Blaze

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Memoria

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Por Stephen King

Los recuerdos son caprichosos; si dejas de perseguirlos y les das la espalda, a menudo regresan por sí mismos. Eso es lo que Kamen dice. Yo le aseguro que nunca perseguí el recuerdo de mi accidente. Algunas cosas, digo yo, están mejor en el olvido.

Quizá, pero tampoco importa. Eso es lo que Kamen dice.

Me llamo Edgar Freemantle. Solía realizar grandes negocios en el mundo de la construcción. Eso fue en Minnesota, en mi otra vida. En ella era un genuino triunfador americano, me abrí camino como un hijo de puta y, para mí, todo salió bien. Cuando Minneapolis-St. Paul prosperaba, también lo hacía la Compañía Freemantle. En épocas de vacas flacas, nunca trataba de forzar las cosas. Pero seguía mis corazonadas, y la mayoría de ellas salían bien. Cuando cumplí los cincuenta, Pam y yo poseíamos una fortuna de cuarenta millones de dólares. Y lo que hubo entre nosotros aún funcionaba. Miraba a otras mujeres de tanto en cuanto, pero nunca me aparté del buen camino. Al final de nuestra particular Edad Dorada, una de nuestras hijas estaba en Brown y la otra enseñaba en un programa de intercambio extranjero. Justo antes de que las cosas empeoraran, mi mujer y yo estábamos planeando ir a visitarla.

Tuve un accidente en una obra. Eso es lo que ocurrió. Me hallaba en mi camioneta. El lado derecho de mi cráneo quedó aplastado. Mis costillas se rompieron. Mi cadera derecha se hizo añicos. Y aunque conservé el sesenta por ciento de la vista en el ojo derecho (más en un día bueno), perdí casi todo el brazo derecho.

Se suponía que iba a perder la vida, pero no fue así. Después se suponía que me convertiría en un Simpson Vegetal, un Homer Comatoso, pero eso tampoco ocurrió. Cuando recobré el conocimiento era un americano confundido, pero lo peor había pasado. Para entonces, mi mujer también había pasado. Ahora está casada con un tipo que es dueño de una cadena de boleras. A mi hija mayor le gusta. La más joven cree que es un salido. Mi mujer dice que ya se le pasará.

Quizá sí, quizá no. Eso es lo que Kamen dice.

Cuando digo que estaba confundido, quiero decir que al principio no reconocía a la gente, o no sabía qué había sucedido, o por qué notaba un dolor tan terrible. Ya no puedo recordar la cualidad y el grado de aquel dolor. Sé que era insoportable, pero eso es bastante abstracto. Como la fotografía de una montaña en la revista

National Geographic. En aquel momento no era abstracto. En aquel momento se parecía más a escalar una montaña.

Quizá lo peor fuera el dolor de cabeza. No remitía. Tras mi frente siempre era medianoche en la mayor relojería del mundo. Como mi ojo derecho estaba jodido, veía el mundo a través de una película de sangre, y apenas sabía lo que era el mundo. Pocas cosas poseían nombre. Recuerdo un día que Pam estaba en la habitación (todavía me encontraba en el hospital, esto fue antes de la clínica de reposo), junto a mi cama. Yo sabía quién era, pero estaba sumamente enfadado porque ella seguía de pie cuando había una de esas cosas sobre las que apoyas directamente el culo.

—Acerca el amigo —dije—. Siéntate en el amigo.

—¿Qué quieres decir, Edgar? —preguntó.

—¡El amigo, el compinche! —grité—. ¡Acerca el puñetero colega, zorra estúpida!

Mi cabeza me estaba matando y ella empezó a lloriquear. La odié por eso. No tenía motivos para ponerse a llorar, no era ella la que estaba en la jaula, observándolo todo a través de un borrón rojo. Ella no era el mono en la jaula.

—¡Acerca el camarada y siéntete, por el amor de Dios!

