Berserk

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Sonrió y sacudió la cabeza. Pero fue incapaz de disipar la sensación de peligro que lo acompañó mientras conducía, ni la impresión de que su vida estaba cambiando con cada segundo que pasaba.

Compró un mapa de la zona en la oficina de correos, a las afueras del pueblo. Se trataba de uno de los mapas de la agencia de Topografía que incluía los principales itinerarios y caminos añadidos para que los senderistas encontraran la pista a través de la llanura. En un lateral, una leyenda señalaba las zonas de interés. Allí sentado, en el coche, con la aldea detrás y la extensión de la llanura de Salisbury delante, Tom sintió toda la desolación de la naturaleza salvaje que se abría ante él.

Era un hermoso día de otoño. El cielo estaba despejado. Las hojas que quedaban en los árboles eran doradas, naranjas y amarillas, todavía se aferraban a las ramas, pero ya casi estaban listas para caer: la belleza en la muerte. A algo más de un kilómetro del pueblo se detuvo en el arcén de hierba, miró a su alrededor para asegurarse de que estaba completamente solo y sacó el mapa de Nathan King.

Solo le llevó un par de minutos ubicar la zona en el nuevo mapa topográfico. La escala era diferente, pero las coordenadas eran precisas y Tom se quedó mirando el punto de búsqueda. Estaba en medio de ninguna parte. No había pueblos cerca, ni granjas, ni señales de civilización o cualquier tipo de humanidad. Un lugar tan frío para morir. Un lugar tan vacío para estar enterrado. Cerró los ojos y vio a Steven cuando hacía poco que había aprendido a andar, corriendo por los bosques de la zona y agitando unos helechos con un palo, riéndose de Tom cuando este gruñía, levantaba las manos en forma de garra y amenazaba con atraparlo.

—No es justo —dijo Tom, sin saber muy bien a qué se refería. A todo, quizá. A la vida—. No es justo.

Le llevó media hora cruzar con el coche la llanura para llegar a la X roja marcada en el mapa de King. Más o menos a un kilómetro y medio de ese lugar la carretera giraba al sur, limitada a la izquierda por un montículo coronado por una valla de seguridad. Había carteles de advertencia colocados a intervalos regulares.

ADVERTENCIA

PROHIBIDO EL ACCESO

PROPIEDAD DEL M. DE D.

SE DISPARA CON FUEGO REAL

—Joder. —Tom aparcó en un lado de la carretera y se quedó mirando la valla. Era alta, no se podía trepar y aunque mostraba señales de deterioro seguía pareciendo sólida e intimidante ¡Tan cerca! Volvió a comprobar el mapa e intentó imaginarse lo que ocultaban esa valla y el montículo sobre el que se encontraba. Dejó el coche y trepó, agarrándose a matojos y terrones de hierba espesa para no caer. El terreno era escarpado, era obvio que para disuadir a los curiosos. Quizá incluso lo estaban observando en ese momento.

Hizo una pausa, miró por encima del hombro y confirmó que estaba solo. No vio ninguna cámara de seguridad en la valla. Allí fuera no había más coches, ni señal alguna de que hubiera alguien más que él en el páramo esa mañana. Con todo, la sensación de que lo observaban persistía y Tom la achacó al sentimiento de culpa.

En la cima del montículo se arrodilló y miró entre los postes de la valla metálica.

No había nada fuera de lo normal en el paisaje que había detrás. Más agreste que la zona que acababa de atravesar con el coche, quizá, pero solo porque no veía caminos ni senderos allí dentro. No había edificios, ni terraplenes artificiales, ni señales de actividad alguna.

Ahí fuera, ahí es donde quizá esté enterrado Steven, pensó.

Ese matorral del altozano de ahí, quizá sus raíces estén en su esqueleto. O allí, esa extensión de brezo, como una magulladura en la tierra, quizá plantaron eso para cubrir la fosa común.

