Betty

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—¿Desea comer algo?

Ella negó con la cabeza. Tenía la sensación de que la voz que llegaba a sus oídos no sonaba natural; era como si le hablaran a través de un vidrio.

—En realidad, cuando digo comer algo, me refiero a comer conejo, pues como comprobará si mira a su alrededor, hoy toca conejo. Peor para usted si no le gusta. Cuando es el día del bacalao, no hay más que bacalao.

Tenía gracia la forma en que las sílabas se sucedían y encadenaban formando palabras, frases, un poco como el hilo que va convirtiéndose en encaje o la lana que se transforma en calcetín de punto.

La imagen de un calcetín de punto a medio hacer, colgando de las tres agujas, la hizo sonreír. Le resultaba inesperado evocar un objeto tan vulgar en ese marco, frente a un hombre que a todas luces trataba de parecer distinguido y que se esmeraba en construir las frases. Vestía de gris. A decir verdad, todo en él era gris: los ojos, el cabello, la piel, incluso la corbata y la camisa. No llevaba una sola nota de color. Y mientras ella lo escuchaba, pensó no en un calcetín gris, sino negro, porque solo había visto tejer calcetines negros, mucho tiempo atrás, en Vendée, cuando no había cumplido aún catorce años. Y ahora tenía veintiocho…

—Todo es acostumbrarse.

«¿Acostumbrarse? ¿A qué?», estuvo a punto de preguntar ella. Porque sus pensamientos avanzaban en varias direcciones a la vez. No comprendía la relación entre el acostumbrarse a algo y el calcetín de punto, pues olvidaba que el calcetín se hallaba solo en su mente y no en la de su interlocutor. Sin embargo, la pregunta debió de leérsele en la cara, porque el hombre siguió hablando sin desanimarse, con conmovedora aplicación:

—A que a uno le guste o no le guste algo.

«Que a uno le guste, ¿el qué?». Se había olvidado del conejo y del bacalao. Su mirada se cruzó una vez más con la de un oficial estadounidense sentado en uno de los taburetes de la barra. El oficial no cesaba de observarla, y ella se preguntó dónde lo había visto antes.

—El miércoles es el día del cassoulet, aunque sería más exacto hablar de la noche del cassoulet.

En la leve sonrisa de su interlocutor ella adivinó que la distinción era sutil, y hubiera deseado captarla.

—¿Le gusta a usted mucho?

¿Gustarle mucho? Aquella conversación, de la que no comprendía ya nada, se le antojaba cada vez más cómica. Todo se embrollaba. En fin, tanto daba.

—Sí —contestó muy seria, pues no quería ser descortés.

No conocía a ese hombre demasiado bien vestido y cuya mirada poseía una agudeza fascinante. Ignoraba incluso su nombre. No obstante, se sentía más cerca de él que de cualquier otra persona; además, salvo él, no existía ya nada en el mundo. Así era, por inverosímil que pudiera parecer. Y aquello duraría una hora, una noche, quizás aún más. Esta última idea le hizo esbozar una sonrisa que, por el momento, no era amarga. Lo encontraba muy amable. En el coche no había intentado acariciarla y no le había hecho una sola pregunta.

Pues ella se acordaba del coche, del cuero flexible y ligeramente frío de los asientos, de la lluvia cayendo sobre el parabrisas y sobre los cristales empañados, en los que, maquinalmente, había hecho ella dibujos con las yemas de los dedos. Recordaba también que, cuando atravesaron la ciudad, las luces se concentraban en cada gota de agua, y luego los faros del coche proyectados en la autopista. Hubiera podido contar con detalle, como cuando se halla uno ante un juez de instrucción o ante un médico, lo que había sucedido después…

¿Después de qué? Después del bar de la Rue de Ponthieu, en todo caso. Retroceder más allá le resultaba demasiado desagradable, y se negaba a pensar en ello. No debía estropear algo tan difícil de alcanzar y más aún de conservar: ese estado de equilibrio, o mejor dicho, de levitación perfecta, en que se hallaba en ese instante; una levitación agradable, relajada, casi gozosa. No gozosa en el sentido habitual de la palabra, evidentemente. No tenía ganas de reírse ni de ponerse a bailar o a contar cosas. Pero era exaltante porque ella no sabía nada, nada de lo que ocurriría después ni de lo que ocurriría esa noche, al día siguiente o los demás días, y le importaba poco.

