Beth

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CAPÍTULO 16

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CAPÍTULO 16

Amaneció en Callander, y Beth se levantó temprano para desayunar y prepararse para despertar a su señora.

Esta dormía plácidamente en su cama, cuando Beth entró sigilosamente en la habitación, se dirigió a una de las ventanas, y corrió las cortinas. La luz, que era de un tono plateado debido al cielo nublado, se introdujo en la estancia y dio de lleno a la señora Wallace, que se despertó enseguida. La mujer no era una persona a la que le costara madrugar, ni mucho menos.

Beth la ayudó a vestirse, y la acompañó al comedor, donde ya estaba esperando el doctor MacGregor, sentado a la mesa. Ella desapareció de allí, y se dedicó a hacer otras tareas, mientras su señora desayunaba.

—Hoy debo visitar a Melissa Burton. Está bastante mal—comentó el doctor MacGregor, preocupado.

—¿Quieres decir que ha empeorado? —preguntó la señora Wallace con delicadeza.

—Así es. Pensé que había mejorado, pero no ha sido así. Y me temo lo peor, tía—respondió con tristeza y cierta frustración.

La señora Wallace suspiró con pesar.

—Rezaré porque todo vaya bien—aseveró, mirando a su sobrino.

El doctor MacGregor acabó su desayuno rápidamente, y se despidió de ella. Hoy no regresaría en todo el día, ya que estaría pendiente de lo que ocurriera con la joven señorita Burton.

Beth entró en el comedor justo cuando el doctor acababa de marcharse, y le entregó a su señora la correspondencia. La señora Wallace abrió las misivas dirigidas a ella. No parecía haber noticias relevantes, y se limitó a pedirle a Beth que las dejara sobre el escritorio de la biblioteca, donde escribiría las pertinentes respuestas.

Beth obedeció, y media hora más tarde, la señora Wallace le entregaba unas cartas que debía llevar a la oficina postal.

Beth se puso su capa y su sombrero, y salió de la casa. Decidió darse prisa en hacer el recado, ya que el cielo amenazaba con desatar una tormenta. Hoy no era un buen día para pasear, pensó.

Justo cuando estaba a punto de regresar a Taigh Abhainn, se cruzó con Ben, que iba acompañado de una joven. Este se acercó a ella con una sonrisa en el rostro, y la saludó.

—¡Beth! ¡Buenos días! ¿Qué haces por aquí? —preguntó Ben en tono jovial.

Mientras, la muchacha que iba a su lado la miraba con curiosidad.

—Vengo de entregar unas cartas en la oficina postal.

Ben se dio cuenta de que su amiga permanecía aún junto a él, y fue entonces cuando decidió hacer las presentaciones.

—Beth, esta es Gracie MacDonald.

Gracie hizo una tímida reverencia.

—Encantada de conocerla, señorita.

Beth sonrió. <<Así que esta es Gracie>>, pensó. La joven tenía unos encantadores ojos verdes, y un precioso cabello pelirrojo, que escondía bajo un sombrero.

—Encantada. Ben me ha hablado mucho de ti—comentó Beth.

Al ver que Ben se sonrojaba, sonrió, divertida.

—Bueno, tampoco he hablado tanto—se apresuró a responder él.

Gracie se ruborizó, y sonrió tímidamente. Beth lo tuvo claro en ese instante: Aquella joven estaba enamorada de Ben. Sin embargo, él parecía no entender la situación en absoluto.

De repente, aparecieron unos jóvenes detrás de ella. Éste sonrió al verlos, y cuando ya estaban a su lado, hizo las pertinentes presentaciones.

—Beth, estos son mis mejores amigos, John McLeod, Fergus McLeod y Richard Stirling. Muchachos, esta es la señorita Beth Arundel. Ya os he hablado de ella.

Los muchachos, que llevaban puestos sus correspondientes kilts, hicieron una sutil reverencia y sonrieron.

—Es un placer conoceros—respondió Beth.

—Bueno, será mejor que me marche. ¡Hasta pronto, Beth! —dijo Ben, dedicándole una amplia sonrisa. No obstante, con Gracie cambió el gesto. Se puso serio y se despidió con desgana—. Adiós, Gracie.

