Beth

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CAPÍTULO 14

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CAPÍTULO 14

Londres, un día antes de la boda…

Beth estaba en su cuarto preparando su equipaje. Había recibido carta de Anne hacia dos semanas, y en ella decía que una tal señora Wallace quería contratarla como su doncella.               Como Anne le había pedido en la misma misiva, envió sus referencias a Taigh Abhainn, la propiedad de la señora Wallace en Callander. Esta había quedado gratamente impresionada al leerlas, y estaba deseando conocer a Beth.

Anne le había hablado maravillas de su futura señora. Parece ser que, a pesar de las riquezas que poseía, heredadas de su difunto marido, el capitán Wallace, no era una mujer presuntuosa. De hecho, todo el mundo en Callander la apreciaba por su simpatía y generosidad. Además, le había mencionado que la señora Wallace no vivía sola. Su sobrino también se alojaba en la casa, aunque pasaba casi todo el tiempo fuera trabajando.

Estaba tan concentrada pensando en su futuro viaje a Escocia, que no se dio cuenta de que Olivia había entrado en la habitación.

—Señorita Arundel, ¿necesita ayuda?

Beth miró a la joven. Estaba radiante con su vestido color malva, y su pelo recogido en un moño trenzado.

—No, no hace falta. Ya casi he terminado—contestó Beth, sonriente.

Olivia se acercó más a ella.

—¿Le apetece dar un paseo por Hyde Park? Es que hace una tarde estupenda, y he pensado que sería agradable salir a dar un paseo.

Beth sonrió de nuevo y asintió en respuesta. Dejó su maleta apartada sobre una silla, y se preparó para acompañar a Olivia.

Minutos más tarde, llegaron a Hyde Park, donde dieron un apacible paseo a la orilla del Serpentine.

—Bueno, mañana es el gran día. ¿Cómo te encuentras? —preguntó Beth.

—Bien, aunque un poco nerviosa, si le soy sincera.

—Eso es lo normal, supongo. El matrimonio es un paso importante.

—Sí, aunque estoy un poco triste.

De repente, Beth se detuvo, y miró a Olivia. Esta se quedó quieta a su lado.

—¿Por qué? ¿Algo va mal?

Olivia negó con la cabeza.

—No, todo va bien. Es solo que, me entristece pensar que no voy a verla todos los días como hasta ahora. Voy a echarla terriblemente de menos. ¿Quién me aconsejará ahora? Usted ha sido una madre para mí, señorita Arundel. Tengo miedo de no saber hacer las cosas bien sin sus consejos.

Beth agarró las manos de Olivia entre las suyas, y dibujó una dulce sonrisa.

—Olivia, no tengas dudas. Eres más sabia de lo que crees. No necesitas mis consejos. Sé que sabrás arreglártelas. Ahora crearás tu propio hogar, tendrás tu propia familia, y sabrás cómo hacerlo. No me cabe duda.

Olivia sonrió.

—Gracias por todo, señorita Arundel.

Ambas se abrazaron, emocionadas. Beth también la echaría terriblemente de menos. Aunque no le daba pena separarse de ella. Al fin y al cabo, Olivia se iba a casar por amor con un hombre maravilloso. No tenía motivos para estar triste.

—Prométame que me escribirá, y me contará todo sobre su vida en Escocia—le pidió Olivia, mientras reanudaban el paseo.

—Lo prometo.

—Oiga, y si encuentra duendes o dragones, avíseme—comentó Olivia, riéndose.

—Desde luego, nunca se me ocurriría no mencionar una cosa así—respondió Beth, entre risas.

Olivia se mordió el labio inferior, y la dedicó una mirada pícara.

—A lo mejor conoce a un guerrero escocés. Como esos que aparecen en los libros. Fuertes, aguerridos, apuestos…

Beth puso los ojos en blanco y se rio.

—Por supuesto que sí—respondió con sorna.

