacerse cargo de su abuela y de la posada. Era muy callado y no escuchaba música, se quedaba sentado en una silla viendo la televisión.

Una mañana vino un niño pequeño, de una casa vecina, y me estuvo hablando mientras yo desayunaba. Era blanco, hijo de uno de los empresarios de allí. Estaba muy interesado en la nieve, que obviamente nunca había conocido. Me preguntó si hacía daño cuando cae encima y, concretamente, si a mí me había caído en la cabeza. Luego me estuvo preguntando por España y por los niños españoles. No sé cómo había aprendido a chapurrear un poco de español.

Otro día estuve hablando con el padre del niño, que vivía en una casa en la calle de al lado. Era un tío de São Paulo, de orígenes italianos, llamado Paulo, aunque todos lo llamaban Paulinho. Paulinho había llegado con dieciséis años de São Paulo sin tener ni dónde dormir y había, incluso, comido alguna feijoada de caridad en la posada. Luego consiguió fundar una pequeña agencia de viajes y, en aquel momento, tenía otra empresa dedicada a la organización de eventos o algo parecido. Era el prototipo de blanco hecho a sí mismo. Iba por la calle sin camiseta y con las bermudas, igual que todos los demás, aunque luego en los eventos se ponía su corbata. Tenía cierta fama de trepa, aunque a mí me pareció un buen tío.

Otro de los empresarios más conocidos del pueblo era Sousa, un negro ya viejo que se había hecho famoso (y rico) con su restaurante de platos típicos. Su especialidad eran unos buñuelos de bacalao rebozados. No llegamos a comer allí porque los precios eran excesivos.

Algunas mañanas hablaba también con la recepcionista, que era una mujer de unos treinta y cinco años que llevaba sentada detrás de aquel mostrador casi veinte años. Era amable y risueña, tenía interés también por Europa. Hablaba el español y creo que había estado en Uruguay varias veces.

Los clientes de la posada no eran turistas sino albañiles negros, macizos y rudos, que hacían trabajos temporales en el pueblo. También había alguna familia más bien pobre, con niños pequeños, que tal vez visitaba a algún familiar o había querido pasar el fin de semana en la playa.

Yo retrasé el cambio al nuevo hotel hasta volver del viaje a Feira de Santana, una ciudad en el interior del estado en la que necesitábamos realizar algún papeleo.

Fuimos alguna noche a caminar por las callejuelas y a cenar en una pizzería cercana. Una de las veces vi una furgoneta blindada aparcada de la que se bajaban cinco o seis hombres uniformados con fusiles de asalto y hasta con escopetas, aparte de pistolas al cinto. Pensé que era una operación contra algún mafioso, pero sólo estaban vaciando el efectivo de un cajero automático. Otras veces se oía a algún negro borracho perorar por las calles o a una mujer riendo dentro de su casa a grandes carcajadas. Los mosquitos no paraban de picarme y yo no dejaba de sudar. Siempre tenía la camiseta pegada al cuerpo.

A mí Brasil no me estaba gustando. Había esperado un lugar inmenso en el que moverme con libertad, pero todo parecía pequeño y hacinado, además de peligroso. La mayor parte del territorio era simplemente inaccesible, y los pocos servicios de nivel europeo tenían un precio muy superior. Aparte de las zonas acotadas para ricos, que no tocaban para nada la sociedad real, el resto era como una exageración de los defectos de España. Todo parecía caótico, peligroso, corrupto y sucio. Las mujeres no me habían parecido atractivas ni bailarinas de samba, sino mestizas intrigantes y viciosas, como prostitutas de baja categoría. Se odiaban entre ellas y no paraban de criticarse. Los hombres eran más mansos, pero vagos y cornudos, antiguos esclavos cansados. Los pocos blancos vivían aparte, casi todos con su negocio propio, intentando remedar Europa en un entorno hostil.

No me había gustado el trato social, el falso azúcar y la sonrisa impostada. Todo el mundo usaba unas maneras amigables para luego saltarse toda norma, engañarse, estafarse y hasta violarse. Había en todo aquello, desde la misma fundación esclavista del país, un fondo de inmoralidad. Y todavía me quedaba el viaje a Feira de Santana, una ciudad con una tasa de 61 homicidios anuales por cada 100.000 habitantes, más del doble que Medellín.