—Me extraña que la gente que come animales a diario no se pregunte…

Ella escuchaba, observando el rostro del hombre como a través de una lupa, pero por mucho que se esforzaba, otros pensamientos rondaban su mente.

Antes de dejar la Rue de Ponthieu, tenía que haberle pedido a su acompañante que la esperase un momento para bajar a los lavabos, donde la encargada sin duda le hubiera vendido unas medias. Casi todas venden medias.

Le molestaba tener una carrera en cada pierna. Por primera vez en su vida, no se había cambiado de medias desde hacía una eternidad. ¿Cuántos días llevaba sin cambiárselas? ¿Dos días? ¿Tres días? No quería acordarse. Tampoco se había bañado, y sin duda eso le haría sentirse incómoda enseguida. Allí donde fueran, ¿habría una bañera? ¿Le daría él tiempo para darse un baño?

Percibía caras, muy cercanas o a lo lejos, cabellos, ojos, narices, bocas que se movían, y oía voces que no siempre provenían de aquellas bocas. Mientras trataba de averiguar, sin mucha fortuna, en qué clase de local estaba, agarró sin pensar su vaso de whisky.

—¡A su salud!

Detrás de la barra había una mujer rubia, una camarera de pecho opulento, como el que tanto deseaba tener ella de pequeña. Había también un negro, tocado con un gorro blanco, que surgía sonriente tan pronto por una puerta como por otra y al que todo el mundo parecía conocer. Y estaba el oficial estadounidense que, acodado en la barra y sin soltar su copa de la mano, no dejaba de mirarla.

Algunos comían; otros se limitaban a beber, unos en grupo y otros, solitarios y silenciosos, con la mirada perdida ante ellos.

—¿Nunca se le ha ocurrido pensar que, de hecho, estamos llenos de animales?

Tenía conciencia de estar borracha. Lo estaba desde hacía rato, pero, por el momento, disfrutaba de ese estado. No se encontraba mal, no tenía ganas de vomitar ni de llorar. ¿Estaría su acompañante también borracho? ¿Habría bebido antes de su encuentro en el bar de la Rue Ponthieu?

El hombre había entrado por las buenas, procedente de la calle oscura; tenía gotas de lluvia en la ropa. Era un cliente asiduo, se le notaba por la manera de mirar a su alrededor y de saludar al de la barra con una seña. Ella estaba sentada en un taburete y él le había pedido permiso para sentarse en el taburete de al lado.

«No faltaba más, siéntese».

El hombre tenía unas manos largas y blancas, muy delgadas, y constantemente jugaba con ellas como si fuesen objetos extraños.

Tampoco él sabía de dónde había salido ella ni lo que había bebido antes. Quizá no había visto las carreras que llevaba en las medias. En cualquier caso, no podía adivinar que no se había bañado en todo el día, ni que tampoco había podido lavarse después del hombre de por la tarde.

Ya no estaban en la Rue de Ponthieu. Ella ignoraba dónde se encontraban. Tan solo había reconocido la Avenue de Versalles, en la que alcanzó a vislumbrar la casa de su madre; luego habían tomado la autopista y girado a la derecha por un camino embarrado. Al salir del coche, había percibido un olor a hojas mojadas y había saltado por encima de un charco. De hecho, su zapato izquierdo estaba aún húmedo.

Se hallaban en un restaurante, puesto que la gente comía. También era bar. Sonaba, en sordina, una música difundida por un tocadiscos y a la que nadie prestaba atención. Sin embargo, tenía la impresión de que era un local distinto a los demás y de que todo el mundo la miraba.

A pesar de que los clientes no se dirigían la palabra, todos, incluido el oficial estadounidense, parecían conocerse, y el dueño del local iba de una mesa a otra y se sentaba un momento; tampoco él despegaba los ojos de ella. No estaba despeinada. No tenía rímel en la nariz. Su traje de chaqueta era más que decente. Por supuesto, estaba lo de las medias, pero eso les ocurre a todas las mujeres. Quizá debería haber sido previamente presentada, aceptada. O quizá tenía que pasar una prueba.

—¿Qué tal, doctor?

