Berserk

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Sintió un pozo en el pecho al pensar que Natasha andaba por ahí suelta, un vacío que en otro tiempo llenaba la esperanza. A lo largo de los años se había planteado tantas veces regresar a la llanura, abrir la fosa, sacar el cadáver de Natasha y terminar lo que había empezado. Pero tenía miedo y siempre negaba la realidad. Incluso con todo lo que sabía de los berserkers, había creído que la niña ya estaría muerta. Y esa creencia, esa esperanza, le había impedido acercarse. Eso, y la certeza de que desenterrar un cadáver que podía hablar con él lo volvería loco.

Tras la siguiente curva, un tractor bloqueaba la carretera.

Cole pisó freno y embrague a fondo y luchó con las vibraciones del volante, el

jeep se estremeció cuando entraron en juego los frenos ABS; el granjero se giró en su tractor, la cara grande y pálida, con una expresión cómica de conmoción, la boca abierta y una mano levantándose para protegerse la cara de las dos toneladas de metal que se precipitaban contra él. Cole gritó y pisó todavía más los pedales; de hecho, se puso en pie en el asiento y se agarró al volante. El tractor dio un salto cuando el granjero aceleró, una reacción tan inútil como automática. Y el único pensamiento que se le ocurrió a Cole fue:

¿Qué coño está haciendo aquí fuera a las tres de la mañana?

El

jeep chocó con un bache, viró a la izquierda y enterró el morro en el seto. Cole se vio lanzado hacia delante, el cinturón de seguridad se le clavó en el pecho y le mordió el cuello, le quitó el aliento y, sin poder respirar por segunda vez en una hora, se derrumbó en su asiento y jadeó en busca de aire. El parachoques del

jeep había dado un empujón a la gran rueda trasera del tractor, pero sin fuerza. El granjero siguió conduciendo unos cuantos metros más (como si temiera que el

jeep se abalanzara otra vez, como un animal lanzándose a por su presa) y después se detuvo a la entrada de una cerca.

—¿Se encuentra bien? —gritó el hombre mientras saltaba del tractor y anadeaba carretera arriba. Vestía un mono de trabajo y botas de agua y bajo la intensa luz de los faros del

jeep parecía un perrito pesado y torpe. Cole aspiró por fin una bocanada de aire y dejó escapar una carcajada aguda, y se dio cuenta de que había estado sujetando la 45 con tanta fuerza entre las rodillas que ya empezaba a notar los cardenales que se le estaban formando.

—Bueno, ¿qué hago? ¿Le disparo al muy gilipollas? —dijo, se estaba riendo con tantas ganas que una sarta de mocos le salió disparada de las narices.

Estoy perdiendo la chaveta, pensó,

demasiado nervioso, demasiado distraído.

El granjero llegó junto al

jeep y estiró la mano como si quisiera abrir la puerta. Pero entonces miró dentro y, fuera lo que fuera lo que vio en la cara de Cole, retrocedió unos cuantos cautelosos pasos con los ojos bajos.

Macho dominante, pensó Cole con otro bufido. Se rindió a la risa cuando volvió a arrancar el

jeep (se había calado después de chocar con el seto), y para cuando se metió entre el tractor y el otro seto estaba riéndose a carcajadas sin poder controlarse. Pero se sentía bien, como si estuviera recuperando el control, así que siguió desahogándose un poco más.

—¡Ya casi estamos! —dijo con otra carcajada—. ¡Ya casi he llegado a por ti, Natasha! He estado calentando la pistola para que la bala no esté muy fría cuando te la meta en el cráneo. —Le dolía la cabeza, tenía la pierna rígida y cubierta de sangre seca, y cada vez que giraba el volante, tenía la sensación de que unas cuchillas le estaban rebanando las manos—. Muy pronto.

Cole echó un vistazo por el espejo retrovisor. El granjero estaba subiéndose al tractor, seguramente intentando aclararse con la historia para poder contársela más tarde a la gorda de su mujer.

Y entonces notó a Natasha allí, sondeando su mente, viendo lo cerca que estaba y retirándose otra vez. Dejó algo tras ella, un eco de sí misma. A Cole le pareció miedo. Y sonrió.

Sujetaba la 45 en la mano derecha mientras conducía; era peligroso, pero no le apetecía dejar el arma en el otro asiento. Si hubiera sido el coche de Roberts con lo que se había topado y hubiera tenido que buscar la pistola en lugar de tenerla sujeta entre las rodillas, podría haber perdido su mejor oportunidad. Así que nada de correr más riesgos. No cuando estaba tan cerca.

¿Y por qué quiere esta que los encuentre?

—Está enferma —musitó Cole—, y loca. Lleva diez años bajo tierra. —Esperaba una respuesta sabihonda de la niña muerta viviente, pero al parecer se había ido de verdad.

Cole miró a izquierda y derecha en busca de una cerca que llevara a algún camino de entrada, o caminos estrechos, o zonas de aparcamiento. Roberts y su mujer debían de haber alquilado una casita para el fin de semana, cosa que a Cole le vendría muy bien. Nadie alrededor que pudiera ser testigo de lo que estaba a punto de suceder. Y si tenía mucha suerte, tardarían un tiempo en encontrar los cuerpos.

Unos minutos después, percibió el fulgor de los faros de un coche a través del seto de su derecha, frenó un poco y apagó sus luces. A esa velocidad, le bastaba la luz de la luna para ver. Había unas cuantas nubes blancas en el cielo, como pintura emborronada en un lienzo negro y vacío, y las manchas de las estrellas. Bajó la ventanilla, vio la entrada al camino de la casita, apagó el motor y dejó que la inercia lo llevara hasta que se detuvo entre los postes de entrada, bloqueando cualquier posible ruta de escape.

Era un placer tener la pistola en la mano derecha.

Era el coche de Roberts. La suerte había empujado a Cole…

La suerte y ella, la suerte y Natasha, porque ella me quería aquí.

Se preguntó dónde estaba la niña y supuso que en el maletero. Roberts no habría querido poner algo así, algo viejo, misterioso, muerto, en el asiento trasero, donde cualquiera pudiera verlo.

Las luces de posición del coche seguían encendidas y parecía haber cierta conmoción en el asiento del conductor. Cole entrecerró los ojos y miró de lado para que su visión nocturna distinguiera las formas, después sonrió. Perfecto. A Cole no le emocionaba matar, no se complacía en ello; lo que lo complacía era un trabajo bien hecho.

Y aquello habría terminado muy pronto.

Al oír la puerta oyó una voz de mujer, una voz alta y ahogada, enfadada y aliviada, y cuando Cole aplastó la gravilla al andar, se alegró de que la mujer estuviera haciendo tanto ruido. De ese modo, Roberts ni siquiera oiría el disparo que lo mataría.

La luz interior del coche de Roberts estaba encendida y Cole lo vio mirar por el retrovisor, abrir mucho los ojos y después la boca para gritar una advertencia.

—¡Mierda! —Lo último que Cole quería hacer era tener que dar caza a esas personas. Tenía que ser algo rápido.

Cubrió la mano derecha con la izquierda, clavó las piernas en el suelo y empezó a disparar.

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