Belinda
Intermezzo
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Estaba lloviendo. Era una lluvia intensa que caía a rachas. Golpeaba las contraventanas con tanta fuerza que éstas cedían y dejaban entrar el agua que se filtraba entre los tablones de madera del suelo. También salpicaba las patas de la mecedora; de hecho toda la habitación estaba llena de gotas de agua. Las flores de la alfombra empezaban a empaparse. ¿Se oían voces en el piso de abajo? No.
Yo estaba estirado en la cama con la botella de whisky en la mesilla de noche, justo al lado del teléfono. Había estado bebido desde la visita de Rhinegold, desde que terminé el nuevo
Artista y modelo. Estaría borracho hasta el sábado. Después volvería a ponerme a trabajar. El sábado era la fecha límite para terminar con esta locura. Pero hasta entonces tendría el whisky y la lluvia.
De vez en cuando venía miss Annie con una sopa y tostadas.
—Coma señor Walker.
Se veía el destello de un rayo, le seguía el ruido ensordecedor de los truenos. Luego sonaba el eco de la tormenta, al mismo tiempo que el tranvía circulaba bajo la tempestad. El agua empezaba a filtrarse bajo el papel de la pared de la esquina superior. Sin embargo, los cuadros se hallaban a salvo. Así me lo había asegurado miss Annie.
¿Se oían los pasos de alguien? Sólo eran las viejas tablas que crujían. Miss Annie no llamaría a ningún médico. No sería capaz de hacerme una cosa así.
Lo había hecho bastante bien hasta terminar el nuevo
Artista y modelo: ella y yo nos estábamos peleando, yo la abofeteaba, ella caía contra la pared. Pero después empecé a abandonarme; una copa, dos, no importaba mucho, sólo me quedaba el fondo para considerar acabado el cuadro. El teléfono no sonaba. Yo era el único que hacía llamadas: Marty, Susan, G. G., ¡que alguien la encuentre! Mi ex mujer, Celia, había dicho:
«¡Esto es horrible, Jeremy, no se lo digas a nadie!»
La línea privada de Bonnie había sido desconectada:
«¡Déjeme en paz! Le digo que no me importa, ¡que no me importa!»
En realidad cuando Rhinegold se fue yo ya estaba bebido. Él quería empezar el transporte de los cuadros de inmediato. «No», respondí. Debía tenerlos todos juntos hasta que terminase el trabajo. Él iba a regresar una semana después, el siguiente sábado. Yo disponía de una semana para hacer el último, escribir las notas para el programa y pelearme por los últimos arreglos. Tenía que estar sobrio el sábado o antes, debía empezar.
Belinda, llama; danos otra oportunidad. Sólo-una-vez-en-la-vida, ¿recuerdas? «Ya estoy a más de tres mil kilómetros de ti». ¿Dónde? ¿Al otro lado del Atlántico? «En un lugar que comprendo».
Belinda en «Jugada decisiva» estaba terminado. Su perfil y el de Sandy habían quedado perfectos. Como Susan Jeremiah habría dicho, no había trampa ni engaño. Y vaya preciosa voz que tenía la mujer, con su dejo tejano duro y suave al mismo tiempo. Desde París, por teléfono, me había dicho:
«No te muevas de donde estás, amigo, la encontraremos. No es un caso perdido como su mamá. De ningún modo va a hacernos esto».
Bien, Sandy y Belinda estaba terminado. Y la más importante,
Belinda, regresa, también estaba acabado, lo había hecho en los mismos colores sombríos que el resto.
Artista y modelo sólo necesitaba algo más de sombra, había que darle un poco más de profundidad. Has de poner el piloto automático, o mejor, el control del alma, y seguir trabajando, amigo mío, y acaba de una vez la mano que le da la bofetada en la cara justo antes de que ella se caiga al suelo.
—¿Qué más tienes que hacer? —me preguntó Rhinegold exigente—.
Belinda, regresa es la tela que cierra la serie. ¿Acaso no te das cuenta?
Allí estaba él, con su traje negro, inclinado hacia mí y mirándome a través de sus gafas espesas como la base de una botella de coca-cola, el especialista en declaraciones rotundas.
Le cogí por la manga cuando ya se iba y le pregunté:
—Muy bien, has estado de acuerdo en todo, pero ¿qué piensas en realidad?
Las telas estaban todas alineadas en el vestíbulo, en el rellano de la escalera y en la sala de estar.
