Beth
CAPÍTULO 12
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CAPÍTULO 12
Eran las once de la mañana, y Londres había amanecido con un cielo cubierto de nubes. A esa hora de un domingo cualquiera, las calles ya estaban repletas de gente.
Beth había asistido a la misa del domingo en la iglesia de la Inmaculada en Farm Street con los Gibson, como llevaba haciendo desde que se había instalado en Londres.
Habían transcurrido tres meses desde su regreso a Inglaterra, y por fin ese día, Beth tenía unas horas libres.
Esto se debía a que Olivia había ido con sus padres a hacer una visita a unos familiares, y estaría ausente el resto del día.
Melinda estaba en Londres con motivo de la temporada, y se alojaba en Avery House, el bastión de los Avery en Londres, situado en el barrio de Mayfair.
Beth le había mandado una nota a su amiga nada más pisar Londres, pero debido a los compromisos de ambas, el encuentro tuvo que posponerse. Sin embargo, hoy por fin volverían a verse.
Avery House era una casa grande de tres plantas, con la fachada blanca, altas ventanas, y una enorme y elegante puerta de madera de color oscuro.
Beth llegó a la casa de Melinda envuelta en nerviosismo y expectación. Tenía muchas ganas de volver a ver a su querida amiga.
Un mayordomo abrió la puerta, y condujo a Beth hasta el salón, donde se quedó esperando.
El salón de Avery House era una estancia elegante, cuyas altas ventanas daban a la calle. La decoración no era demasiado ostentosa, y predominaban los colores beige y verde en sofás y paredes. Encima de la chimenea, un enorme retrato del matrimonio Avery con sus dos hijos presidía el lugar.
Beth, que estaba de pie observando el cuadro, se dio la vuelta al escuchar cómo se abría la puerta. Y por fin, se produjo el esperado encuentro. Allí estaba Melinda, sonriente y con los ojos humedecidos debido a la emoción, al igual que Beth. Las dos se acercaron rápidamente, y se abrazaron.
—¡Oh Beth! ¡Mi querida Beth! ¡Cuánto tiempo! —dijo Melinda, emocionada.
—Sí, demasiado tiempo, querida amiga—respondió Beth, feliz.
Se separaron, y a continuación, se sentaron en uno de los sofás. El mayordomo dejó encima de la mesa una bandeja con té recién hecho y unas pastas, y después, las dejó a solas.
—¿Y cómo va todo? Imagino que habrá sido un cambio muy grande volver aquí de nuevo—dijo Melinda, mientras le servía el té.
—Sí, desde luego que lo ha sido. Sobre todo, Londres. Es una ciudad tan grande y bulliciosa.
—Bueno, te acabas acostumbrando. ¿Cuánto tiempo piensas quedarte por aquí? —preguntó Melinda, mientras le entregaba su taza.
—Aún no lo sé. Todo dependerá de los acontecimientos. En cuanto mi alumna se comprometa, tendré que buscar otro empleo.
—Vaya, lamento que la situación sea poco halagüeña—comentó Melinda, preocupada—. Si puedo hacer algo, no dudes en pedírmelo.
—No te preocupes; tengo años de experiencia y buenas referencias. Así que no creo que tarde en encontrar otro puesto. —Beth tomó un sorbo de su té, y habló de nuevo—. Bueno, cuéntame cómo va todo.
Melinda suspiró con tristeza.
—Bueno, no tengo derecho a quejarme, al fin y al cabo, soy una privilegiada. Aunque no en todos los aspectos.
—¿No han mejorado las cosas entre tu marido y tú? —preguntó Beth con preocupación.
Melinda soltó una suave y triste carcajada.
—Nunca mejorarán, Beth, porque nunca fueron bien desde el principio. Sabes perfectamente que no me casé por amor. Sin embargo, pensé que, con el tiempo, él llegaría a sentir aprecio y respeto por mí. No obstante, me equivoqué. De hecho, a raíz de nacer los niños, se ha desentendido cada vez más de sus obligaciones. —Melinda suspiró—. Y lo peor de todo son los rumores y las habladurías que tengo que soportar. Tiene multitud de amantes, y no es nada discreto.
—Lo siento mucho, Melinda—respondió Beth, agarrando la mano de su amiga.
Melinda puso su otra mano sobre la de Beth, y dijo:
—Bueno, podría ser peor. Para mí, lo más importante son mis hijos, Beth. Por suerte, ambos estudian lejos de casa, y no saben nada de esto. Lo que me duele es que Ferdinand sea tan duro con ellos, cuando son muy buenos chicos. Son estudiosos, responsables y educados. Pero parece que para él nunca es suficiente.