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Para llegar a Feira de Santana hay que internarse a través de varias carreteras secundarias para venir luego a enlazar con la BR-324, una de las arterias principales del tráfico rodado de Brasil. Esta autovía es reconocida por la cantidad de robos y asaltos que ocurren, con técnicas parecidas a las que usan los colombianos en España, arrinconando a los vehículos en marcha para luego asaltarlos.

En principio no me querían dejar ir, porque un europeo tirando a blanquito es un bocado demasiado apetitoso para todos aquellos maleantes. Yo apenas tenía un espray defensivo que compré en Elche y un móvil viejo, un Samsung Ace obsoleto. Pensé que si me asaltaban con un arma inferior a la pistola, les daría un esprayazo a la cara. Y si era pistola o superior, les daría el móvil y un puñado de los kleenex mugrosos que llaman reales.

Así que subimos al coche y nos adentramos por las carreteras de la muerte. El paisaje pronto se volvió algo más seco, con árboles parecidos a los europeos y una tierra roja extremadamente fértil. Toda la zona está yerma y sin cultivar, hay extensiones inmensas no muy lejos de la ciudad de Salvador de Bahia. La imagen de toda aquella abundancia de recursos sin aprovechar, en contraste con los negros tumbados al sol en la playa sin dar palo al agua es algo que impresiona.

Brasil no explota ni una mínima parte de sus recursos naturales, realmente aún no sabe todo lo que tiene. Ya sean estas tierras, o bien petróleo, gas, carbón y otros minerales, madera, todo está sin explotar, mientras la población se hacina en unas favelas sucias y se dedica al pillaje. Esto no creo que se deba a una falta de educación sino a una falta de “aculturación” y a una base genética que no creo que tenga solución.

Había ya salido el sol. Un sol como el dios de los mayas, cegador y abrasador, más fuerte que el de julio en España. Todo queda dominado por el sol, que avanza justo por el centro del firmamento.

Pronto empezamos a encontrarnos los primeros carteles de bienvenida: un monovolumen carbonizado arrumbado en la cuneta, cuyos propietarios probablemente fueron asaltados y luego asesinados. Las hierbas le habían crecido ya por dentro y aparentaba llevar allí varios años.

Encontramos luego, en unas lomas terrosas, unos montones de escombros y desechos industriales. Aquello aparentaba ser la trastienda de Brasil, el inmenso vertedero para empresas sin escrúpulos. El policía más próximo estaba a dos horas de camino, si es que se atrevía a ir.

Paré a mear y vi un grupito de hombres bien vestidos al fondo, haciendo señas de cara a la montaña, como si planificasen alguna construcción. Me pegaron miradas cada vez más frecuentes y creo que se estaban asustando.

Conducir por aquella zona tiene su peligro. Todo el asfalto está agujereado, a veces con grandes socavones de más de un palmo. Hay que conducir como en un videojuego, esquivando los baches, haciendo eses. Pasan autobuses y camiones dando volantazos, metiendo incluso dos ruedas en la cuneta, y parece que vayan a volcar. Otros van en moto como divirtiéndose con la gymkana, sin darse cuenta de que con un pequeño error irán al suelo. No conozco las cifras de mortalidad, pero seguro que los muertos se contarán por decenas al año, y los heridos tardarán muchas horas en llegar a un hospital. Yo, aunque conducía despacio, acabé teniendo un pequeño percance cuando un camión se me apareció de repente ocupando el lugar por el que pensaba pasar. Aunque intenté frenar, tuve que pisar los baches y luego la dirección del Chevrolet quedó desalineada, el volante se movía y vibraba al pasar de 80 km/h.

Encontramos luego grandes factorías europeas y norteamericanas. Por ejemplo, había una fábrica de neumáticos Continental y una factoría de Ford que nada tenía que envidiar a la de Almussafes. Parece que han arribado estas industrias al calor de la mano de obra barata y mandan sus productos hacia sus países de origen.

Se cuenta una anécdota de Pirelli. Hace unos cinco años se instalaron en el estado de Bahia y quisieron plantear el mismo sistema de incentivos que utilizaban en Italia: los incrementos de productividad acarrearían una prima para el trabajador a final de año. Y tantos neumáticos se vendieron, por encima de lo previsto, que se encontraron los trabajadores con cinco pagas extra de golpe. Ante la visión de todo aquel montón de dinero y la obligación de seguir acudiendo cada mañana al trabajo, la mayoría de jóvenes menores de veinticinco años se despidió y huyó cada uno por su lado a quemar los billetes en fiestas, alcohol, putas y otras menudencias. Pirelli se encontró bloqueada, sin poder atender su demanda, y exigió a los obreros que aún quedaban, casi todos padres de familia, hacer dobles turnos. La mayoría tuvieron que aceptar las condiciones pero arrastraban cansancio y déficit de sueño. Durante ese periodo allí cada día acababa uno con la pierna cortada, el otro se dejaba una mano, el otro se caía dentro del horno. Así estuvieron hasta que pudieron volver a contratar, pero la consigna de Pirelli fue que todos los nuevos empleados tuviesen hijos a su cargo.