Se preguntó si estaría muy cerca de Porton Down. No había podido encontrarlo en el mapa topográfico, aunque eso tampoco era de extrañar. Si bien todo el mundo conocía su existencia, unas instalaciones en las que se investigaban armas de guerra biológicas y químicas no era un lugar que el ejército quisiera anunciar a bombo y platillo.

Allí tenían monstruos.

Tom se estremeció. Aquel lugar agreste ya estaba empezando a afectarle. A él le encantaba el campo, pero solo la versión con la que estaba familiarizado, donde se podía encontrar a vecinos paseando a sus perros o niños montando pequeñas presas en un arroyo, todo ello reconocible y seguro. Aquel era un lugar salvaje de verdad. Se podía imaginar a los grandes felinos de leyenda merodeando por la llanura, y por la noche, cuando solo quedaran la luz de la luna y la bruma, los fantasmas lo tendrían todo para ellos.

Le echó un vistazo a su reloj. Se había separado de Jo hacía menos de una hora, pero ya la sentía muy lejos.

—Bueno, ¿y cómo diablos entro ahí? —dijo, se apoyó en la valla y empujó, pero no la sintió ceder en absoluto. Había otro cartel algo más allá y Tom recorrió la cima del montículo para leerlo.

PROHIBIDO EL ACCESO

ZONA PATRULLADA POR GUARDIAS DE SEGURIDAD

—Bueno, si hay guardias patrullando, no hay ninguna maniobra con fuego real.

Intentó imaginarse ese lugar repleto de equipo militar, aviones volando bajo por la llanura y disparando una potencia de fuego asombrosa contra objetivos móviles y vehículos que creían que eran solo objetivos. Pero esa versión de la muerte de Steven se iba deshaciendo a toda prisa en la mente de Tom, se desvanecía como una vieja fotografía, sustituida ya por el misterio que había plantado su breve charla con Nathan King. La vida se había complicado otra vez y allí estaba él, intentando exacerbar esa confusión.

Fuera lo que fuera lo que encontrara allí dentro, sabía que no le daría ninguna respuesta fácil.

Tom recorrió la valla. Optó por dirigirse al sur, por la sencilla razón de que la geografía del terreno ocultaba la valla en esa dirección y se la tragaba con un bosquecillo. Permaneció en la cima del montículo artificial de tierra, en algunos sitios se sujetaba a la valla cuando el terreno se hacía muy estrecho, sin dejar de mirar a su izquierda mientras se preguntaba si en algún momento estaría mirando directamente a la tumba de Steven. Había sacado la pala y una bolsa de comida del coche y el esfuerzo lo estaba haciendo sudar.

No tenía ni idea de lo que diría si lo paraban. La pala no era muy fácil de explicar.

¿Y se puede saber por qué diablos la traigo? No es como si fuera a abrir una fosa común, aunque haya una. Pero apartó ese pensamiento a un lado, lo enterró, consciente de su presencia pero contento de no hacerle caso de momento.

La altura del terraplén se fue reduciendo poco a poco y dejó la valla posada en los niveles naturales de la llanura. No muy lejos de allí se metía en un pequeño bosque e iba girando a derecha e izquierda entre los árboles; fue allí donde Tom encontró una forma de entrar. La valla se había erigido años antes y aunque los árboles llevaban allí mucho más tiempo, seguían creciendo. Las raíces habían torcido el metal y retorcido los cimientos de algunos de los postes, una sección de la valla estaba tan combada que había espacio para meterse por debajo reptando, un espacio despojado de vegetación por quien fuera o lo que fuera que lo usase.

Tejones, pensó.

Zorros. Gatos salvajes.