—Tú sabes muy bien lo que has hecho —contestó—. ¿Crees que estaría de acuerdo en esta locura si no se tratase de perfección?
Cuando quise darme cuenta ya se había ido. Había cogido un vuelo a San Francisco para buscar un almacén en Folsom Street. Había estado despotricando y diciendo que era una locura.
—San Francisco es una ciudad a la que vas para comprar bicicletas de montaña o zapatillas de deporte. ¡Con una exposición como ésta deberíamos estar en la 57 Oeste o en el Soho! ¡Vas a acabar conmigo!
El artista sufre por Belinda. Ése era el cuadro que quedaba por hacer. La tela estaba en blanco. Y en un imperdonable estado de estupor me dediqué durante horas a pintarlo en mi mente, allí estirado, con whisky o sin él. El artista con una antorcha en la mano, mientras los juguetes —los trenes, las muñecas, las ventanas con diminutas cortinas de encaje— hacían destellos. El fin del mundo.
Muy bien. Puedes disfrutar de tu indolente desdicha hasta el sábado. Ya sabes que el teléfono no va a sonar.
—Escucha, idiota, ¿quieres escuchar mi consejo? —me había dicho Marty, y me recordó lo que ella había mencionado sobre su sinceridad—. ¡Olvídate de ella! Yo lo hice. Hazlo tú también. De ésta has salido bien parado, estúpido, ¿acaso no te das cuenta? Su madre estuvo a punto de colgarte por donde ya sabes.
El ruido del trueno era tan tenue que apenas lo percibía. Los dioses parecían estar moviendo muebles de madera en su enorme cocina allí arriba. El roble rascaba la pared exterior de la casa; todo estaba en movimiento: las hojas, las ramas, la luz metálica.
G. G. con su voz suave y algo aniñada me decía por teléfono, desde Nueva York: «Jeremy, no está haciendo ninguna locura. Si no estuviese bien, sé que me llamaría».
¿Había llegado el momento de las alucinaciones?
¡Podría jurar que acababa de oír la voz de Alex Clementine en la casa! Al parecer hablaba con otro hombre, y no podía ser Rhinegold porque éste se había ido hacía pocos días a San Francisco, tal y como habíamos acordado. El otro hombre hablaba muy bajito. Miss Annie también hablaba con ellos.
Tenía que ser una alucinación. Me había negado a darle a Alex mi número de teléfono, a pesar de lo bebido que estaba. «Te veré en San Francisco» —le dije—. «Estaré bien, perfectamente bien».
La historia completa sólo se la conté a G. G., a Alex y a Dan: les hablé de su carta, de Bonnie, del intento de chantaje y de cuánto le había pegado y vuelto a pegar. También les conté que Marty y Bonnie habían decidido no seguir buscándola.
Belinda, regresa. Éste no es el fin de nuestra historia, no puede serlo.
Dan se mostró muy enfadado.
«¿Dónde demonios estás? ¡Estás bebido, voy a ir a buscarte!» No, Dan. No, Alex.
Un nuevo relámpago. Todo se volvió admirablemente claro durante una fracción de segundo. Desde el canapé hasta los cojines de
petit-point, pasando por la cubierta enmarcada de
Martes de carnaval carmesí, cuyas letras se veían borrosas a causa de las gotas de agua que había sobre el cristal. Aquel whisky escocés era de lo más suave. Después de beber vino blanco o cerveza, durante años, el efecto era el de un narcótico. Es decir, que todos los muebles se estaban moviendo.
Entonces miss Annie dijo con firmeza:
—Por favor, ¡permítanme que le diga al señor Walker que están ustedes aquí!
Una ráfaga de finísimas gotas de lluvia me alcanzó la cara y las manos. Por un segundo el arco del auricular del teléfono relumbró. Llama, Belinda. Por favor, cariño. Va a pasar demasiado tiempo. Todavía faltan dos semanas para que pueda marcharme de aquí, luego he de llevarlos a través de todo el país, y lo demás todavía tiene que hacerse. Todavía te quiero, Belinda. Siempre te amaré.
Maldita sea, ésa era la voz de Alex.