Los cuatro se alejaron de allí, y Beth sintió ganas de reprobar la conducta de Ben, aunque no era ni el lugar ni el momento. No le había gustado su actitud con la muchacha.

—Discúlpale, Gracie. No creo que lo haga de manera intencionada—dijo, intentando que la joven no se sintiera mal.

Gracie agachó la mirada y se encogió de hombros.

—No se preocupe, estoy acostumbrada. Cada vez le agrada menos mi presencia—respondió la joven, abatida.

Beth torció el gesto ante esa respuesta.

—Oye, Gracie, ¿te gustaría acompañarme? Aún me queda un pequeño tramo hasta llegar a Taigh Abhainn y me gustaría que habláramos un poco. Si tienes tiempo, claro—propuso.

La muchacha asintió, sonriente.

—Sí, me encantaría.

Empezaron a caminar en dirección a Taigh Abhainn, una al lado de la otra.

—Me contó la señora Burns que eres hija del panadero local.

—Sí, señorita, así es. Este año he empezado a ayudar a padre y madre. Se me dan bien las tartas—aseveró Gracie con orgullo.

—¿De verdad? Pues me encantaría probarlas.

—La señora Wallace suele comprar nuestras tartas de vez en cuando. ¿Le gusta alguna en particular?

Beth pensó un momento.

—La tarta de fresas es una de mis favoritas, aunque no rechazo ninguna.

—Pues, si quiere, un día puedo prepararle una yo misma. ¡Se va a chupar los dedos! —afirmó, entusiasmada.

—¡Me encantaría, Gracie! Por cierto, ¿cuántos años tienes?

—Diecisiete recién cumplidos.

—Vaya, tan joven y ya eres una experta pastelera. Es para sentirse orgullosa.

Gracie sonrió en respuesta.

—¿Y usted de donde es, señorita Arundel?

—De Oxfordshire, pero he vivido en Londres y en Bélgica. Así que, digamos que soy de muchas partes—respondió Beth.

Gracie abrió los ojos y la boca, fascinada.

—¡Vaya! Sí que ha viajado usted.

—¿A ti te gustaría viajar, Gracie?

—Sí, aunque tampoco me importa demasiado. Aquí tengo todo lo que quiero y todo lo que necesito—contestó, risueña.

Beth sonrió ante esa respuesta.

—Y, a parte de elaborar tartas, ¿qué otras cosas te gustan?

—Pues pasear por el campo, cocinar, y los animales. Me gusta estar rodeada de naturaleza.

Beth asintió.

—A mí me ocurre lo mismo.

—Pero a cierta persona le parecen tonterías—comentó Gracie con cierta tristeza.

Beth se puso seria.

—No debe importarte lo que piensen otros, Gracie.

—Sí, eso dice mi madre. Pero ¿está mal desear que él también me quiera? —Entonces, la joven se detuvo, y se dio cuenta de que había revelado más de lo que debía—. No, yo no quería decir…—dijo, angustiada.

Beth puso su mano sobre su hombro.

—No te preocupes, no lo compartiré con nadie. Sin embargo, debo decirte algo: No debes cambiar para convertirte en lo que él espera o desea. Él es quien debe aceptarte tal y como eres. Y si no lo hace, es mejor que no le entregues tu corazón, porque entonces eso significa que no te merece, Gracie—explicó Beth con toda la delicadeza que pudo.

Gracie no dijo nada en respuesta. Se despidieron más adelante, cuando llegaron al puente que cruzaba el río.

Una vez estuvo sola, Beth alzó la vista, y pudo divisar Manor Hall en todo su esplendor desde donde se encontraba. Su visión a plena luz del día seguía inquietándola. En ese instante, escuchó el sonido de un trueno, y empezó a caminar más deprisa. No se detuvo hasta llegar a Taigh Abhainn.

La lluvia cayó sin cesar durante el resto del día. Por la tarde, Beth y la señora Wallace se sentaron en el salón. Allí se dedicaron a bordar unos pañuelos, adornándolos con motivos florales, mientras compartían una animada conversación.

