Beth

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CAPÍTULO 27

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CAPÍTULO 27

Ascot Park…

La cena transcurrió en perfecta calma y armonía, mientras los comensales charlaban. Durante la mayor parte de la velada, Branwell dominó la conversación. El caballero habló de su vida en Londres, de su hogar en Belgravia, y de otros asuntos un tanto intrascendentes.

Beth apenas probó bocado. La perspectiva de encontrarse con su padre y la situación en la que se encontraba su madrastra le habían quitado el apetito. Estaba intentando asimilar todo lo que estaba sucediendo como mejor podía.

Había visto a mitad de tarde a su madrastra paseando por el jardín con su enfermera. Iba en bata y camisón, y saltaba y brincaba como una niña. Era evidente que su mente la había llevado a un lugar donde era más feliz.

Una vez terminaron de cenar, Branwell la acompañó a la habitación de su padre, un lugar prohibido para ella durante años. De hecho, si en ese instante alguien le hubiera preguntado cómo era la estancia, no habría sabido responderle.

La enorme puerta de madera de color oscuro se presentaba ante ella como la entrada a algo inquietante y desconocido. Tragó saliva, y Branwell abrió la puerta con delicadeza.

La habitación de lord Arundel era espaciosa, con altas ventanas, una gran chimenea y una majestuosa cama con dosel. Las sábanas eran de color blanco, y su padre estaba protegido del frío por un grueso edredón.

En medio de grandes almohadas estaba recostado el señor de Ascot Park, que la miraba fijamente. Branwell la acompañó hasta un lado de la cama, y le acercó una silla. Ella se sentó despacio, mirando a su padre con temor. Él estrechó la mirada y preguntó con voz ronca:

—Beth, ¿eres tú?

Beth observó a su padre, y comprobó que su aspecto era calamitoso: Rostro pálido y sudoroso, su cabello oscuro surcado por algunos mechones canosos estaba revuelto, tenía los ojos enrojecidos, los labios secos, y respiraba con tremenda dificultad.

—Sí, soy yo, padre—contestó Beth, ahora menos inquieta, ya que su temor se había ido en parte.

Lord Arundel la miró de arriba abajo, examinándola. Entonces, dirigió una mirada a Branwell, que entendió que deseaba que estuvieran solos. Sin decir palabra, se marchó de allí, cerrando la puerta tras de sí.

A partir de ese instante, lord Robert Arundel centró su atención en su hija.

—Has cambiado mucho, y debo decir que para bien.

Beth se sorprendió ante esto, ya que nunca había recibido un comentario agradable de su padre.

—Gracias, padre. ¿Cómo se encuentra? —preguntó Beth, intentando ser cortés.

El hombre suspiró, cansado.

—Como puedes ver, muy mal. Han pasado muchas cosas, como imagino que ya sabrás.

—Sí, estoy enterada de todo.

El hombre suspiró de nuevo, esta vez con tristeza. Beth seguía asombrada. Nunca había visto a un hombre tan derrotado y abatido. Siempre creyó que su padre no tenía sentimientos, ni un corazón que los albergara.

—Supongo que sentirás cierta alegría al comprobar que estoy pagando las consecuencias de mis actos—comentó él con aire distraído, sin mirarla.

Beth apretó la mandíbula. Ahí estaba otra vez, el ser déspota que ella conocía bien.

—No, padre, jamás me alegraría de la desgracia de otro, por mucho daño que este me haya hecho.

Él la miró de nuevo.

—¿Sabes? En apariencia te pareces mucho a mí. Los ojos, el cabello, el rostro. Sin embargo, tienes el carácter de tu madre. Aunque tú has demostrado ser más fuerte que ella.

Beth respiró hondo, intentando mantenerse serena.

—¿Por qué me ha hecho llamar? Pensé que os alegraba tenerme lejos.

El hombre hizo una breve pausa para coger aire, y respondió:

—Me muero, Beth. Y es hora de dar ciertas explicaciones y recibir el perdón necesario para enfrentarme al Señor. No quiero morir sin solucionar ciertos asuntos.

Al terminar de hablar, lord Robert tosió violentamente. Beth se levantó para acercarle un vaso de agua, que estaba colocado encima de una mesilla, junto a la cama. Le ayudó a beber, y el hombre se calmó, volviendo a recostarse.

—Usted dirá entonces, padre.

El hombre respiró hondo.

