Blonde
La adolescente: 1942 - 1947 » «Hora de que te cases»
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«Hora de que te cases»
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—¿Sabes una cosa, Norma Jeane? Creo que es hora de que te cases.
Le soltó esas palabras alegres y sorprendentes a bocajarro, como si hubiera encendido la radio y de súbito oyeran una voz cantando. No las había ensayado. No era de las que estudian sus discursos. Descubrió lo que se proponía decir cuando se escuchó a sí misma decirlo. ¿O no? Y una vez dicho, dicho estaba. Abrió la puerta mosquitera que daba al porche de atrás, adonde habían sacado la tabla de planchar y la chica planchaba; prácticamente había vaciado el cesto de ropa y las camisas de manga corta de Warren colgaban en las perchas. Norma Jeane sonrió a Elsie, como si no hubiera oído sus palabras, o como si las hubiera oído pero no entendido, o como si las hubiera entendido pero pensara que eran uno de los chistes de Elsie. Norma Jeane, vestida con pantalones muy cortos y una camiseta a topos que dejaba entrever el nacimiento de sus redondos pechos, descalza, con la piel brillante de sudor, el vello rubio incluso en las piernas y las axilas y el cabello rizado y crespo atado con un pañuelo viejo de Elsie. Qué niña más alegre y buena era, a diferencia de otras, que cuando una se les acercaba, aun con una sonrisa de oreja a oreja, se encogían como si temieran que fueran a azotarlas; sí, había habido otros más jóvenes, tanto chicos como chicas, que se meaban encima si una se les acercaba de improviso. Pero Norma Jeane no era como ellos. Norma Jeane no se parecía a ninguno de los niños que habían tenido a su cargo con anterioridad.
Ahí residía el problema. Norma Jeane era un caso especial.
Llevaba dieciocho meses con ellos, compartiendo una habitación de la segunda planta con la prima de Warren, que trabajaba en Radio Plane Aircraft. Casi podía decirse, quizá exagerando, que la querían. ¡Era tan distinta de los pupilos que solía mandar el Tribunal de Menores! Callada pero atenta y siempre dispuesta a sonreír, a reír los chistes (¡en casa de los Pirig no faltaban chistes!) y a hacer sus tareas, a veces incluso las de los demás niños; mantenía su mitad de la habitación ordenada, hacía la cama como le habían enseñado en el orfanato, bajaba la vista para bendecir la mesa antes de las comidas, aunque nadie más lo hiciera, y la prima de Warren, Liz, se reía de ella porque rezaba de rodillas junto a la cama durante tanto tiempo, que cualquiera hubiera dicho que lo que fuera que pedía ya debería habérsele concedido. Pero Elsie nunca se burlaba de Norma Jeane. Una chica tan asustadiza que si veía un ratón luchando por liberarse de la trampa de la cocina, o si Warren aplastaba una cucaracha de un pisotón, o si la propia Elsie se armaba de valor y despachaba una mosca con el matamoscas, se comportaba como si fuera el fin del mundo, por no mencionar las veces que salía corriendo de la habitación para evitar oír algo doloroso (por ejemplo, ciertas noticias sobre la guerra, como la de los hombres enterrados vivos tras la ocupación de Corregidor). También se impresionaba cuando la ayudaba a desplumar y limpiar gallinas, naturalmente, pero Elsie jamás se reía. Era ella quien siempre había deseado una hija; Warren había aceptado alojar pupilos del estado únicamente por el dinero, pues era de la clase de hombre que o bien tenía hijos propios o no quería ninguno, aunque también él tenía sólo buenas palabras para Norma Jeane. Por lo tanto, ¿cómo se lo explicaría Elsie a la chica?
¡Sería como estrangular a un gatito! Pero sabía Dios que tenía que hacerlo.
—Sí. He estado pensando que es hora de que te cases.
—¿Qué? ¿Cómo has dicho, tía Elsie?
Alguien berreaba en la pequeña radio de plástico situada sobre la barandilla del porche, parecía —¿cómo se llamaba?— Caruso. Elsie hizo algo que jamás hacía: apagó la radio.
—¿Nunca has pensado en casarte? Cumplirás los dieciséis en junio.
Norma Jeane sonrió, perpleja, con la pesada plancha de hierro en alto. A pesar de su asombro, la chica tomó la precaución de no dejar la plancha apoyada sobre la tabla.
—Yo me casé muy joven, prácticamente a tu edad. También en mi caso hubo circunstancias especiales.
—¿Casarme? ¿Yo? —preguntó Norma Jeane.
—Bueno… —rió Elsie—, no iba a ser yo. No hablamos de mí.
—Pero ni siquiera tengo un novio estable.
—Sales con muchos chicos.
—Pero ninguno es mi novio. No estoy enamorada.
—¿Enamorada? —Elsie volvió a reír—. Ya te enamorarás. A tu edad, una se enamora enseguida.
—Bromeas, ¿verdad, tía Elsie? ¿Me estás tomando el pelo?
Elsie frunció el entrecejo mientras buscaba los cigarros en el bolsillo. No llevaba medias —sus piernas salpicadas de pálidas arañas vasculares se veían regordetas a la altura de las rodillas, pero todavía bien torneadas en la parte inferior— y sus pies desnudos estaban calzados con zapatillas. Vestía una bata de andar por casa, una prenda de algodón barato no demasiado limpia, con los ojales tirantes en la pechera. Sudaba más de lo que le hubiera gustado y empezaban a olerle las axilas. No estaba acostumbrada a que nadie, salvo Warren Pirig, le plantara cara en su propia casa, de modo que sus dedos se crisparon peligrosamente. ¿Qué te parecería que te diera un guantazo en esa carita de inocente, pequeña puta ladina?
¡De repente sentía tanto odio! Aunque sabía, vaya si lo sabía, que la culpa no era de Norma Jeane. El único culpable era su marido, e incluso ese pobre imbécil era inocente a medias.
Eso creía. A juzgar por lo que había visto. ¿O tal vez no lo hubiera visto todo?