—Por cierto, no me contaste cómo fue la cena de anoche en casa de los Burns—comentó la señora Wallace mientras enhebraba una aguja.

—Muy bien, señora. Hablamos de los viejos tiempos y de la vida en Callander. Fue una velada muy agradable—respondió Beth.

—Me alegra mucho. Tengo que ir un día a visitar a Anne. Creo que esta semana sin falta iré a la ciudad a ver a algunos de mis vecinos. Tengo pendientes unas cuantas visitas, pero con este tiempo que estamos teniendo últimamente, a una se le quitan las ganas de salir.

De repente, Beth recordó lo que dijo Anne sobre Manor Hall, en referencia al doctor MacGregor. Llevada por la curiosidad, decidió preguntar a su señora.

—Señora Wallace, anoche Anne me habló de esa propiedad que hay al pie de la montaña, Manor Hall. Me dijo que Ben estaba interesado en lady Catherine Cardigan. ¿Qué sabe de esa familia?

La señora Wallace dejó lo que estaba haciendo, y la miró fijamente.

—Dime qué quieres saber, y te lo diré—respondió con un tono grave.

Beth se inquietó un poco, y enseguida se arrepintió de haber preguntado. Sin embargo, ya era tarde.

—Me dijo que ese lugar solo trae desgracias. Incluso llegó a afirmar que está maldito.

La señora Wallace puso los ojos en blanco y suspiró con resignación.

—Menuda ocurrencia. El lugar no está maldito, son las personas que lo habitan las que son malas. Los Cardigan son una familia de aristócratas. Viven aislados en Manor Hall; no les interesa Callander ni sus alrededores. Vienen en verano, celebran sus fiestas, y se van. Eso es todo.

—Anne está preocupada por Ben y por su interés en lady Catherine.

—Es lógico. Ben está enamorado de un imposible. Conozco a la joven. Es una hermosa muchacha, egoísta y caprichosa, que tiene encandilados a casi todos los muchachos de la zona; hace con ellos lo que quiere. De hecho, me recuerda a alguien a quien prefiero no nombrar. —En ese momento, la señora Wallace la miró con suspicacia —. ¿Te han contado alguna historia que tenga relación con mi sobrino?

—Anne mencionó algo, pero no entró en detalles.

La señora Wallace apartó la mirada.

—Es una historia dolorosa, Beth. Y ahora mismo, no me veo con la fuerza suficiente para contártela. Sólo te diré que Manor Hall trae amargos recuerdos a mi memoria. Y espero que Ben se olvide de lady Catherine pronto, por su bien. Hay personas en este mundo que lo único que hacen es crear problemas a los demás, mientras ellos se alejan impunemente, y continúan con su vida como si nada hubiera sucedido.

Beth decidió no indagar más, y siguió con su tarea. Después de escuchar a la señora Wallace, estaba realmente preocupada por Ben. Tenía un mal presentimiento, aunque no sabía exactamente por qué.

Sufría también por Gracie, que estaba enamorada de alguien que ni siquiera la tenía en cuenta. ¡Qué bien la comprendía!

No era fácil olvidarse del primer amor, ni tampoco asumir la idea de no ser correspondida. Si ella pudiera hacer algo lo haría. Por desgracia, no estaba en sus manos solucionarlo.

Eran ya las doce de la noche, y el doctor MacGregor regresaba por fin a su hogar después de una dura jornada. Había pasado el día intentando salvar a la señorita Burton, pero esta había sucumbido a la enfermedad que llevaba tiempo padeciendo, y ya no estaba en el mundo de los vivos.

Estaba agotado, y se sentía frustrado y triste. Odiaba perder la batalla contra la muerte, sobre todo, cuando se trataba de alguien joven. Era totalmente injusto que alguien que aún tenía toda una vida por delante, se marchara tan pronto.

Dejó su maletín en el vestíbulo, y se dirigió al salón. Necesitaba un buen vaso de whisky escocés para entrar en calor y relajarse.

A medida que se acercaba, se dio cuenta de que la sala estaba ocupada. La chimenea estaba encendida, y observó desde el marco de la puerta que alguien estaba sentado en uno de los sillones.