El dueño se dirigía esta vez a su acompañante, pero no se sentó a la mesa; el aludido, sin dignarse responder, movió los párpados, se miró de nuevo las manos, cuyas palmas tenía apoyadas sobre la mesa, y se rascó cuidadosamente la piel de entre los dedos.

—Veo que no me escucha…

Le hablaba a ella, pues el dueño ya se había alejado.

—Sí, claro que le escucho.

—¿Qué le estaba diciendo?

—Que a fuerza de comer animales… —dijo Betty, y él se quedó mirándola fijamente.

Ella se preguntó si le había dado la respuesta adecuada. Seguramente lo había ofendido, pues él se levantó, murmurando:

—¿Me perdona un momento?

Se dirigió a grandes pasos hacia una de las puertas. El dueño del local aprovechó para acercarse y recoger los dos vasos vacíos.

—¿Lo mismo?

Pensó que también el dueño le resultaba conocido. Vaya, era una manía esta noche. No solo le sonaban las personas, sino también los objetos. Todo le recordaba algo. Pero ¿cuándo lo había visto? ¿Dónde?

—¿Es la primera vez que viene al Trou?

—Sí.

Ignoraba que el local se llamara Trou, «Agujero», y se preguntó si no se trataba de una broma o de una trampa, si no se había equivocado al contestarle en serio.

—¿Hace mucho que conoce al doctor?

—No.

—¿Desea comer algo?

—No, gracias. No tengo apetito.

—Siéntase como en su casa. Aquí todos los clientes están como en su casa.

Ella le sonrió, agradecida de que le hubiera dirigido la palabra, y, para guardar las formas, se bebió solo la mitad del whisky; abrió el bolso y se puso colorete. Tenía el rostro abotargado. Prefirió no detenerse a mirárselo en el pequeño espejo que, detrás de ella, le mostraba al mismo tiempo a una mujer muy morena y, sobre todo, muy alta.

—Cuando conozca usted mejor este sitio, no podrá dejar de venir.

Su acompañante, con una extraña expresión concentrada, había vuelto a sentarse frente a ella.

—Discúlpeme que la haya dejado sola. Convencida de que hablaban de ella, trató en vano de oír lo que se decía a sus espaldas. A su vez, se levantó murmurando:

—¿Me permite?

Camino del lavabo, se encontró cara a cara con el negro, que la miró con una amplia sonrisa silenciosa, como si tropezarse con ella de pronto en un pasillo estrecho fuese algo cómico. Sin embargo, el negro no le dijo nada, desapareció riéndose cada vez más fuerte, y ella entrevió una cocina sucia, muy desordenada. Una puerta que no cerraba bien separaba la cocina de los servicios, cuyo tragaluz daba al campo.

Sin un motivo concreto, empezó a impacientarse, quizá también a sentir un poco de miedo. Había llegado el momento de tomarse otro whisky que la mantuviera a flote antes de que la invadiera la ansiedad o la tristeza. Cuando regresó a la sala, antes incluso de sentarse, apuró el resto del whisky.

—¡Tengo sed! —exclamó, dando un suspiro.

—¡Joseph! Sirva de beber a la señora —pidió su acompañante.

—¿Lo mismo?

Ella dijo que sí.

—¿Para usted también, doctor?

—Si quiere…

De nuevo, ella deseó que la cosa fuera rápida; tenía ganas de echarse, sola o acompañada, en cualquier sitio, y de cerrar los ojos. La música y el barullo la fatigaban. Estaba harta de ver caras, ojos que la miraban como si fuera un fenómeno o una intrusa.

—¿Por qué se rasca usted? —le preguntó el hombre. Decididamente, ella iba siempre con retraso.

—¿Yo? —preguntó, tras un instante que le pareció muy largo.

Quizás acababa de rascarse el dorso de la mano; no se había dado cuenta. Entonces el hombre le agarró de pronto esa mano con avidez contenida, mientras su rostro mostraba súbitamente un júbilo infantil.

—Es aquí, ¿no? —El hombre señalaba un punto invisible.

—Sí, supongo…

—¿Bajo la piel?

De repente se sintió aterrada y, por no contrariarlo, respondió que sí.

—¿Repta?

—¿El qué?