Beth sintió el dolor de su amiga en esas palabras, y eso hizo que amargos recuerdos de su infancia regresaran.
—Entiendo perfectamente lo que dices. Yo tuve la mala suerte de crecer junto a un padre que no me soportaba. Pero afortunadamente, tus hijos te tienen como aliada.
—¡Desde luego! Más de una vez me he enfrentado a Ferdinand por este asunto. No tolero las injusticias, ya me conoces—explicó Melinda—. Lo bueno del caso es que pasa poco tiempo con nosotros. Así puedo hacer y deshacer a mi antojo.
En ese momento, llamaron a la puerta, y apareció de nuevo el mayordomo. Este le entregó a su señora una carta. Melinda cogió la misiva, y al ver quién era el remitente, se puso tensa.
—¿Quién la envía? —inquirió Beth.
—Un amigo—contestó Melinda, nerviosa.
Beth miró a su amiga con suspicacia, pues sabía que Melinda ocultaba algo.
—Melinda...
Su amiga suspiró con resignación.
—A ti no puedo mentirte. Es una carta del capitán Chambers. Es un amigo nuestro, bueno, de Ferdinand. Nos conocemos desde hace años.
—¿Y por qué te escribe a ti?
Melinda se mordió el labio inferior, y miró alrededor, comprobando si había alguien cerca. Entonces, se acercó más a Beth, y contestó en voz baja:
—Porque está enamorado de mí.
Beth se quedó perpleja ante la sorprendente revelación. A continuación, miró de nuevo a su amiga con suspicacia, y preguntó:
—¿Sois amantes?
Melinda abrió los ojos de par en par.
—¡No! ¡Por supuesto que no! Yo ya le he dicho que soy una mujer casada, y que lo único que puede haber entre nosotros es amistad. Nada más—aclaró.
—Melinda, debes cortar todo contacto con él. Si alguien lo descubre, sería un escándalo—le advirtió Beth.
—Lo sé. Sin embargo…—Melinda hizo una breve pausa. Necesitaba encontrar las palabras adecuadas para explicarle a su amiga lo que sentía—. Beth, ¿qué harías si estuvieras caminando por el desierto durante varios días, sedienta y hambrienta, y alguien te ofreciera un poco de agua?
Beth pensó un momento antes de contestar.
—Aceptaría el ofrecimiento sin dudarlo. ¿A dónde quieres llegar?
—El capitán Chambers me ofrece respeto, comprensión y afecto. Y yo no soy capaz de rechazarlo. —Al ver la mirada reprobadora de Beth, Melinda se apresuró a aclarar la situación—. Te juro que ni siquiera me ha tocado. Sólo me escribe hermosas cartas de amor, que alimentan mi espíritu y me alegran cada día. Gracias a él y a mis hijos, consigo soportar mi vida con Ferdinand. Yo no voy a fugarme con él, no soy una irresponsable, y como ya te he dicho, solo pienso en el futuro de Matthew y Roger. Pero no podría rechazar su amistad. Y en el fondo, sé que mi corazón ya le pertenece, Beth.
Una vez dicho esto, Melinda empezó a llorar. Beth abrazó a su amiga, intentando darle consuelo. No podía juzgarla, ella no era quien.
Sabía que muchos eran desgraciados en esos matrimonios concertados, y su amiga no era una excepción. Casi todos ellos buscaban consuelo y afecto en otros brazos, intentando así olvidarse durante un tiempo de su desdichada existencia.
Beth sacó un pañuelo de su bolsillo y se lo entregó.
—Recuerdo que, cuando estábamos en la escuela y yo me ponía triste, tú siempre me decías que dejara de llorar porque sufrías al verme así. ¿Y ahora tú vas a hacerme sufrir a mí, querida amiga? —dijo Beth, intentando animarla.
Melinda negó con la cabeza.
—No, Beth, jamás se me ocurriría.
Beth sonrió, y decidió cambiar de tema.
—¿Y tienes noticias de nuestras antiguas compañeras?
Melinda se secó las lágrimas, se serenó, y respondió:
—Apenas. Supe algo de Caroline y Juliette. Se casaron con un marqués y un duque, respectivamente. De quien tengo noticias, y no precisamente buenas, es de ya sabes quién.
Beth se rio.
—Puedes decir el nombre; han pasado muchos años y ya no sufro por ello.
Melinda suspiró, aliviada.
—Me alegra, porque no se merecía tu sufrimiento.
—¿Y dices que son malas noticias?