Beth estaba leyendo el libro que tenía entre sus manos. Se trataba de la novela El romance del bosque de la escritora Ann Radcliffe[4]. Estaba tan absorta en la lectura, que no notó que alguien entraba en la estancia.

—Buenas noches, señorita Arundel—dijo el doctor.

Esto la sobresaltó, provocando que el libro casi se le cayera al suelo. Alzó la vista, y se encontró con la figura del doctor MacGregor, que estaba de pie a su lado.

—Buenas noches, doctor—respondió, aún alterada.

—Siento haberla asustado. ¿Le importa que me quede aquí con usted? —inquirió él sin el tono risueño habitual.

—No se preocupe, si lo desea puedo marcharme.

El doctor MacGregor se sirvió un vaso de whisky, y a continuación, se sentó en otro sillón, justo delante de ella.

—Por favor, no se marche. Me vendría bien tener compañía—respondió casi en tono suplicante.

Beth no se movió del sitio. Cerró el libro, y lo dejó apoyado en su regazo. Observó que el doctor parecía decaído. Algo debía haber pasado, sin embargo, prefirió no preguntar.

—¿Qué estaba leyendo?

—El romance del bosque de Ann Radcliffe.

—¿Es interesante?

—Sí, la verdad es que me está gustando mucho.

—Siento haber interrumpido su lectura.

—Oh, no se preocupe. De hecho, iba a dejar de leer hace unas dos horas. Sin embargo, me estaba gustando tanto, que no he podido detenerme. Si usted no hubiera llegado, a las cinco de la mañana aún seguiría leyendo—respondió Beth, casi riéndose de la situación.

—Bueno, entonces me alegra haberla salvado de perder horas de sueño—comentó él—. Otros no han tenido esa suerte.

—¿Ha ocurrido algo? —preguntó, preocupada.

Él la miró fijamente, y dibujó una media sonrisa.

—A usted no se le escapa nada ¿verdad?

—No cuando es evidente.

El doctor suspiró, abatido.

—Hoy ha fallecido uno de mis pacientes. Melissa Burton, veinte años. Unas fiebres que no he podido curar la han llevado a la muerte. Hace un mes la visité, y pensé que había mejorado. Sin embargo, no fue así. —Suspiró de nuevo con tristeza—. Sé que en mi profesión, la muerte es una compañía inevitable en muchos casos. Sin embargo, y a pesar de los años que llevo ejerciendo, nunca consigo acostumbrarme—dicho esto, tomó un sorbo de su vaso de whisky.

Beth pensó bien lo que iba a decir, porque era una situación difícil, y debía hablar con suma delicadeza.

—Nadie se acostumbra nunca a la muerte, por muchas veces que la haya visto de cerca. Siempre he pensado que la vida y la muerte van de la mano. Mientras en un lugar del mundo hay un ser humano que nace, otro muere, y no podemos luchar contra eso. Usted ha hecho todo lo que ha podido por su paciente. Estoy segura. No. Sé que usted ha luchado como nadie, pero no siempre podemos ganar las batallas.

—Lo sé. De todas formas, esto es algo que debemos afrontar.

—Sí, no nos queda otro remedio.

—Usted perdió a su familia ¿verdad?

En ese instante, Beth sintió una punzada de dolor en el corazón.

—Sí, doctor.

El doctor MacGregor asintió, pensativo.

—Nosotros perdimos a nuestros padres demasiado pronto. A pesar de esto, aún guardo gratos recuerdos de ellos. ¿Y usted?

Beth tragó saliva, intentando contener la emoción.

—Guardo hermosos recuerdos, sobre todo de mi madre. Era con quien mejor me llevaba.

—¿Y de su padre no?

Beth se puso tensa.

—Mi padre tenía un carácter más frío. Apenas tuvimos relación.

El doctor asintió.

—Una pena. Yo los pocos recuerdos que tengo de mi padre son buenos. Puedo afirmar que fue un padre cariñoso y atento. Aunque quien ejerció más tiempo ese papel fue mi tío.

