Beth

Beth


CAPÍTULO 10

Página 12 de 34

CAPÍTULO 10

Bruselas, cinco años después…

El día había amanecido gris y frío. Aunque ya era primavera, la lluvia era una constante en aquel mes de abril. Esto impedía que la mayoría de los días, Beth y su alumna pudieran hacer actividades al aire libre.

La vida en Bruselas transcurría tranquila y sin sobresaltos, acomodada en una previsible y organizada rutina. Beth se había adaptado a la perfección a su nueva vida en Bélgica.

Había hecho nuevas amistades, y se había ganado la confianza y el respecto tanto de los miembros del servicio como de sus señores. Por aquel entonces, había desarrollado una estrecha relación de amistad con el señor Harris, que, a pesar de su carácter huraño, era un hombre amable, y con su esposa, la señora Harris, la cocinera, que era encantadora.

Dos años antes se había incorporado nuevo personal a la casa de los Gibson. Dos jóvenes sirvientas belgas, Marianne y Aurelie, que eran más jóvenes que Beth, y Jacques, que ejercía como ayudante del señor Harris, y se encargaba de llevar y traer a lord Gibson cuando era menester.              

El amo de la casa se pasaba casi toda la semana viajando o encerrado en su despacho. Mientras, lady Gibson solía salir a menudo a visitar a amigas suyas de la alta sociedad belga.

Durante todo ese tiempo, Beth no había perdido el contacto con sus amistades de Inglaterra.

Al poco tiempo de llegar a Bruselas, tuvo noticias de Melinda. Su amiga omitió cualquier mención a Branwell y su boda, mostrando así su enorme sensibilidad y tacto. Sin embargo, sí le habló de su pretendiente, que pronto se convirtió en su marido. Se trataba de lord Ferdinand Avery, poseedor del título de marqués de Woodford y dueño de una considerable fortuna.

Se conocieron en una de las veladas de la temporada, y se habían entendido a la perfección, aunque Melinda en ningún momento habló de amor. La elección gustó a ambas familias y se casaron poco tiempo después en una ceremonia por todo lo alto, a la que acudió lo mejor de la alta sociedad. A Melinda le apenó el hecho de que Beth no pudiera acompañarla, y a lo largo de esos años, nunca se olvidó de recordarle que cuando regresara, su casa estaba abierta y lista para recibirla.

También tuvo noticias de Anne. Al principio, recibió un severo reproche por el hecho de no haber recurrido a ella cuando se encontraba en problemas. Pero después, se mostró comprensiva, expresando su deseo de que su ausencia fuera lo más corta posible. Siempre le contaba las travesuras del pequeño Ben, que poco a poco se fue convirtiendo en un hombrecito amable y simpático, como su padre. A Angus no le iban mal las cosas, y siempre tenía trabajo en el taller. Incluso, realizaba encargos para acaudalados clientes.

Durante un tiempo intercambió correspondencia con madmoiselle Caron, que pronto cambió de nombre. Meses después de empezar a trabajar en la escuela, esta había conocido a un apuesto profesor universitario, al cual le presentaron unos amigos comunes. Monsieur Granger le propuso matrimonio al poco tiempo, y ella aceptó. Se fueron a vivir a París, donde él daba clases en La Sorbona, y formaron una familia. Beth se alegró por tan feliz desenlace.

En cuanto a su desengaño, el paso del tiempo hizo su efecto. Cada día que pasaba, iba olvidando los gestos, la voz y los rasgos de Branwell. Aunque nunca podría olvidarle del todo, porque había sido el único hombre al que había amado.

Sin embargo, su recuerdo ya no le producía dolor ni tristeza. Su corazón ya había sanado sus heridas. Aquello se había convertido en una vivencia más de su pasado, sin dejar de ser una parte importante del mismo. Como bien le dijo la señorita Hart: <<Todo en la vida se supera, menos la muerte.>>

De ella no volvió a saber más, debido a que, dos años después de su llegada a Bruselas, recibió carta de la señorita Easton, donde lamentaba comunicarle una triste noticia: Su antigua maestra había fallecido a causa de una gripe, dejando a la escuela desolada. Solo tenía treinta y seis años. Esto afectó profundamente a Beth, y la aflicción por esta pérdida la acompañó durante largo tiempo.