Probablemente no les ha sido tan fácil a estas industrias encontrar toda la mano de obra que esperaban. Creyeron que tendrían disponible a casi toda la población, pero luego se encontraron con que la mayoría simplemente no quiere trabajar, y los otros muy pronto se despiden y se van a otra cosa. El desapego que tienen por las cosas es total. De hecho, uno de los negocios más lucrativos de Brasil son las empresas de recursos humanos que consiguen empleados a las grandes industrias. Y no es tarea tan fácil, al menos al precio que se quiere pagar.

Estas prácticas de deslocalización ha asegurado Donald Trump que las va a cortar, y yo estoy de acuerdo con él.

Seguimos circulando por un asfalto ya en mejores condiciones. Los camiones van saliendo de las fábricas y se incorporan a la autovía para llegar al puerto de Salvador, desde donde embarcan las mercancías en dirección a São Paulo y de ahí a cualquier lugar del mundo. Había algunas rotondas no muy bien señalizadas, pero conseguimos encontrar el camino sin perdernos.

Ya en la autovía, el asfalto es bueno y se circula con algo más de tranquilidad. Lo único que llama la atención es que los cambios de sentido se realizan directamente desde el carril rápido por la mediana. Hay una pequeña salida para frenar, se gira y se acelera para incorporarse al carril rápido del sentido contrario. Esto es mucho más barato de construir pero mucho más peligroso. A poco que se espese el tráfico, habrá un montón de choques.

Esta zona es ya más seca, con grandes llanuras cubiertas de hierba y algunas explotaciones ganaderas. Tienen los bueyes sueltos y los dejan correr, para que vayan haciendo músculo. Los matan cuando ya son adultos y la carne es de gran calidad. Hay unos pueblecillos muy pobres, con casitas desvencijadas, que están llenos de gente que no hace nada.

En un par de horas llegamos a la entrada de la ciudad. Había un largo atasco, que avanzaba muy despacio. En realidad, toda la ciudad, de un millón de habitantes, es un puro atasco, salvo las calles “residenciales” de favelas, puticlubs y criminales sentados en el bordillo. Los edificios de planta baja aparecen amontonados, con paredes de ladrillo sin enlucir, tapias de cemento prefabricado, tejas renegridas y puertas de chapa herrumbrosas y desconchadas. Toda la ciudad es un mar de edificios irregulares con una o máximo dos plantas, con unas escasas torres de oficinas y apartamentos en el centro. Hay pequeños locutorios, peluquerías oscuras y vacías, tabernas con las mesas de plástico en la calle y muy pocos coches aparcados. Todo parecía caótico y peligroso, las normas de circulación no se respetaban demasiado. Recuerdo a un negro anciano, que iba con el báculo, que se cruzó delante de nuestro coche, sin paso de cebra ni nada, mientras se carcajeaba de alguna broma con la boca desdentada.

Llegamos al hotel Ibis, que sí que es de estándar occidental, dejamos las maletas y bajamos a comer al centro comercial. Aunque el aire era más seco, la temperatura pasaba de 35º. Se suele mantener así durante todo el año. Allí la gente no tiene calcetines ni ropa de invierno.

Recordé que me había olvidado la cámara fotográfica en el hotel y tuve que volver. En el ascensor me encontré a un mulatón bastante más alto que yo, con unos pantalones beige, unos mocasines blancos de ante y una camisa con brillo de manga larga arremangada y metida dentro de los pantalones. Parecía el de la canción de Rubén Blades, le faltaba el sombrero de ala ancha de “medio lao”.

En la puerta del centro comercial había muchos coches aparcados. La mayoría tenían un aspecto decente, alguno incluso era un Audi. Contrastaban con las casuchas rudimentarias de alrededor y la gente que vivía en ellas.