—Es algo maravilloso crecer en un hogar donde a uno le quieren—comentó Beth con cierta melancolía.

—Sí, conozco a muchas familias que no tienen esa suerte. Es una desgracia que, en un mundo donde estamos tan solos, haya gente que no muestre afecto por aquellos que comparten su misma sangre—afirmó él.

—Sí, es cierto—respondió Beth, pensativa.

—Mi único consuelo respecto a lo sucedido, es que su familia ha estado acompañándola en su camino a la muerte. Al menos, no ha muerto sola y desamparada. —Hizo una pausa y respiró hondo—. Hace mucho tiempo, trabajé en un hospital para pobres. Le sorprendería saber cuánta gente muere sola, sin un alma caritativa que le acompañe en sus últimos momentos. En realidad, esas personas no temen a la muerte, sino a la soledad.

—Si uno no la busca, la soledad puede ser más terrible que la peor de las muertes—dijo Beth, convencida.

—¿Usted busca la soledad, señorita Arundel? —inquirió él de forma enigmática.

—A veces. Sin embargo, le diré que durante un tiempo no la busqué, y fue algo horrible—respondió Beth recordando su triste infancia.

—Y las veces que la busca, viene el incorregible doctor MacGregor a molestarla—comentó él con una media sonrisa, recuperando el buen humor.

Beth se rio ante la ocurrencia.

—Usted no me molesta nunca, doctor.

El doctor MacGregor la observó con detenimiento. Pensó que estaba muy hermosa en ese momento, con su pelo recogido en un moño trenzado, luciendo un sencillo vestido de color gris, y mostrando una sonrisa sincera, sin adornos ni artificios. Además, gracias a su elocuencia y su carácter bondadoso, se sentía realmente cómodo en su compañía.

El reloj del salón sonó, y Beth se dio cuenta de que ya era muy tarde. Entonces, decidió que era el momento de retirarse.

—Será mejor que me retire ya, o sino mañana no tendré apenas fuerzas—dijo Beth, levantándose.

El doctor MacGregor se incorporó también, dejando su vaso de whisky vacío sobre una mesilla.

—Sí, yo también me voy a dormir. Mañana debo volver al trabajo.

—¿Debe visitar a muchos pacientes?

—La verdad es que sí. Siendo el único médico de la ciudad, no me queda más remedio.

Los dos subieron las escaleras, y se adentraron en el pasillo que llevaba a las habitaciones. Beth debía dirigirse al fondo, donde estaba su cuarto, junto al de su señora. Ambos se detuvieron ante la puerta del cuarto del doctor MacGregor, y se despidieron.

—Le agradezco que me haya hecho compañía. Gracias a usted, he sido capaz de sobrellevar un momento tan triste como este.

Beth sonrió tímidamente.

—No hay de qué, doctor. Si necesita cualquier cosa, no dude en contar conmigo.

—Lo haré, sin duda.

Beth se dirigió a su habitación, y se metió en la cama enseguida. Mientras se desvestía, el doctor MacGregor recordaba la conversación que habían mantenido. Llegó a la conclusión de que la señorita Arundel debió tener una vida difícil, aunque esta circunstancia no parecía revelarse en su carácter ni en su actitud.

Sintió un cosquilleo en el estómago al recordar su sonrisa: Honesta, dulce e inocente. La verdad es que no recordaba haber conocido a alguien tan misterioso. Alguien que no destacaba entre la multitud, que pasaba siempre desapercibida. Y se sorprendió al descubrir la fascinación que despertaba en él. Por supuesto, no desde un punto de vista amoroso.

La señorita Arundel no era una criatura pasional ni seductora. Era la institutriz, la doncella perfecta. Un espíritu cándido y noble, cuya compañía alegraba la existencia de los demás.              

Desde que llegó Beth, había escuchado más de una vez a su tía reír a carcajadas, feliz y despreocupada, algo que no ocurría desde que su tío murió. Sin duda, la señorita Arundel tenía el don de hacer el bien a todos aquellos que tenían el privilegio de estar cerca de ella. Y se sintió afortunado por tenerla bajo su mismo techo.

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