Berserk

Berserk


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Espera… no es tan grave. Levántate. ¡Levántate ya! La voz de la niña cambió en esas tres últimas palabras, perdió el tono cantarín de niña y adoptó algo parecido a la edad y la experiencia, algo que hablaba de poder y capacidad de adaptación. Y de furia. Estaba hecha una furia.

Tom gimió, se apoyó en las manos y las rodillas y se levantó. En el BMW oyó el crujido del cuero cuando algo se movió dentro.

Natasha chilló en su mente, una exhalación larga, estruendosa e incoherente de pura rabia. No era la primera vez que Cole lo oía, ya lo había hecho años antes, cuando los berserkers estaban en su momento más fiero, loco y hambriento y ansiaban la sensación de carne viva entre los dientes. Pero entonces estaban contenidos en Porton Down y sus habilidades psíquicas jamás habían sido tan fuertes. Pero Natasha había cambiado.

Intentó huir arrastrándose, pero las cadenas le impidieron moverse. Tampoco podía escapar de su propia mente.

Cole chilló, aunque no pudo oírse.

Rebuscó por el suelo y encontró los alicates que Tom había dejado caer. El instinto se apoderó de él y partió y cortó, apenas consciente de lo que estaba haciendo, tiró con fuerza de las cadenas hasta que se separaron y él cayó al suelo. Entonces sí se arrastró, cruzó la carretera y se metió en una zanja. Los terribles efectos del grito de Natasha persistían.

Le pareció que pasaban horas hasta que el rugido empezó a desvanecerse. Pero para entonces Cole estaba perdido para el mundo, inconsciente, merodeando por los lugares oscuros de su mente en busca de algún lugar donde esconderse de ese monstruo que fingía ser una niña pequeña.

Cuando la oscuridad lo encontró y se lo llevó, Cole se alegró.

Tom se levantó como pudo y se apoyó en el coche, todavía a la espera de que empezase el dolor. Al menos podía ponerse en pie.

Ven aquí, dijo Natasha.

Miró en el asiento trasero y vio el fardo que era Natasha. Parecía haberse movido. Los brazos se le habían separado un poco del cuerpo y la cara se había vuelto hacia él. Seguía sin haber expresión (ni una sola señal de otra cosa que no fuera la máscara mortuoria que ya había visto), pero su actitud había cambiado. Mientras que antes era un cadáver momificado, en ese momento era algo que parecía ansiar su antigua animación. Tom se quedó mirando la cara de la niña e intentó recordar con exactitud cómo había colocado el cuerpo en el asiento, y entonces los signos de movimiento fueron obvios.

Ven, dijo otra vez, la voz de una niña pequeña, pero la orden era imposible de eludir.

Tom metió el cuerpo en el coche y fue entonces cuando llegó el dolor. Gimió y se quedó inmóvil, con la esperanza de que la falta de movimiento sofocara el fuego que crecía en sus riñones. Pero no fue así. Alimentada por los espasmos de los músculos, la agonía rugió todavía más y Tom pensó:

No recordaré este dolor, no es nada, es una señal, el daño ya está hecho y ahora ya no hay nada peor, es una señal, eso es todo, una señal, y ¡oh, joder, cómo duele!

¡Rápido!, dijo Natasha, y aunque tenía los ojos cerrados, Tom percibió de nuevo un ligero movimiento.

Échate a mi lado.

Tom se derrumbó en el asiento trasero del coche. Sintió el cadáver de Natasha contra su pecho e intentó apartarse, pero no tenía fuerzas y se quedó allí echado con Natasha metida entre el asiento y él.

Más cerca, susurró Natasha.

Más cerca, papi. Incluso a pesar del dolor, Tom notó un temblor en la voz de la niña.

Apretó los ojos (no tanto por el dolor sino porque no quería ver lo que estaba pasando, lo que se estaba moviendo, por qué podía oír el crujido del cuero) y sintió una punzada de dolor en el pecho. Y entonces notó un ligero movimiento ahí, como si lo estuviera acariciando una pluma, y lo envolvió la oscuridad para calmar su tormento.

—Vendrá alguien —susurró Tom.

