Born

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Capítulo 2. 1955-1970-1974. Historias que convergen en una cárcel del pueblo

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Operación Mellizas. En la estructura montonera, cada célula conocía únicamente los datos necesarios para cumplir con su tarea, sin antecedentes, consecuencias o simultaneidades.

Al aire libre y con el cronómetro en la mano, Quieto ensayó cada movimiento con sus hombres, muchos de ellos veteranos de las FAR como él. Antes repasó cuestiones elementales, los preparativos típicos de cualquier operación.

El día del secuestro debían sincronizar los relojes según el indicador oficial de la radio, para que todos quedaran clavados a la misma, exacta, hora. En la parte trasera del mecanismo del reloj pegarían con cinta adhesiva un papel que avisara de su tipo sanguíneo. Se habían preparado quirófanos en dos

casas operativas cercanas al lugar de la emboscada, con bancos de sangre y médicos de guardia que los atenderían, si resultaba necesario, por fuera del sistema de hospitales. Por último se untarían la yema de los dedos con pegamento, para que en la escena del secuestro no quedasen huellas dactilares que condujeran a su identificación.

A cada integrante de los equipos se le había asignado un acompañante —debían llegar al teatro de operaciones en parejas—, un vehículo de fuga y un lugar predeterminado en cada auto: no podían perder tiempo en improvisar. Para cada auto se habían elegido un chofer y un reemplazante, y ambos tenían que estudiar en detalle las calles de la zona en la Guía Filcar, hasta aprender de memoria todas las vías de escape.

Quieto les informó a los militantes que ya estaban listas las camionetas que usarían para chocar los autos de Born y de su custodia. En cambio, no dio detalles de cómo las habían conseguido: una había sido robada el 24 y otra el 30 de agosto, ambas en el Gran Buenos Aires. Tampoco les contó que, gracias a la división de documentación, los vehículos contaban con títulos de propiedad, fraguados a nombre de Escalona Hermanos SRL, y con patentes falsas para eludir las órdenes de captura que podría haber librado la policía bonaerense. Los jefes montoneros solo compartían información imprescindible.

Una vez capturados los Born y cumplido el protocolo de revisión y salvaguardia, había que trasladarlos a la

cárcel del pueblo, donde los guardias tomarían la posta. Quieto escatimó otra vez los detalles: la organización no tenía una sino dos

cárceles del pueblo para los hermanos. Si el operativo salía bien, los hombres de Quieto debían dejar el armamento en un lugar protegido y acudir al control de seguridad.

En los días previos al secuestro, además de memorizar cuestiones prácticas, debían repasar el marco teórico que brindaba el

Manual Único de Instrucciones Tácticas para Operaciones Especiales. En sus páginas se indicaban dos factores determinantes para el éxito: la sorpresa y la iniciativa. En cualquier circunstancia —adoctrinaba— el Estado, con todas las fuerzas represivas de su lado, contaría con superioridad estratégica sobre la guerrilla; por ende, el objetivo de cualquier operación sería alcanzar una

superioridad táctica relativa: contar con más fuerzas que el Estado en un momento determinado y en un punto establecido.

La inversión en la relación de fuerzas sería temporaria o contingente: con el paso del tiempo —apenas minutos— el adversario haría valer su predominio absoluto. Con ese criterio planificaron un secuestro que se debía ejecutar en menos de ciento veinte segundos.

En ese plazo tan breve —arengó Quieto a sus hombres en el camping— se jugarían la suerte del futuro de la organización y el sueño de la revolución. Tanto necesitaban el rescate.

El secuestro de los hermanos Born marcó para los Montoneros su regreso al origen de violencia y espectacularidad.