Lo que había visto, lo que había estado viendo durante meses hasta que se sintió incapaz de seguir respetándose a sí misma si fingía que no lo veía, era la manera en que Warren miraba a la chica. Y eso que Warren Pirig no miraba a nadie. Cuando te hablaba desviaba la vista, como si no mereciera la pena mirarte puesto que ya te había visto antes y sabía quién eras. Incluso cuando estaba con sus compañeros de copas, a quienes apreciaba y respetaba, miraba hacia otro lado, como si no hubiera nada digno de verse, nada que, en efecto, justificara el esfuerzo. Y eso un hombre que se había lesionado el ojo izquierdo en Filipinas, en sus tiempos de boxeador aficionado en el ejército de Estados Unidos, si bien tenía visión perfecta en el ojo derecho, razón por la cual se negaba a usar gafas diciendo que no eran más que un «estorbo». Para hacerle justicia, había que reconocer que tampoco se miraba a sí mismo, al menos con atención. Casi siempre tenía demasiada prisa para afeitarse o ponerse una camisa limpia, a menos que Elsie se la diera y metiera las usadas en el fondo del cesto de la ropa sucia, donde no pudiera encontrarlas; de hecho, para ser vendedor, aunque sólo fuera de chatarra, neumáticos usados y algún que otro coche o camión de segunda mano, no podía decirse que fuera un hombre preocupado por la impresión que causaba. Había sido un hombre apuesto en su juventud, cuando estaba delgado y vestía uniforme, en los tiempos en que Elsie lo había conocido en San Fernando, a sus diecisiete años, pero hacía mucho que no era joven ni delgado ni usaba uniforme.
Tal vez Joe Louis o el presidente Roosevelt habrían conseguido llamar la atención de Warren Pirig si se le hubieran puesto delante de las narices. Pero ninguna persona corriente lo lograba, y mucho menos una cría de quince años.
Elsie vio que los ojos de ese hombre seguían a la chica, moviéndose en las cuencas como las bolas de acero de un rodamiento. Vio que la miraba como nunca había mirado a ningún otro pupilo del estado, a menos que el niño en cuestión creara problemas o diera la impresión de que estaba a punto de crearlos. Pero a Norma Jeane sí la miraba.
Nunca durante las comidas. Elsie había reparado en ese detalle, preguntándose si evitaba hacerlo deliberadamente. Porque era el único momento en que estaban sentados todos juntos, cara a cara. Warren era un hombre corpulento con un apetito voraz, convencido de que la hora de la comida era para comer y no para cotorrear, como decía él, y Norma Jeane solía guardar silencio en la mesa (aunque riera en voz baja las bromas de Elsie, nunca decía gran cosa por iniciativa propia). Tenía unos modales de señorita que le habían enseñado en el orfanato y que, en opinión de Elsie, no casaban demasiado con la casa de los Pirig, de modo que permanecía callada y tímida, aunque comiera tanto como los demás, exceptuando a Warren. Así pues, cuando estaban juntos y cara a cara, Warren no miraba a Norma Jeane, ni a nadie más, sino que por lo general leía el periódico que antes había plegado en una estrecha tira vertical; no era exactamente una grosería, porque Warren Pirig era así. Pero en otros momentos, incluso estando Elsie delante, Warren observaba a la chica como si no supiera que lo hacía, y era esa aparente indefensión suya, esa expresión débil y enfermiza en su cara —una cara castigada, señalada como el terreno montañoso en un mapa— lo que caló hondo en Elsie y le dio que pensar. Y de repente se encontró dándole vueltas al asunto incluso cuando no era consciente de ello, pese a que darles vueltas a las cosas no era propio de ella, que llevaba veinte años enemistada con algunos parientes y no se cortaba un pelo si tenía que hacer un desplante a sus antiguas amigas al cruzárselas por la calle, pero jamás rumiaba sobre esas personas; sencillamente, no pensaba en ellas. Sin embargo, ahora en su mente había un espacio sucio que contenía a su marido y a esa chica, cosa que le daba rabia, porque Elsie no era celosa ni lo había sido nunca, era demasiado orgullosa para ello. Pero ahora se había sorprendido a sí misma revisando las pertenencias de Norma Jeane en la habitación de la segunda planta, que ya en abril era como un horno con abejas zumbando bajo el alero, y lo único que había encontrado era el diario encuadernado en piel roja que la propia chica le había enseñado con anterioridad, orgullosa de ese obsequio de la directora del orfanato. Elsie había hojeado el diario con manos temblorosas (¡ella!, ¡Elsie Pirig!, ¡qué impropio de su persona!) temiendo ver algo que hubiera preferido no ver, pero en el diario de Norma Jeane no había nada interesante, o al menos nada que, con las prisas, Elsie hubiera tenido tiempo de detenerse a considerar. Había poemas, probablemente copiados de libros o aprendidos en la escuela, escritos con la esmerada caligrafía de colegiala de Norma Jeane:
Tan alto llegó el pájaro en su vuelo,
que ya no pudo decir «éste es el cielo».
Tan hondo descendió el pez en el mar,
que ya no pudo decir «no existe otro lugar».
Y:
Si el ciego puede ver,
¿qué no podré yo hacer?
A Elsie le gustó ese último, pero no entendió algunos de los otros, sobre todo los que no tenían rima, como debían tener todos los poemas.
Porque no podía detenerme para la Muerte,
ella, amablemente, se detuvo por mí;
en su coche no había nadie más que nosotros
y la Inmortalidad.
Aún más incomprensibles eran las oraciones que, según supuso Elsie, pertenecían al culto de la Ciencia Cristiana. La pobre niña parecía creer en esas patrañas y había copiado una plegaria por página:
Padre celestial,
deja que me funda con tu ser perfecto
en todo lo que es eterno —espiritual—, armonioso
y haz que el amor divino resista a todo mal
porque el amor divino es para siempre
ayúdame a amar como amas Tú.
El DOLOR no existe
La ENFERMEDAD no existe
La MUERTE no existe
La TRISTEZA no existe
Sólo el AMOR DIVINO existe ETERNAMENTE.