Da igual, dijo la voz de la niña en su mente. Lo siguió cuando Tom se hundió y se convirtió en un eco, después se desvaneció del todo.

De la oscuridad llegó el sonido del mar y luego su aroma salado mezclado con el olor a sangre, y después vio el barco. La oscuridad nunca desaparecía del todo (estaba ahí, en los bordes, amenazando con teñirlo todo de negro en cualquier instante), pero Tom veía ese recuerdo en la mente de Natasha y por mucho que lo intentara no podía apartarse.

Los cuatro (Natasha, su hermano y sus padres) estaban en el mismo barco que los había traído a la casa. Atravesaba las olas a toda velocidad, sufriendo golpes y sacudidas al saltar de cresta en cresta. Los cuatro permanecían sentados en el pozo hundido del centro, incapaces de ver nada salvo el cielo y alguna que otra salpicadura de espuma contra la profunda tarde azul. El sol brillaba resplandeciente y distante sobre ellos.

Alrededor de sus pies la cubierta estaba inundada de sangre. Y parte era suya. Todos lucían heridas que deberían haberlos matado, pero parecían más vivos que nunca. Las extrañas adaptaciones que habían quedado patentes en la casa (los miembros alargados, las mandíbulas distendidas, las uñas estiradas) parecían haber disminuido, pero los agujeros de bala y las cuchilladas seguían siendo visibles. Algunas de esas heridas todavía sangraban, pero otras parecían haber parado ya y haberse recubierto de una costra, sobre todo en el caso del hermano de Natasha. Tenía una mancha oscura en la cara y dos en el cuello, donde habían impactado unas balas, pero en ese momento eran poco más que magulladuras pronunciadas. Ni una sola señal de agujeros en la piel. No había sangre fresca. El niño le sonrió a Natasha. El dolor que sentía era palpable, pero en la sonrisa había también un conocimiento adulto, la certeza serena de que todo iría bien. Incluso a tan tierna edad, Peter sabía que esas heridas no significarían su muerte.

Cierta sangre era de los cuatro. Pero la mayor parte provenía de lo que se habían llevado con ellos.

Acurrucadas entre los espacios donde se sentaban los miembros de la familia berserker, encogidas en el suelo, tres personas desnudas se revolcaban en sangre y suciedad. Había dos hombres y una mujer. Uno de los hombres se apretaba la garganta con las dos manos para intentar restañar la marea de sangre que brotaba de una arteria rota, mientras que el otro hombre y la mujer observaban con los ojos muy abiertos, temerosos, pero a la vez poco dispuestos a ayudar.

El hermanito de Natasha (debía de tener por aquel entonces unos siete años) dejó su asiento. Atravesó la sangre con un chapoteo, a gatas, y los tres cautivos se encogieron más, el hombre que no tenía la garganta perforada gemía como un cerdo en el matadero. Peter hizo una pausa, le gruñó al hombre que se quejaba y se echó a reír cuando empezó a llorar. La madre y el padre de Natasha observaban con cariño de padres, sonriendo a pesar del dolor de sus heridas, que también comenzaban a curarse. Peter salió disparado de repente hacia el hombre que sangraba, le quitó las manos de la herida y tomó un largo y profundo trago de aquella oscura sangre roja. Todavía a gatas regresó a su asiento, al pasar le echó un vistazo a la mujer desnuda. Esta permanecía en silencio, con los ojos bajos. Quizá si no los veía, ellos no la verían a ella.

El hombre que se retorcía volvió a sujetarse la herida, presionó con fuerza y empezó a gemir al sentir acercarse la muerte.

—Eres un glotón —dijo la madre de Natasha. Tenía la garganta irritada de los chillidos de la caza y los estragos de la carne, su voz era como un cuchillo sobre hueso.

—Qué rico —exclamó el niño al tiempo que se lamía los labios y se frotaba el estómago. Natasha se echó a reír. Su padre les sonrió a sus dos hijos y después bajó los ojos y miró al lugar donde se agazapaba la mujer desnuda, que estaba haciendo todo lo posible para evitar la mirada de los berserkers, las piernas y los brazos encogidos para hacerse lo más pequeña posible. Tenía terribles marcas de mordiscos en un lado del cuerpo y la piel desgarrada y abierta.