El 29 de mayo de 1970 dos jóvenes disfrazados de oficiales del Ejército, Emilio Maza y Fernando Abal Medina, tocaron timbre del departamento de Barrio Norte donde vivía el general y ex presidente de facto Aramburu. Mediante un engaño, y por fin amenazas, lo llevaron a una estancia en Timote, en el sudoeste de la Provincia de Buenos Aires. Lo sometieron a un

juicio revolucionario de dos días. Lo sentenciaron a muerte. Lo ejecutaron y dieron a conocer su primera proclama:

 

MONTONEROS

1º de junio de 1970.

AL PUEBLO DE LA NACIÓN:

La conducción de Montoneros comunica que hoy a las 7.00 horas fue ejecutado Pedro Eugenio Aramburu.

Que Dios, Nuestro Señor, se apiade de su alma.

PERÓN O MUERTE – VIVA LA PATRIA

Aramburu fue

ajusticiado por el papel que había cumplido tras el golpe de septiembre de 1955, que puso fin al segundo gobierno de Perón e inició la proscripción del justicialismo.

El primer presidente de facto, Eduardo Lonardi, con la consigna “ni vencedores ni vencidos”, había resultado demasiado tibio para la pretensión de las tendencias dominantes en las Fuerzas Armadas de eliminar todo rastro de Perón. A los pocos meses lo sucedió Aramburu, un convencido de la necesidad de

desperonizar el país. Prohibió todos los símbolos del justicialismo e inclusive la mención de los nombres de Perón y Eva Perón, y sacó del país el cadáver embalsamado de ella.

En 1956 el levantamiento del general Juan José Valle, un intento cívico-militar de reimponer al peronismo en nombre el Movimiento de Recuperación Nacional, midió la resolución de Aramburu.

Jorge Born recordaba con nitidez la tensión de aquellos días: él cumplía con el servicio militar obligatorio como conscripto del Ejército en el Regimiento de Palermo. En ese mismo lugar Valle escuchó su condena a muerte y desde allí lo trasladaron hacia la ex penitenciaría del Parque Las Heras, donde fue ejecutado. Aramburu ordenó a los militares que patrullaran las calles. Con apenas veinte años, y a las órdenes de un sargento, Born salió con su fusil al hombro. Lo aterrorizaba la posibilidad de entrar en combate, pero la causa le parecía justa.

Vueltas de la historia: Walsh, quien en 1974 relevaría los movimientos de Jorge y su hermano Juan en la etapa previa a la planificación del secuestro, se ocupó de otros fusilamientos en aquellos días, los que se realizaron de modo clandestino en los basurales de José León Suárez, en la provincia de Buenos Aires. Su libro

Operación Masacre marcó el periodismo de investigación en la Argentina.

Los Montoneros habían germinado en la militancia de los colegios secundarios después del golpe de Estado de Juan Carlos Onganía en 1966. Tras una década de experimentos frustrados de convivencia con Perón en el exilio, el militar de la Revolución Argentina disolvió los partidos políticos y clausuró las perspectivas de una salida electoral. Ante el ensayo de su presidencia de facto, al que se le notaban paralelismos con el intento de Aramburu por

desperonizar la vida política, la resistencia contra el régimen se radicalizó.

En ese otro momento crítico, con puebladas y crecimiento de la actividad guerrillera, la muerte de Aramburu puso a los Montoneros en el escenario nacional.

El núcleo fundador tomó el nombre de la lucha de los gauchos rebeldes de las guerras por la independencia del siglo XIX. Aquellos jinetes habían enfrentado a las tropas españolas pertrechados como podían, en milicias conocidas como

montoneras.

Al igual que su líder Firmenich —de padre ingeniero civil y madre profesora— la mayoría de aquellos dirigentes originales provenía de la clase media. La experiencia del peronismo no había torcido el destino de sus familias, como sí había sucedido con los peones rurales o la población más relegada de las provincias que encontró un futuro en la industria de Buenos Aires.