¿Quién podía encontrarle sentido a tamaña insensatez o, peor aún, creer en ella? Tal vez la madre enferma de Norma Jeane fuera devota de la Ciencia Cristiana y hubiera convertido a la niña; una no podía sino preguntarse si esas patrañas habían empujado a la mujer a la locura o si, una vez loca, se había aferrado a ellas como a un clavo ardiendo. Elsie volvió la página y leyó:
Padre celestial,
¡Gracias por mi nueva familia!
¡Gracias por la tía Elsie, a quien tanto quiero!
¡Gracias por el señor Pirig, que me trata bien!
¡Gracias por mi nuevo hogar!
¡Gracias por mi nueva escuela!
¡Gracias por mis nuevos amigos!
¡Gracias por mi nueva vida!
Ayuda a mi madre a recuperarse
y que la luz perpetua la ilumine
durante todos los días de su vida.
Y ayuda a mi madre a amarme
para que deje de desear hacerme daño.
Gracias, Padre celestial, AMÉN.
Elsie cerró rápidamente el diario y volvió a guardarlo en el cajón, entre la ropa interior de Norma Jeane. Se sentía como si le hubieran pegado un puntapié en el estómago. No acostumbraba a husmear entre las cosas de los demás, detestaba a los fisgones y estaba furiosa con Warren y la chica, malditos fueran, por empujarla a hacer algo así. Había decidido decirle a Warren que la chica tendría que marcharse.
¿Marcharse? ¿Adónde?
Me importa un bledo adónde. Fuera de esta casa.
¿Estás loca? ¿Vas a devolverla al orfanato sin ningún motivo?
¿Quieres que espere a tener un motivo, cabrón?
Llamar cabrón a Warren Pirig, aunque lo hicieras afligida y hecha un mar de lágrimas, era arriesgarse a que te diera un puñetazo en la cara; en cierta ocasión lo había visto derribar una puerta a golpes (aunque ella lo había perdonado porque eran circunstancias especiales: estaba borracho y lo habían provocado). Warren pesaba ciento cinco kilos la última vez que subió a la báscula del médico, y Elsie, que medía un metro cincuenta y ocho, pesaba poco más de sesenta. Era obvio que tenía todas las de perder.
Como dirían en el mundo del boxeo, eran una pareja despareja.
En consecuencia, Elsie decidió no decirle nada. Guardar las distancias, como una mujer engañada. Hacer lo que decía esa canción de Frank Sinatra que emitían constantemente por la radio: «No volveré a sonreír». Pero Warren trabajaba doce horas diarias transportando neumáticos podridos al este de Los Ángeles, a una planta de Goodyear donde compraban caucho reciclable, por el cual, el 6 de diciembre de 1941, el día anterior al bombardeo de Pearl Harbor, pagaban menos de cinco dólares la libra. («¿Cuánto te han dado hoy?», preguntaba Elsie con expectación, pero Warren miraba a un punto situado detrás de la cabeza de ella y respondía: «Apenas lo suficiente». Llevaban veintiséis años casados y Elsie todavía no sabía cuánto ganaba Warren al año.) O sea que su marido pasaba todo el día fuera y cuando llegaba a casa no estaba de humor para cháchara, como decía él. Se lavaba las manos y los antebrazos, sacaba una cerveza de la nevera, se sentaba a comer, se levantaba de la mesa en cuanto acababa y pocos minutos después ella lo oía roncar en la cama, donde se había tendido sin quitarse nada más que los zapatos. Así que por mucho que Elsie guardara las distancias y se pusiera de morros, Warren no se enteraría.
Al día siguiente tocaba hacer la colada, lo que significaba que Norma Jeane faltaría a las primeras clases de la mañana y se quedaría en casa para echar una mano a Elsie con la lavadora Kelvinator, que perdía agua, y con la centrifugadora, que siempre se quedaba atascada. Luego la ayudaría a sacar los cestos de ropa mojada al patio trasero y a tenderla (las normas del Tribunal de Menores prohibían que los tutores hicieran faltar a los niños al colegio por motivos como éste, pero Elsie sabía que Norma Jeane jamás se chivaría, a diferencia de un par de zorras ingratas que la habían denunciado en años anteriores). No era el momento más adecuado para sacar un tema tan grave, sobre todo porque Norma Jeane, alegre, sudorosa y resignada, como de costumbre, estaba haciendo la mayor parte del trabajo. Incluso tarareaba para sí, con su dulce voz titubeante, las canciones de la lista de éxitos de la semana. Allí estaba, levantando las sábanas mojadas con sus delgados brazos, sorprendentemente fuertes, y colgándolas en el tendedero mientras Elsie, que llevaba un sombrero de paja para protegerse del sol y un cigarrillo suspendido entre los labios, jadeaba como una mula vieja y cansada. De vez en cuando Elsie entraba en la casa para ir al lavabo, tomar un café o hacer una llamada telefónica, y entonces se reclinaba contra la encimera de la cocina y observaba cómo la quinceañera tendía la ropa de puntillas, como una bailarina. ¡Qué bonito culo tenía! Hasta Elsie, que no era lesbiana, sabía apreciarlo.
Marlene Dietrich sí que era lesbiana, según se rumoreaba. Igual que Greta Garbo. ¿Y Mae West?
Miró a Norma Jeane, que batallaba con la ropa mojada en el patio trasero. Las palmeras ralas y las hojas secas caídas debajo. Con cuánto cuidado tendía la chica la camiseta de deporte de Warren, que se hinchaba con el viento. Y cuando la brisa alcanzó los pantalones cortos de Warren, éstos prácticamente envolvieron la cabeza de Norma Jeane. ¡Maldito fuera Warren Pirig! ¿Qué había entre él y esa niña? ¿O acaso todo estaba en la cabeza de su marido, en esa expresión de imbécil, de deseo enfermizo, que Elsie no había visto en su cara, ni en la de ningún otro hombre, desde hacía veinte años? Era la naturaleza: los hombres caían sin pretenderlo. Ella no podía culparlo, ¿no? Y tampoco podía culparse a sí misma. Sin embargo, era su mujer y debía protegerse. Cualquier mujer necesitaría protegerse ante una jovencita como Norma Jeane. Porque ya podía ver a Warren acercándosele por detrás con un andar curiosamente elegante para un hombre de su talla, a menos que una recordara que había sido boxeador y que los boxeadores han de tener pies ágiles. Warren cubriendo con sus manazas las nalgas de la chica, como si fueran un par de melones, y ella que se gira, asombrada, y oculta la cabeza en el cuello de él, tapándole la cara con una cascada de pelo rubio pajizo.