Esa mañana gris, Beth y Olivia estaban en el cuarto de estudio. Beth estaba escribiendo en la pizarra un problema matemático, mientras le daba instrucciones a su alumna para poder resolverlo.              

Sin embargo, la muchacha, que acababa de cumplir doce años, no estaba por la labor. Estaba distraída, observando el cielo nublado a través de la ventana.

Beth se giró y vio que Olivia no le estaba prestando atención. A continuación, puso los brazos en jarra, mientras sostenía la tiza en una de sus manos, y miró a su alumna con severidad.

—¡Olivia! ¿Se puede saber qué estás haciendo?

Olivia miró a su institutriz, y suspiró, apoyando el codo en la mesa, y su cabeza sobre una de sus manos.

—Señorita Arundel, ¿de verdad necesito saber resolver estos problemas? ¿No podemos hacer algo más interesante? Como pintar o dibujar…

Beth lanzó un suspiro exasperado, y puso los ojos en blanco.

—Olivia, todo esto es importante.

—¿Ah sí? Pues no estoy tan segura, señorita Arundel. Veamos, ¿en qué momento de la vida tendré que saber cuánto me tienen que devolver cuando me den el cambio? Las sirvientas son las que se encargan de esas cosas—respondió Olivia, intentando mostrarle a su institutriz su punto de vista.

—Olivia, toda enseñanza en esta vida es importante. Nunca se sabe cuándo podemos necesitar saber algo, o cuándo utilizaremos los conocimientos que tenemos. Y repruebo totalmente ese pensamiento que tienes.

—Señorita Arundel, al final, ser hermosa es lo más importante, porque es lo que le gusta a la gente. Ser inteligente no es esencial; con eso no se llega lejos—aseveró.

Esta afirmación indignó a Beth.

—¿Dónde has oído semejante disparate?

Olivia se puso más seria.

—Lo dijo el otro día Gabrielle Dupond en la fiesta campestre.

Beth negó con la cabeza. Esa Gabrielle Dupond era una niña estúpida y consentida, que no tenía dos dedos de frente.

—Olivia, por favor, no hagas caso a esa muchacha. No sabe lo que dice. Además, te diré que la belleza solo es importante para los que no ven más allá de sus narices.

—¿De verdad? —preguntó Olivia con interés.

Beth asintió.

—Veamos, imagínate que yo soy una hermosa mujer; una belleza perfecta y sublime. Y resulta que, cuando conversamos, te doy la razón en todo porque no tengo criterio propio ni opinión. ¿Tú qué pensarías de mí?

—Pues pensaría que es verdaderamente aburrida. De hecho, creo que no sería capaz de conversar con usted —contestó.

—¡Exacto! La belleza es algo que cambia con el tiempo, Olivia. Todos envejecemos y cambiamos con el paso de los años. Por eso es importante alimentar la mente y el espíritu con conocimiento. Porque al final, lo que queda es lo que llevamos dentro. Y qué triste y desoladora sería nuestra existencia si solo tuviéramos belleza exterior que ofrecer. ¿No crees?

Olivia asintió, convencida.

—Pues tiene usted toda la razón, señorita Arundel.

Beth sonrió.

—Bien. Y ahora a estudiar.

Olivia puso cara de fastidio. Aun así, obedeció y apuntó lo que la señorita Arundel había escrito en la pizarra. Beth estaba satisfecha con el resultado de la conversación. No iba permitir que Olivia se convirtiera en una persona vacía y superficial.

Estuvieron trabajando gran parte de la mañana en los ejercicios, y a la hora de comer, Olivia fue al comedor a reunirse con su madre.

Beth se dirigió a la cocina, donde estaba la señora Harris, que le estaba sirviendo un plato de sopa caliente. Beth se sentó a la mesa, y empezó a comer.

—¿Cómo han ido hoy las lecciones? —preguntó la señora Harris, que en ese momento estaba preparando los postres.