Tom se sentó en un tronco caído, abrió la bolsa del almuerzo y se comió un sándwich mientras miraba la depresión que había bajo la valla. Ahí era donde cruzaba la línea. Hasta el momento solo había estado investigando en los márgenes de lo que King le había contado, había estado rodeando el mito, intentando entresacar los hechos que pudiera sin acercarse demasiado. Pero si se metía por debajo de la valla de seguridad, estaría cogiendo la historia con las dos manos e interrogándola. Acciones, no palabras. Y con la agitación que le provocaba esa idea llegó la vieja sensación, la convicción de que debería dejar el asunto.

Nada de lo que hiciera podría devolverle a Steven.

—Pero es mi hijo —dijo Tom. El sonido de su voz en medio de aquel silencio lo sorprendió. Se terminó el sándwich y le hizo un nudo a la bolsa.

La valla estaba fría. Los árboles susurraban sobre él, aunque no había brisa al nivel del suelo.

Cuando Tom se metió a gatas por debajo, la base de la valla le arañó la espalda al pasar.

Ahora estoy marcado, pensó, y se puso en pie dentro de la zona restringida.

Al salir del bosque en el otro lado, Tom se sintió muy expuesto. Se quedó junto a los árboles durante un momento, mirando la llanura y el cielo, intentando distinguir a quienquiera que lo estuviera vigilando. Un par de buitres dibujaban círculos en las alturas, sin los límites que imponían vallas y zonas restringidas. Lo verían atravesar el paisaje, observarían cuando encontrase el lugar marcado en el mapa y lo que fuera que revelase quedaría al descubierto para ellos también.

Pronto Jo empezaría a preguntarse dónde estaba.

Tom se apartó de los árboles y emprendió la marcha a través del páramo.

Él siempre había disfrutado en los páramos, y ese amor había surgido en las muchas acampadas que había hecho con sus padres cuando se iban de vacaciones a Bodmin. La primavera que surgía del suelo bajo los pies, el olor a brezo y los altos helechos apartados de un empujón con un palo, la emoción de las exploraciones cuando su hermano y él se aventuraban en antiguas canteras, el asombro con cada nuevo montón de rocas antiguas o huecos en el suelo que contenían el esqueleto de una oveja, el nido de un pájaro o quizá solo una sombra que prometía más secretos por descubrir. Tom adoraba el olor de aquel lugar, sentir la brisa salvaje en la cara y la sensación de humildad que lo embargaba al comprender que el páramo mismo era una entidad viva. Y tenía secretos, eso estaba claro. A medida que crecía, se había ido acostumbrando a lo que conocía (el paisaje seguro del campo en el que vivía sin riesgos ni peligros ni sensación de auténtica naturaleza salvaje), pero en ese momento, al atravesar la llanura de Salisbury, se sentía cargado por la energía pura y el misterio de ese lugar. Se sentía bien.

Hizo una pausa y sacó el plano de King. Lo que atrajo su atención fue la cruz roja, pero miró la zona circundante, casi monótona y sin ningún punto de referencia. Por el mapa que había comprado dedujo que se encontraba en la esquina inferior derecha del plano de King. El arroyo estaría más adelante, oculto por la configuración del terreno. La cruz roja estaba casi en el centro y al convertir las escalas supuso que tendría que caminar algo menos de un kilómetro para llegar al entorno de la tumba.

—Oh, mierda. —Toda la trascendencia de lo que estaba haciendo lo golpeó de repente. Le temblaron las rodillas, el estómago le dio un vuelco, y en las pelotas sintió un cosquilleo de miedo. ¿Y si lo sorprendían? ¿Qué diría? ¿Cómo podía ayudarlo la verdad cuando siempre había sido el ejército el que se la había guardado?

Tom sabía que solo había una forma de enfrentarse a sus dudas y miedos: continuar adelante. Contó los pasos que daba. No había mucho que ver en el mapa pequeño, así que el único modo de deducir su ubicación era calculando cuánto se había alejado de la valla. Cruzó el arroyuelo y eso al menos le dio un punto de referencia. Cuando se hubo adentrado algo menos de un kilómetro en la zona militar, se detuvo y miró a su alrededor, consultó el mapa pequeño otra vez, pasó las yemas de los dedos por la marca de la cruz roja y vio algo que cambiaría su vida para siempre.