Elsie sintió un nudo en el estómago.
—¿Cómo voy a echarla? —se preguntó en voz alta—. Nunca tendremos otra igual.
A eso de las diez y media, cuando Norma Jeane hubo terminado de tender la ropa, Elsie la envió al Instituto de Van Nuys con una carta dirigida al director para justificar el retraso:
Por favor, disculpe a mi hija Norma Jeane, que tuvo que acompañar a su madre en coche al médico porque no me sentía con fuerzas para conducir en el camino de ida y también en el de vuelta.
Era una excusa original, que Elsie no había usado antes. No quería explotar demasiado los problemas de salud de Norma Jeane, pues en el instituto podían empezar a sospechar si la joven faltaba a clase a menudo debido a lo que Elsie describía como «migraña y fuertes dolores de barriga». Era verdad que la pobre Norma Jeane padecía unos dolores de regla que Elsie jamás había experimentado a su edad, ni a ninguna otra. Tal vez debería llevarla al médico. Si es que aceptaba ir. Se tendía en su cama de la segunda planta, o en el sofá de mimbre de la planta baja para estar cerca de Elsie y se quejaba, sollozaba, a veces incluso lloraba en voz baja, la pobrecilla, con una bolsa de agua caliente sobre el vientre (cosa que por lo visto la Ciencia Cristiana permitía), aunque sin que ella se enterara, Elsie le daba aspirinas disueltas en el zumo de naranja, tantas aspirinas como consideraba que podían pasar inadvertidas, pues la tonta e ingenua cría afirmaba que las medicinas eran «antinaturales» y que si una tenía suficiente fe, Jesús te «curaría». Seguro; como si Jesús pudiera curar el cáncer, o hacer que te creciera una pierna nueva cuando te la habían amputado, o devolverte la vista en un ojo con lesiones en la retina, como el de Warren. Como si Dios pudiera hacer algo por los niños tullidos, víctimas de las Luftwaffe de Hitler, cuyas fotos publicaban en Life.
Así que Norma Jeane se marchó a la escuela mientras la ropa se secaba en el tendedero. No había mucho viento, pero brillaba un sol abrasador. A Elsie nunca dejaba de sorprenderle el hecho de que, en cuanto Norma Jeane terminaba con las tareas domésticas, aparecía el coche de uno de sus amigos frente a la puerta, le tocaban el claxon y la chica salía corriendo, sonriendo de oreja a oreja y agitando sus alborotados rizos. ¿Cómo era posible que el conductor de esa carraca (demasiado mayor para ir al instituto, pensó Elsie espiándolo a través de las cortinas del salón) supiera siquiera que Norma Jeane se había quedado en casa esa mañana? ¿Acaso ella le enviaba señales telepáticas? ¿Se trataba de una especie de radar sexual? ¿O (Elsie prefería no pensar en esta posibilidad) de un olor auténtico, como el que despiden las perras en celo y hace que todos los perros machos del vecindario se presenten jadeando y escarbando la tierra?
Los hombres caen sin pretenderlo. Una no puede culparlos, ¿no?
En ocasiones eran más de uno los que acudían a buscarla para llevarla al instituto. Entonces ella, riendo como una niña, arrojaba una moneda al aire para decidirse por un coche y un muchacho.
Uno de los misterios del diario de Norma Jeane era que en él no figuraba ni un solo nombre de chico. De hecho, aparecían pocos nombres, aparte del de Warren y el de ella, ¿y qué significaba eso?
Poemas, plegarias. Cosas incomprensibles. No era normal en una chica de quince años, ¿no?
Hablarían ahora. Era inevitable.
Elsie Pirig siempre recordaría esta conversación. Maldita fuera; la hacía sentir rencor hacia Warren: vivimos en un mundo de hombres y ¿qué puede hacer al respecto una mujer realista?
Norma Jeane dijo con timidez, en un tono que indicó a Elsie que había estado cavilando sobre el asunto desde primera hora de la mañana:
—Bromeabas cuando dijiste que debería casarme, tía Elsie, ¿verdad?
—Yo no bromearía sobre un tema semejante —respondió Elsie sacándose una hebra de tabaco de la boca.
—Me asusta la idea de casarme con cualquiera —explicó Norma Jeane, preocupada—. Una tiene que querer mucho a un hombre para unirse a él.
—Sin duda serías capaz de querer a alguno de los muchos que te rondan, ¿no? —repuso Elsie a la ligera—. He oído hablar de ti, cariño.
—¿Te refieres al señor Haring? —se apresuró a preguntar Norma Jeane, pero al ver que Elsie la miraba sin entender, dijo—: Ah, ¿te refieres al señor Widdoes? —Elsie volvió a mirarla con desconcierto, así que la joven se ruborizó y añadió—: ¡Ya no veo a ninguno de los dos! No sabía que estuvieran casados, tía Elsie, lo juro.
Elsie dio una calada al cigarrillo y sonrió ante esta revelación. Si mantenía la boca cerrada el tiempo suficiente, Norma Jeane le contaría su vida con pelos y señales. Mirándola con esa dulce carita de niña, con esos ojos intensamente azules y húmedos, y hablando con voz trémula, como si tuviera que esforzarse para no tartamudear. La expresión «tía Elsie» sonaba bien en la voz de Norma Jeane. Elsie solía pedir a sus pupilos que la llamaran así, y la mayoría lo había hecho, pero Norma Jeane había tardado casi un año en atreverse; lo intentaba y se atoraba una y otra vez con la palabra. No era de extrañar que se hubiera negado a actuar en la función de teatro del instituto, pensó Elsie. ¡Era tan sincera que no valía para actriz! Pero a partir de Navidad, cuando Elsie le hizo varios regalos, entre ellos un espejo de mano con una silueta femenina de perfil estampada en la parte trasera, Norma Jeane por fin empezó a llamarla «tía Elsie», como si fueran parientes de verdad.