La nueva guerrilla reinterpretó a Perón, expulsado del poder cuando los Montoneros eran niños, a partir de los ecos de la Revolución Cubana del 1º de enero de 1959 y de las experiencias fallidas —civiles y militares— que intentaron erradicar la influencia del exiliado. Nada que Perón hubiera fomentado: había ignorado a su ex delegado, John William Cooke, cuando le sugirió que se instalara en la isla socialista y este había preferido ser huésped del dictador español Francisco Franco.

Los Montoneros sostenían que si la clase obrera era peronista la revolución no podía tener otra identidad. Una década más tarde Galimberti retocó el concepto en la revista

Siete Días: “El proyecto siempre fue trans-peronista. Para Montoneros el peronismo era como un tranvía: había que tomarlo para llegar con ese medio a un paraíso que era un modelo ideal, un modelo vago en realidad, en el que entraban los pro-cubanos, los pro-chinos, los trotskistas: un berenjenal”.3

La juventud de los integrantes de la guerrilla y cierto espíritu de época los inclinaban hacia las idealizaciones. Admiraban sin reservas a Eva Perón,

la abanderada de los humildes, quien había muerto de cáncer en 1952, en el pico de su imperio carismático y con apenas 33 años. Sus influencias mezclaban ese emblema de lucha con las lecturas sobre el peronismo combativo de Cooke, las guerrillas que proliferaron en América Latina inspiradas por el proceso cubano y la opción por los pobres de los sacerdotes del Tercer Mundo que sacudían a la jerarquía conservadora de la Iglesia Católica.

Nunca se sintieron del todo cómodos con la heterodoxia del Movimiento Nacional Justicialista (MNJ), capaz de contener a expresiones contrarias a las luchas populares gracias a la ambigüedad permanente de su líder, quien desde el exilio intentaba contentar a todos. No obstante, habían creído que con la guía de ellos, los jóvenes combativos, el ex presidente volvería al país y daría por terminada la etapa de reformismo para dar lugar a cambios radicales: la

patria socialista.

Un error grave en su apreciación de la realidad.

En las propias filas del Partido Justicialista chocaron primero con los jefes sindicales, los

burócratas, habituados a negociar con el poder de turno en virtud de la fuerza que obtenían al arrogarse o detentar la representación del movimiento obrero. En oposición a la componenda, los Montoneros adherían a la lucha armada. Perón, en cambio, no. Sus

formaciones especiales pronto supieron qué valoración hacía de ellas.

Pocas semanas antes de su vuelta final a la Argentina, el ex presidente desplazó a Galimberti como delegado de la juventud y entregó a López Rega el armado de la comisión que quedaría a cargo de los preparativos para su llegada.

El Brujo —un ex cabo policial dedicado a las ciencias ocultas— se había convertido en el custodio de la intimidad de Perón y de Isabel, el nombre artístico y de iniciación esotérica con que se conocía a su tercera esposa, María Estela Martínez, una ex bailarina sin estudios a quien había conocido en un cabaret de Panamá.

Perón aterrizó en Buenos Aires un viernes lluvioso de noviembre de 1972. Bajó las escalinatas del avión y se detuvo en la pista para saludar —la sonrisa enorme, los brazos alzados en su gesto típico— protegido por el paraguas del sindicalista José Ignacio Rucci. Se avecinaban las elecciones a las que había convocado el último presidente de facto de la Revolución Argentina, Alejandro Agustín Lanusse, de las que el viejo general había quedado inhibido por su exilio. Durante los veintiocho días que permaneció en el país, designó a Héctor Cámpora su candidato sustituto —casi interino— y diseñó la estrategia del Frente Justicialista de Liberación (FREJULI).

Para la elección de Cámpora los Montoneros dejaron las armas y demostraron una capacidad de movilización enorme. Sus organizaciones —la Agrupación Evita, el Movimiento Villero Peronista, la Juventud Universitaria Peronista, entre otras—, conocidas en conjunto como Tendencia Revolucionaria, influyeron en las campañas para elegir gobernadores, diputados nacionales y concejales en todo el país. Por eso se sintieron defraudados en el reparto de los cargos, que favoreció a los sindicatos y a los sectores del centro a la derecha del MNJ. López Rega asumió como ministro de Bienestar y Acción Social.