Era lo más cercano a

silla a lo que llegaba mi retumbante y jodido cerebro.

Estaba enfadado todo el tiempo. Había dos enfermeras viejas a las que llamaba Coño Seco Uno y Coño Seco Dos, como si fueran personajes de un sucio relato de Dr. Seuss. Había un voluntario al que llamaba Pastillas, no tenía ni idea de por qué, pero aquel apodo también encerraba algún tipo de connotación sexual. Al menos para mí. A medida que recuperaba las fuerzas, trataba de pegar a la gente. En dos ocasiones intenté apuñalar a Pam, y la primera vez tuve éxito, aunque fue con un cuchillo de plástico. Aun así tuvieron que ponerle puntos en el antebrazo. En cuanto a mí, aquel día tuvieron que atarme.

Esto es lo que recuerdo más claramente de aquella parte de mi otra vida: una calurosa tarde hacia el final de mi estancia en la cara clínica de reposo, el aire acondicionado estropeado, atado en la cama, un culebrón en la televisión, mil campanas repicando en mi cabeza, el dolor que abrasaba el lado derecho de mi cuerpo como un atizador, el picor de mi brazo perdido, el temblor de mis dedos perdidos, el dosificador de morfina junto a la cama soltando un apagado DONG que significaba que no podía tener más durante un rato, y una enfermera que sale nadando de lo rojo, una criatura acercándose a mirar al mono de la jaula, y la enfermera dice:

—¿Está preparado para hablar con su mujer?

Y yo digo:

—Solo si ha traído una pistola con la que dispararme.

Crees que esa clase de dolor no pasará, pero lo hace. Me mandaron a casa, el rojo empezó a escurrirse de mi vista, y apareció Kamen. Es un psicólogo especializado en hipnoterapia. Me enseñó algunos trucos ingeniosos para controlar los dolores y picores fantasmas de mi brazo perdido. Y me trajo a Reba.

—Esta no es una terapia psicológica adecuada para el tratamiento de la ira —dijo el doctor Kamen, aunque supongo que tal vez mintió para hacer a Reba más atractiva.

Me explicó que debía darle un nombre odioso, así que le puse el de una tía mía que cuando era pequeño me pellizcaba los dedos si no me acababa la verdura. Entonces, menos de dos días después, olvidé su nombre. Solo podía pensar en nombres de chico, cada uno de los cuales me ponía más furioso: Randall, Russell, Rudolph, incluso el jodido River Phoenix.

Llegó Pam con mi comida y pude ver que se armaba de valor para hacer frente a uno de mis arrebatos. Pero aunque había olvidado el nombre de la esponjosa muñeca rubia de trapo, recordaba cómo se suponía que debía usarla en esa situación.

—Pam —dije—, necesito cinco minutos para recuperar el control. Puedo hacerlo.

—¿Estás seguro…?

—Sí, simplemente llévate ese codillo de jamón de aquí y retócate el maquillaje. Puedo hacerlo.

No sabía si podría o no, pero eso era lo que se suponía que debía decir: «Puedo hacerlo». Era incapaz de recordar el puto nombre de la muñeca, pero recordaba el «Puedo hacerlo». Una cosa clara sobre la parte convaleciente de mi otra vida es el modo en que seguía diciendo «Puedo hacerlo» incluso cuando sabía que estaba jodido, doblemente jodido, jodido como un muerto bajo un aguacero.

—Puedo hacerlo —repetí, y ella se retiró sin una palabra, con la bandeja todavía en las manos y la taza repiqueteando contra el plato.

Cuando se hubo marchado, sostuve la muñeca frente a mi rostro, mirando sus estúpidos ojos azules mientras mis dedos desaparecían en su estúpido cuerpo flexible.

—¿Cómo te llamas, puta cara de murciélago? —le grité.