Al principio pensó que era una roca pequeña enterrada en el suelo, la superficie mate agujereada por años de heladas y sol. Tenía una insinuación de amarillo, y un borde estaba muy agrietado, una fina línea de musgo crecía allí. Al acercarse lo embargó una sensación de pavor que le provocó un escalofrío, aunque el sol de otoño luchó por contenerlo.

No puede ser.

Tom cerró el mapa, arrugó el trozo de papel y se apoyó en la pala cuando fue bajando hacia el suelo. Arrodillado estaba mucho más cerca del objeto. Estiró el brazo para tocarlo, pero uno de los buitres dio un grito desde el cielo. Tom se sentó sobre los tobillos y levantó la cabeza. El pájaro dibujaba círculos sobre él y si no estuviera tan asustado se habría echado a reír ante el extravagante simbolismo de todo aquello.

Se inclinó hacia delante y tocó el objeto enterrado, no era una roca.

Algo ocurrió entonces, en un solo instante se dio cuenta de que ese era el punto en el que podía cambiar su futuro. Jo estaría preguntándose dónde estaba. Había estado enferma y él llevaba fuera un par de horas ya y eso le produjo un frío sentimiento de culpa. Su mujer estaría sentada en la cama leyendo, quizá se hubiera hecho una taza de té y después de cada párrafo sus ojos volarían al reloj de la mesilla para volver después al libro. Pronto comprobaría la hora después de cada línea y luego quizá ni siquiera pudiera seguir leyendo. Debería volver con ella. Debería irse de allí, donde en realidad no tenía ningún derecho a estar, y olvidarse de todo lo que le había dicho Nathan King. Quizá el tipo estaba borracho. O quizá su amigo y él habían decidido que sería divertido tomarle el pelo a Tom, así de simple, meterse con el puto viejo.

Volvió a estirar la mano para tocar el objeto enterrado en el suelo.

Debería irse de allí.

Y cuando sus dedos rozaron lo que ya sabía que era un hueso enterrado, sintió que el mundo cambiaba físicamente a su alrededor. Fuera cual fuera la red de seguridad con la que había estado viviendo, se desgarró en ese mismo instante y dejó el paisaje desnudo de verdades puras y duras listas para derribarlo y hacerlo trizas. Las ideas preconcebidas sobre lo que estaba bien y mal, lo que era real o no, de repente volvieron a estar en tela de juicio. Él jamás se había creído de verdad buena parte de lo que les habían dicho sobre la muerte de Steven, pero se dio cuenta con una sacudida que jamás se había hecho su propia idea de la historia. Quizá habría sido demasiado terrible. Y desde ese momento todo lo que sabía podría ser mentira. Ya no quedaba seguridad alguna en el mundo. Tenía cincuenta y pico años y habían acabado con su inocencia.

Tom pasó un dedo por la superficie picada.

Podría estar tocando a mi hijo ahora mismo. El hueso tenía una curva clara. Un cráneo. Llegó a la grieta y usó el pulgar para raspar el musgo. Después bajó con los dedos hasta donde el cráneo entraba en el suelo, empujó y notó que podía deslizar los dedos con bastante facilidad. Los fue metiendo cada vez más, sintiendo la frescura del suelo húmedo en un lado y el cráneo liso y resbaladizo por el otro. Dio un pequeño tirón, luego otro más fuerte, y sacó la mano con un terrón pegado. Tom excavó otra vez, esa vez usando las dos manos, asombrado de la facilidad con la que se movía el suelo. Arrancó un trozo de brezo alrededor del cráneo enterrado, levantó tierra por el camino y no tardó en sacar un montoncito de matorral cubierto de flores violetas. Se echó hacia atrás con un jadeo y se miró las manos, se dio cuenta de lo sucio que estaba ya y de lo preocupada que debía de estar Jo, pero volvió a trabajar en el suelo, alrededor del cráneo, y la depresión se fue profundizando con cada puñado de tierra que sacaba.