Razón por la cual este trance resultaba aún más doloroso.
Razón por la cual Elsie estaba aún más furiosa con Warren.
—Tarde o temprano tendrás que hacerlo —dijo Elsie con cautela—. Así que más vale que sea temprano. Ahora que ha empezado esta horrible guerra y que todos los hombres jóvenes deben alistarse, te conviene asegurarte un marido mientras haya hombres disponibles y todavía enteros.
—¿Hablas en serio, tía Elsie? —protestó Norma Jeane—. ¿No estás bromeando?
—¿Tengo cara de estar bromeando, jovencita? —preguntó Elsie con irritación—. ¿Crees que Hitler bromea? ¿Y Tojo?
Norma Jeane cabeceó, como si tratara de aclararse las ideas.
—No lo entiendo, tía Elsie. ¿Por qué iba a casarme? Tengo sólo quince años y todavía me quedan dos cursos para terminar el bachillerato. Quiero ser…
—¡El bachillerato! —interrumpió Elsie, furiosa—. Yo me casé cuando estaba en primero y mi madre ni siquiera terminó la primaria. No necesitas ningún diploma para casarte.
—Pero soy demasiado jo-joven, tía Elsie —protestó Norma Jeane con tono plañidero.
—Ése es el problema —replicó la mujer—. Has cumplido quince años, tienes amigos jóvenes y mayores y en cualquier momento te meterás en un lío. Como dijo Warren hace unos días, los Pirig tenemos que cuidar nuestra reputación en Van Nuys. Hace veinte años que recibimos pupilos del condado de Los Ángeles, y más de una chica de las que tuvimos a nuestro cargo se complicó la vida mientras vivía bajo nuestro techo; y no eran todas malas, también hubo algunas chicas buenas que salían con hombres y nos dejaban en mal lugar. Qué hace Norma Jeane viéndose con hombres casados, dice Warren, y yo digo que es la primera noticia que tengo y él responde: «Elsie, debemos tomar medidas cuanto antes».
—¿Eso dijo el señor Pi-pirig de mí? —preguntó Norma Jeane, desconcertada—. ¡Vaya! ¡Creía que le caía bien!
—No tiene nada que ver con que le caigas bien o mal —respondió Elsie—. Se trata de lo que el condado llama «medidas de emergencia».
—¿Qué medidas? ¿Qué emergencia? —preguntó la joven—. No estoy metida en ningún lío, tía Elsie. Yo…
Pero Elsie la interrumpió otra vez, ansiosa por soltarle lo que pensaba cuanto antes, como si escupiera algo repugnante:
—Lo importante es que tienes quince años y más de un hombre te echará dieciocho, pero hasta que los cumplas de verdad estarás bajo la tutela del estado y, de acuerdo con la ley, podrías volver al orfanato en cualquier momento. A menos que te cases, desde luego.
Las palabras salieron de su boca como un aluvión y Norma Jeane se quedó aturdida, como una persona dura de oído. La propia Elsie se sentía a punto de desmayarse, embargada por la misma desagradable sensación que le subía desde las plantas de los pies cuando había un temblor de tierra. Tenía que hacerlo. ¡Que Dios me ayude!
—Pero ¿por qué iba a volver al orfanato? —preguntó Norma Jeane, asustada—. ¿Por qué iban a devolverme allí? ¡Ellos me enviaron aquí!
Elsie eludió su mirada y respondió:
—De eso hace dieciocho meses y las cosas han cambiado. Tú sabes que han cambiado. Cuando te enviaron aquí eras…, bueno, una cría. Y a veces te comportas como una mujer hecha y derecha. Nuestra conducta tiene consecuencias, sobre todo la conducta que…, bueno, quiero decir lo que uno hace con los hombres.
—Pero yo no he hecho nada malo —dijo Norma Jeane con creciente desesperación en la voz—. ¡Te lo juro, tía Elsie! ¡No he hecho nada malo! Esos hombres son decentes conmigo. Dicen que les gusta estar conmigo y sacarme a pasear. ¡Eso es todo! De verdad. Pero de ahora en adelante les diré que no; les diré que tú y el señor Pirig no me dejáis salir. ¡Lo haré!
Elsie no estaba preparada para aquella respuesta, de modo que titubeó cuando dijo:
—Pero… necesitamos la habitación. Mi hermana y sus hijos vendrán desde Sacramento a vivir con nosotros…
—Yo no necesito una habitación, tía Elsie —se apresuró a decir Norma Jeane—. Dormiré en el sofá, o en el cuarto de la lavadora…, en cualquier parte. Incluso podría dormir en uno de los coches que vende el señor Pirig. Algunos son bonitos y tienen cojines en el asiento trasero…
—Norma Jeane, el estado nunca permitiría algo así —repuso Elsie meneando la cabeza con gesto serio—. Sabes que envían inspectores.
—No me devolverás al orfanato, tía Elsie, ¿verdad? —dijo la joven cogiéndola del brazo—. ¡Creí que me tenías cariño! ¡Creí que éramos como una familia! Ay, tía Elsie, por favor. ¡Me encanta vivir en esta casa! ¡Te quiero! —hizo una pausa, jadeando. Su afligida cara estaba bañada en lágrimas y sus pupilas dilatadas reflejaban una expresión de terror animal—. ¡No me mandes al orfanato, por favor! ¡Te prometo que seré buena! ¡Trabajaré más! ¡No saldré con hombres! Dejaré el instituto y me quedaré en casa para ayudarte. También podría ayudar al señor Pirig con sus negocios. ¡Si me devuelves al orfanato, me moriré, tía Elsie! No quiero volver allí. Me suicidaré. ¡Por favor, tía Elsie!