—¿Gravita en la superficie o por debajo? Es muy importante, porque cada uno tiene su propio carácter. Sé de algunos que…

—¿De qué habla?

—De los gusanos.

—¿Qué gusanos?

—¿Aún no sabe usted que tiene gusanos bajo la piel, gusanos de todas clases, minúsculos y enormes, gordos y flacos, nerviosos y tranquilos? Seguramente tiene usted además otros bichitos, mucho más sutiles, que yo le enseñaré, y también le explicaré cómo son…

Tenía muy cerca de ella el rostro delgado y cetrino del hombre, sus cabellos grises bien peinados, sus ojos casi del mismo tono gris, y notó de repente algo anormal. Quiso retirar la mano; trató de desasirse, pero él se la retenía con firmeza.

—Ahora verá cómo acorralo a esos bichos que nos torturan tan diabólicamente. —Con su mano libre, sacó del bolsillo un estilete de oro y de punta afilada—. No tenga miedo. Estoy acostumbrado.

—Déjela tranquila, doctor —Betty oyó que decía alguien.

Sin embargo, el otro siguió tratando de pincharle en la mano.

—Le estoy diciendo que la deje tranquila.

—Solo le estoy quitando un gusano que la hace sufrir y…

El dueño dio un paso más y posó su mano, como amigablemente, sobre el hombro del médico.

—Venga un momento conmigo.

—Enseguida voy. Me lo ha pedido ella…

—Venga.

—¿Por qué?

—Un mensaje confidencial.

El hombre de gris alzó los ojos, dudando.

—¿Tienes miedo de que le haga daño? Olvidas que he…

Su acompañante esbozó una sonrisa amarga, resignada. Era alto, y el dueño, en cambio, pequeño aunque robusto. Sin embargo, un segundo después el médico estaba en pie con el estilete en la mano y, humillado, se dejaba empujar hacia la puerta de atrás.

Turbada, inquieta, Betty se observó las manos; luego vació su copa y, encogiéndose de hombros, la de su acompañante. Seguía sin saber quién era ese hombre. No entendía nada. Ya no entendía nada y empezaba a sentir que la invadía el pánico. El oficial estadounidense, en la barra, la miraba sin sonreír, lúgubre.

—¡Camarero!

—Sí, señora.

—Póngame algo de beber.

El camarero ya no le preguntó si deseaba lo mismo. Betty tenía prisa. Cuanto más rápido ocurriera todo, mejor. Las imágenes empezaban a enturbiarse. Veía, por ejemplo, unos cabellos pelirrojos que podían estar muy cerca de ella o al fondo de la sala, y no sabía si pertenecían a una mujer o a un hombre. Cuando trató de enfocar la mirada, descubrió rostros petrificados, indiferentes; quizá fueran figuras de cera.

Seguramente había cometido una falta, había infringido las reglas del lugar. ¿Qué otra cosa hubiera podido hacer, si no conocía esas reglas? ¿Y por qué no se las enseñaban? Lo cierto es que no las transgredía por que bebiera. La prueba estaba en que, la primera vez, el mismo dueño había llamado a Joseph para que les sirviera; además, otros clientes bebían tanto o más que ella. Había una joven de cabellos incoloros, sentada en el borde de una banqueta, que estaba lívida, la cabeza echada hacia atrás, y su acompañante, que le cogía tiernamente la mano, no parecía preocupado.

¿Qué sucedería si Betty se ponía a gritar? Sintió la tentación de hacerlo para ver qué ocurría; tal vez así cambiaran las cosas, tal vez entonces se ocupasen de ella de otra manera que observándola. ¿Y si les contaba todo lo que había hecho en los últimos tres días? ¿Adquirirían entonces los rostros una expresión más humana? ¿Habría compasión o, simplemente, un poco de interés, en todos esos fríos ojos de pez?

Con mano temblorosa, buscó algo dentro de su bolso.

—¡Camarero!

—Sí, señora. ¿Lo mismo?

¡Aquello probaba una vez más que el problema no era la bebida!

—¿Tiene cigarrillos?

—Un momento.

Fuera se oyó un motor, un coche que se alejaba y que tenía dificultades para salir del barro. Una voz dijo:

—Mario lo llevará.