—Hay un secreto que desconoces, y que debo revelarte. Sabes que mi matrimonio con tu madre fue de conveniencia; yo nunca la amé ni quise casarme con ella. —Hizo una pausa, aspiró un poco de aire, y continuó—. En ese entonces, ya me veía con Vivian, tu madrastra. —Beth abrió los ojos de par en par al escuchar eso, no obstante, no le interrumpió—. Nos conocimos una noche, en una taberna, en Londres. Era una muchacha preciosa que trabajaba de costurera. —Lord Arundel dibujó una tímida sonrisa al recordar aquel primer encuentro—. Me enamoré de ella al instante, y ella me correspondió. Ambos éramos felices, estábamos enamorados, pero nuestro matrimonio no podía celebrarse. Mis padres se opusieron, y cuando me casé con tu madre, decidí que ella pagaría mi infelicidad—aseveró, ensombreciendo su mirada. Beth cerró los puños sobre la falda de su vestido, y apretó la mandíbula, enfadada—. Nunca la soporté. A pesar de cómo la trataba, en vez de odiarme, ella me seguía queriendo. ¡Ja! Tenía la idea de que algún día yo la querría. ¡Pobre infeliz! —espetó con sorna.

Beth sintió una punzada de dolor en el corazón, y lord Robert Arundel miró a su hija.

—Adelante, puedes odiarme. Dios no se enfadará contigo, estás en tu derecho. —Beth le dedicó una mirada llena de furia, pero no dijo nada—. Durante todos esos años, nos vimos a escondidas.

En ese momento, Beth abandonó su gesto de enfado para dar paso a la reflexión.

—Por eso ibas tanto a Londres…—comentó, pensativa.

Lord Arundel asintió.

—Así es. Y justo en las fechas cercanas a tu nacimiento, vino al mundo Rose.

Beth abrió de nuevo los ojos de par en par.

—Entonces Rose era…

—Sí, Rose era tu hermana. Compartíais la misma sangre, la de los Arundel.

Beth se quedó sin palabras. Ella siempre intuyó algo. Era extraño el enorme afecto que su padre le profesaba a Rose, teniendo en cuenta que, en teoría, no era su hija natural. Al final, sus sospechas resultaron ser hechos probados y no meras especulaciones.

—Cuando murió tu madre, ya nada nos detuvo. No había oposición de ninguna clase. Ya no vivían tus abuelos, y yo era el dueño de todo el patrimonio. Por supuesto, tuve que inventar una historia, un pasado para Vivian y Rose, para que la gente no hablara. Es decir, que tú eres la única hija legítima, fruto de la unión de dos miembros de la nobleza. Sangre azul corre por tus venas.

Beth agachó la mirada, intentando asimilar todo aquello. De poco le había servido ser hija legítima y tener sangre azul. Eso no le había evitado sufrir desprecios por parte de aquellos que debían darle afecto y protegerla de todo mal.

—¿Por qué me odiaba tanto, padre? ¿Por qué me odiabais los tres? —preguntó Beth, casi desesperada.

Su padre la miró fijamente con gesto serio.

—Porque tú eras el fruto de un matrimonio impuesto, eras el motivo de mi desdicha. Y para colmo, eras tan buena y dulce, que no había manera de justificar mi odio. Todos te querían y te adoraban. Has sido y eres la hija perfecta. Nunca hablabas de más, siempre educada e intachable. Yo deseaba que sacaras tu rabia, tu dolor, tu enfado. Deseaba que fueras mala, para así poder mandarte lejos de allí. No te soportaba—contestó con desprecio.

—¿¡Por eso me odiabas!? ¿¡Por ser una buena hija!? —inquirió, incrédula.

—Eras el motivo de mi infelicidad, y te odiaba por ello. Porque tú simbolizabas el deber y el honor. Eras igual que tu madre, buena en todo.

—Y por eso ellas también me odiaban...

—Todos te alababan a ti, incluso el servicio te quería. De hecho, cuando te fuiste hace diez años, mentí a todos diciendo que habías muerto. ¿Y sabes qué? Que todos lloraron tu muerte, y eso hizo que mi odio por ti creciera. Tú eras todo lo que yo nunca fui: Un ser admirado y apreciado por todos.

Beth puso gesto de indignación.

—Era así porque nunca intenté hacer daño a nadie.