Además, agotaron sus recursos económicos: el rescate que habían cobrado por el secuestro del directivo de Philips se diluyó a una velocidad inesperada.

El regreso definitivo de Perón a la Argentina había alimentado la esperanza de que la violencia habría de menguar. Pero las guerrillas de izquierda no creían en la democracia y ambicionaban una revolución, mientras que los Montoneros perdieron su primera batalla interna el mismo día que Perón pisó el país para quedarse.

Los tiroteos del 20 de junio de 1973, que pasaron a la historia como la Masacre de Ezeiza, dejaron trece muertos y al menos trescientos heridos. Además, al día siguiente, Perón culpó a los que “ingenuamente piensan que pueden copar nuestro movimiento”. El enfrentamiento con los grupos armados de derecha que organizó el coronel Jorge Osinde, a cargo del operativo por decisión de López Rega, mostró a los Montoneros un anticipo del porvenir.

Cámpora renunció antes de que pasara un mes, el 13 de julio, y dejó el camino abierto para la tercera presidencia de Perón. Aunque vivía obsesionada por la sombra de Evita, Isabel consiguió mucho más que ella: que Perón, anciano y con la salud debilitada, la eligiera como compañera en la fórmula presidencial. Las contradicciones internas del peronismo estaban a punto de explotar.

Sin admitir su autoría, los Montoneros mataron a Rucci el 25 de septiembre de 1973, a dos días de las elecciones que consagraron la fórmula Perón–Perón. Furioso, el presidente electo denunció la existencia de “grupos marxistas terroristas infiltrados” dentro de su movimiento.

La crisis final se expresó en público, como una catarsis teatral, durante la movilización por el Día del Trabajador del 1º de mayo de 1974: Perón echó a los Montoneros. Los jóvenes plegaron sus banderas y se retiraron de la Plaza de Mayo, donde dejaron un espacio vacío muy visible.

López Rega se sintió con poder total, ya sin contrapeso. Diez días más tarde, el cura Carlos Mugica fue asesinado después de dar misa en la Iglesia San Francisco Solano de Villa Luro. El sacerdote, un miembro de la clase alta que predicaba en la villa de Retiro, se había alejado de los Montoneros, a quienes había apoyado en sus inicios, porque criticaba su camino de confrontación con Perón. El Brujo se apresuró a culparlos: a esa altura del conflicto resultaba difícil distinguir entre la violencia de unos y de otros.

Con la Triple A de López Rega la práctica del terrorismo echó raíces profundas en el Estado.

Perón murió dos meses después de aquel 1º de mayo. Dejó al país en manos de su viuda y del superministro.

Las acciones de la Triple A y la hostilidad oficial —que se manifestó, entre otras cosas, en la clausura de su diario

Noticias en agosto— afectaron a los Montoneros. Comenzaron a evaluar el regreso a la clandestinidad.

El 6 de septiembre convocaron a un grupo de periodistas y los llevaron hasta un galpón donde Firmenich, Juan Carlos Dante Gullo y otros dirigentes de la organización armada formularon el anuncio que cambió el destino de miles de jóvenes y que torcería también el de los hermanos Born.

Volvían funcionar como una milicia ilegal.

Centenares de dirigentes y miles de militantes de la Tendencia Revolucionaria quedaron expuestos a las represalias, sin cobertura política. Los Montoneros ofrecieron apenas el consejo de los principios que habían utilizado a comienzos de los ’70: “No cuente ni permita que le cuenten, no pregunte ni permita que le pregunten”. Y ya.

