Bikini

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PRIMERA PARTE - La cámara la ama » 7

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En una biblioteca privada al otro lado del mundo, un hombre llamado Horst estaba sentado en su sillón tapizado de cuero y miraba la gran pantalla LED junto al hogar.

—Me gustan las manos azules —le dijo a su amigo Jan, que agitaba su bebida en un vaso tintineante. Horst subió el volumen con el control remoto.

—Es un toque delicado —convino Jan—. Con ese traje de baño y esa tez, ella es tan americana como el pastel de manzana. ¿Estás seguro de que grabaste el vídeo?

—Claro que sí. Ahora mira —dijo Horst—. Observa cómo él tranquiliza a su animal.

Kim estaba tendida de bruces, amarrada como una presa de cazador, las manos a la espalda y sujetas a las piernas flexionadas. Además del traje de baño rojo, usaba zapatos negros de charol con tacones de doce centímetros y elegante suela roja. Era un calzado exclusivo, Christian Louboutin, el mejor, y Horst pensó que parecían más juguetes que zapatos.

Kim le suplicaba al hombre que sus espectadores conocían como «Henri».

«Por favor —sollozaba—. Por favor, desátame. Haré mi papel. Será mejor para ti y jamás se lo contaré a nadie».

—Eso es verdad —rio Horst—. Jamás se lo contará a nadie.

Jan bajó el vaso.

—Horst —dijo con tensa impaciencia—, por favor, haz retroceder el vídeo.

«Jamás se lo contaré a nadie», repitió Kim en la pantalla.

«Está bien, Kim. Será nuestro secreto, ¿verdad?».

Henri llevaba una máscara en el rostro y su voz sonaba alterada digitalmente, pero su actuación era enérgica y su público estaba ansioso. Ambos hombres se inclinaron en el asiento y contemplaron cómo Henri acariciaba a Kim, le frotaba la espalda y la arrullaba hasta que ella dejaba de gimotear.

Y luego, cuando ella parecía a punto de dormirse, él se montó a horcajadas en su cuerpo, envolviéndose la mano con el pelo largo, húmedo y rubio de la mujer.

Le alzó la cabeza, tirando hasta que Kim arqueó la espalda y la fuerza del tirón la hizo gritar. Tal vez vio que él había empuñado un cuchillo dentado con la mano derecha.

«Kim —dijo él—, pronto despertarás. Y si alguna vez recuerdas esto, te parecerá una pesadilla».

La bella joven guardó un asombroso silencio cuando Henri abrió el primer tajo profundo en la nuca. Luego, cuando sintió el dolor —que la arrancó bruscamente de su modorra—, abrió los párpados y soltó un alarido ronco con la boca pintada. Sacudió el cuerpo mientras Henri aserraba los músculos, y luego el alarido se interrumpió, dejando un eco mientras Henri terminaba de tronchar la cabeza con tres tajos largos.

Chorros de sangre salpicaron las paredes pintadas de amarillo, se derramaron en las sábanas de satén, mojaron el brazo y la entrepierna del hombre desnudo arrodillado sobre la muchacha muerta.

La sonrisa de Henri era visible a través de la máscara mientras sostenía la cabeza de Kim por el cabello, de modo que oscilaba suavemente frente a la cámara. Una expresión de pura desesperación estaba tallada en aquel bello rostro.

La voz digitalizada del asesino era turbadora y mecánica, pero Horst la encontraba muy satisfactoria.

«Todos felices, espero», dijo Henri.

La cámara se demoró ante el rostro de Kim un largo instante y luego, aunque el público quería más, la pantalla se ennegreció.

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