—Bien, aunque hoy la señorita Olivia se ha aburrido un poco. Opina que no es importante estudiar.

—Bueno, ya sabe, señorita Arundel. Está en esa edad en la que uno empieza a rebelarse.

—Sí, eso creo yo también. Aunque, por suerte, he conseguido que cambie de opinión.

—No lo dudaba. Desde luego, aprender es importante. Cuanto más lista eres, menos posibilidades hay de que te engañen. Aunque déjeme que le diga, que, por desgracia, muchos hombres prefieren casarse con mujeres bonitas, pero poco inteligentes. Y en la alta sociedad, eso no es distinto.

—Bueno, tal vez eso sea cierto. Sin embargo, opino que no todos los hombres piensan de la misma forma.

—No todos, en eso estoy de acuerdo. Pero sí una gran parte.

Beth suspiró, pensativa.

—A mí me gustaría que la señorita Olivia se casara con alguien que la amara y la respetara.

—¡Ja! Eso sería un milagro, créame. Y ya veremos con quién se casa. Eso será decisión de los señores.

Nada más decir esto, entró una de las sirvientas para llevarse los postres, y otra trajo los platos vacíos. La conversación se detuvo, y Beth terminó de comer en silencio.

Se dio cuenta, al mirar por una de las ventanas, de que el cielo estaba empezando a despejarse, así que esa tarde podrían salir a dar un paseo. Olivia recibió con alegría la noticia, y se preparó para salir con Beth.

Salieron bien abrigadas, pues hacía un poco de frío, y se dirigieron a la zona comercial, donde Beth quería visitar la librería de Monsieur Gastini. Las calles estaban abarrotadas, por lo que ambas se agarraron de la mano y no se separaron en todo el camino.

Llegaron por fin a la librería de Monsieur Gastini. El hombre estaba al fondo, detrás del mostrador, ordenando unos libros.

El librero era un caballero de unos cincuenta años, que llevaba toda su vida dedicado a los libros. Según les había contado, viajó mucho en su juventud, y gracias a eso, aprendió idiomas y conoció diferentes culturas. Estaba casado con Georgette, una mujer encantadora, que también trabajaba en la librería, ayudando a su marido. El matrimonio tenía un hijo de la edad de Beth, que vivía en el sur del país, y dos preciosos nietos más jóvenes que Olivia.

Las estanterías y las tres góndolas que había repartidas por el centro de la tienda estaban llenas de libros, y a esa hora, las tres y media, no había demasiados clientes.

Beth y Olivia se acercaron al mostrador, y Monsieur Gastini dibujó una amplia sonrisa nada más verlas.

—Bonjour, madmoiselle Arundel et madmoiselle Gibson! Comment ça va? [1]—las saludó, entusiasmado.

—Bonjour, monsieur, ça va bien, merci.[2]—contestó Beth.

—¿En qué puedo ayudarlas? —preguntó el hombre con un fuerte acento francés.

—Venimos buscando nuevas lecturas—explicó Olivia, sonriente.

—Oh, tengo libros nuevos que acaban de llegar. Un moment s'il vous plait ![3]—respondió el caballero, perdiéndose entre los volúmenes que tenía en el mostrador. Sacó al cabo de unos instantes tres libros —. Eugenie Grandet de Balzac, Valentine de George Sand y Notre-Dame de París de Víctor Hugo. Y también ha llegado el libro que me encargó, madmoiselle Arundel.

Beth examinó los libros, y finalmente eligió dos para ella: El de George Sand y el de Víctor Hugo. Para Olivia compró la novela Sentido y sensibilidad de Jane Austen, que había encargado hacía unas semanas. Después de despedirse de monsieur Gastini, las dos salieron de la tienda, y continuaron paseando por las calles cercanas.

De repente, un delicioso olor llegó hasta ellas. Provenía de la pastelería de Madame Dauville. Olivia le pidió a Beth que entraran en la tienda, ya que quería que le comprara un bollo de crema, una de las especialidades de la dueña del establecimiento. Beth dudó un momento, sin embargo, pensó que no sería mala idea comprar algunos dulces como postre para la cena.