—Sí. Bueno, realmente todo tiene que ver con los Arundel. Por lo que tengo entendido, su situación económica es preocupante. Tu padre y tu madrastra acumulan deudas porque se niegan a recortar gastos, y Branwell siempre acaba saldándolas para evitar males mayores. Y eso sin contar que debe satisfacer los caprichos de Rose: Viajes, vestuario nuevo, reformas en la casa de Belgravia, cambio de decoración cada cierto tiempo, joyas. Y si no lo hace, se pone histérica y monta un escándalo. Ya le dije la última vez que lo vi, que se lo tenía merecido por no haberse casado contigo.
Beth torció el gesto al escuchar ese último comentario.
—Melinda, no debes decir esas cosas. Nadie se merece eso.
Melinda se indignó.
—¡Beth, no me digas que no es cierto! Él sabía con quién se casaba, y te dejó de la manera más miserable.
—No sabía con quién se casaba, Melinda. Rose hizo un papel brillante. Incluso yo me lo creí. Seguramente reveló su verdadera naturaleza una vez consiguió lo que quería. Yo no me di cuenta de lo que planeaban hasta que ya era demasiado tarde, y eso que los conocía bien. Mi padre siempre ha sido una persona derrochadora; y veo que no ha cambiado.
—No, desde luego que no.
A pesar de todo el dolor que le causó en su momento, Beth no deseaba que Branwell fuera desgraciado. De hecho, hacía tiempo que lo había perdonado.
—A pesar de lo ocurrido, nunca desearía su mal. Pero ya no hay vuelta atrás—sentenció con cierta tristeza.
Melinda miró a su amiga con interés.
—¿Le sigues queriendo, Beth? ¿Después de todo lo que te hizo?
Beth consideró un momento la respuesta.
—No lo sé. No puedo olvidar que fue mi primer amor. El único, de hecho. Fue el hombre con el que iba a casarme. Lo he perdonado, eso sí. Y en parte lo he olvidado. Ya no me duele el corazón al recordarlo. Pero no sé si le quiero. Es una pregunta que ahora no puedo responder.
—¿Y si preparo un encuentro? Tal vez así salgas de dudas. Me encantaría que te viera ahora, hecha una mujer de mundo. Estoy segura de que se arrodillaría y te suplicaría que volvieras a quererle—comentó con cierto aire malvado.
Beth se rio.
—No, gracias. Prefiero que las cosas se queden como están. Ahora sólo pienso en mi futuro. Lo demás no importa.
—Bien, entonces la próxima vez que me pregunte, le diré que no te he visto en Londres.
Beth miró a su amiga con curiosidad.
—¿Te sigue preguntando por mí?
—Cada vez que nos vemos, desde hace años. De hecho, hace tiempo quiso ponerse en contacto contigo, y me pidió que le diera tu dirección en Bruselas, pero yo me negué. Aunque si tú quieres…
Beth se puso nerviosa, y negó con la cabeza. A pesar de todo, no estaba preparada para verle.
—No, prefiero que no. Gracias—contestó, tajante. Cogió su taza, y tomó un buen sorbo de té. Necesitaba calmarse—. Háblame de tus hijos, Melinda.
Melinda sonrió, y se dirigió a la cómoda, donde había dos pequeños retratos. A partir de ese momento, la conversación giraría entorno a los dos pequeños.
El resto del tiempo recordaron los viejos tiempos, hablando de todos aquellos que ya no estaban o de viejas anécdotas.
Resultó ser un día divertido y alegre para ambas, ya que tuvieron la oportunidad de recuperar el tiempo perdido.
Almorzaron juntas, y después de otra larga y animada conversación, se despidieron en el vestíbulo, prometiendo repetir el encuentro lo antes posible.
Beth regresó a Berkeley Square poco antes de la hora de cenar, y nada más entrar en la casa de los Gibson, se encontró con Olivia. La muchacha la saludó, jovial y alegre, mientras Beth se quitaba el sombrero y los guantes.
—Señorita Arundel, tengo algo importante que contarle—dijo, emocionada.
—¿Ah sí? Bueno, ¿de qué se trata? —preguntó Beth, sonriente.
—Venga, se lo contaré en privado—contestó Olivia, indicándole que la acompañara a su habitación.
Entraron en el cuarto de Olivia, y la joven se sentó en el borde de la cama, mientras Beth se acomodaba en la silla que había delante del tocador.
—Bueno, aún no se ha hecho público, así que va a ser una de las primeras personas en saberlo.
—Tú dirás.
Olivia sonrió, y dijo, emocionada:
—¡Estoy prometida, señorita Arundel!
Beth se quedó petrificada. La noticia le había pillado por sorpresa. Se mantuvo en silencio, dejando que Olivia se explicara.