Ahora Norma Jeane estaba en brazos de Elsie. Temblorosa, agitada, muy caliente, llorando. Elsie la estrechó con fuerza y sintió las sacudidas de sus omóplatos y la tensión de su espalda. La joven era un par de centímetros más alta que ella, de modo que se inclinaba para hacerse más pequeña, como una niña. Elsie pensó que nunca se había sentido tan mal en su vida de adulta. Ay, mierda, se sentía fatal. Si hubiera podido, habría echado a Warren a patadas y se habría quedado con Norma Jeane. Pero, naturalmente, no podía hacerlo. Vivimos en un mundo de hombres y una mujer debe traicionar a sus congéneres para sobrevivir.
Elsie siguió abrazando a la llorosa joven y se mordió el labio inferior para contener sus propias lágrimas.
—Para ya, Norma Jeane. El llanto no sirve de nada. Si sirviera, a todos nos iría mucho mejor.
2
No me casaré, ¡soy demasiado joven!
Quiero ser enfermera de las fuerzas armadas y viajar al extranjero.
Quiero ayudar a los que sufren.
A esos niños ingleses heridos y tullidos, algunos enterrados bajo los escombros. Y sus padres, muertos. Niños que no tienen a nadie que los quiera.
Quiero ser un receptáculo de amor divino. Quiero que Dios brille a través de mí. Quiero ayudar a curar a los heridos, quiero transmitirles mi fe.
Podría fugarme. Alistarme en Los Ángeles. Dios responderá a mis oraciones.
Se había quedado transfigurada de horror, con la boca abierta y laxa, la respiración rápida como la de un perro agitado y un terrible rugido barrenándole los oídos mientras miraba las fotografías de la revista Life, abierta sobre la mesa de la cocina: un niño con los ojos hinchados y un brazo amputado, un bebé envuelto en tantas vendas manchadas de sangre que sólo se le veían la boca y parte de la nariz, una niña de unos dos años con los ojos amoratados y una expresión de perplejidad en su carita demacrada. ¿Qué era lo que tenía en la mano la pequeña? ¿Una muñeca cubierta de sangre?
Warren Pirig le quitó la revista. Se la arrebató de las manos paralizadas. Su voz sonó grave, enfadada y a un tiempo indulgente, como sonaba a menudo cuando estaban a solas.
—No te conviene ver esas cosas —dijo—. No sabes lo que estás mirando.
Nunca la llamaba «Norma Jeane».
3
Se llamaban Hawkeye, Cadwaller, Dwayne, Ryan, Jake, Fiske, O’Hara, Skokie, Clarence, Simon, Lyle, Rob, Dale, Jimmy, Carlos, Esdras, Fulmer, Marvin, Gruner, Price, Salvatore, Santos, Porter, Haring, Widdoes. Eran soldados, un marinero, un marine, un ranchero, un pintor de brocha gorda, un fiador de personas en libertad condicional, el hijo del propietario de un parque de atracciones de Redondo Beach, el hijo de un banquero de Van Nuys, un trabajador de una fábrica de aviones, atletas del último curso del Instituto de Van Nuys, un maestro de la escuela dominical de Burbank, un guardia del Correccional de Los Ángeles, un mecánico de motos, el piloto de una avioneta fumigadora, un ayudante de carnicero, un empleado de correos, el hijo y asistente de un corredor de apuestas de Van Nuys, un profesor del Instituto de Van Nuys, un detective del Departamento de Policía de Culver City. La llevaban a las playas de Topanga, Will Rogers, Las Tunas, Santa Mónica y Venice. La llevaban al cine. La llevaban a bailar. (A Norma Jeane le daba vergüenza bailar los «lentos», pero era fantástica en las piezas movidas, que bailaba con los ojos cerrados, como si estuviera hipnotizada, y un brillo de piedra preciosa en la piel. ¡Y se movía al ritmo del hula-hula como una nativa de Hawái!) La llevaban a la iglesia y a las carreras en Casa Grande. La llevaban a patinar. La llevaban a pasear en canoa y se sorprendían cuando, a pesar de ser una chica, insistía en remar y lo hacía bien. La llevaban a jugar a los bolos. La llevaban al bingo y a las salas de billar. La llevaban a ver partidos de béisbol. La llevaban de excursión dominical a las montañas de San Gabriel. La llevaban en coche por la autopista de la costa, o hacia el norte, hasta Santa Bárbara; otras veces hacia el sur, hasta Oceanside. La llevaban a dar románticos paseos en automóvil a la luz de la luna, con el luminoso océano Pacífico a un lado, las oscuras colinas arboladas al otro, el viento agitando su cabello y chispas de los cigarrillos del conductor volando en la noche, aunque pasados los años confundiría estos paseos con escenas de películas que había visto o creía haber visto. No me tocaban donde yo no quería que lo hicieran. No me obligaban a beber. Me respetaban. Lustraba mis zapatos blancos todas las semanas, mi pelo olía a champú y mi ropa tenía la fragancia de la ropa recién planchada. Si me besaban, yo mantenía la boca cerrada. Sabía que debía apretar los labios con fuerza. Y cerraba los ojos. Rara vez me movía. Mi respiración se aceleraba, pero nunca gemía. Dejaba las manos sobre el regazo, aunque a veces levantaba el antebrazo para apartar con suavidad al hombre. El más joven tenía dieciséis años y estaba en el equipo de fútbol del instituto. El mayor tenía treinta y cuatro años: era el detective de Culver City cuyo matrimonio Norma Jeane había descubierto demasiado tarde.