La lluvia agitó las contraventanas. Durante un momento el viento fue muy frío, como si algo en casa estuviera abierto de par en par. Las ramas del roble parecían moverse con fuerza allí fuera. Me recordaba los huracanes que había visto, cuando los magnolios se levantaban y los techos de latón de los garajes volaban y se agitaban como si se tratase de cubiertas de libros. Pinta el huracán. ¡Píntalo! Ahora puedes pintar todo lo que se te antoje, ¿no lo sabías?
Me parecía haber visto una imagen fija de
Jugada decisiva en la pantalla del televisor. Pero eso había sido hacía algunas horas, ¿no? Y cuando dejas una imagen fija durante más de cinco minutos, el televisor se apaga.
—Déjeme a mí, estimada señora —decía Alex—. Él lo comprenderá.
—Señor Walker, aquí está el señor Alex Clementine de Hollywood. Insistió en subir. Y también el señor George Gallagher de Nueva York.
Y allí estaba Alex. Así de simple. Se le veía fantástico, enorme y tan espléndido como siempre. Se acercaba dando grandes zancadas hacia la fría y húmeda penumbra. Justo detrás de él, se encontraba un hombre alto de porte aniñado, con los ojos de Belinda, el cabello rubio de Belinda y la boca de Belinda.
—¡Por Dios bendito, estáis los dos aquí! —dije yo.
Intenté incorporarme y sentarme. El vaso se había caído sobre la mesilla de noche y el whisky se estaba derramando. Entonces G. G., aquel hombre de metro noventa de estatura, de cabello rubio y aspecto juvenil, aquel dios, aquel ángel o lo que quiera que fuese, se acercó, cogió el vaso y secó el whisky que se había vertido con su pañuelo. Pero qué sonrisa más comunicativa.
—Hola, Jeremy, soy yo, G. G. Supongo que te sorprenderá.
—Eres igual que ella, de verdad, ¡igual!
Iba vestido de color blanco, incluyendo la correa del reloj y los zapatos de piel.
—Por Dios, Jeremy —dijo Alex, mientras se paseaba de arriba abajo, mirando las paredes, el techo y el alto cabezal de madera de la cama—, pon en marcha el aire acondicionado de esta habitación y cierra esas malditas puertas.
—¿Y perderme esta maravillosa brisa? ¿Cómo me has encontrado, Alex?
De nuevo se oyó la tormenta. Se oyó con violencia por encima del tejado de la casa.
—No me gusta esto —dijo G. G. sobresaltado.
—No es nada, no significa nada —le aclaré—. ¿Cómo demonios me habéis…?
—Cuando se me mete en la cabeza, puedo encontrar a quien quiera, Jeremy —repuso Alex con solemnidad—. ¿Recuerdas la sarta de locuras que me contaste por teléfono? Llamé a G. G. y él me dijo que el código telefónico del área era 504. Por lo visto confías a G. G. tu número de teléfono, mientras que no se lo proporcionas a tus más viejos amigos.
—No deseaba que vinieses, Alex. Le di el número de teléfono por si Belinda le llamaba, sólo era eso. Belinda no ha llamado, ¿o sí lo ha hecho, G. G.?
—Entonces hemos llegado al aeropuerto, y he dicho que quería un taxista con una larga experiencia, alguien que hubiera conducido por aquí al menos durante un par de décadas, y al final he conseguido que me trajeran a un hombre de color, ya sabes, un cuarentón criollo de esos que tienen la piel del color del caramelo y el pelo gris, al que le he dicho: «¿Recuerda usted a Cynthia Walker, la mujer que escribió
Martes de carnaval carmesí? Tenía una casa en la Saint Charles, con la pintura desconchada y las persianas cerradas, aunque es posible que la hayan cambiado». «Le llevaré allí, no la han cambiado en absoluto». Ha sido bien simple.
—Tenías que haberle visto en acción —comentó G. G. con suavidad—. Nos ha rodeado una multitud.
—Jeremy, esto es enfermizo —afirmó Alex—. Es peor que lo que sucedió cuando Faye murió.
—No, Alex, las apariencias te engañan. He llegado a un acuerdo conmigo mismo y todo está bajo control. Sólo estoy descansando, acumulando energía para el cuadro final.
Alex sacó un cigarrillo. Vi cómo brillaba el encendedor de oro de G. G.
—Gracias, hijo.
—De nada, Alex.
Traté de coger el vaso, pero no podía alcanzarlo.