Recordó de repente la pala y el trabajo se hizo más fácil. Tiró la tierra tras él, no le apetecía amontonarla por si tenía que moverla de nuevo. Colocaba la pala, ponía un pie encima, empujaba, giraba y levantaba otra carga. Se cuidó mucho de no acercarse demasiado al cráneo para no dañarlo. Podría ser Steven el que estuviera ahí abajo… o quizá había más, los restos de quince hombres enterrados en un hoyo profundo después de que los matara lo que se hubiera escapado de Porton Down.

Tom hizo una pausa y se miró las manos, el barro debajo de las uñas, la mugre que ya se había enterrado en las arrugas que quedaban entre los dedos. De lo que fuera que hubieran muerto podía estar todavía allí. ¿Peste? ¿Algún horrendo agente químico destinado a la guerra? Podría estar consumiéndolo en esos mismos instantes, entrando en su torrente sanguíneo y gozando de esa inesperada víctima nueva. Cerró los ojos. No sentía nada raro, aparte de estar abriendo una fosa común cerca de unas instalaciones dedicadas a la guerra bacteriológica.

Se echó a reír en voz alta, cayó de rodillas y se sujetó el estómago. Dejó caer la pala, que aterrizó en el agujero que había abierto, y produjo un sonido metálico al chocar con el cráneo, y la carcajada de Tom se convirtió en lágrimas. Lágrimas por sí mismo, por Jo, por Steven, enterrado allí, debajo de él. Podía dar la vuelta e irse, aceptar la verdad una vez se había revelado la mentira, continuar con su vida; o podía continuar cavando. Había llegado hasta allí.

¿El cadáver de mi hijo? ¿De veras quiero ver eso? ¿Su esqueleto, su cráneo, lo que le quede de piel? Tom levantó la cabeza y miró el sol naciente con los ojos guiñados, pero allí no encontró respuestas.

—Es una locura —dijo, y el sonido de su propia voz lo sobresaltó tanto que se puso en acción. Recogió la pala y empezó a trabajar alrededor del cráneo.

Unos minutos después reveló la primera cuenca del ojo. Tom se retiró un poco y se deslizó alrededor del hoyo para trabajar en la parte posterior del cráneo. No tenía deseo alguno de que lo vieran. Se arrodilló y volvió a usar las manos, y momentos después se le enredaron en una cadena. Tom maldijo cuando sintió que el metal le pellizcaba el dedo, pero después tiró con suavidad de la cadena que colgaba del cuello del esqueleto y sacó las placas de identificación, estas salieron al sol por primera vez en una década. Tom no cuestionó por qué seguían allí, por qué no se las habían quitado, el pánico que eso sugería en los hombres que habían enterrado los cuerpos. No podía. Porque allí, al fin, había un nombre.

El corazón le martilleó en el pecho cuando escupió en el metal y limpió la mugre. Raspó con la uña del pulgar y descubrió las letras y los números, sin parar de sollozar mientras lo hacía. Las lágrimas le desdibujaban la visión y se las secó, con lo que se manchó de barro toda la cara.

Gareth Morgan. Ese no era su hijo.

Tom siguió cavando alrededor del esqueleto, ya sin tanto cuidado al saber que aquel no era Steven. Estaba sudando, la ropa se le pegaba al cuerpo, manchado de sudor y suciedad, y el corazón se le había acelerado por el esfuerzo. De nuevo, pensó en Jo y en lo preocupada que estaría en esos momentos, pero eso también era por ella, esa verdad que estaba descubriendo allí, en la llanura. Pero ¿podría contárselo? Incluso si encontraba el cadáver de Steven, ¿sería capaz de contárselo a su mujer? Eso era algo a lo que tendría que enfrentarse si surgía la situación.