Nunca se me ocurrió que Pam estuviera escuchando a través del intercomunicador de la cocina, ella y la enfermera de la mañana. Pero aunque el aparato hubiera estado estropeado, habrían podido oírme a través de la puerta. Tenía buena voz aquel día.

Sacudí a la muñeca con violencia. Su cabeza se movía de un lado a otro y su pelo de pega volaba. Sus ojos de cartón parecían decir: «¡Aayyy, hombre malo!».

—¿Cómo te llamas, zorra? ¿Cómo te llamas, hija de puta? ¿Cómo te llamas, sinvergüenza barata? ¡O me dices tu nombre o te mato! ¡O me dices tu nombre o te mato! ¡O me dices tu nombre o te saco los ojos y te arranco la nariz y te corto las…!

Entonces mi mente sufrió un cortocircuito, algo que todavía me pasa hoy día, cuatro años más tarde, aunque con mucha menos frecuencia. De repente estaba en mi camioneta, con el sujetapapeles traqueteando contra mi vieja fiambrera de acero en el hueco para los pies, bajo la guantera (dudo que fuera el único millonario trabajador en América que llevase una fiambrera, pero probablemente podrían contarse por docenas), y el PowerBook a mi lado, en el asiento. Y en la radio una voz de mujer gritó con fervor evangélico: «¡Era ROJO!». Solo dos palabras, pero con dos bastaba. Era esa canción acerca de una pobre mujer que mete a su bonita hija a prostituta. «Fancy», de Reba Mclntire.

Apreté la muñeca contra mí.

—Te llamas Reba. Reba-Reba-Reba. Nunca más lo olvidaré.

Sí lo olvidé, pero la siguiente vez no me enfadé. No. La sostuve contra mí como a una pequeña amante, cerré los ojos, y visualicé la camioneta destrozada en el accidente. Visualicé mi fiambrera de acero traqueteando contra el sujetapapeles, y la voz de la mujer salió de la radio una vez más, exultante, con el mismo fervor evangélico: «¡Era ROJO!».

El doctor Kamen llamó a aquello un gran avance. Mi mujer parecía mucho menos entusiasmada, y el beso que posó en mi mejilla fue de la variedad obligada. Aproximadamente dos meses después me dijo que quería el divorcio.

Por entonces el dolor había disminuido considerablemente o mi mente realizaba ciertos ajustes cruciales a la hora de tratar con él. El dolor de cabeza siempre volvía, pero con menos frecuencia y raramente con tanta violencia. Siempre me encontraba más que preparado para tomar la Vicodina a las cinco y la OxyContina a las ocho (hasta que me los tomaba apenas podía andar con mi muleta canadiense de color rojo brillante), pero mi cadera reconstruida empezaba a soldarse.

Kathi Green, la Reina de la Rehabilitación, venía a Casa Freemantle los lunes, miércoles y viernes. Antes de nuestras sesiones se me permitía tomar una Vicodina extra, y aun así, cuando terminábamos con el ejercicio de doblar las piernas, que era nuestro apoteósico número final, mis gritos inundaban la casa. La habitación de juegos que había en el sótano se había convertido en una sala de terapia, contaba incluso con una bañera de hidromasaje en la que podía entrar y de la que podía salir por mí mismo. Tras dos meses de fisioterapia (esto sería unos seis meses después del accidente) empecé a bajar allí yo solo por la noche. Kathi dijo que si hacía ejercicio un par de horas antes de acostarme liberaría endorfinas y dormiría mejor. No sé nada acerca de las endorfinas, pero empecé a dormir un poco más.

Fue durante uno de aquellos entrenamientos vespertinos cuando la que había sido mi mujer durante un cuarto de siglo bajó por la escalera y me dijo que quería el divorcio.

