Billie

Billie


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Bueno, por supuesto, esta pequeña conversación para asentar las bases de nuestro regreso al futuro se eternizó, pero yo te he hecho un resumen porque me encanta esta imagen, estrellita: la cara que puso Franck Mumu cuando comprendió que el cuco muerto de hambre que okupaba su nido desde hacía meses era en realidad un águila majestuosa con plumas de oro que llevaba en el pico una llave de oro que abría la puerta de oro hacia una vida de oro.

En un broche no sé cómo habría quedado, pero en una pizzería china desierta del Val-de-Marne, un martes por la noche, sobre las diez, desde luego la imagen quedaba de miedo.

Quitando eso, y tendría que haberlo previsto porque los chicos son muy previsibles, se me resistió mucho.

Yo le decía que ya me lo devolvería cuando tuviera su propia joyería en la plaza esa como se llame, la que tiene una especie de columna en el centro, y que no me olvidaría de los intereses, que serían enormes y tal y cual, pero como se estaba revelando mucho más machista de lo que hubiera imaginado, al final me vine abajo.

Me vine abajo y se lo confesé todo, le dije que, hacía un rato, cuando nos habíamos cruzado en la escalera y yo iba vestida en plan Billie la Pueblerina, era porque iba camino de echar un polvo de pie con un segurata en el cuartucho de las basuras, apoyada sobre unos rollos de bayetas, y que si no lo hacía por sí mismo, al menos que tuviera la generosidad de hacerlo por mí…

Que su talento era su propia escopeta de caza, y que me debía al menos eso.

Y, claro, entonces ya sí que cedió.

—Tu regalo —me dijo, imitando mi voz de justiciera anticretinos cerriles.

El tiempo apremia… Me parece que voy a tener que hacerte otro resumen en un pispás…

Bah, ya poco importa, ¿sabes?… En lo que a nosotros concierne, hemos dejado atrás el grueso de nuestra hoja de ruta.

A partir de ahora, creo que cuanto menos se nos conozca, mejor. Nuestro propio Warcraft nos tuvo ocupados hasta que Francky se dignó por fin terminar su calzone caliente, luego frío, luego carbonizado y luego frío otra vez, pero después lo entregamos todo: las porras, las hachas, las armaduras, los cascos con punta y todas esas chorradas.

Saltamos turno. Estábamos cansados de luchar.

A partir de ese momento pasamos a ser pijos bohemios como Aymeric y los demás, y, joder, aunque no debería decir esa palabra pero la digo de todas maneras: «joder»… ¡Qué bien sienta!

¡Y tanto que sí, qué bien sienta ser tan tonto como los parisinos! Ponerse de mal humor porque la bici de alquiler urbano no está nueva reluciente, porque alguien ha aparcado antes que tú en un hueco de carga y descarga, porque te han puesto una multa injusta, porque el restaurante está lleno hasta la bandera, porque te has quedado sin batería en el móvil o porque te indicaron mal el horario del mercadillo vintage.

Qué bien sienta, qué bien sienta, qué bien sienta…

¡Yo personalmente es que no me cansaría nunca!

Resumen:

En los episodios siguientes nuestros dos protagonistas, Franck y Billie, se mudaron al centro de París y vivieron como se habían prometido que harían.

Cambiaron de casa cinco veces en dos años, ganando cada vez unos cuantos metros cuadrados y perdiendo unas cuantas cucarachas.

A Franck lo admitieron en su escuela, y Billie tuvo diversos trabajos no siempre muy gloriosos, las cosas como son, pero, por suerte, nunca en el área de los tubérculos.

Estrellita, qué buena eres…

Se enamoraron cada uno por su cuenta, estuvieron enamorados de verdad, enamorados hasta la médula. Creyeron en ello, se lo contaron, se motivaron, se decepcionaron, les dieron calabazas, rieron, lloraron, se consolaron, y por fin terminaron por aprenderse París. Sus códigos, sus privilegios y sus servidumbres. Sus animales salvajes, sus territorios y sus fuentes.