—¿Qué pasa? —gruñó el padre. La mujer no le hizo caso. El padre lanzó una patada, la golpeó con el talón en la cabeza y la tiró hacia atrás—. ¿Qué pasa?

La mujer levantó la mirada al fin, desafiante.

—Que te follen —dijo, y todos se rieron, unas carcajadas profundas y duras.

Natasha bajó la cabeza, se miró su propio cuerpo ensangrentado y se pasó las manos por las heridas. Cada roce le provocaba dolor, pero cada dolor le traía consuelo porque se curaría. No habían usado balas ni hojas de plata. Había sido toda una batalla y una buena comida, pero ya estaba cansada y estaba deseando llegar a casa. Al menos, ella pensaba en ese lugar como su casa. Su madre y su padre hablaban con ella, en su mente, con frecuencia y le contaban cosas de otro lugar muy diferente, y a veces ella soñaba con la oscuridad, el silencio y los lugares donde su especie quizá algún día viviría en paz, como habían hecho antes. Le habían hablado de su hogar, pero había toda una historia inmensa implícita en sus conversaciones, un pasado rico y profundo, aunque la niña jamás había sondeado más. Presentía que la mantenían en la ignorancia de muchas verdades de la historia berserker por su propio bien.

El hombre intenta saberlo todo, le advertían con frecuencia y le decían que protegiera sus pensamientos.

Se enteraría y nos mataría a todos porque no es como los otros. Es diferente. Ve el mal sin el bien, ve las diferencias que hay entre nosotros, pero hace caso omiso de todas las similitudes. El hombre nos odia porque no somos como él. A veces, cielo, eso es todo lo que un hombre necesita odiar.

—En realidad no necesitamos regresar con nada, ¿verdad? —graznó su padre.

—Hay de sobra siempre que lo queremos en casa —dijo Natasha—. Pero con todo, hay algo emocionante en traérnoslo de la caza.

—¿No te habrás quedado con hambre, no? —preguntó su madre. Era una mujer delgada, menuda, y su piel mostraba las señales de al menos cuatro heridas de bala que ya estaban sanando.

—Yo siempre tengo hambre —dijo su padre mientras miraba por encima de la cabeza de Natasha algo que quedaba fuera de la vista. Después sonrió, y aunque a esas alturas sus dientes habían vuelto a su estado normal, seguía pareciendo un gruñido—. Soy un berserker. Comer personas es lo que hacemos.

Natasha se volvió para ver lo que había estado mirando su padre, a quién se había dirigido. De pie, sobre ella, en la cubierta principal del barco, con los ojos que lucían su propio apetito humano peculiar, un soldado observaba el derramamiento de sangre continuo. El soldado al que sus padres se referían con el nombre de El Hombre.

Para Natasha, era como el monstruo aterrador de un cuento infantil y ella lo llamaba señor Lobo.

Tom se despertó de golpe con un ataque de pánico. No tenía ni idea de dónde estaba. Miró a su alrededor, por el coche, esperaba que el agua del mar lo inundara todo en cualquier momento, se preguntaba por qué ya no podía sentir el barco saltando de ola en ola. Podía oler la sangre, pero no había nadie más a la vista, nadie salvo la cosa arrugada que tenía prendida al pecho.

—¡No! —La apartó de un empujón y se estremeció cuando sintió un dolor rugiente en los riñones.

Cole. Vi a Cole a través de los ojos de Natasha. Los observaba y lo disfrutaba—. ¡Déjame en paz! —dijo.

Natasha volvió a rodar contra el asiento de cuero. La sangre húmeda le relucía alrededor de la boca. No se movió, pero Tom se irguió en el asiento y se apretó el pecho con una mano, sintió el hilillo cálido de la sangre que le corría por la palma, muñeca abajo.

No, papi, dijo la niña,

no es así, no siempre. Y nunca para ti. Estoy intentando ayudarte. ¿No sientes, no percibes cómo se aleja el dolor?