El resto del tiempo se dedicaron a caminar y a charlar animadamente sobre sus planes de futuro. Según le explicó Olivia, nada más acabar la ceremonia nupcial, su esposo y ella viajarían a Dover. Desde allí zarparían rumbo a Calais, y terminarían su viaje en París, donde pasarían su luna de miel. Después, volverían a Inglaterra, y comenzarían su nueva vida en Kensington Hall, el bastión de los Garamond en Faringdon.

La boda se celebró en la iglesia de St George en Mayfair, y a ella asistieron numerosos invitados. Los novios se mostraron radiantes y felices en todo momento.

Terminada la ceremonia, Olivia se despidió de la que había sido su institutriz con lágrimas en los ojos.  Después, los recién casados partieron hacia su luna de miel, entre vítores y despedidas.

Esa misma noche, Beth terminó de hacer su equipaje y ultimó los preparativos de su viaje. Días antes, le había comprado a Anne un regalo, y se había despedido de Melinda, que la deseó suerte y la instó a escribirle en cuanto llegara.

Partió al día siguiente temprano, después de despedirse de los Gibson y del servicio de la casa. Estaba emocionada ante la perspectiva de volver a ver a Anne y Angus después de tantos años. También le entusiasmaba la idea de conocer Escocia, aquella tierra donde tenían lugar las mágicas historias que su madre le contaba de niña. No sabía qué le depararía el futuro, pero Beth se mostraba optimista.

Tras varios días de viaje, finalmente llegó a su destino. Nada más verlo, se quedó sin palabras. Taigh Abhainn era una casa grande, situada a orillas del río Teith. Su fachada mostraba altas ventanas, sobre una construcción hecha con piedra gris. Una enorme puerta de madera, colocada entre dos columnas de mármol que sujetaban un elegante pórtico, presidía el conjunto. La propiedad, ubicada a las afueras de Callander, estaba rodeada de grandes extensiones de tierra, verdes prados y algunos árboles.

Cuando Beth llamó a la puerta aún no había anochecido. Rápidamente, una sirvienta abrió, y la invitó a entrar. Un mozo cogió su equipaje, y subió sus maletas a uno de los cuartos, dejando a Beth sola en el salón.

A pesar de que era verano, hacía frío en esa zona de Escocia, y por este motivo la chimenea estaba encendida. Se quedó allí de pie, sintiéndose un poco nerviosa ante el inminente encuentro. De repente, la puerta de la estancia se abrió, y apareció una mujer mayor que la miró con curiosidad.

—Señorita…

—Arundel. Beth Arundel, señora—respondió Beth, sin moverse del sitio.

—Señorita Arundel, bienvenida a Taigh Abhainn. Siéntese, por favor—dijo la señora Wallace mientras se acomodaba en un sillón.

Beth se sentó frente a ella y esperó a que la mujer hablara.

—Bueno, ¿cómo ha ido el viaje? Imagino que estará cansada.

—Bien. Sí, estoy un poco cansada, pero no tiene importancia—respondió Beth, sonriendo con timidez.

La señora Wallace sonrió.

—¿Le apetece un té, querida?

—Sí, gracias, señora.

Tras recibir las oportunas instrucciones de la señora Wallace, la sirvienta salió de la sala, y se quedaron a solas.

—Bien, señorita Arundel. Leí sus referencias y son excelentes, debo decir. Me dijo Anne que era una mujer de mundo; tengo entendido que ha vivido fuera de Inglaterra.

—Así es, señora, viví en Bélgica nueve años.

—¡Vaya! ¡Qué interesante! ¿Y ha visitado otros países?

—Sí, señora. Estuve en Italia, Francia, Suiza y España.

—Maravilloso. Viajar es importante. Ver el mundo alimenta la mente.

—¿Usted ha viajado mucho?

—No, por desgracia. Solo he estado en Inglaterra y una vez en Francia. Con dos niños pequeños en casa, era complicado.