Dejé lo que estaba haciendo (abdominales) y la miré. Estaba sentado en una colchoneta. Ella estaba al pie de la escalera, prudentemente al otro lado de la estancia. Podría haberle preguntado si hablaba en serio, pero allí había bastante luz (aquellos fluorescentes alineados) y no fue necesario. De todas formas, no creo que sea la clase de cosas con la que las mujeres bromean seis meses después de que sus maridos casi hayan muerto en un accidente. Podría haberle preguntado por qué, pero lo sabía. Podía ver la pequeña cicatriz blanca de su brazo en el lugar donde la había apuñalado con el cuchillo de plástico de la bandeja del hospital, y eso era realmente lo de menos. Pensé en cuando le dije, no hacía tanto, que se llevara el codillo de jamón y se retocara el maquillaje. Pensé en pedirle que lo meditara, pero la ira regresó. En aquellos días, lo que el doctor Kamen llamaba «ira inapropiada» volvía a menudo. Y lo que sentía justo en ese momento no parecía en absoluto tan inapropiado.

No tenía puesta la camisa. Mi brazo derecho terminaba nueve centímetros por debajo de mi hombro. Lo sacudí hacia ella (eso era lo mejor que podía hacer con el músculo que quedaba).

—Este soy yo mostrándote un dedo —dije—. Lárgate de aquí si es lo que quieres. Lárgate, zarza traidora.

Las primeras lágrimas habían empezado a deslizarse por su rostro, pero trató de sonreír.

—Zorra, Edgar —dijo—. Lo que quieres decir es zorra.

—La palabra es la que yo digo que sea —contesté, y comencé a hacer abdominales de nuevo. Hacerlos cuando te falta un brazo es duro de la hostia; tu cuerpo quiere empujar y hacerte girar hacia ese lado—. Yo no te habría dejado a ti, esa es la cuestión. No te habría dejado. Habría aguantado la mierda y la sangre y las meadas y la cerveza derramada.

—Es diferente —dijo ella. No hacía ningún esfuerzo por enjugarse las lágrimas—. Es diferente y lo sabes. Yo no podría partirte en dos si me diera un ataque de furia.

—Sería un trabajo de la hostia partirte en dos con un solo bazo —dije; hacía los abdominales más deprisa.

—Me clavaste un cuchillo.

Como si ese fuera el motivo.

—No era más que un rodillo de plástico, estaba medio fuera de mí, y tus últimas palabras en tu jodido lecho de muerte serán: «Eddie me contrató un rodillo de plástico, adiós mundo cruel».

—Intentaste estrangularme —dijo ella en un tono de voz que apenas pude oír.

Dejé de hacer abdominales y la miré boquiabierto.

—¿Que yo te estrangulé? ¡Nunca he intentado estrangularte!

—Sé que no lo recuerdas, pero lo hiciste.

—Cállate —dije—. Quieres el divorcio, y tendrás el divorcio. Pero vete a hacer el caimán a otra parte. Lárgate de aquí.

Subió la escalera y cerró la puerta sin mirar atrás. Cuando se marchó me di cuenta de lo que había querido decir: lágrimas de cocodrilo. Vete a derramar tus lágrimas de cocodrilo a otra parte.

Oh, bueno. Casi como el rock and roll. Eso es lo que Kamen dice. Y yo fui el que terminó largándose.

Sin contar a Pamela Gustafson, en mi otra vida nunca tuve un socio. No obstante, tenía un contable en el que confiaba, y fue Tom Riley el que me ayudó a trasladar las pocas cosas que necesitaba de la casa, en Mendota Heights, a una pequeña casita que teníamos en el lago Phalen, a treinta kilómetros de distancia. Tom, que se había divorciado dos veces, se mostró preocupado por mí todo el camino.

—No deberías dejarle la casa en una situación como esta —dijo—. No a menos que el juez te eche. Es como entregar la ventaja de campo en los

play offs.

Kathi Green, la Reina de la Rehabilitación, solo tenía un divorcio bajo su cinturón, pero Tom y ella estaban en la misma longitud de onda. Ella creía que yo estaba chalado por mudarme. Estaba sentada en el porche que daba al lago, llevaba leotardos y tenía las piernas cruzadas, me sostenía los pies y me miraba con adusta indignación.