—Lo sé. Todos me envidiaban por tenerte a ti como hija, y a Emily como esposa. Pero yo no era feliz. Os odiaba por haberme hecho desgraciado con vuestra existencia. Ahora me doy cuenta de que, al final, todos los malos actos que cometemos en esta vida se pagan. He perdido a mi hija, a mi Rose. Y todo por mi culpa. Nunca supimos educarla. Era una criatura caprichosa, despiadada y disoluta. Hacía todo lo que quería sin pensar en las consecuencias. Y ese carácter suyo la llevó a subirse al caballo que acabó matándola. —De repente, Beth vio cómo unas lágrimas se deslizaban por las mejillas de su padre. Esto provocó que la indignación que había sentido hace solo unos instantes desapareciera. — Además, el amor de mi vida ha perdido el juicio. Dios ahora me castiga, y solo me queda hacer una cosa para, al menos, obtener su misericordia en el otro mundo: Pedirte perdón. Siento el daño causado. Lo siento por todo, Beth. Por favor, perdóname—le imploró, llorando desconsoladamente.

Beth agachó la mirada, y suspiró con resignación. A pesar de todo, no era tan cruel como para no perdonarle antes de su marcha.

No podría enmendar sus errores, pues ya era tarde. Ese hombre que siempre se había mostrado arrogante y altivo, ahora estaba arruinado y a punto de morir solo, sin ningún ser querido que lo acompañara en sus últimos momentos. El castigo ya había sido impuesto, y había llegado el momento de perdonar.

—Te perdono, padre. No llores más. No sirve de nada—dijo Beth, agarrando su mano por primera vez en su vida.

En ese instante, recordó las palabras de su madre:

<<Hay personas en este mundo que solo tienen oscuridad y tristeza en su alma.>>

Lord Arundel lloró desconsoladamente durante bastante tiempo, sin soltar la mano de Beth, su única compañía. Siempre deseó que su padre agarrara su mano, que le acariciara el pelo como siempre hacía con Rose, que le diera afecto y cariño, pero al final no pudo ser.

Finalmente, acabó quedándose dormido, y ella se marchó a su cuarto.

Melinda ya estaba acostada a un lado de la cama cuando ella entró. Beth procuró no hacer ruido, para no despertar a su amiga.

—¿Beth? ¿Eres tú? —preguntó Melinda.

—Sí, lo siento ¿te he despertado? —respondió Beth, mientras se cambiaba.

—No, estaba esperándote. ¿Cómo ha ido el encuentro?

—Bueno, hemos estado hablado de forma serena y tranquila. Incluso me ha pedido perdón.

—Vaya, eso sí que es una novedad. Entonces, ¿todo arreglado?

—Eso parece—contestó Beth, metiéndose bajo las sábanas.

De momento, prefirió no compartir el secreto que le había sido revelado. Su amiga se quedó dormida al instante y ella también. Después de un duro día lleno de emociones, necesitaba descansar.

Beth estaba profundamente dormida cuando un fuerte crujido, seguido de unos pasos, la despertó. Se incorporó un poco, y se mantuvo en silencio, intentando escuchar mejor. Mientras miraba hacia la puerta, en medio de la oscuridad, su corazón empezó a latir rápidamente debido a la inquietud.

Como su curiosidad era más poderosa que su miedo, cogió un candelabro, encendió una vela, y a continuación, salió de la habitación para averiguar quién era el causante del ruido.

Se adentró en el oscuro pasillo, y no vio a nadie. No supo por qué, sus pies empezaron a andar como si alguien los guiara, y llegó hasta la puerta de la torre. Vio que esta estaba entreabierta y eso la inquietó aún más. Tragó saliva, y subió aquellas estrechas y elevadas escaleras de piedra que conocía tan bien.

Llegó finalmente a su antigua habitación, ahora llena de telarañas y cubierta de polvo. Nada se había tocado desde la última vez que estuvo allí. Parecía que el tiempo se había detenido en ese lugar.

De repente, escuchó un crujido y esto la hizo sobresaltarse. Al instante, Branwell salió de entre las sombras.

—¡Branwell, me has asustado!

—Lo siento, Beth. ¿Qué haces aquí? —preguntó él, mirándola.

—Oí ruidos y decidí ver qué ocurría. ¿Eras tú?

—Sí. Suelo subir aquí a veces, cuando necesito pensar.

A Beth le extrañó un poco esa respuesta.

—Entiendo.

Branwell se acercó a ella.

—Recuerdo cuando me trajiste a este cuarto aquella noche, y estuvimos aquí solos.

Beth sonrió tímidamente.

—Sí, han pasado muchos años, ¿verdad?

—Demasiados—contestó Branwell con pesar—. Beth, quiero pedirte perdón por todo. Fui un ser despreciable y ruin. Nunca seré capaz de perdonarme a mí mismo por todo el daño que te causé—dijo, mirándola con tristeza y angustia.