Estuvimos en un establecimiento de comida a kilo. Allí dentro está también el estándar occidental, ni te acuerdas de todo lo que hay fuera. Pero hay sólo uno de estos centros comerciales para toda la ciudad. Una de las cosas en las que me fijé fue en el aspecto de los jóvenes. Claramente, la inmensa mayoría son pobres, sobre todo los mestizos (hay pocos negros, y supongo que muchos son de origen indio), pero entre los blancos los que llevan la ropa de marca y aparentan ocupar los cargos bien remunerados son veinteañeros o treintañeros. No hay esos maduritos barrigudos con las bolsas llenas de productos. Es posible que estos jóvenes adinerados provengan de otros lugares de Brasil y vean Feira de Santana como una estación de paso para el desarrollo de su carrera. Eran blanquitos, más altos de media que los españoles, e incluso había alguna chica rubia natural.

La comida de Brasil a mí me gustó, como me gustan casi todas las del mundo. Les gusta comer un plato único, que es bien grande y tiene varias partes. Se suelen echar un buen cucharón de alubias para empezar, ya sea feijoada o alubias blancas, luego añaden algún filete y ensalada o verduras hervidas. Se echan también a un lado arroz blanco, que hace como de pan. Les gusta también la yuca, que es un tubérculo largo, seco y duro como la madera, que rayan y comen en polvo mezclado con las alubias. Para beber, toman agua o algún refresco. Se cuidan bastante, les gusta tener el abdominal marcado. Tampoco es que, con aquel calor, yo tuviese demasiada hambre. Mi plato pesó medio kilo y me cobraron veinte reales (unos 6€ al cambio de aquellos días).

Había unas muchachas mulatas, muy dóciles, haciendo el “atendimiento”. Vestían con un uniforme rojo y negro, con un sombrerito de ala ancha. Tenían esa docilidad del esclavo, con una paciencia infinita, y siempre ponían buena cara. Podría España importar a alguna de estas trabajadoras, y así equilibrar un poco el desparpajo que se gastan por aquí.

Al día siguiente volvimos a la favela a realizar varios papeleos. Buscábamos el despacho de un abogado, que estaba cerca de las torres, aunque en una casita de planta baja. En principio, aquello era el barrio noble, con árboles en las aceras y una mayor densidad de coches aparcados. Había incluso una casa de dos plantas algo más decente, con antena parabólica y unas rejas rojas, que tenía colgado un gran cartel con la cara del “diputado estadual” Carlos Geilson. Se supone que él vivía allí. La calle era tranquila y bastante solitaria.

El despacho se llamaba Pimentel & Vidal y creo que hablamos con Vidal, más que con Pimentel. Era un tío más bien joven, blanco, con la nariz semítica y el pelo rizado. Iba con una camisa blanca de manga larga. Tenía en su despacho varias estanterías con carpetones, papelajos y libros viejos. Trabajaba con un portátil en una gran mesa de madera, muy vieja. En el techo tenía un ventilador de grandes aspas, y en el suelo las baldosas desgastadas se movían al pisarlas. Era el tipo de picapleitos que alguien buscaría para un juicio contra su ex empresa, que fue lo que hicimos. Se firmó un contrato para darle una quota litis si conseguía la indemnización.

Cuando salíamos entró un negro gordo y grandullón, sudado y con traje de chaqueta, que nos saludó muy oficialmente y se metió en su despacho. Creo que éste era el otro socio.

Luego fuimos a solicitar un certificado académico a una zona más sórdida. Parece que el ayuntamiento hace un poco como aquí, que coloca algunas instituciones oficiales en zonas degradadas para intentar reactivarlas. En este caso, era la oficina de gestión académica de la UEFS (Universidade Estadual de Feira de Santana).

La oficina era nueva y estaba cerrada con llave. Tenías que llamar y, según tu pinta, te dejaban entrar o no. Alrededor había varios establecimientos muy divertidos. Uno se anunciaba como “panificadora, bar y mercado”. El otro era una carnicería bastante grande, que anunciaba sus carnes en un mostrador refrigerado. Más atrás había un bar terraza. Toda la zona estaba adoquinada y parecía bastante tranquila. Estuvimos discutiendo con las funcionarias acerca de unas titulaciones y unos papeles, pero nada se arregló.

Luego quería yo pasar por el taller para arreglar la dirección del Celta. Nos acercamos a un taller, en el centro de la ciudad. Era un local grande y viejo, con las paredes sucias y unas pilas de neumáticos usados. Tenía la misma pinta que los talleres españoles hace treinta años. Una cosa curiosa era que los coches no eran tan viejos como las viviendas. La gente parecía poner su dinero en su coche y meterse a vivir en cualquier zahurda, tal vez con la idea de pasarse el día fuera de casa. Tenían Chevrolet, Ford, Volkswagen y algún Fiat. Dicen que los coches allí, por los impuestos, cuestan casi el doble que en Europa, pero esto les parece dar igual a algunos. En el taller nos atendieron rápido y nos dijeron que volviésemos en cuarenta y cinco minutos.