—¿Solo por haberla pinchado con un cuchillo de plástico de hospital cuando apenas podías recordar tu propio nombre? Tras un traumatismo, los cambios de humor y la pérdida de memoria son normales. Tú sufriste tres hematomas subdurales, ¡por el amor de Dios!

—¿Estás segura de que no es hematomas? —le pregunté.

—Al diablo —dijo—. Y si tuvieras un buen abogado, podrías conseguir que pagara por ser tan blandengue. —Algunos cabellos se habían soltado de su coleta, que la llevaba al estilo de la Gestapo de la Rehabilitación, y se los apartó de la frente con un soplido—. Debería pagar por ello. Lee mis labios, Edgar: «Nada de todo esto es culpa tuya».

—Dice que traté de estrangularla.

—Y aunque así fuera, que te estrangule un inválido manco debe de ser muy sobrecogedor. Vamos, Eddie, haz que pague. Estoy segura de que me estoy extralimitando en mis funciones, pero no me importa. No debería estar haciendo lo que está haciendo. Haz que pague.

No mucho después de que me instalara en la casa del lago Phalen, las chicas (las mujeres jóvenes) vinieron a verme. Trajeron una cesta con la merienda y nos sentamos en el porche que daba al lago y miramos el agua y mordisqueamos los sándwiches. El día del Trabajo ya había pasado, y la mayoría de los juguetitos flotantes se habían guardado para otro año. En la cesta había también una botella de vino, pero solo bebí un poco. Con los calmantes, el alcohol me pega fuerte; una sola copa bastaría para que acabara arrastrándome como un borracho. Las chicas (las mujeres jóvenes) se terminaron el resto entre las dos, y eso hizo que se soltaran. Melissa, de regreso de Francia por segunda vez desde mi desventurada discusión con la grúa e infeliz por ello, me preguntó si todos los adultos de cincuenta tenían esos desagradables interludios regresivos, y que si ella debía esperar lo mismo. Ilse, la más joven, empezó a llorar, apoyada en mí, y me preguntó por qué no podía ser como era, por qué no podíamos nosotros (queriendo decir su madre y yo) ser como éramos.

El mal humor de Lissa y las lágrimas de Ilse no eran lo que se dice agradables, pero al menos fueron sinceras, y reconocí ambas reacciones en todos los años que las chicas habían pasado creciendo en la casa en la que vivía con ellas; aquellas respuestas me eran tan familiares como el lunar en el mentón de Ilse o la apenas visible línea vertical entre los ojos de Lissa, que con el tiempo se hundiría en un surco como el de su madre.

Lissa quería saber qué iba a hacer. Le contesté que no lo sabía, y en cierto modo era verdad. Había recorrido una larga distancia hasta decidir acabar con mi vida, pero sabía que, si lo hacía, debía parecer un accidente. No dejaría que ellas dos, que acababan de empezar su propia vida con entradas nuevas en el cinturón, cargaran con la culpa residual del suicidio de su padre. Ni dejaría una carga de remordimientos en la mujer con quien una vez compartí un batido en la cama, los dos desnudos y riendo y escuchando a la Plastic Ono Band en el equipo de música.

Después de haber tenido la oportunidad de desahogarse —después de un «completo y total intercambio de sentimientos», en el lenguaje de Kamen—, las cosas se calmaron, y mi recuerdo es que verdaderamente pasamos una tarde agradable, mirando viejos álbumes de fotos que Ilse encontró en un cajón y rememorando el pasado. Creo que incluso nos reímos una o dos veces, pero no se puede confiar en todos los recuerdos de mi otra vida. Kamen dice que, en lo que se refiere al pasado, todos amañamos la baraja. Quizá sí, quizá no.