Tom se apretó más contra los asientos delanteros y se quedó mirando la boca de Natasha mientras oía su voz en su cabeza. No, esos labios no se movían. No, los miembros no habían cambiado de posición. Estaba apoyada en el asiento posterior y allí permanecía. Y, sin embargo, la sangre de Tom rodeaba la boca arrugada y el dolor que sentía él en la espalda por la herida de bala era un puño de fuego que se retorcía en sus entrañas, los dedos se doblaban, se estiraban y desgarraban… pero era soportable. Horrible, le apetecía chillar, pero soportable.

¿Lo sientes? ¿Desvaneciéndose? Escúchame y mejorará todavía más.

—¿Cómo? —preguntó él—. ¿Por qué? ¿Estoy bajo los efectos de una conmoción?

No hay conmoción, dijo Natasha.

Tom casi se echó a reír. Casi.

—Jamás me habían disparado. Estoy conmocionado, para que lo sepas.

No hay conmoción, repitió la niña.

Yo me siento mejor, así que tú también.

Tom se miró el pecho, el trozo de piel desgarrada que todavía sangraba un poco sobre la camisa abierta.

—¿Has estado bebiendo mi sangre?

Solo un poco. La voz de la niña era bajita y vacilante, la voz de una niña a la que han descubierto haciendo una travesura.

—Me dijiste que no eras una vampira.

¡No lo somos!, le contestó ella, más decidida.

Fue lo que pensaron al principio. Sobre todo él, el señor Lobo. Nos provocaba con ajo y cruces y… La niña se echó a reír, un crujido seco que encajaba con su apariencia física.

Mi mamá y mi papá le seguían la corriente porque les divertía. Hacían lo posible por dormir durante el día y despertar por la noche, aunque a mi hermano y a mí eso nos alteraba, y el señor Lobo y los otros pensaban que sabían lo que estaban haciendo. Gracioso. Era gracioso. Hasta el día que averiguaron que los estábamos engañando fue gracioso. La niña fue dejando de hablar, como si ese día hubiera sido la última vez que había tenido motivos para reírse de verdad.

—Me han pegado un tiro —dijo Tom—. ¡Me han pegado un tiro! —Se inclinó sobre el cuerpo de Natasha y apoyó la frente en el asiento trasero, se giró un poco para poder ver la carretera y al señor Lobo. Este seguía tirado, medio metido en una zanja junto a la calzada, un brazo y una pierna extendidos sobre el asfalto, el resto casi oculto a la vista. No se movía. Tom se preguntó qué le había hecho Natasha, y cómo, pero le pareció que tenía una idea bastante clara; él había sentido sus oscuros dedos psíquicos explorando su mente y no le cabía duda de que la niña poseía otros talentos diferentes a los que él ya había experimentado.

De verdad que ahora tenemos que irnos, dijo Natasha.

No tardará en despertar y tendrá más balas.

—Pero me han pegado un tiro, estoy sangrando. No puedo conducir así.

Escúchame, papi. Si me escuchas, puedes hacerlo.

—Creo que la bala sigue dentro. —Se comprobó el estómago y el abdomen, palpó con cuidado en busca de una herida de salida, pero no encontró ninguna. Solo el dolor que le martilleaba los riñones y la sensación de que algo iba muy mal por dentro.

¿Es solo la bala, pensó,

o algo ha movido cosas ahí dentro?

Tenemos una conexión, dijo Natasha, y Tom pensó de repente en la boca reseca de la niña agarrada a su pecho, su sangre filtrándose por el cuerpo desecado de la niña. Esa imagen se le metió de repente en la cabeza, no la conjuró, quedó allí sostenida para que la inspeccionara y la hicieron girar recuerdos que no eran suyos. Este sintió la sangre que fluía bajo su piel y la notó entrar en la boca de Natasha. Podía sentir el desangrado de sus venas y saborear su propia sangre en otra lengua. Y allá donde mirara, hacia donde se volviera, se sentía sereno y aliviado por el intercambio. Era como si le estuvieran extrayendo sangre mala y llevándose el dolor con ella, y, sin embargo, era sangre buena cuando se ingería. Recobró algo de fuerza, y algo desconocido pareció agitarse en la mente de Natasha.

Eso es, dijo Natasha.

¿Lo ves?