Alex me miraba con atención, como si yo llevase una venda en los ojos y no pudiese verla; podía darme cuenta por la mirada que echó a mis ropas, al whisky y a la cama. Había manchas oscuras, a causa de la lluvia, en su sombrero de fieltro de ala ancha; en esta ocasión el pañuelo de lana de cachemira era de color blanco y le colgaba por delante a lo largo del Burberry.
—¿Dónde está esa señora? ¡Miss Annie! ¿Puede prepararle algo de comer a este caballero?
—Hasta el sábado nada, maldita sea, Alex, te he dicho que lo tengo todo previsto.
—Por supuesto que puedo, pero ¿puede usted hacer que coma, señor Clementine? Yo no consigo que coma nada.
—Se lo daré yo mismo si es necesario. Traiga café también, señora, traiga una jarra de café.
Intenté volver a coger el vaso. G. G. se ocupó de llenármelo.
—Gracias.
—No le des eso, hijo —dijo Alex—. Jeremy, este sitio está igual que hace veinticinco años. En el escritorio hay una carta abierta, el matasellos es de 1961, ¿te has dado cuenta de eso? Y también hay un ejemplar del
New York Times del mismo año en esta mesilla.
—Alex, te estás poniendo nervioso sin motivo. ¿Has visto los cuadros? Dime qué piensas.
—Son preciosos —dijo G. G.—. Me gustan todos.
—¿Qué has pensado, Alex? Dime.
—¿Qué te ha dicho Rhinegold? ¿Que irías directo a la cárcel por hacer estas cosas? ¿O sólo le preocupa hacer dinero con ellos?
—No tienes intención de hacerlo, ¿verdad? —preguntó G. G.
—Jeremy, te estás haciendo el haraquiri. ¿Qué tipo de hombre es ese Rhinegold? Coge el teléfono. Anúlalo todo.
—Ella no te ha llamado, ¿verdad, G. G.? Me lo habrías dicho en cuanto entraste.
—Claro que lo habría hecho, Jeremy. Pero no te preocupes. Ella está bien. En cuanto las cosas se le pusiesen demasiado feas me llamaría. Y siempre hay alguien junto al teléfono, de noche o de día.
—Hablando de teléfonos, ¿te has dado cuenta de que hace un par de noches llamaste a Blair Sackwell a las dos de la madrugada? —bramó Alex—. Y se lo contaste todo.
—También hay gente en mi casa, por si ella pasase por allí —añadió G. G.—. La están esperando.
—No se lo he contado todo, Alex —aclaré yo—. Sólo le dije quién era ella y quién era yo, y que ella se había escapado y yo le había hecho daño. No necesito explicarlo todo. No tengo por qué colgar a nadie. Pero la verdad ha de salir a relucir, Alex. Maldita sea, ella existe, tiene un nombre y un pasado, y esos cuadros son suyos. La amo.
—Sí —dijo G. G. suavemente.
—Y ésa es la razón por la que llamé a Susan Jeremiah a París, y también a Ollie Boon. Llamé a la mujer que escribió la biografía de Bonnie. He llamado a mis esposas. También a Marty a la United Theatricals después de que Bonnie desconectase su línea privada. Llamé a mi editor y a mi responsable de publicidad, también a mi agente de Hollywood, a todos les he explicado lo que estaba ocurriendo. He llamado a Andy Blatky, mi amigo escultor, y a mi vecina Sheilla. También he llamado a todos mis amigos escritores que trabajan para periódicos.
Y ya debía tener preparados todos los cuadros, debía haber terminado el último cuadro y redactado las notas para el programa. Si lo hubiese hecho, ya estaría lejos de allí.
—¡Llamar a Blair Sackwell es como llamar al noticiario de la CBS, Walker! —dijo Alex—. ¿Qué significa eso de que has llamado a tus amigos que trabajan en periódicos? ¿En cuáles? ¿Acaso crees que podrás controlar lo que va a pasar?
—Sí, eso es cierto —murmuró G. G. mientras agitaba la cabeza—, eso es muy cierto de Blair, además de que a estas alturas ya está furioso.
—¡Por qué no te habrás limitado a coger una maldita pistola, igual que hizo Bonnie! —gritó Alex.
—Debías haber oído hablar a Blair del asunto de Marty —aclaró G. G. con una expresión de desagrado, como la de un niño que probase las zanahorias por primera vez—. Blair suele llamarlo la «horrible estadística» o bien la «fea realidad», y también el «hecho atroz».