Hablando de Kamen, él fue la siguiente visita que recibí en Casa Phalen. Debió de ser tres días

más tarde. O tal vez seis. Como muchos otros aspectos de mi memoria durante aquellos meses postaccidente, mi sentido del tiempo estaba bastante chungo. No le había invitado; tenía que agradecérselo a la dominatrix de mi rehabilitación.

Aunque seguramente no tenía más de cuarenta años, Xander Kamen caminaba como un hombre mucho mayor y respiraba con dificultad incluso cuando estaba sentado, espiando el mundo a través de unas gafas de cristales gruesos y sobre la enorme pera que tenía por barriga. Era muy alto y muy afroamericano, con rasgos tan marcados que no parecían reales. Aquellos ojos grandes de mirada fija, aquel mascarón de proa que era su nariz y aquellos labios totémicos eran imponentes. Kamen parecía un dios menor vestido con un traje de Men’s WearhoIlse. También parecía un candidato excelente a sufrir un fatal ataque al corazón o una embolia antes de su cincuenta cumpleaños.

Rechazó mi oferta de una taza de café o una Coca-Cola diciendo que no podía quedarse, y luego puso su maletín a su lado, en el sofá, como para contradecir lo anterior. Se hundió a cinco brazas de profundidad junto al apoyabrazos (y cada vez más, a medida que pasaba el tiempo; temí por los muelles), me miraba y resollaba con benevolencia.

—¿Qué te trae hasta aquí? —le pregunté.

—Oh, Kathi me ha dicho que estás planeando suicidarte —dijo. Podía haber usado el mismo tono para decir: «Kathi me ha dicho que estás dando una fiesta en el jardín y que hay rosquillas recién hechas»—. ¿Es verdad?

Abrí la boca y luego volví a cerrarla. Una vez, cuando tenía diez años y vivía en Eau Claire, cogí un tebeo del expositor de un supermercado, me lo metí en los vaqueros y lo tapé con la camiseta. Cuando salía por la puerta, creyéndome muy listo, una dependienta me agarró del brazo. Me levantó la camiseta con la otra mano y dejó a la vista mi malogrado tesoro. «¿Cómo ha llegado eso ahí?», preguntó.

Nunca en los cuarenta años que habían transcurrido desde entonces me había quedado tan completamente paralizado por una respuesta a una pregunta sencilla.

—Eso es ridículo. No sé de dónde puede haber sacado esa idea —dije finalmente, mucho después de que la respuesta tuviera alguna importancia.

—¿No?

—No. ¿Seguro que no quieres una Coca-Cola?

—Gracias, pero paso.

Me levanté y saqué una del frigorífico de la cocina. Metí la botella firmemente entre el muñón y el costado del pecho (posible pero doloroso; no sé lo que puedes haber visto en las películas, pero las costillas rotas duelen durante mucho tiempo), y le quité el tapón con la mano izquierda. Soy zurdo. En eso tuviste suerte, muchacho, como dice Kamen.

—En cualquier caso, me sorprende que la tomaras en serio —dije mientras volvía—. Kathi es una fisioterapeuta de narices, pero no es psicoanalista. —Hice una pausa antes de sentarme—. En realidad, tú tampoco. Técnicamente.

Kamen se llevó la mano detrás de una oreja que parecía más o menos del tamaño de un escritorio.

—¿Oigo… ruido de trinquetes? ¡Creo que sí!

—¿De qué estás hablando?

—Es el encantador sonido medieval que hacen las defensas de una persona cuando se levantan. —Intentó hacer un guiño irónico, pero el tamaño de su cara hacía imposible cualquier ironía; solo podía resultar burlesco. Aun así, capté el significado—. En cuanto a Kathi Green, tienes razón, ¿qué sabe ella? Lo único que hace es trabajar con parapléjicos, tetrapléjicos, accidentados con algún miembro amputado como tú, y gente que se recupera de traumas en la cabeza, también como tú. Kathi Green lleva quince años realizando su trabajo, ha tenido la oportunidad de observar a mil pacientes lisiados reflexionar sobre cómo no se puede volver atrás ni siquiera durante un segundo, así que ¿cómo podría ella reconocer los síntomas de una depresión presuicidio?