—¿Tiene usted hijos? —preguntó Beth con interés, intentando recordar si Anne se lo había mencionado en su carta.

—¡Oh, no, querida! Yo nunca tuve hijos. Se trata de mis sobrinos. Una historia trágica. Mi hermano, el señor MacGregor y su esposa Marian, murieron en un incendio durante un viaje. Yo, que era su única familia, me hice cargo de Cameron y Fiona, sus hijos. En aquella época, tenían cinco años y ocho meses, respectivamente.

En ese momento, entró la sirvienta con una bandeja que contenía té y unas pastas. La dejó sobre la mesa, y se marchó. Cuando Beth vio que la señora Wallace iba a servir el té, se adelantó, y cogió la tetera.

—Permítame.

La señora Wallace se quedó un poco desconcertada, pero enseguida recordó que, al fin y al cabo, ella sería su doncella.

—Sin leche y con dos cucharadas de azúcar, por favor—dijo la mujer.

Beth le sirvió el té siguiendo sus instrucciones, y le entregó su taza.

—Pues bien. Yo tenía veintiséis años cuando esto sucedió. Soltera y con pocos recursos, imagínese. Entonces, un antiguo amor de juventud, el capitán Wallace, me propuso matrimonio. Yo, a pesar de que me resistí un poco al principio, acepté finalmente, porque en el fondo, siempre le había querido.

Beth notó un sutil tono de tristeza en su voz.

—¿Cuánto hace que…? —inquirió con delicadeza.

La señora Wallace suspiró con pesar.

—Nos dejó hace tres años.

Beth asintió, pero no dijo nada.

—Y usted, ¿tiene familia? —preguntó la señora Wallace, intentando cambiar de tema.

Beth se puso tensa ante la pregunta.

—No, señora. Los Burns son los únicos seres queridos que me quedan, aunque no compartamos la misma sangre.

—Anne me dijo que trabajó para su madre.

—Sí, señora.

—¿Su familia era adinerada? Perdone la pregunta, es que me gusta saberlo todo sobre la gente que trabaja para mí.

Beth intentó serenarse, y trató de mostrarse convincente.

—Sí, pero hace muchos años que dejaron de serlo. Quiero decir, que cuando mi madre y mi padre murieron, no quedó nada.

La señora Wallace notó que le estaba ocultando algo. Sin embargo, decidió no indagar más. Aquella muchacha tenía algo que le gustaba, y estaba segura de que había hecho bien en contratarla.

En ese momento, se abrió la puerta del salón y apareció un caballero.

Al verlo, la señora Wallace sonrió ampliamente mientras el hombre se acercaba a ella. Beth se quedó totalmente sorprendida al comprobar de quién se trataba. No podía creerse lo que estaba viendo.

En un primer momento, el doctor MacGregor apenas reparó en ella, sin embargo, cuando se encontraron frente a frente, se quedó perplejo.

—¡Cameron, querido! Te presento a la señorita Beth Arundel, mi nueva doncella.

La señora Wallace los miró a los dos, y entonces notó que algo ocurría.

—No puedo creer lo que estoy viendo, la señorita Arundel en persona—dijo el doctor MacGregor, sonriente y gratamente sorprendido.

Beth sonrió también. No podía creerse su buena suerte.

—Doctor MacGregor, me alegra mucho volver a verle.

La señora Wallace frunció el ceño.

—¿Os conocéis?

—Sí, desde luego. Esta mujer es una firme defensora de los escoceses, tía. Has hecho bien en contratarla—aseveró, divertido.

—Bueno, ahora mismo os vais a sentar los dos, y me vais a explicar que está pasando aquí—ordenó la señora Wallace.

Los tres se sentaron, y entre Beth y el doctor MacGregor le explicaron su encuentro en casa de lord Houston. La señora Wallace los escuchaba y los observaba con atención. Tenía la impresión de que entre ellos había algo, aunque no sabía el qué.              