—Clementine, voy a encontrarla, ¡no eres capaz de entender el mensaje! No me importa lo que pase, voy a hacer que vuelva para que estemos juntos, de eso se trata. A menos que ella haya cometido alguna locura por ahí.
—A Blair se ha metido en la cabeza que va a encontrarla —dijo G. G.—. Tiene la fantástica idea de que ella va a hacer Midnight Mink para él. Dice que piensa pagarle cien de los grandes.
—¿Qué demonios te dijo Moreschi? —preguntó Alex. Se acercó a mí con toda su imponente estatura, el cabello se le estaba rizando bajo el sombrero a causa de la humedad, me miraba con ojos encolerizados en la penumbra—. ¿Esos amigos de los periódicos son amigos tuyos de verdad?
—Blair nunca le ha pagado a nadie por los anuncios —comentó G. G.—. Sólo les da el abrigo de visón.
—Lo que dijera Marty no tiene importancia. Sólo le hice una advertencia de caballero. Es un tipo que podría salirse de sus casillas.
—¡Ah, fantástico! Es como darle un aviso a Drácula —afirmó Alex.
—¡Oye, yo no tengo intención de colgar a Marty, ni a ninguna otra persona! ¡Esto lo hago por Belinda y por mí! Marty tiene que entenderlo, es como la comunión. Yo nunca he utilizado a Belinda. Marty ha estado siempre equivocado sobre este asunto.
—¿Tú, utilizando a Belinda? —preguntó Alex con autoridad—. ¿Tú que estás a punto de tirar tu vida por la ventana para encontrarla y que…?
—No, no. Nadie está haciendo nada parecido, ¿no te das cuenta? —repuse yo—. Y en eso radica la belleza de todo el asunto, no puede verse desde ningún simple punto de vista…
—Jeremy, pienso llevarte conmigo a California ahora mismo —dijo Alex—. Encontraré a ese personaje de Rhinegold por teléfono y enviaré los cuadros a algún lugar seguro. A Berlín, por ejemplo. Ése sí que es un sitio seguro.
—No tienes ni la más remota posibilidad, Alex.
—Entonces tú y yo nos iremos a Portofino, como hemos hecho anteriormente, y hablaremos de esto con tranquilidad. Es posible que G. G. también quiera venir.
—Sería maravilloso, pero este mismo sábado empiezo a trabajar otra vez, y tengo sólo dos semanas para terminar la última tela. Y en lo que a la casa de Portofino se refiere, aceptaré que me la prestes para la luna de miel.
—¿De verdad vas a casarte? —preguntó G. G.—. ¡Ésa sí que es buena!
—Tenía que habérselo pedido a ella tan pronto como llegamos aquí —dije yo—. Nos podíamos haber ido a Misisipí y hacerlo allí con los límites de edad que ellos tienen. Nadie podría habernos tocado.
—¿Dónde está esa mujer con la comida? —inquirió Alex—. G. G., prepárale un baño, ¿quieres, hijo? Esta casa tiene agua caliente y fría, ¿no es cierto, Jeremy? ¡Esas patas que parecen garras deben pertenecer a una bañera!
—La amo. Una-sola-vez-en-la-vida, eso dijo ella.
—Yo puedo dar mi consentimiento, ¿sabes? —dijo G. G. y se dirigió al baño—. Mi nombre está en su certificado de nacimiento. Sé exactamente donde está.
—Procura que el agua esté caliente —dijo Alex.
—Basta ya, Alex, me baño cada noche antes de irme a la cama, tal como mamá me enseñó. No voy a ir a ninguna parte hasta que vuelva Rhinegold y se haga cargo de todo. Así lo hemos acordado.
El vapor empezaba a ascender del baño. Se oía el agua del grifo por encima del sonido de la lluvia.
—¿Qué te hace pensar que ella querrá casarse contigo después de que la pegaras de tal modo? —preguntó Alex—. ¿Acaso te crees que eso va a gustarle a la prensa? Aparte de que tú tienes cuarenta y cuatro años y ella dieciséis.
—Tú no has leído su historia…
—Bueno, pero tú me la contaste palabra por palabra…
—Ella se casará conmigo, sé que lo hará.
—A ella no podrán hacerle nada una vez que esté legalmente casada —dijo G. G.
—Jeremy, no eres responsable de tus actos —afirmó Alex—. Hay que pararte los pies. ¿Es que no hay aire acondicionado en esta habitación?