¡Cabrones! La rabia se fue filtrando entre la conmoción.

¡Los muy cabrones mataron a nuestros hijos y después nos mintieron! La trascendencia de todo ello pesaba sobre sus hombros y las implicaciones de lo que estaba haciendo de repente le parecieron mucho más graves. Si lo sorprendían allí (descubriendo un escándalo que bien podría hacer explotar el corazón del gobierno británico), ¿qué harían? ¿Se limitarían a meterlo en el agujero antes de volver a llenarlo?

Se puso en pie, miró a su alrededor y vio los buitres que seguían dibujando círculos en el cielo, después siguió cavando.

Alrededor de los restos del desconocido llamado Gareth Morgan el suelo se soltó de repente, Tom tropezó y cayó de súbito en un hueco. Cuando se le hundió un pie, dejó caer la pala, extendió los brazos y se derrumbó sobre el trasero junto al cráneo.

Fosa común, pensó, y entonces lo golpeó el olor. Putrefacción húmeda, descomposición, años, no el olor de los recién muertos sino el hedor del tiempo. Tom se echó hacia atrás y sacó el pie de un tirón, rodó por la tierra removida y se alejó del agujero nuevo y del olor que emanaba de él. Cerró los ojos, enterró la cara en el brezo y aspiró la frescura embarrada de la planta para intentar sacar el olor de la muerte de su hijo de sus pulmones.

—Vamos, no me jodas —exclamó Tom. De repente, se encontró sollozando con la cara en el suelo. No tenía ni idea de lo que estaba haciendo. Enterró los dedos como garfios, como si tuviera miedo de caerse del mundo si soltaba el suelo. ¿Y no era lo que estaba haciendo ya? Habían cambiado tantas cosas en la última hora que no le sorprendería abrir los ojos y encontrarse con que el mundo giraba en la otra dirección. Mientras aspiraba el olor anodino a turba del suelo que tenía debajo, pensó que ojalá jamás hubiera escuchado a esos dos hombres del

pub.

Pero los había oído. Y King le había dado el mapa, y allí estaba él. En busca de su hijo muerto.

Tom regresó arrastrándose junto al esqueleto (descubierto hasta el pecho puesto que la tierra de alrededor se había caído en el hueco) y se quedó mirando lo que había hecho. Había otros huesos visibles allí abajo, rozados por la luz del sol por primera vez en años. Los cadáveres debieron de estar apilados juntos, cubiertos con una capa de tierra y brezo, y a medida que su carne se iba pudriendo bajo el suelo, fueron dejando huecos, espacios oscuros y húmedos que no contenían más que el gas de la putrefacción y los ecos imperecederos de sus muertes violentas. El esqueleto llamado Gareth Morgan todavía vestía los restos de un uniforme, y jirones de piel correosa se aferraban a sus huesos, húmedos y teñidos de marrón por la tierra mojada. Bajo él, una maraña de huesos y ropas, piel y pelo, marcaban el lugar donde otros cuerpos habían encontrado su último lugar de descanso.

—Oh, Dios —murmuró Tom mientras estiraba la mano hacia la oscuridad—. Oh, Dios, oh, Dios… —Podía sentir el sabor de la putrefacción en la lengua, dulce pero repugnante. Se preguntó si cada cuerpo olía de forma diferente con la descomposición y, en ese caso, qué olor era su hijo.

Pero la muerte es la gran igualadora. La personalidad no juega ningún papel en la putrefacción. El sentido del humor o la seriedad no tienen nada que ver con los procesos de las bacterias y la descomposición. Hacía ya mucho tiempo que Steven había desaparecido de allí; sin embargo, Tom jamás lo había sentido tan cerca.