Entraron en la pastelería donde se podía casi masticar el aroma a hojaldre recién hecho. Había algunos clientes, pero nada más verlas, la dueña del establecimiento las saludó. Madame Dauville siempre recordaba las caras de sus clientes habituales.

—Bonjour!

—Bonjour, madame—contestó Beth.

Mientras esperaban su turno, Olivia se deleitó mirando los dulces que había en las vitrinas. Pronto les atendió Ivonne, la hija de madame Dauville, de diecisiete años. La muchacha solía hablarles en inglés, aunque con dificultad.

Hacía su mayor esfuerzo por aprenderlo, porque le gustaba todo lo relacionado con Gran Bretaña, y deseaba hablar bien el idioma.

Al principio, Beth tuvo que reprender a Olivia por reírse de las equivocaciones de la muchacha. <<No pidamos la perfección, cuando nosotros mismos carecemos de ella>>, le decía. Esto hizo cambiar la actitud de su alumna, que pronto entabló amistad con la joven.

Justo cuando estaban haciendo su pedido, entró en la pastelería Jacques, el ayudante del señor Harris. Ambas lo miraron, sorprendidas, preguntándose qué hacía allí. Él no pudo evitar mostrarse inquieto al verlas.

—Madmoiselle Arundel, madmoiselle Olivia, ¿qué hacen aquí? —preguntó él con naturalidad, aunque se le notaba nervioso.

—Hemos venido a comprar unos dulces. ¿Y usted?

—A comprar unos dulces también—respondió él.

—¿A usted también le gustan los bollos de crema, Jacques? —inquirió Olivia, sonriente.

Este asintió con una sonrisa.

—Sí, los bollos de crema me gustan, madmoiselle.

—Pues hemos comprado muchos. De hecho, íbamos a compartirlos con todos. ¿O quiere comprar más? —preguntó Beth con interés.

De repente, Olivia observó algo que le llamó la atención. Jacques miraba de reojo hacia el mostrador, donde Ivonne estaba envolviendo el paquete de bollos que le habían encargado. Ella tenía las mejillas sonrosadas, aunque en un primer momento, Olivia pensó que era debido al calor que hacía en la pastelería. Sin embargo, al ver aquel discreto intercambio de miradas, empezó a considerar que algo estaba sucediendo entre esos dos.

—No, creo que será suficiente, madmoiselle. Ahora las acompañaré a casa, si es que iban hacia allí—dijo Jacques.

—Eso sería estupendo. Muchas gracias, Jacques—respondió Beth. A continuación, pagó el encargo y se despidió de Ivonne—. A bien tot, Ivonne. Et merci.

—Hasta pronto, señorita Arundel, señorita Olivia.

Finalmente, salieron de la tienda acompañadas de Jacques, y regresaron a casa dando un agradable paseo, mientras conversaban.

Una vez llegaron, Olivia se dirigió al señor Harris y le entregó la bolsa de bollos. Ya en la cocina, la señora Harris reprobó la decisión de comprar el postre fuera de la casa, pero Beth la convenció, diciéndole que así trabajaría un poquito menos, y que lo hicieron pensando en ella.               La señora Harris era débil frente a las miradas suplicantes de la señorita Olivia y la señorita Arundel, que parecían dos cachorrillos abandonados.

Más tarde, a la hora de dormir, Beth fue a darle las buenas noches a Olivia como hacía siempre, y esta compartió con ella lo que le rondaba por la cabeza.

—Señorita Arundel, ¿no ha notado usted algo raro en la pastelería?

—¿Qué quieres decir?

—Bueno, cuando ha venido Jacques a la tienda. Creo que ha ido a ver a la señorita Ivonne.

—¿Y por qué crees eso?

—Porque los dos estaban muy nerviosos, y creo que la señorita Ivonne se ha ruborizado—respondió Olivia.

Beth pensó un momento en ello. Sí, recordaba que Jacques parecía nervioso. Tal vez Olivia tuviera razón.

—Es posible. Pero no es asunto nuestro—concluyó.

Olivia se incorporó un poco.

—¡Oh, señorita Arundel! ¿Por qué no les ayudamos? A lo mejor no se atreven a decirse que se quieren.