Betty tardó unos instantes en comprender que esas palabras iban dirigidas a ella, pues las habían pronunciado a su espalda. Casi al mismo tiempo, descubrió una mano de mujer que le tendía un cigarrillo.

Se volvió ligeramente. La mujer alta, con un mechón de pelo blanco en el cabello oscuro, estaba de pie y, tocando la silla que el médico había ocupado, le pidió:

—¿Me permite?

La mujer tenía una voz ronca y llevaba un collar de perlas grises en el cuello.

No debió haberse tomado el último whisky, se dijo Betty, pues las imágenes se volvían cada vez menos nítidas, como por la tarde, en la habitación, antes incluso de que el hombre se vistiera. No lo había visto marcharse. El hombre hubiera podido llevarse su bolso, su ropa. Hubiera podido estrangularla y a Betty le hubiera sido imposible describirlo. Por supuesto, eso en el caso de que la hubiera estrangulado. Pero entonces…

Se liaba. Los sonidos se mezclaban. Sentada sobre la silla, notaba un balanceo que no acertaba a controlar. No bien el vaivén aumentara un poco más, caería al suelo, entre los pies y las colillas. ¡Entonces sí que se pondría perdida!

—¿La ha asustado?

¿Quién? ¿Por qué? Era como si ya hubiese olvidado al hombre de gris.

—Es un tipo encantador; además, vale mucho.

La mujer se había traído su copa.

—A su salud.

—A la suya.

—Supongo que se ha dado usted cuenta de que se droga, ¿no? Cuando la dejó, hace un momento, era para ir a pincharse, y no ha sido la primera vez en esta noche. ¿Lo conoce?

—No.

—Se llama Bernard. Era médico en Versalles.

«Médico en Versalles». Betty aún oía y comprendía el sentido de las palabras. Pero se le escapaba la relación que esas palabras podían tener con ella. ¿Por qué le decían aquello con gravedad, como si fuera algo muy importante o dramático? Seguramente la mujer había visto las carreras que llevaba en las medias. ¿Había también descubierto, pese al maquillaje, que no estaba muy limpia?

Tenía hermosos ojos castaños color ardilla y su voz grave, cascada, era tranquilizadora.

Betty cerró los ojos para tratar de concentrarse, pero tuvo que abrirlos de nuevo porque todo le daba vueltas.

—Tengo sed… —murmuró.

Le tendieron un vaso, el suyo u otro, qué importaba.

—¿Ha cenado?

—Creo que sí.

—¿Tiene hambre?

—No.

—¿No quiere salir a que le dé el aire?

—No.

No hubiera podido salir, ya que era incapaz de andar. Sabía que, si se ponía en pie, se caería. De todas maneras, tarde o temprano se caería, pero prefería que no sucediese mientras estaba aún consciente. Luego, poco importaba que se despertase en el hospital o en cualquier otro sitio. Es más, todos saldrían ganando si no despertaba. Lo creía de verdad. No estaba triste. Hacía tiempo que la tristeza había quedado atrás.

—Le ha caído bien a Alan. Desde que ha entrado usted, no le quita los ojos de encima, y ni se da cuenta de que ya va por su octava copa.

Betty procuraba sonreír y escuchar, como hubiera hecho una persona bien educada.

—Mire, aquí llega Mario.

También Betty oyó un coche, luego el chasquido de una portezuela, el rumor de la lluvia durante el poco tiempo en que la puerta del local permanecía abierta. ¿En qué coche…? Ahí había algo raro. Si Mario había utilizado el coche del médico…

—¿Has podido acostarlo?

—Me ha ayudado su mujer.

—Y él, ¿protestó mucho?

—Ya está contando los conejos que han invadido su cuarto.

Betty se dio cuenta de que intercambiaban una mirada, de que hablaban de ella, y de que la mujer morena se encogía ligeramente de hombros como diciendo que no era grave. Le daba igual, y no trató de adivinar lo que estaban tramando.

Repitió, sin saber por qué:

—Conejos…

Creyendo que era una pregunta, le explicaron:

—Cuando está así, ve toda clase de animales a su alrededor, además de los bichos que dice que le hormiguean debajo de la piel y que él intenta extraerse con el estilete. En los últimos tiempos en que practicó la medicina, les decía a sus pacientes que todos sus males provenían de esos bichos invisibles que él intentaba extraerles…

¿Quién? ¿Qué? ¿Extraer qué? Era demasiado tarde. Con un whisky de menos, quizá con un trago de menos, hubiera podido mantener la euforia de antes.