Se deslizó por la tierra húmeda y se adelantó un poco más, su brazo extendido se hundió más en el vacío. Lanzó un grito alarmado, pero se detuvo, había cerrado la mano alrededor de un hueso pegajoso. Dio un tirón suave; el hueso no cedió. Tenía la pala bajo el estómago, así que la sacó y usó el canto para mover más tierra sobre la fosa. Ya casi no costaba nada y cuando se irguió sobre las rodillas se dio cuenta de que podía limitarse a apartar el brezo como si fuera una alfombra y revelar los horrores de lo que yacía debajo.

El sol golpeó los huesos. El sutil calor del otoño consumió la frescura de una década de descanso. Los buitres lanzaron un grito y se alejaron, quizá percibían la muerte incluso desde tanta altura. Tom se arrodilló entre los cuerpos putrefactos de tantos hombres y levantó la cabeza, agradeció sentir el sol en la cara y la sensación de la piel estirándose y ardiendo.

—Jo —suspiró, pero su mujer no le respondió—. Steven. —Seguía sin haber respuesta. Las lágrimas le resbalaron por la mejilla y desaparecieron entre los cuerpos, quizá limpiaran pequeños puntos en los huesos de su hijo.

Sacudió la cabeza, su cuerpo entero temblaba, el miedo, la conmoción y la rabia se combinaban para apartar su mente de lo que estaba haciendo. Tom se inclinó hacia delante y volvió a meter la mano en la tumba.

Durante solo unos segundos, la locura de la situación estiró el brazo y cogió la mano de Tom. Era su mujer la que lo sujetaba, la que le susurraba al oído y le decía que lo dejara porque todavía se tenían el uno al otro y daba igual cómo hubiera muerto Steven, eran solo los vivos los que importaban en realidad en el presente. Pero Tom soltó la mano de su mujer y se aferró a lo que estaba haciendo. Su creencia de que quizá Jo y él tenían demasiado del otro resurgió, una justificación egoísta. Y cuando la voz de Jo se desvaneció y el roce de su mano pareció más remoto que jamás en la vida de Tom, este volvió a su trabajo.

Richard Parker. Ese tampoco era su hijo. Dejó caer las placas de identificación y se quedó mirando el cráneo del cuerpo que había descubierto, el pelo rojizo cortado al rape era de un color vivo contra la piel gris y estirada de la cara. Allí yacían un millón de historias que Tom jamás conocería, aparte de la mentira que suponía la muerte violenta de Richard Parker.

Apartó el esqueleto y ahondó más. Encontró fardos de huesos y ropa, y cabello cubierto de barro le rozó la mano, que retiró a toda prisa.

Había demasiados. Tendría que empezar a mover los cuerpos, a ordenarlos, hasta que encontrara a Steven.

No está aquí.

Tom sacudió la cabeza. ¿De dónde había salido esa idea?

Volvió a meterse reptando y se preparó para coger el primer esqueleto. Gareth Morgan, el hijo del señor y la señora Morgan, otro soldado cuya familia había enterrado un ataúd lleno de rocas, tierra o alguna otra cosa que jamás sabrían. Se preguntó si la familia de ese muchacho también tenía dudas sobre la historia y si se les había ocurrido la idea de viajar a la llanura de Salisbury para honrar a su hijo en el décimo aniversario de su muerte.

Tom miró atrás, hacia la valla, medio esperaba ver otras caras yendo hacia él con palas en la mano. Pero seguía estando solo.

Gareth Morgan le sonrió. Tenía el cráneo casi desprovisto de piel, pero había una insinuación de bigote todavía pegado bajo el hueco de la nariz. Tom estiró la mano y cogió las costillas del esqueleto, dio un tirón y lanzó un grito sorprendido cuando el cuerpo saltó del suelo con un breve sonido de ventosa. Tom cayó hacia delante y arrojó el cuerpo más allá. Aterrizó con un golpe seco y los brazos extendidos sobre la cabeza, como si disfrutara de la repentina sensación del sol sobre los huesos húmedos.

Tan ligero, pensó Tom, y se dio cuenta de que había estado pensando en él como si fuera un hombre.

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