Me senté en el sillón lleno de bultos que había frente al sofá, inclinándome hacia la izquierda para ayudar a la cadera mala, y le miré de manera hosca. Ahí había un problema. No importaba lo bien que disfrazara mi suicidio, ahí había un problema. Y Kathi Green era otro problema.

Se inclinó hacia delante… pero, dado su contorno, solo pudo avanzar unos pocos centímetros.

—Tienes que esperar —dijo.

Le miré boquiabierto. Era lo último que esperaba.

Asintió.

—Estás sorprendido. Sí. Pero no soy cristiano, mucho menos católico, y en el tema del suicidio tengo una mente bastante abierta. Sin embargo, creo en las responsabilidades, y te digo esto: si te matas ahora… o incluso dentro de seis meses… tu mujer y tus hijas lo sabrán. Por mucha astucia que le pongas, ellas lo sabrán.

—Yo no…

—Y la compañía de tu seguro de vida, que será por una gran suma de dinero, no lo dudo, también lo sabrá. Puede que no sean capaces de demostrarlo… pero pondrán en ello todo, todo su esfuerzo. Los rumores harán daño a tus hijas, por mucho que creas que están blindadas contra esa clase de cosas.

Melissa estaba bien blindada. Ilse, sin embargo, era una historia diferente.

—Y al final, puede que lo demuestren. —Encogió sus enormes hombros—. No me aventuraría a decir a cuánto ascendería el impuesto sobre la herencia, pero sé que podría quedarse con una gran porción del tesoro de tu vida.

Ni siquiera pensaba en el dinero. Pensaba en un equipo de investigadores de seguros olisqueando lo que fuera que hubiera preparado, intentando invalidarlo. Y de repente me eché a reír.

Kamen apoyó sus enormes manos oscuras en sus voluminosas rodillas y me miró con su pequeña sonrisa de «lo-he-visto-todo». Salvo que en su cara nada era pequeño. Dejó que mi risa siguiera su curso y, cuando lo hubo hecho, me preguntó qué era tan divertido.

—Me estás diciendo que soy demasiado rico para suicidarme —respondí.

—Te estoy diciendo que te des tiempo. Tengo una intuición muy fuerte respecto a tu caso, la misma clase de intuición que me llevó a entregarte la muñeca a la que llamaste… ¿qué nombre le pusiste?

Por un momento no pude recordarlo. Luego pensé «¡Era ROJO!», y le dije cómo había llamado a mi muñeca rubia de la ira.

—Sí —asintió—. La misma clase de intuición que me llevó a entregarte a Reba. Mi intuición respecto a tu caso es esta: el tiempo puede calmarte. El tiempo y los recuerdos.

No le contesté que recordaba todo lo que quería. Kamen conocía mi posición en cuanto a eso.

—¿De cuánto tiempo estamos hablando, Kamen?

Suspiró como hace un hombre antes de decir algo de lo que podría arrepentirse.

—Al menos un año. —Estudió mi rostro—. Parece mucho tiempo para ti. Por el estado en el que te encuentras ahora.

—Sí —dije—. Ahora el tiempo es diferente para mí.

—Por supuesto que sí. El tiempo con dolor es diferente. El tiempo en soledad es diferente. Ponlos juntos y tendrás algo muy distinto. Así que finge que eres un alcohólico y haz lo que ellos hacen.

—Día tras día.

Asintió.

—Día tras día.

—Kamen, estás lleno de gilipolleces.

Me miró desde las profundidades del viejo sofá, no sonreía. No podría levantarse de allí sin ayuda.

—Quizá sí, quizá no —dijo—. Mientras tanto… Edgar, ¿hay algo que te haga feliz?

—No lo sé…, solía dibujar.

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