¡El detective Frank Widdoes! Un poli de Culver City que a finales del verano de 1941 investigaba un asesinato en Van Nuys. Habían hallado un cuerpo acribillado a balazos en un lúgubre barrio a las afueras de Van Nuys, junto a las vías del tren, y tras la identificación de la víctima como el testigo de un asesinato ocurrido en Culver City, Widdoes acudió a interrogar a los residentes de la zona. Y mientras estaba examinando el escenario del crimen vio llegar por un camino de tierra a una chica en bicicleta, una chica de cabello rubio oscuro que pedaleaba despacio, con aire distraído, ajena a las miradas del policía vestido de civil que al principio la tomó por una cría de doce años, aunque rápidamente descubrió que era mayor, que acaso tuviera diecisiete, pues vio un busto de mujer bajo el ceñido jersey color mostaza y un trasero con forma de corazón, igual que el de Betty Grable en el cartel donde aparecía en bañador, bajo los diminutos pantalones cortos de pana blanca, y cuando la detuvo para preguntarle si había visto algo «sospechoso» en la zona, observó que tenía unos espectaculares ojos azules, unos preciosos ojos cristalinos y soñadores que no parecían mirarlo a él, sino a algo situado en su interior, como si él ya la conociera, y aunque él no la conocía, ella pensó que la conocía y tenía derecho a interrogarla, a detenerla y obligarla a sentarse a su lado en el coche policial sin identificación durante tanto tiempo como quisiera, o como la «investigación» requiriera, y tenía una cara que él no podría olvidar, también con forma de corazón, un hoyuelo, la nariz un pelín grande y los dientes ligeramente torcidos, cosa que le añadía encanto, pensó él, le daba aspecto de plácida normalidad, pues al fin y al cabo era una cría pese a su aspecto de mujer, una cría que lucía su cuerpo de mujer como una niña disfrazada con ropas de adulta, una cría que en cierto modo parecía consciente de su atractivo y se recreaba en él (el ceñido jersey, su manera de sentarse con una perfecta pose de modelo, respirando hondo para expandir su caja torácica, y sus piernas bronceadas también perfectas bajo los pantalones cortos que apenas le cubrían la entrepierna) y al mismo tiempo parecía ignorarlo. Si le hubiera ordenado que se desnudara, ella lo habría hecho, sonriente, deseosa de complacer, y habría parecido más inocente aún, más hermosa; si lo hubiera hecho —aunque no lo hizo, naturalmente—, pero si lo hubiera hecho, habría merecido la pena, incluso si después se hubiera convertido en estatua de piedra o los lobos lo hubieran devorado vivo.
De modo que había visto a la chica varias veces. Viajaba a Van Nuys y la esperaba cerca del instituto. ¡No la tocaba! No de esa manera. De hecho, apenas si le ponía las manos encima. Sabía que la chica era menor de edad y era consciente de los problemas profesionales que podía crearle, por no mencionar los de pareja, pues había engañado a su mujer con anterioridad y ella lo había pillado. Además, descubrió que la chica, Norma Jeane, estaba bajo la tutela del estado. Era una pupila del condado de Los Ángeles que vivía con una familia de acogida en Reseda Street, una calle de bungalows miserables y jardines marchitos, y su padre adoptivo era propietario de un garaje de venta de coches, camiones y motos de segunda mano, entre otras cosas, y había un permanente olor a goma quemada en el aire, una bruma azulada sobre el barrio, y Widdoes podía imaginar el interior de la casa, pero decidió no investigar, mejor no, pues podía salirle el tiro por la culata y, en cualquier caso, ¿qué iba a hacer él?, ¿adoptar a la chica? Tenía sus propios hijos, que ya le costaban lo suyo. Norma Jeane le inspiraba compasión, de modo que le daba dinero, billetes de uno o cinco dólares, para que «se comprara algo bonito». Todo era muy inocente en realidad. Ella era de la clase de chica que obedece, o está dispuesta a obedecer, así que si eres un hombre responsable, te cuidas bien de lo que le pides. Cuando depositan su confianza en ti, la tentación es mucho mayor que cuando desconfían. Y con su edad. Con ese cuerpo. No era sólo la placa (ella admiraba la placa, le «encantaba» la placa, siempre quería mirarla, igual que la pistola; había preguntado si podía tocar la pistola y Widdoes había reído y respondido que adelante, por qué no, siempre que permaneciera en la funda y con el seguro puesto), sino también su aire de autoridad, porque cuando uno lleva once años en la policía adquiere un aire de autoridad, interrogando a la gente, dando órdenes, o sea que los demás prevén que si se resisten, lo lamentarán, lo saben intuitivamente, porque somos capaces de adivinar en la presencia física de otro un poder que llevado al límite, y ese límite no es negociable, puede hacernos daño. Sin embargo, todo era muy inocente en realidad. Las cosas no siempre son lo que aparentan. Como buen detective, Widdoes lo sabía. Norma Jeane sólo tenía tres años más que su hija. Pero esos tres años eran cruciales. Era mucho más lista de lo que parecía a primera vista. De hecho, en varias ocasiones lo había sorprendido. Los ojos y la voz de niña engañaban. La joven era capaz de hablar con seriedad de las mismas cosas de las que hablaría cualquier adulto (la guerra, el «significado de la vida»). Tenía sentido del humor. Se reía de sí misma. Quería ser «cantante con Tommy Dorsey». Quería ser oficial del Cuerpo Femenino del Ejército. Quería ingresar en la Escuela Femenina de Vuelo de las Fuerzas Aéreas, sobre la cual había leído en los periódicos. Quería ser médico. Le dijo a Widdoes que era «la única nieta viva» de la mujer que había fundado el movimiento de la Ciencia Cristiana, que su madre, muerta en un accidente de aviación sobre el Atlántico en 1934, había sido una actriz de Hollywood contratada por La Productora como doble de Joan Crawford y Gloria Swanson, y que su padre, a quien no veía desde hacía años, era productor en Hollywood y a la sazón comandante de la marina en el Pacífico Sur, y aunque Widdoes no creyó ninguna de esas afirmaciones, escuchaba a la joven como si la creyera, o como si intentara creerla, y ella parecía agradecida por su amabilidad. Le permitía besarla siempre y cuando no la obligara a abrir los labios, cosa que él no hizo. Se dejaba besar en la boca, el cuello y los hombros, pero sólo si llevaba los hombros al descubierto. Se ponía nerviosa si él le tocaba la ropa, si pretendía bajar cremalleras o desabrochar botones. Esa turbación infantil resultaba conmovedora para él, un rasgo de personalidad que evocaba a los de su hija. Ciertas cosas están permitidas; otras no. Pero Norma Jeane accedía a que le acariciara los aterciopelados brazos, e incluso las piernas hasta mitad del muslo; dejaba que le acariciara su largo cabello ondulado y se lo cepillara. (¡Ella misma le daba el cepillo! Decía que su madre solía hacerlo cuando era pequeña, ¡y ella la echaba tanto de menos!)