Se notaba dolorida. Le dolía en todas partes y en ningún sitio en concreto. Estaba sucia, mugrienta. Y no tenía a nadie, a nadie en el mundo. Había firmado. Las había dado. Ni siquiera dado: vendido, puesto que aceptó un cheque. Constaba en un papel con todos los requisitos, cuyos términos había dictado por teléfono el notario.

«La abajo firmante…».

Se había visto obligada a empezar de nuevo en otra hoja, pues primero escribió «Betty».

«La abajo firmante, Elisabeth Etamble, de soltera Fayet, de veintiocho años de edad, sin profesión, domiciliada en el número 22 bis de la Avenue de Wagram, en París, por la presente reconoce…».

¿Cómo habría podido no reconocerlo, puesto que era verdad y había sido sorprendida con las manos en la masa?

Su vaso volvía a estar vacío. Siempre estaba vacío. Betty buscó con los ojos al camarero, un poco avergonzada por pedir de beber ante esa mujer que no conocía.

—Necesito mamarme —explicó. Y, a causa del término vulgar que había empleado, añadió—: Perdón.

—Sé lo que es.

No sabía nada. Qué importaba.

—Lo mismo, camarero —dijo. Y de pronto empezó a hablar con locuacidad, saltándose sílabas como quien salta peldaños de una escalera—: ¿Sabe usted?, no lo conocía en absoluto. Unos amigos nos han presentado hace un rato en un bar…

Nadie se lo había presentado; tampoco le habían presentado al hombre de por la tarde, ni al de la víspera. ¿Por qué sentía la necesidad de mentir? ¿Porque tenía delante a una mujer?

Esa mujer, por otra parte, no la creía, era evidente. Movía la cabeza como en signo de aprobación, pero lo hacía por cortesía, porque estaba bien educada.

La mujer de tez pálida se había dormido en un rincón de su banqueta, y su acompañante, que le había soltado la mano, charlaba con el dueño del local fumando un cigarrillo.

Para Betty las cosas no eran tan fáciles. Primero, porque no tenía a nadie que le cogiera la mano. Y después, porque muy pronto iba a sentirse indispuesta. Sería solo una cuestión de segundos, lo sabía. Su torso oscilaba cada vez más, hasta el punto de que, disimulando, tuvo que apoyarse en la mesa.

—¿Vive cerca de aquí? —le preguntó la mujer. Betty negó con la cabeza, procurando no sacudirla mucho.

—¿En París?

Ni en París ni en ninguna parte. No vivía en ningún sitio. ¿Por qué la acosaba la mujer con esas preguntas? Si no se hubiera sentado a su mesa, probablemente el estadounidense se hubiera acercado. Debía de tener un coche esperando fuera. Hubiese llevado a Betty a cualquier sitio donde hubiera una cama. Tal vez le hubiese hecho preguntas también él, pero ella le hubiera contestado cualquier cosa y lo hubiese enternecido. Es más, tal vez con él no se hubiese sentido indispuesta, aunque solo fuera por respeto, y también porque al fin hubiera podido darse un baño.

No sabía qué hora era. Hacía tres días y tres noches que no sabía la hora, tres días en que la luz y la oscuridad habían carecido de sentido. Todo estaba confuso.

Frente a ella, la mujer de cabello oscuro hablaba a media voz, y sus palabras sonaban igual que los rezos en una iglesia.

—El hombre de ahí, a su izquierda, ese calvo que fuma un puro, es un Lord inglés que posee una casa en Louveciennes y que cada noche…

La mujer debía de tener veinticinco años más que ella. Parecía haber vivido mucho, conocido gente de todas clases, sobre todo gente rara.

—¡Señora! —le gritó Betty de repente.

Lo dijo sin reflexionar. Solo quería pedirle ayuda, decirle, por ejemplo: «¡Sujéteme! ¡Haga algo!».

¡Que parara todo eso! ¡Que no pensara más! Que alguien la tomara de la mano, la obligara a dormir, la velase mientras dormía; que alguien, cualquier ser humano, estuviera a su lado cuando volviese a abrir los ojos.