Se puso a cerrar las puertas.
—No hagas eso, Alex —le pedí—. Deja las puertas abiertas. Me encargaré de que miss Annie prepare las habitaciones de atrás para vosotros. Ahora cálmate.
Miss Annie entró en aquel momento con una bandeja de humeantes platos. Olía a sopa. La habitación de pronto se quedó en silencio. Amainaba. Los relámpagos ya no se oían. G. G., de pie en el umbral del baño, parecía el fantasma de un típico chico americano entre el vapor que le rodeaba. Dios mío, qué hombre tan guapo era.
—Voy a traerle ropa limpia, señor Walker —dijo miss Annie. Abrió cajones que olían a alcanfor.
Alex se había sentado a mi lado.
—Jeremy, llama a Rhinegold. Dile que has decidido cancelarlo todo.
—¿Quieres azúcar en el café? —preguntó G. G.
—Walker, estamos hablando de delito mayor, prisión, quizá secuestro e incluso difamación.
—Alex, para oír esas cosas ya pago a mi abogado. Puedo asegurarte que no deseo oírlas gratis.
—Eso es lo que Marty decía a gritos —comentó G. G.—. Difamación. ¿Sabías que Blair llamó a Ollie y se lo contó todo?
—Yo mismo llamé a Ollie y se lo conté —le aclaré—. Soy el propietario de los derechos de representación de
Martes de carnaval carmesí. United Theatricals no es la propietaria, nunca lo fue.
G. G. se rió.
—No hables nunca de negocios cuando hayas bebido, Jeremy, ni siquiera con Ollie —me dijo.
—Sólo los derechos de emisión, amigo mío, sólo los de emisión —le dije—. Y en el caso de
Martes de carnaval carmesí se los cedo.
—Bueno, deja que sean tus abogados los que se ocupen de ello —sugirió Alex—. Ahora bébete esto, toma esta sopa. ¿De qué es? ¿Te gusta? Toma café. Siéntate. Por cierto, ¿dónde está tu abogado?
—Estoy sentado. Y tú lo estás malinterpretando todo. Hasta el sábado, ya te lo he dicho, esto es un interludio de borrachera que había previsto. Y mi abogado está en San Francisco, donde debe estar, gracias. No se te ocurra decirle que venga aquí.
—Ollie me explicó que en Sardi’s todo el mundo habla de Belinda, de Marty, de Bonnie y de toda la historia —dijo G. G.
—Dios mío —se quejó Alex. Sacó un pañuelo de su bolsillo y se secó la frente.
—Yo no he dicho nada en contra de Marty o de Bonnie —aclaré—. Ni siquiera contra Susan Jeremiah. Pero maldita sea, ella está sola por ahí, y esas personas me hicieron algo a mí, me lo hicieron sus detectives con sus cámaras, sus teleobjetivos y su maldita presión sobre ella, y no me importa lo más mínimo que sufran daño. Vamos a salir de ésta con todas las consecuencias.
—G.G., ya puedes cerrar el agua del baño. Jeremy, ¡tú no vas a hacer más llamadas telefónicas!
—Yo iré a cerrar el agua —se ofreció miss Annie—. Señor Walker, por favor, tómese la sopa. Voy a poner esta ropa limpia en el baño para que se la ponga, la colgaré tras la puerta.
—Alex, desde la última vez que hablamos he terminado dos cuadros. Ahora me he propuesto beber hasta el sábado, y sólo entonces me levantaré y lo completaré todo. Todo va como lo he previsto.
—Jeremy, sé que esto va a dolerte bastante —dijo Alex con gravedad—, pero ya va siendo hora de que te lo diga. ¡Hoy es sábado! Lo es desde que anoche dieron las doce.
—¡Oh, Dios mío!, no lo dirás en serio.
—Es cierto, señor Walker —confirmó Annie.
—Sí, sí lo es —añadió G. G.—. Hoy es sábado. De hecho son las dos en punto.
—Quitaos de mi camino, tengo trabajo que hacer. Tengo que lavarme. Miss Annie, arregle las habitaciones de atrás para mis invitados. ¿Qué hora es?, ¿las dos en punto, has dicho?
Me levanté de la cama y me caí al suelo. La habitación parecía moverse. Alex me sujetó por un brazo y miss Annie me cogió por el otro. Yo sentía que iba a vomitar.