—Se trata de lord Lawrence Garamond, el heredero del marqués de Faringdon. Nos conocimos en la fiesta de lord Houston, pero entonces no nos presentaron. Después volvimos a encontrarnos en casa de lord Ashby, y poco a poco, hemos ido conociéndonos. ¡Estoy completa y perdidamente enamorada de él! —afirmó, risueña—. Ayer nos vimos, y se me declaró. Yo le dije que sí, por supuesto.
Beth escuchaba atentamente a la joven, que se mostraba entusiasmada.
—Siento no habérselo contado antes, pero queríamos ser discretos. Hoy ha enviado una nota; mañana va a venir a reunirse con mi padre para pedirle mi mano. ¡Oh, señorita Arundel, es maravilloso! Es un hombre bueno, amable, cariñoso. Es el hombre de mis sueños. ¡Soy tan feliz!
Beth se sintió dichosa al escuchar esas palabras.
—Es una noticia maravillosa, Olivia. Me alegro tanto por ti. Solo me queda desearte que seas feliz, aunque ya lo eres—comentó Beth, sonriente.
Olivia se levantó y se dirigió a ella. Entonces, se abalanzó sobre Beth y la abrazó con fuerza. Beth respondió al gesto del mismo modo.
Aún recordaba el día que se conocieron, cuando Olivia era una niña pequeña y ella una joven que deseaba empezar de nuevo.
Ahora Olivia era toda una mujer. Una excelente joven que había florecido bajo su atenta mirada y sus cuidados. Su trabajo había terminado.
Al día siguiente, lord Lawrence Garamond se presentó en la casa de los Gibson hecho un manojo de nervios. Nada más entrar, el señor Harris lo acompañó al salón.
Allí estuvo unos minutos a solas, hasta que Olivia acudió a su encuentro acompañada de Beth. Lawrence sonrió al ver a su prometida, que estaba radiante con un sencillo vestido de color verde, y a continuación, saludó a Beth.
—He oído hablar mucho de usted, señorita Arundel. Olivia la menciona siempre que tiene ocasión—aseveró el joven.
—Espero que para bien—respondió Beth, sonriente.
—Desde luego que sí—contestó Lawrence con una sonrisa.
Beth, al verlos juntos, comprobó que hacían una excelente pareja. Observó las miradas de complicidad que se dedicaban. Cualquiera podía ver que se amaban de verdad. Beth sintió entonces una enorme alegría en su corazón.
—No os preocupéis. Estoy segura de que todo saldrá bien. Lord Gibson es un caballero muy agradable, lord Lawrence.
En ese momento, el señor Harris entró, y pidió a Lawrence que lo acompañara. Lord Gibson lo recibiría en su despacho.
En un momento dado, lady Gibson se reunió con ellas en el salón, y mientras Olivia se dedicaba a dar vueltas por la estancia, la señora y Beth conversaban sobre diversos temas.
Pocos minutos después, lord Gibson y Lawrence entraron en la sala. El primero anunció, sonriente, que había aceptado la propuesta de Lawrence, y que les daba su bendición. Los futuros novios sonrieron, aliviados, y Beth les dio la enhorabuena.
Unas horas más tarde, Beth se reunión con lord y lady Gibson para hablar de los términos de su marcha. Acordaron que dejaría su puesto un día después de la boda, ya que Olivia había insistido en tenerla cerca hasta el último día.
Esto suponía que Beth tenía dos meses para encontrar un nuevo empleo. Por supuesto, como ambos le dijeron, redactarían unas excelentes referencias.
Su alumna no podía evitar sentirse culpable por su situación. Sin embargo, Beth la tranquilizó, diciéndole que todo saldría bien y que lo importante era que empezara su nueva vida lo antes posible.
Aquella noche, a Beth le costó conciliar el sueño. El día anterior se había levantado con buenas expectativas, pensando que el compromiso de Olivia tardaría mucho tiempo en llegar, pero se había equivocado. La vida podía cambiar en un instante, y aunque uno siempre intentaba estar preparado, nunca era así.
Se preguntaba qué le depararía el destino de ahora en adelante. Esperaba poder encontrar un buen empleo como el que había tenido con la familia Gibson. Junto a ellos, había vivido unos años buenos, tranquilos, sin sobresaltos. Sus señores eran personas reservadas, pero amables, que siempre habían respetado las decisiones que había tomado respecto a la educación de Olivia. Esa confianza que habían depositado en ella ciegamente había dado sus frutos. Sabía de buena mano que su caso era excepcional, pues la profesión de institutriz era dura y difícil, aportando más momentos malos que buenos. ¿Qué sería de ella ahora?