¿De verdad había hablado? ¿Había salido algún sonido de su garganta? Estaba casi segura de haber gritado: «¡Señora!».

Sin embargo, nadie le preguntaba. Nadie le preguntaba nada. No había sorpresa ni curiosidad en el rostro que tenía delante. Y no estaba en un hospital o en un manicomio, donde los enfermos se incorporan en el lecho para pedir ayuda. Estaba en un bar. Había hombres y mujeres que bebían. A pesar de que ella veía borroso, esos hombres y mujeres existían, y el ruido de las copas, la música y las voces eran reales.

Entonces le pareció que habían cortado todo contacto entre ella y los demás, que estos no la oían o que incluso, por una razón que desconocía, no querían oírla.

Se hallaba entre personas, pero la existencia de estas no era más real de lo que lo había sido por la tarde, cuando caminaba por las calles. La gente pasaba y pasaba. Algunos la rozaban, a veces la empujaban, y ni uno solo se había dado cuenta de que también ella era una persona, un ser vivo.

—¿Comprende? —dijo.

Había escrito la carta, todas las palabras que le habían dictado. Había firmado. Se había preocupado de poner Elisabeth en vez de Betty. Se había guardado el cheque en el bolso, donde aún debía de estar. Había… No, era demasiado. No podía más. Su mano buscaba el vaso sobre la mesa. Con torpeza, lo tiró sin querer y se hizo añicos sobre las baldosas rojas del suelo.

—Per… —murmuró, tratando de decir: «Perdone». En vez de eso apretó los puños y gritó—: ¡No! ¡No! ¡No y no! —Se había acabado. ¡A-ca-bado! Todo tiene un límite. Se dio cuenta de que todo el mundo la miraba, pero no vio a nadie en particular, solo una masa amorfa de cuerpos sin expresión—. A usted le da lo mismo, ¿verdad?

Trató de reír y, al mismo tiempo, rompió a sollozar. Al intentar levantarse, se cayó al suelo, aunque sin hacerse añicos, como el vaso. Vio la pata de una mesa a dos centímetros de su nariz, y patas de sillas a su alrededor, pies de hombres y de mujeres.

Le avergonzaba comportarse de ese modo y, de haber tenido fuerzas, les hubiese pedido disculpas. Sabía que no debía portarse así, que estaba borracha, que no habría debido beber el último whisky.

La mesa y las sillas se alejaban de ella. Alguien la sujetaba por los hombros. Vio que sus pies se arrastraban, y reconoció la pila de platos sucios de la cocina. Estaba segura de que el negro estaba allí. Lo buscó con la mirada, en vano.

Hablaban, y ella no trataba de comprender lo que decían. Gimió débilmente, pues se sentía realmente mal.

—¿Tienes una venda?

—Debe de haber alguna arriba, en el cajón de la cómoda.

—¿Qué hacemos?

—¿Tú qué crees?

—Me la llevo.

—¿Tú?

—¿Por qué no?

—¿Al Carlton?

Cuando le desinfectaron la herida que se había hecho en la mano con un pedazo de vidrio, sintió un dolor aún más intenso.

—¿No crees que necesita un médico?

—¿Para qué?

—¿Puedes conducir?

—Tú limítate a llevarla hasta mi coche.

Betty creía que estaba inconsciente. Ignoraba que lo oía todo y que más adelante recordaría todas esas palabras, junto con la entonación, los ruidos del local y de la cocina; recordaría incluso el olor del conejo, mezclado con el del alcohol y el de los cigarrillos.

En el exterior, volvió a notar la lluvia en sus labios, y le llegaron otros olores: el del coche, el de sus cabellos mojados, y, en algún lugar, un olor a vacas.

—Cuidado con la marcha atrás.

—Sí.

—Puedes retroceder aún dos metros… Vale… ¡Para!

El coche dio una brusca sacudida y la mujer morena encendió un cigarrillo.

Lluvia. Arboles. Luces. Calzadas. Luego un portal con altas columnas blancas y dos hombres con uniforme azul que se precipitaban hacia el coche.

—Dele a mi amiga la 53; no se encuentra bien.

Su cabeza se bamboleaba, inerte, mientras los dos hombres la llevaban, y un ascensor se puso en marcha suavemente.

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