—No te preocupes, yo te perdoné hace años, Branwell. Todos cometemos errores—respondió.

Branwell la miró, ensimismado. En ese momento, sintió un enorme deseo de estrecharla entre sus brazos, como en el pasado.

—Eres demasiado buena. No lo merezco.

Beth se encogió de hombros.

—El tiempo pasa y cura hasta las heridas más profundas. En estos años, he llegado a la conclusión de que seguramente no estábamos destinados a estar juntos. Las cosas ocurren por algún motivo. En este caso, Rose se cruzó en tu camino, y simplemente, sucedió. Hace años que no pienso en ello.

—Intenté escribirte, pero Melinda no me dejó. Beth, yo he pensado en ello cada día—afirmó con intensidad—. Quería verte y hablar contigo, y disculparme cuantas veces fueran necesarias.

Beth negó con la cabeza, intentando quitarle importancia.

—Branwell, no es necesario. Ya no hay nada por lo que disculparse. Todo está olvidado—respondió Beth, sonriendo con ternura, algo que desarmó a Branwell por completo.

Empezó a acercarse más a ella, dispuesto a no reprimir su deseo. Iba a besarla en ese instante, allí mismo. No le importaba el resto del mundo. Deseaba tener a Beth de nuevo entre sus brazos. No obstante, alguien se interpuso en sus planes.

Melinda carraspeó justo cuando estaba a punto de tocar a Beth. Esta pareció no percatarse de sus intenciones, y se giró para mirar a Melinda. Branwell puso cara de fastidio, mientras su prima le lanzaba una mirada de advertencia.

—¿Qué estáis haciendo? —preguntó.

—Estábamos hablando, pero ya me iba a dormir. Hoy ha sido un día agotador—respondió Beth.

A continuación, se dirigió hacia la puerta, y antes de marcharse, se giró y dijo:

—Buenas noches, Branwell.

Este la miró, derrotado, y forzó una sonrisa.

—Buenas noches.

Melinda y Beth volvieron a su cuarto, y se durmieron enseguida. Branwell se quedó un rato más despierto, inmerso en sus pensamientos.

Se dio cuenta del error que había cometido al casarse con Rose a los pocos meses de la boda. Había aguantado estoicamente su temperamento caprichoso e irascible. Para Rose, todo lo que hacía por ella nunca era suficiente.

Branwell empezó a ausentarse cada vez más de su hogar para atender los negocios familiares, y ciertos rumores llegaron a sus oídos. Según se decía, Rose se veía con lord Langley, un viejo amigo de la infancia. Un buen día, durante una discusión, Rose admitió que había tenido un idilio con aquel caballero.

No obstante, eso no fue todo. Tiempo después, ella le confesó que se casó con él solo por arruinar la vida de Beth, a la que odiaba con toda su alma.

Desde entonces, cada vez que venía a Ascot Park subía a la torre para estar a solas, y recordar esa última noche de amor con Beth.

Qué feliz era cuando ella le demostraba su amor incondicional con apasionados besos y tiernas caricias, mientras con su suave tono de voz le decía que él era el dueño de su corazón.

A veces subía con él una botella de brandy, y se emborrachaba para olvidar su desgraciada vida.

Se preguntaba si Beth era feliz, si había conseguido olvidarle, si estaba bien. Cada noche rezaba para que encontrara la dicha que él le arrebató.

¿Cómo pudo caer en la trampa? ¿Por qué si amaba a Beth, acabó en los brazos de Rose? ¿Vanidad? Rose supo engatusarle, supo seducirle y el peligro le atrajo. Rose era una especie de fruto prohibido que él quiso probar, aún a riesgo de perder algo mucho más valioso: El amor verdadero.

Cuando supo por Melinda que Beth estaba en Escocia y seguía soltera, la esperanza anidó en su corazón. Si jugaba bien sus cartas, quizás podría reconquistarla. Y no iba a dejar pasar la oportunidad de hacerlo.

Al día siguiente, aprovechando que hacía un maravilloso día, y que Branwell debía ausentarse toda la mañana para arreglar unos asuntos, Melinda y Beth decidieron ir a dar un largo paseo por los alrededores. Beth le hizo de guía por los lugares donde jugaba en su infancia.

Apenas había cambiado nada, cosa que a Beth le alegró. Melinda seguía sus pasos con cierta dificultad, poco acostumbrada a este tipo de aventuras.

Atravesaron matorrales y arbustos, y llegaron a la orilla del arroyo. Allí se refrescaron un poco, y continuaron su marcha hasta llegar a un claro del bosque, donde se sentaron a descansar.