Entonces llegó a la conclusión de que todo esto tenía una razón de ser. La petición de Anne, ese encuentro fortuito. Parece que el destino estaba empeñado en reunirlos por algún motivo.

Esa noche, Beth se durmió enseguida debido al cansancio que llevaba arrastrando a causa del largo viaje. Todavía no se creía del todo el giro que habían dado los acontecimientos. Hace unos días estaba en Londres, y ahora estaba en Escocia, esa tierra mágica de la que tanto le hablaba su madre.

Sin embargo, la mayor sorpresa había sido encontrarse de nuevo con el doctor MacGregor. El destino siempre tiene preparada alguna sorpresa, pensó Beth.

Deducía, por la primera impresión que había tenido de sus señores, que sería fácil, e incluso, agradable, trabajar bajo sus órdenes. Ahora descansaría para reponer fuerzas. Y en cuanto tuviera ocasión iría a visitar a su querida Anne, a la que tenía muchas ganas de ver.

Eran las once de la mañana, y la señora Wallace le había mandado ir a la oficina postal a enviar unas cartas. Su señora, sabedora de su amistad con Anne, le dio permiso para hacer una rápida visita a su vieja amiga.

Gracias al largo y agradable paseo, tuvo tiempo de entretenerse un poco observando la hermosa arquitectura de Callander. Casas de piedra en su mayoría, algunas construidas con ladrillos, unas separadas, otras unidas.

A esa hora, había muchos vecinos paseando por las calles de la ciudad, y comprando en las numerosas tiendas y puestos de venta que allí había.

Después de realizar el encargo, se dirigió a casa de Anne, que estaba al final de una diminuta calle.

Llamó a la puerta, y Anne abrió. Ambas se quedaron calladas, mirándose. La mujer frunció el ceño, extrañada ante la visita de aquella muchacha a la que no había visto nunca.

Beth comprobó que su vieja amiga apenas había cambiado en estos años: su cabello seguía teniendo el mismo tono cobrizo, y solo percibió algunas marcas del paso del tiempo cerca de los ojos.

Al ver que no adivinaba quién era, Beth sonrió y dijo:

—¡Vaya! ¿Tanto tiempo ha pasado que no te acuerdas de tu dulce señorita Beth?

Anne se llevó una mano al pecho, mientras abría la boca, sorprendida. A continuación, se abalanzó sobre Beth para abrazarla, lanzando un grito de alivio y alegría.

—¡Ay, mi Beth! Dios mío, eres toda una mujer ya—dijo Anne, agarrándola por los hombros y mirándola de arriba abajo—. Pasa, querida.

Las dos mujeres entraron en la casa, y Beth dejó su capa y su sombrero en un perchero que había junto a la puerta. Siguió a Anne hasta una pequeña sala, que parecía ser el salón.

La casa de Anne y Angus era un cottage muy acogedor y luminoso, con dos habitaciones, salón, cocina, y un hermoso jardín con un pequeño huerto en la parte de atrás.

Anne la instó a sentarse junto a ella en una de las sillas que había en la estancia.

—Bueno, ¿quieres tomar un té?

—Oh, Anne, te lo agradezco, pero no tengo mucho tiempo. Me temo que mi visita será breve.

—Está bien, no importa. —Anne la miró de nuevo fijamente—. Beth, han pasado tantos años. Dios mío, estás preciosa, tesoro.

Beth sonrió ante el halago.

—¿Cómo están Angus y Ben? Estoy deseando verlos.

—Bien, los dos están trabajando. Ben ha empezado a ayudar a Angus en el taller. Y tiene madera para eso, nunca mejor dicho—explicó Anne, riéndose—. ¿Y tú cómo estás, tesoro? —preguntó Anne agarrando una de sus manos, que Beth tenía apoyadas en su regazo.