Beth la miró, incrédula.

—Olivia, no debemos meternos en los asuntos ajenos.

—¡Pero sería tan bonito que se casaran por nuestra culpa! —comentó Olivia, soñadora—. Hacen una pareja preciosa. Como el señor Darcy y la señorita Bennett.

Beth se rio.

—¿Orgullo y Prejuicio otra vez? Olivia, es una buena novela, pero en la vida real las cosas son bien distintas.

—¡Tengo una idea! ¿Y si les hacemos llegar una nota a ambos, haciéndoles creer que uno se va a declarar al otro? O podría invitar a Ivonne a casa—propuso Olivia, entusiasmada.

—¡Olivia, por el amor de Dios! ¡Deja ya de decir tonterías! No debemos intervenir. Lo que tenga que pasar, pasará. Y ahora a dormir—ordenó Beth.

Olivia se fue a dormir un poco decepcionada, pero no volvió a mencionar el asunto. A Beth le enterneció el hecho de que Olivia quisiera ayudar a aquellos dos. Sin embargo, consideraba que debía frenar sus impulsos, porque estos podían acarrearle serios problemas.

Dos días más tarde, mientras bajaba las escaleras, pudo escuchar a Olivia hablando con alguien. Abrió la puerta que daba a la cocina, y allí estaba su alumna hablando con Jacques, a quien le estaba entregando una nota. Beth sospechaba que la muchacha estaba poniendo en práctica su plan.              

A pesar de que su cabeza le decía que debía reprenderla, decidió no hacerlo. En el fondo, no quería dañar su alegre y generoso espíritu, y si se equivocaba, aprendería de sus errores.

Por la tarde, fueron a la pastelería de Madame Dauville, y de nuevo, compraron una bolsa llena de bollos de crema.

Olivia llevaba oculto en uno de los bolsillos de su chaqueta un pequeño libro, que dejó intencionadamente en el mostrador, y que contenía una nota en la primera página.

Salieron de la pastelería, sin que Beth se diera cuenta de que Olivia no llevaba una de sus pertenencias. Sin embargo, sí se percató de la suave y pícara carcajada que emitió su alumna nada más salir del establecimiento. Sabía con certeza que algo había hecho.

Al día siguiente, a la hora del desayuno, Jacques entró en la cocina canturreando. A Beth le llamó la atención la actitud del hombre, que solía mostrarse siempre comedido y reservado. La señora Harris se echó a reír al verlo tan contento.

—¿Qué le ha pasado, Jacques?

Jacques se sentó al lado de Beth, y suspiró.

—Algo maravilloso, señora Harris—contestó él, risueño.

—Oh, ya entiendo. El amor ha llamado a su puerta—comentó la mujer.

Jacques dibujó una amplia sonrisa, y a continuación, tomó su desayuno en silencio.

Beth sonrió, pensativa. El plan de Olivia había funcionado. En ese momento, se sintió orgullosa de su alumna, pues había demostrado arrojo y determinación. Aunque se llevaría una suave amonestación por desobedecerla.

Una semana más tarde, los señores decidieron realizar un viaje a Brujas, que duraría tres días, y Beth y Olivia los acompañaron. Se alojaron en un pequeño hotel en el centro de la ciudad.

Mientras los Gibson visitaban a amigos, Beth y Olivia se perdían por las calles y avenidas, recorriendo los canales, y disfrutando de placenteros paseos.

Una de aquellas tardes, ambas se sentaron en un banco, frente a uno de los canales. Beth llevó su cuaderno de dibujo, y mientras Olivia contemplaba el panorama, ella lo dibujaba. A la joven le encantaban los dibujos de su institutriz, y ya se había hecho con una buena colección.

—Bueno, al final mi plan fue un éxito ¿verdad, señorita Arundel? —comentó Olivia, entusiasmada.

—Sí, admito que sí. Pero insisto en que no vuelvas a hacerlo.

—Lo prometo. No lo volveré a hacer—respondió Olivia—. ¿Cree que se casarán?

—Por supuesto que sí. Y seguramente pronto.