Durante esos meses, Widdoes frecuentó a varias mujeres. No veía a Norma Jeane como una mujer. Quizá fuera el sexo lo que lo había empujado a ella, pero no era sexo lo que obtenía de la joven. Al menos no de una manera de la cual la chica fuera consciente o pudiera reconocer como tal.
¿Cómo terminó todo entre ellos? Inesperadamente. De golpe. A causa de un incidente que Widdoes deseaba que no llegara a oídos de nadie, y mucho menos a los de sus superiores del Departamento de Policía de Culver City, donde Frank tenía un expediente con varias quejas por «abuso de autoridad» mientras efectuaba un arresto. Y aquello no era un arresto. Una tarde de marzo de 1942 había quedado con Norma Jeane en una esquina, a pocas manzanas de Reseda, y por primera vez la joven no estaba sola. La acompañaba un muchacho y parecían enfrascados en una discusión. Él era un tipo corpulento de unos veinticinco años, con pinta de mecánico, vestido con ropa hortera y barata, y Norma Jeane lloraba porque el tal «Clarence» la había seguido y no la dejaba en paz por mucho que ella insistiera, de modo que Widdoes le gritó que se fuera a tomar por el culo y Clarence le respondió algo que no debía, o que nunca habría dicho si hubiera estado sobrio o hubiera tenido ocasión de mirar mejor a Widdoes, que sin decir otra palabra bajó del coche y ante la mirada horrorizada de Norma Jeane desenfundó la Smith & Wesson y le cruzó la cara con ella al muy cabrón, rompiéndole la nariz y produciendo un reguero de sangre con ese único golpe; y cuando Clarence cayó de rodillas sobre la acera, Widdoes le asestó otro golpe en la nuca y el imbécil se desplomó en el suelo en el acto, sin sentido, moviendo las piernas entre espasmos. Entonces Widdoes empuja a Norma Jeane hasta el coche, la obliga a subir y arranca, pero la chica está paralizada de miedo, literalmente paralizada, rígida e inmóvil, tan asustada que no parece oír las palabras de Widdoes, que aunque destinadas a tranquilizarla, quizá suenen furiosas, rencorosas. Incluso más tarde no dejará que él la toque, ni siquiera la mano. Y Widdoes tiene que admitir que él también está asustado ahora que ha tenido tiempo de pensar en lo ocurrido. Algunas cosas están permitidas y otras no, y él ha cruzado el límite en un lugar público, ¿y si hubiera habido testigos?, ¿y si el muchacho hubiera muerto? Naturalmente, no querría que una cosa así se repitiera. De modo que no volvió a ver a la pequeña Norma Jeane. Ni siquiera para despedirse de ella.
4
Ella empezaba a olvidar.
En virtud de cierto mecanismo mágico asociaba el olvido con el período menstrual, que veía como una forma de eliminar veneno más que como una hemorragia. Le ocurría una vez cada tantas semanas y era algo bueno, necesario; las jaquecas, la piel febril, las náuseas y los dolores no eran reales, sino indicios de su debilidad. Tía Elsie le había explicado que era un fenómeno natural y que toda chica debía soportarlo. Lo llamaban «la maldición», pero Norma Jeane nunca empleaba ese término. Porque procedía de Dios y en consecuencia sólo podía ser una bendición.
«Gladys» ya no era un nombre que pronunciara en voz alta, ni tampoco para sí. Cuando mencionaba a su madre en este nuevo lugar (cosa que hacía rara vez y únicamente delante de tía Elsie), decía «mi madre» con voz serena y neutral, como quien dice «mi profesor de literatura» o «mi jersey nuevo» o «mi tobillo». Nada más.
Pronto, despertaría una mañana y descubriría que el recuerdo de «mi madre» se había desvanecido de la misma manera en que la regla, después de tres o cuatro días de seguir su curso natural, desaparecía tan misteriosamente como había empezado.
El veneno ha desaparecido. Y otra vez soy feliz. ¡Tan feliz!
5
Norma Jeane era una chica alegre, siempre risueña.
Aunque su risa era extraña, inarmónica: aflautada y chillona como la de un ratón (que así la llamaban a la pobre) aplastado por un pie.
Daba igual. Ella reía a menudo porque era feliz y porque los demás reían, de modo que hacía lo mismo en su presencia.
En el Instituto de Van Nuys era una alumna del montón.
Una chica del montón, salvo por su aspecto.
Una chica del montón, salvo por la expresión tensa, nerviosa, excitable y la tendencia a ruborizarse.
Candidata a animadora. Sólo las chicas más bonitas y populares, con buena figura y habilidades atléticas, eran elegidas animadoras, pero allí estaba Norma Jeane, sudando y mareándose durante las pruebas en el gimnasio. Ni siquiera recé, porque creía que no tenía sentido importunar a Dios por una causa perdida. Llevaba semanas practicando las cancioncillas y se las sabía de memoria, igual que los saltos, las contorsiones de la columna, las aperturas de brazos y piernas; se consideraba tan capaz como cualquier otra chica del instituto, pero a medida que se acercaba la hora se sentía más débil y asustada, la voz empezaba a fallarle y al final no consiguió pronunciar palabra y tenía tan poca fuerza en las rodillas que prácticamente se desplomó sobre la colchoneta. Un silencio incómodo descendió sobre las cuarenta jovencitas reunidas aquella tarde en el gimnasio. La capitana de las animadoras se apresuró a decir con tono expeditivo y alegre:
—Gracias, Norma Jeane. ¿Quién es la siguiente?