—Bien, el viaje fue largo, pero la señora Wallace y el doctor MacGregor son muy agradables. ¡Oh! ¿Sabes una cosa?

—¿Qué?

—Ya conocía al doctor MacGregor.

Anne se quedó sorprendida.

—¿De verdad?

Beth asintió.

—Sí. Nos conocimos en un baile en Londres. Él era uno de los invitados, y yo acompañaba a lady Olivia. Aquella noche, estuvimos conversando, y debo decir que me pareció un caballero muy agradable entonces.

—¡Vaya! Esto es cosa del destino, sin duda.

—Sí. Imagina nuestras caras de sorpresa al vernos—dijo Beth, divertida.

—El doctor MacGregor es todo un caballero, y un médico excelente. Todos en Callander y en los pueblos de alrededor le aprecian mucho. Estuvo muchos años lejos de aquí. Estudió en Edimburgo, y allí ejerció un tiempo, según tengo entendido. Después, se marchó a Londres, allí enseñó en la universidad. Vamos, que es un hombre de mundo. Tenemos suerte de tenerle entre nosotros.

—Desde luego.

—¿Y qué te ha parecido la señora Wallace?

—Es una dama encantadora.

—Sí, lo es. Siempre lo ha sido. Aquí también se la quiere mucho. Sin duda, has ido a parar a una buena casa. Y, por cierto—comentó Anne poniéndose más seria—, ¿qué sabes de los Arundel? Me dijiste en una de tus cartas que habías visto a lady Melinda.

—Bueno, según me contó ella, las cosas no van bien en Ascot Park.

Anne torció el gesto.

—No me extraña. Esas sabandijas encuentran lo que se buscan. Me alegra que no estés cerca de ellos, no harían más que traerte desgracias. ¿Y qué tal le va a ese canalla con su arpía?

Beth puso una mueca de desaprobación.

—Anne, tienen nombre.

—Lo sé, pero me resulta más fácil llamarlos así—sentenció—. Supongo que les irá muy bien, teniendo en cuenta que son muy parecidos.

—Pues no. Melinda me contó que Branwell es muy desgraciado.

—¡Bien merecido se lo tiene! Él se lo buscó cuando se casó con esa bruja que es igual que su madre, una aprovechada—aseveró.

Beth estaba empezando a sentirse incómoda. Lo último que quería después de tantos años sin ver a su querida Anne, era que su despreciable familia fuera el tema principal de su conversación. Por este motivo, decidió cambiar de asunto.

—¿Sabes? Te he comprado un regalo en Londres.

Anne la miró, ilusionada.

—¿Ah sí?

Beth asintió, sonriente.

—Pero no lo tengo conmigo. Te lo traeré otro día. —En ese momento, el reloj que había en la sala sonó, indicando que era hora de marcharse—. Ahora tengo que irme, Anne.

—¡Oh, qué pena! Por cierto, ¿qué día tienes libre?

Beth pensó un momento la respuesta.

—El miércoles.

—Muy bien, entonces el miércoles por la noche, estás invitada a cenar. ¿Te parece bien? —dijo Anne mientras la acompañaba a la puerta.

—Estaré encantada, Anne.

Las dos se despidieron con un abrazo, y Beth finalmente se marchó. Anne se quedó un rato mirando cómo se alejaba. No podía creerse que Beth ya fuera toda una mujer.

De repente, sintió un enorme sentimiento de nostalgia y tristeza, al recordar a la pequeña Beth paseando junto a su madre. Anne suspiró con pesar y entró de nuevo en la casa. Caminó lentamente hasta el pequeño salón, y dijo en voz alta:

—Milady, su Beth ya es una mujer hecha y derecha. Puede estar orgullosa, es una buena muchacha. No se preocupe, ahora que la tengo cerca, cuidaré mejor de ella—y dicho esto, miró hacia el techo, queriendo en realidad mirar al cielo, y sonrió.

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