Olivia sonrió. Sin embargo, al instante se puso seria. Beth observó a su alumna, y le pareció ver tristeza y preocupación en su mirada.

—¿Qué ocurre, Olivia? —preguntó Beth, dejando lo que estaba haciendo.

Olivia la miró.

—Señorita Arundel, ¿es cierto que mis padres decidirán con quién debo casarme?

Beth se mordió el labio inferior, inquieta. Era difícil contestar a esa pregunta sin herir a la joven.

—¿Dónde has oído eso?

—Hace unos días oí a las sirvientas hablando de ello. Decían que me casarían con algún duque o con alguien importante. ¿Es eso cierto?

Beth respiró hondo, al mismo tiempo que pensaba bien lo que debía decir y cómo lo iba a expresar. Se giró hacia Olivia, y la miró a los ojos.

—Olivia, debo explicarte algo. En la vida, tú estás en una situación acomodada, que te permite tener acceso a una buena educación y a todo tipo de privilegios. Otros, por desgracia, no tienen esas mismas oportunidades. Dicho esto, tú tienes una desventaja frente al resto. Normalmente, los matrimonios entre la alta sociedad son concertados. Esto se debe a que todos quieren mantener sus privilegios intactos, y para ello, suelen acordarse matrimonios que benefician a ambas partes.

—¿Y a mí me pasará eso? —preguntó Olivia con un poco de angustia.

—No voy a mentirte. Será así, Olivia. En el peor de los casos, te casarás con un hombre que tenga una buena posición social, de acuerdo con los deseos de tus padres, y vuestro matrimonio no será por amor.

El desconsuelo y la aflicción invadieron el ánimo de la joven, y Beth, al ver su rostro compungido, sintió una punzada de dolor en su corazón. Debido a esto, quiso disminuir la inquietud de su alumna.

—Aunque no tiene por qué ser malo. Algunas veces, ocurre que, en un baile o una velada, dos personas que comparten la misma posición se conocen, y encuentran cosas que les unen. Puede incluso surgir el amor. Es cierto que no sucede a menudo. Sin embargo, existe una posibilidad de que así sea.

Olivia, que estaba a punto de llorar, vio un halo de esperanza en esas palabras. Entonces, agarró las manos de su institutriz entra las suyas.

—¿De verdad lo cree así, señorita Arundel?

—Por supuesto que sí. El amor puede surgir en cualquier parte. Y estoy segura de que conocerás a un hombre maravilloso. ¡Ya lo verás! —dijo Beth, acariciando el rostro de su alumna, que parecía sentirse más aliviada.

Esa noche, mientras se preparaba para dormir, Beth no dejaba de pensar en la conversación que había mantenido con Olivia.

De repente, apareció en su mente la imagen de Melinda, joven y despreocupada, asumiendo que ella se casaría con un hombre rico de su misma posición porque era su deber.

Al contrario que Olivia, Melinda nunca había mencionado el amor en sus conversaciones. Era una mujer práctica, poco dada a los sentimentalismos. Sin embargo, las cartas que se habían intercambiado durante todos esos años indicaban que las cosas no eran como parecían.

Melinda había compartido con ella su dolor y su sufrimiento. Su matrimonio había resultado ser un fracaso desde el principio. Se había casado con un hombre de su círculo social, adinerado y con títulos, pero sin sentimientos. Al principio, apenas se conocían, no obstante, con el paso de los años, Melinda se dio cuenta de que había cometido un error. Su marido era un mujeriego, que no la respetaba y que apenas hablaba con ella. Para él, lo más importante era que se mantuviera callada y fuera una buena anfitriona.

A pesar de estas desavenencias, cumplieron con sus obligaciones maritales y tuvieron dos hijos, Matthew y Roger, que eran el único apoyo de su madre. Su amiga había decidido que su vida estaría dedicada a sus hijos, mientras ignoraba a su marido. Nunca encontraría en él a un compañero fiel y respetuoso.

Esto apenaba a Beth, y rezaba porque Olivia no tuviera ese destino. Si estaba en su mano, haría lo que fuera porque eso no sucediera.

Ir a la siguiente página

Report Page