Firmenich confiaba en la posibilidad de librar una guerra victoriosa en la ciudad. Creía que podía sacarle ventaja a un Ejército que se vería obligado a permanecer encerrado en los cuarteles. Los soldados montoneros, aunque con menos recursos, se moverían por todas partes. Podían actuar en territorio enemigo, replegarse a la noche y permanecer siempre alertas.

La empresa requería de fondos para enfrentar a las fuerzas represivas del Estado durante mucho tiempo. El secuestro de los Born resolvería el problema.

Pasada la primera quincena de agosto la CN ordenó el robo de los vehículos que usarían para chocarlos. Enrique De Pedro —

Quique o

Miranda, el secretario militar de la Columna Norte y hombre de la confianza de Quieto— había entrado entonces en la fase final de la construcción de las celdas ocultas donde alojarían a los hermanos. Para ingresar a las casas designadas con los materiales y sin llamar la atención de los vecinos, Miranda había demorado unos cuantos meses, aunque no llegó a los seis que había pedido.

Las fechas demuestran que la

Operación Mellizas se concibió para financiar el salto a la clandestinidad de los Montoneros: antes del anuncio oficial del regreso a la lucha armada ya tenían todo planificado.

La cronología también muestra que la resolución se tomó antes de la muerte de Perón: los tiempos que exigió Miranda para la construcción de las

cárceles del pueblo hacen pensar que poco antes o poco después de que Perón expulsara a los Montoneros de la Plaza de Mayo, el 1º de mayo de 1974, él ya juntaba los primeros ladrillos.

Tres semanas antes de iniciar la

Operación Mellizas, en busca de un impacto simbólico, la guerrilla en las sombras reveló detalles del asesinato de Aramburu. Aquel que inició su historia. Aquel que Perón nunca condenó en público.

La Causa Peronista, el semanario de propaganda que dirigía Galimberti, reconstruyó los hechos con los testimonios de Firmenich y Norma Arrostito, la única mujer en el núcleo primitivo de Montoneros. Ellos y Fernando Abal Medina, pareja de Arrostito, habían realizado el secuestro; muerto Abal Medina en septiembre de 1970 en un tiroteo con la policía, ninguna otra fuente los superaba.

Como una paradoja formidable, el retrato de los Montoneros repitió la imagen de Aramburu que tenía la alta sociedad argentina: un hombre de coraje y convicciones que enfrentó su final con dignidad.

Según sus verdugos, Abal Medina le informó al militar: “General, el Tribunal lo ha sentenciado a la pena de muerte. Va a ser ejecutado en media hora”. Un breve diálogo enalteció al condenado:

General —dijo Fernando—,

vamos a proceder.

Proceda —dijo Aramburu.

La reconstrucción parece improbable: la misma crónica del 3 de septiembre de 1974 contó que Aramburu estaba amordazado y por ende impedido de hablar. “Le pusimos un pañuelo en la boca y lo colocamos contra la pared”, se lee en la publicación.

Con los hermanos metidos en una

cárcel del pueblo, cuatro años después de aquel símbolo sangriento, los Montoneros ya no procuraban saldar cuentas con la historia. Solo querían dinero. El relato apenas intentaba disimular lo evidente.

¿Estaría la familia Born dispuesta a financiarlos con una cifra extraordinaria a cambio la libertad de los hijos?

Con el correr del tiempo, la cuestión generó habladurías en los círculos sociales que frecuentaban los Born.

El dilema mortificó intensamente a Jorge Born padre. Los Montoneros jamás imaginaron cuánto.

La Maison,

el edificio emblemático de estilo flamenco de Bunge y Born en el centro porteño.

Notas:

1

Le Nouvel Observateur, París, Francia, 17 de julio de 1978.

2 Entrevista de Gabriel García Márquez a Firmenich, publicada en la revista

L’Espresso el 17 de abril de 1977, “Mañana en la Casa Rosada”.

3 Revista

Siete Días, Buenos Aires, Argentina, 6 de abril de 1983.

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