Trabajaron como negros, se alimentaron, se curaron las heridas, se emborracharon, durmieron la mona, se cabrearon, se separaron, se atiborraron, se mimaron, se pudrieron, se odiaron, se destetaron, se reiniciaron, se llevaron chascos, se adoraron, se reencontraron y se apoyaron todo ese tiempo y, sobre todo, aprendieron a levantar la cabeza juntos.

Todo eso lo vivieron ellos.

Ellos.

En los años sucesivos se separaron, pues, varias veces, pero siempre conservaron, unas veces uno, unas veces el otro, y al azar de sus amores respectivos, su pequeño apartamento de la calle de la Fidélité, que sigue siendo, a día de hoy, su único puerto de amarre en este mundo.

Salvo para irse de vacaciones, y ni siquiera, Billie nunca se ha marchado de París, ciudad fetiche que se convirtió en su única familia además de Franck, y Franck, porque era un buen hijo, siguió tomando el tren para reunirse con la suya en las vacaciones y los días festivos.

Su padre ya no le hablaba, pero daba igual: ya no hablaba con nadie salvo con su grupúsculo de amigos en misión contra los Saboteadores. Su madre seguía empastillada, y Claudine estaba bien. Claudine nunca se olvidaba de darle recuerdos para Billie. Jamás. Y de vez en cuando también galletas caducadas.

Habían pasado ya casi tres años, Franck seguía trabajando por temporadas en un taller de pulido en Le Marais, y Billie iba a recogerlo todas las tardes porque estaba otra vez soltera, trabajaba de noche (blanca y con papeles, sí, desde luego, pero tampoco es que con eso te fueras a comer el mundo) y desayunaba mientras él se tomaba su vinito vespertino. En ésas estaban cuando la suerte de Billie volvió a cambiar.

Porque Franck solía salir tarde, y la ancianita florista cuya tienda estaba justo enfrente de su taller tenía al menos dos mil años y tardaba siglos en guardar todos sus cubos, sus bojs, sus macetas y toda la pesca, Billie —a quien no le gustaba esperar a ningún chico más de la cuenta— había adquirido la costumbre de echarle una manita para cerrar la tienda, para no estar ahí sin hacer nada. (Y para no correr el riesgo de beberse una copita antes del desayuno… Nosotros, que lo sabemos, lo podemos decir).

Y así pues, de ayudita a ayudita, de charlita sin importancia a gran conversación, de ramitos pequeños a grandes cruces de duelo, de consejitos de nada a aprendizajes en profundidad, de unas horitas un sábado a semanas enteras, de pequeñas iniciativas a grandes cambios, de grandes innovaciones a pequeños éxitos, de pequeños cheques sueltos a pequeñas nóminas, y de no está mal esto de las flores a pasión por el oficio, Billie se convirtió en florista superstar.

Y es que era obvio, estrellita, era obvio…

Billie había nacido para crear belleza, pese a que tantos antes que ella se hubieran empeñado en demostrarle que la belleza estaría siempre fuera de su alcance.

Era obvio.

Y para contar cómo nuestra miedosita se convirtió en la reina admirada de su calle, su barrio y su Rungis, de las redactoras de prensa, los decoradores y todo el mundillo del flower power de París y alrededores, no nos bastaría una noche, daría para un libro entero.

Porque si bien es verdad que no andaba muy sobrada de recursos en el tema árbol genealógico, en cambio, sobre cómo administrar y multiplicar un puñado de billetes habría podido dar clases magistrales en los MBA de las niñas de papá…

¡Eso se le daba de cine!

Lo que Billie quería, Dios lo inventaba para ella.

Su ropa estrafalaria (en cualquier estación del año), de los pies (calcetines) a la cabeza (pañuelo), siempre y sólo con estampados de flores (que encontraba en tiendas de segunda mano), el pelo teñido de todos los colores de Pantone® y a juego con el de su perro (que era algo así como un cruce entre caniche y teckel pero en mucho más feo), según el humor de ambos, y su vieja camioneta Renault pintada de verde claro y llena de botones de oro que hacía palidecer de envidia a las rosas más hermosas de todos los jardines.