Nos pusimos luego a pasear entre el ruido, los atascos y las tapias desconchadas, con carteles que anunciaban fiestas y disco-móvil. La diversión allí parecen ser las fiestas tipo reggaeton al aire libre, con unos buenos bafles, un gran surtido de cachaza y un montón de mulatas que mueven el culo medio desnudas mientras los maromos de las chanclas van bailoteando con los brazos tatuados. En cada fiesta, obviamente, había que pagar entrada, pero ir y no follar estaba mal visto. Había una que se anunciaba como “A Noite dos Putões”, en la que se hacía una llamada a todos los “putones” de la ciudad, mostrando en el cartel el dibujo de una muchacha con unos pezones enhiestos que querían romper el sujetador.

El puterío allí es algo que llevan con orgullo, como parte de su identidad. Parece que hay en las afueras, conectado con la autopista, uno de los mega puticlubs más grandes de Brasil, donde trabajan un montón de respetables madres de familia conocidas por todos.

Yo seguía acalorado y algo asqueado. Entre la gente que nos encontrábamos, algunos tenían aspecto normal, pero la mayoría por sus pintas entrarían en España en la categoría de carne de presidio. Tíos flacos como cañas, con una camiseta de publicidad de negocios locales. Camiseta para todo el año, que si se la quita se tiene sola en pie. El pelo como esparto, con polvo de hace semanas. Había también un montón de mendigos.

Fuimos a lo que allí llaman el Feiraguay, el mercadillo de importación del Paraguay. Todo era un puro contrabando. Se decía que era el lugar para ir a recomprar tu propio móvil después de que te lo robaran (procurando no preguntar de dónde lo habían sacado).

Luego, cansado ya de caminar, decidí meterme en un hospital, pensando que habría aire acondicionado. No había más que moscardas revoloteando a los heridos y un ventiladorcito al fondo. Las paredes las habían pintado de verde con un rodillo y el mobiliario era también cochambroso. La gente salía escayolada de mala manera, mientras otros esperaban para saber algo de sus familiares.

Volvimos luego al taller y nos entregaron el coche en perfectas condiciones. Cobraron unos veinte euros al cambio.

Fuimos a hacer algunas gestiones bancarias y luego comimos en uno de los hoteles finos del centro. Allí estaban otra vez los blancos, aún mejor vestidos, con su mocasín lustroso y sus pantalones de tergal, casi todos más jóvenes que yo. Era, otra vez, un bufete de comida a kilo, con ensaladas, todo tipo de alubias, arroces, carne de buey a la brasa (hecha en el momento), dulces, frutas y mucho más. No le tenía nada que envidiar al Boi Preto de Salvador, aunque su precio era una cuarta parte. Todo el mobiliario estaba nuevo y muy limpio. Las paredes eran acristaladas, unas daban a la calle y las otras a un jardín interior muy bien cuidado. Había unos modales suaves de oligarquía colonial, unas chicas maquilladas, con sus caritas delgadas y sus finos hombros al aire, cortando modosamente su filete y masticando bocaditos pequeños. Llevaban vestidos de tirantes de Zara o H&M, pulseritas doradas y tacones de aguja. Los hombres, en camisa de manga corta y con unos gruesos relojes de metal, comían con seriedad, casi todos solos, echaban el agua mineral en sus copas y consultaban en su iPhone los últimos mensajes. Algunos llevaban gafas de pasta y tupés engominados.

Luego, de vuelta al calor y al caos circulatorio, nos desplazamos al centro comercial para sacar efectivo de uno de los cajeros del Banco do Brasil. Había diez o doce cajeros uno al lado del otro, y en cada uno la cola era de más de diez personas. Son unos cajeros muy avanzados, que en España sólo he visto en el BBVA. La gente realiza allí todas las gestiones, ya sean pagos de recibos, ingresos o transferencias. Casi nadie sacaba efectivo. Pasar al interior de la oficina para realizar aquellas gestiones implicaba soportar dos horas de cola. Parece que, o no había suficientes cajeros en el resto de la ciudad, o aquel era el único sitio en el que había una mínima seguridad de no ser asaltado.

Por la noche cené una pizza en la habitación del hotel.

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