—Pero no lo entiendo —contestó Tom mientras estiraba el brazo hacia atrás y palpaba el agujero desgarrado que tenía en la espalda. La sangre seguía corriéndole entre los dedos y cuando cambió de posición, una oleada fresca le calentó la piel.

No te hace falta, dijo la niña.

De momento basta con que lo aceptes y dejes que te ayude. Tenemos que irnos.

—No creo…

Puedes conducir.

—No estoy seguro…

Papi…

Tom bajó los ojos y miró el cuerpo de Natasha, su rostro, las cuencas de los ojos que contenían dos globos secos como pasas viejas. Y aunque no vio movimiento alguno, la sintió sonreír.

Gracias, dijo la niña.

Fuera del BMW, por encima del rumor del motor, Tom oyó un gemido. Miró al otro lado de la carretera, al brazo y la pierna de Cole, vio un espasmo en los dedos y en el pie. Se arrastraba por el suelo.

—Está despertando.

Natasha se quedó callada, pero su sonrisa permaneció en la cabeza de Tom, la gratitud patente.

No puedo dejar que termine así, pensó.

Aquí no, y no ahora. Se movió un poco, esperaba que el dolor le desgarrara las entrañas, pero no fue mucho peor que un mal dolor de muelas. Un dolor de muelas del tamaño de toda la parte inferior de su cuerpo, cierto, pero era un dolor fértil, vibrante, no debilitador. Cambió otra vez de posición, salió con cuidado del asiento posterior, se puso en pie, giró, cerró la puerta y se metió en el asiento del conductor.

Me acaban de pegar un tiro en la espalda y ahora voy a conducir, pensó, y la idea le era tan ajena que no le encontró ningún sentido, no le daba nada a lo que aferrarse. Allí estaba Tom, una vida entera pasada tras un escritorio, sus hazañas más osadas por lo general implicaban tomarse cuatro pintas en lugar de dos durante sus visitas vespertinas de los viernes al

pub, pero en ese momento estaba allí sentado, cubierto con su propia sangre y el cadáver de una niña de diez años le hablaba desde el asiento trasero, un asesino que había pertenecido al ejército estaba tirado a seis metros de distancia y tenía a su mujer muerta en un coche carretera abajo.

Todavía queda Steven, dijo entonces Natasha, y la niña sabía con exactitud qué tenía que decir para hacer regresar su mente al presente.

Tom asintió, pensó por un instante en su hijo pequeño jugando a los soldados en el jardín de atrás, y cerró la puerta del conductor de golpe.

Cole se incorporó en la zanja. Sacudió la cabeza y se llevó las manos a las sienes como si quisiera contener el mareo. Después miró directamente a Tom y su expresión fue ilegible.

—Tú mataste a Jo —murmuró Tom. Dio marcha atrás en el BMW, metió la primera, atrás y adelante una y otra vez hasta que se quedó de frente en la carretera, justo delante de su propio coche destrozado. Su mujer estaba allí dentro, muerta y enfriándose, las balas de Cole todavía envueltas por sus órganos y carne.

Steven, dijo Natasha otra vez.

Tom asintió, aceleró el motor y metió la primera.

Cole se levantó con las piernas temblorosas. Todavía sujetaba la pistola con una mano y la otra la metió en el bolsillo de los vaqueros, cuando la sacó sostenía una forma fina y plateada. Un cargador nuevo.

Tom pensó en Steven riéndose mientras soplaba las velas de la tarta en su décimo cumpleaños, Jo le revolvía el pelo y le sonreía a Tom, los ojos tan iluminados como las velas porque era consciente de la vida dichosa que tenían juntos los tres.

Steven, dijo la niña una vez más, y tras la voz que oía en su mente, Tom percibió una repentina sensación de promesa y esperanza.

Cuando Tom metió la segunda y después aceleró, hizo girar el coche y lo atravesó en la carretera. El borde del lado del conductor golpeó a Cole en los muslos y lo mandó dando vueltas por encima de la zanja, contra el seto. Tom miró por el espejo retrovisor y vio al asesino desapareciendo entre una lluvia de hojas.

El dolor se acomodó en la base de los riñones de Tom y Natasha le acarició la mente, calmándolo, tranquilizándolo, diciéndole todas las cosas que quería oír.

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