En cuanto a la contabilidad, no se puede decir que fuera su fuerte, pero bueno, las flores se marchitan cuando uno quiere, ¿no? Y paguen en metálico, señores, aquí hay demasiada humedad para poner un terminal de tarjeta de crédito. Fíjense como no miento: se ha empañado la pantalla, qué mala suerte, no funciona… Paguen en metálico, señoras y caballeros, y de regalo les pondré una nubecita de nomeolvides en el ojal.

Los ramos de Billie eran los más bonitos, los más tiernos, los más sencillos y los más baratos de París, y sobre comerse el mundo no tenía lecciones que recibir de nadie.

En pie al amanecer, se acostaba también al amanecer, se pasaba el día yendo y viniendo de sus ranúnculos a sus pensamientos. Calzada con unas Dr. Martens de florecitas, con un cinturón de rafia, una labia burlona a lo Arletty y las tijeras de podar siempre en movimiento, de lejos parecía la hija de Eliza Doolittle en versión cockney y de Eduardo Manostijeras.

My fair fair fair Billie…

O, lo que es lo mismo, de lejos ya no se reconocía gran cosa de las Morilles.

Mmm… Quizá un poco la manera que tenía de llevar su negocio…

La ancianita seguía ahí pero había delegado por completo en Billie. Llevaba la caja y cada noche convertía las ganancias de euros a francos antiguos mientras la jovencita metía en la tienda todas las macetas de la acera. ¡Oh, Dios mío, pero si era muchísimo dinero, y viviría por lo menos dos mil años más!

Bueno, estrellita, no te lo he contado todo porque es difícil echarse flores a uno mismo, pero aquí estoy de nuevo y quiero que sepas una cosa… Quiero que la sepas ahora, pues la próxima temporada te pertenece en parte y parece más incierta: gracias.

Gracias por todo esto.

Gracias por mí y gracias por mi compañero de vida que volvió de la India hace seis meses y hoy, por fin, trabaja en uno de los grandes talleres de esa plaza que tiene una columna en el centro. («Vendôme», insisten en llamarla).

Lo sabía.

Se lo predije, una noche, en la pizzería del Loto imperial…

Debería haberme jugado algo. Si es que soy tonta.

Gracias por mi vida, gracias por su vida, gracias por mis novios, gracias por los suyos, gracias por mi perro rosa fucsia al que quiero mucho y sobre el que nadie disparará jamás con una escopeta de perdigones, gracias por París, gracias por mi vieja momia un poco pesada pero que paga todas las facturas, gracias por mi camioneta, que todavía no me ha dejado tirada ni una sola vez, gracias por las peonías, gracias por los guisantes de olor y los corazones sangrantes, gracias porque ya no bebo y porque aún puedo seguir empinando el codo de vez en cuando, gracias porque ya no lloro por las noches, gracias porque siempre tengo agua caliente y gracias porque trabajo en un sitio donde siempre huele bien.

Gracias por la señora Guillet. Gracias por el espectáculo vivo. Gracias por Alfred de Musset y gracias por Camille y Perdican.

Y gracias por Billie Holiday, que también cantó No Regrets.

Y, sobre todo, gracias por él.

Para él.

Gracias por Franck Mumu de los Prévert.

Gracias por Franck Muller de la vida dura.

Gracias por mi Francky para siempre.

Gracias…

Y ahora que te lo he dicho, ¡tráenos ya a esos putos camilleros, hostia! ¡Me estoy pelando de frío, y tú ya casi no estás!

¡Joder, es que es verdad! ¿Qué coño haces que no nos ayudas?

¿No te parece que ya hemos sufrido bastante?

Fuck! ¡Brilla un poco!

¡Reluce! ¡Centellea! ¡Dalo todo!

Ya lo sé, ya lo sé…

Ya sé lo que quieres…

Quieres que le diga al cielo a la cara cuánto la he cagado y que todavía me merezco seguir sufriendo un poco esta noche.

Bueno, pues nada, tú ganas… Lo contaré…

Pasa la página.

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