—Dios mío, no recuerdo haber andado tanto en mi vida—aseveró Melinda, acomodándose en la hierba.

—Yo suelo caminar mucho.

—Sí, es evidente—respondió Melinda—. ¿No sientes cierta nostalgia de vez en cuando? Muchas veces me acuerdo del colegio, y de lo mucho que nos divertíamos.

Beth sonrió.

—Sí, yo también. Fue una época muy feliz.

Melinda torció el gesto.

—Sí, aunque no me gustaban los castigos de la señorita Easton.

Beth se puso seria de repente, y decidió revelarle a Melinda lo que le había contado su padre.

—Melinda, anoche mi padre me contó algo.

—¿De qué se trata?

Beth miró a su amiga.

—Rose era mi hermana. Era hija de mi padre.

Melinda puso cara de asombro.

—Eso quiere decir…

—Que mi madrastra era su amante. Él solía pasar muchos meses en Londres durante el año. Apenas venía a Ascot Park. Era entonces cuando se veían. Supongo que allí vivían como una familia—comentó Beth.

Melinda torció el gesto, indignada.

—¡Increíble! Y luego ellos criticando a todo el mundo, creyéndose por encima del bien y del mal. Lo que no entiendo es, ¿por qué tanto odio?

—La envidia y los celos. No podían soportar que yo no causara problemas, que fuera alguien noble y bueno. Además, hay que tener en cuenta que la existencia de mi madre y la mía era, según mi padre, la causa de su infelicidad. Nosotras éramos un impedimento para que él pudiera vivir libremente con Vivian y Rose.

Melinda negó con la cabeza.

—¡Cuánta maldad! —sentenció, enfadada. Entonces agarró a Beth de la mano, y la miró, preocupada— ¿Tú estás bien?

Beth sonrió tímidamente, y asintió.

—Sí, estoy bien. Solo deseo que esto termine cuanto antes.

Melinda sonrió, aliviada, y volvió a acomodarse.

—Oye, estaba pensando que, cuando todo esto termine, podrías venir a Londres conmigo unos días.

Beth negó con la cabeza.

—No, antes de regresar a Escocia quiero visitar a Olivia. Ya ha dado a luz, y quiero conocer a su pequeño. Sin embargo, te tomo la palabra—respondió Beth, sonriente.

Allí se quedaron las dos hasta que llegó la hora de comer. El resto de la tarde estuvieron en uno de los salones, conversando con Branwell sobre los viejos tiempos.

Antes de irse a dormir, Beth fue a ver a su padre. Como lord Robert estaba un poco indispuesto, Beth se limitó a darle las buenas noches. Finalmente, entró en su cuarto, se acostó y enseguida cayó en un profundo sueño.

—¡Beth! ¡Beth, tesoro, despierta! —dijo una dulce voz femenina que parecía venir de algún lugar lejano.

Beth abrió los ojos lentamente, y se incorporó un poco. Parpadeó un par de veces para aclararse la vista, y a continuación, se levantó.

—Beth, ven conmigo—le instó la voz.

En ese instante, una sombra pasó delante de ella y atravesó la puerta.

Beth la siguió por el pasillo, y llegó hasta la puerta de la que había sido la habitación de su madre. Esta se abrió, y Beth entró en la estancia vacía.

A pesar de que no había nadie, Beth sentía que alguien la observaba. Paseó por la antigua habitación de su madre, que ahora estaba llena de polvo. Hacía mucho tiempo que nadie entraba allí.

Recordó todas aquellas veces que se refugió en sus brazos cuando había tormenta o cuando la acunaba para dormirse.

De repente, notó una suave brisa que acarició su espalda. Entonces, la voz femenina, que curiosamente le recordaba a la de su madre, le susurró al oído:

—Todo termina hoy, Beth. Es hora de dejar todo esto atrás. Debes emprender un nuevo camino con el corazón abierto y el alma dispuesta.

Beth se giró, intentando ver quién le hablaba, pero no vio nada.

En ese momento, notó que alguien la zarandeaba con fuerza, al tiempo que otra voz a lo lejos la llamaba.

—¡Beth, despierta! ¡Beth! —exclamó Melinda enérgicamente.

Beth se despertó de repente y miró a su amiga.

—¿Qué ocurre? —preguntó Beth, alarmada.

Minutos después, la condujeron a la habitación de su padre. Allí yacían él y su madrastra, tumbados uno junto al otro. Habían muerto súbitamente hacía tan solo una hora. Todo había terminado.

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