Behemoth

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Dieciséis

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DIECISÉIS

Deryn transportaba la bandeja con mucho cuidado, intentando al mismo tiempo andar erguida.

La huida de los clánkers les había mantenido despiertos toda la noche, peleándose con la colonia de aves para soltar a los halcones mensajeros, siendo arrastrada por una manada de rastreadores nerviosos, y luego pasarse dos horas con los oficiales mientras se lo explicaban todo a las autoridades otomanas, que encontraron de cierta mala educación que la tripulación del Leviathan estuviese recorriendo la pista de aterrizaje sin permiso.

Cuando Deryn finalmente había encontrado un momento para ir a comprobar la sala de máquinas, la doctora Barlow ya estaba allí. ¡Uno de los huevos había eclosionado por la noche y la criatura recién nacida se había perdido!

Lo más sorprendente era que la científica apenas parecía preocupada. Ordenó a Deryn que buscara por toda la nave, pero cuando Deryn regresó con las manos vacías solamente sonrió.

No entendía a los científicos.

Cuando Deryn pudo ir a descansar a su camarote ya amanecía, hora de empezar el servicio otra vez. Para añadir sal a la herida, sus primeras órdenes habían sido llevar el desayuno al hombre que había causado todo aquel enredo.

Un guarda estaba apostado delante del camarote del conde Volger. Este tenía un aspecto tan cansado como se sentía la propia Deryn y miró hambriento la bandeja que llevaba repleta de tostadas, huevos pasados por agua y té.

—¿Llamo a la puerta por usted, señor? —preguntó.

—Sí, eres libre de despertar a este condenado conde, teniendo en cuenta que gracias a él hemos estado en vela toda la noche —dijo Deryn.

El hombre asintió y le dio un buen puntapié a la puerta con su bota.

Volger la abrió un momento después, con el aspecto propio de alguien que no se ha metido todavía en la cama. Llevaba el pelo completamente despeinado y sus pantalones de montar aún estaban salpicados con el barro de la pista de aterrizaje.

Miró hambriento la bandeja y se hizo a un lado. Deryn pasó junto a él y la depositó en el escritorio. Se fijó en que el sable de Volger había desaparecido, junto con la mayoría de sus documentos. Seguramente los oficiales habían registrado la habitación después de su escapada.

—¿Desayuno para un condenado? —preguntó Volger, cerrando la puerta.

—Dudo que lo cuelguen, señor. Al menos hoy no.

El hombre sonrió, sirviéndose él mismo el té.

—Ustedes, los darwinistas, son tan clementes.

Deryn puso los ojos en blanco al oír aquel comentario. Volger sabía que era imprescindible. La científica hablaba clánker, pero no sabía las palabras adecuadas para las partes mecánicas. Y, ciertamente, no iba a pasarse los días metida en una cápsula de motor. Volger sería bien tratado mientras Hoffman fuese necesario para mantener en buen funcionamiento los motores.

—Pues yo que usted no diría que somos clementes —dijo Deryn—. Habrá un guardia apostado ante su puerta día y noche.

—Bien, entonces, señor Sharp, soy su prisionero —Volger apartó la silla del escritorio y se sentó, a continuación hizo un gesto hacia una taza vacía que había en la repisa—. ¿Té?

Deryn alzó una ceja. ¿Su señoría el conde le estaba ofreciendo a ella, un vulgar cadete, una taza de té? Aquel aroma floral que desprendía la tetera ya le había hecho la boca agua. Entre el jaleo de la pasada noche y el abastecimiento de suministros de la nave antes de que marchasen hoy, pensó que pasarían horas antes de que pudiese sentarse a comer su propio desayuno.

Mejor una rápida taza de té con leche que nada.

—Gracias, señor. Creo que tomaré un poco.

Deryn cogió la taza: era de porcelana fina, tan ligera como un colibrí, con el escudo del águila mecánica de Alek grabada en oro.

—¿Ha transportado todo este tiempo esta delicada porcelana china desde Austria?

—Una de las ventajas de viajar en un Caminante de Asalto es que hay mucho espacio para el equipaje —Volger suspiró—. Aunque me temo que la que tiene en la mano es la última pieza superviviente; tiene dos siglos de antigüedad. De modo que le ruego que no la deje caer.

Deryn abrió mucho los ojos mientras el conde le servía el té.

—Procuraré que no.

—¿Leche?

Ella asintió en silencio y se sentó, intrigada por la transformación que había sufrido el conde Volger. Siempre había sido como una oscura presencia en la nave, moviéndose furtivamente por los pasadizos y observando a las bestias. Pero aquella mañana el hombre parecía casi… amable.

Deryn sorbió un poco de té, dejando que su calidez la inundase.

—Parece usted de buen humor —dijo ella.

—¿Considerando que mi huida ha fracasado? —Volger se quedó mirando por la ventana—. Extraño, ¿verdad? Esta mañana me siento en cierto modo alegre, como si me hubiese librado de todas mis preocupaciones.

Deryn frunció el ceño.

—¿Se refiere a que Alek se ha ido y usted no?

El hombre removió su té.

—Sí, supongo que es eso.

—Bueno, eso es un poco fuerte, ¿no? —dijo Deryn—. El pobre Alek está ahí fuera escapando mientras usted está sorbiendo té en una bonita taza, sano y salvo.

Volger alzó su taza, que tenía la silueta del Leviathan y sus espirales estampadas en su costado en negro.

—Eso será la tuya, muchacho. La mía es bastante sencilla.

—¡Al diablo con su maldita taza de té! —exclamó Deryn, enojándose por momentos—. ¿Se alegra de que Alek se haya ido, verdad?

—¿Contento de que esté fuera de esta nave? —el conde echó un poco de sal en sus huevos pasados por agua y tomó un trozo de uno de ellos—. ¿De que ya no esté destinado a pasarse la guerra prisionero?

—Sí, pero el pobre muchacho está solo, sin nadie. ¡Y usted está aquí desayunando, tan satisfecho como un gato! ¡Me parece muy feo por su parte!

Volger hizo una pausa, con una tostada pinchada en un tenedor a medio camino de su boca. El conde la miró de arriba abajo.

Deryn se tragó las palabras que iba a decir, al darse cuenta de que el cansancio se había llevado lo mejor de ella. Su voz se había vuelto aguda y chillona y estaba sujetando la antigua taza de té tan fuerte que era extraño que no se hubiese partido.

Durante la alerta había habido tanta confusión que se había olvidado por completo que Alek estaba huyendo para salvar su vida. Pero, al estar sentada allí, viendo cómo Volger echaba sal a sus huevos con aquella expresión de autocomplacencia en su rostro, finalmente, la enormidad de todo aquello había puesto el dedo en la llaga.

Alek se había ido y no iba a volver.

Deryn depositó la taza de té cuidadosamente en el escritorio. Procuró usar su voz de chico y dijo:

—Usted parece realmente complacido consigo mismo, eso es todo. Y creo que es porque Alek ya no es un problema para usted.

—¿Un problema para mí? —preguntó Volger—. ¿Eso es lo que usted cree que era él para mí?

—Sí. Usted se alegra de que se haya largado solo porque a él a veces le gustaba tener sus propias ideas.

El rostro de Volger volvió a mostrar su habitual expresión pétrea, como si Deryn fuese en realidad un gusano que reptaba por su desayuno.

—Escucha, muchacho. No tienes ni idea de a todo lo que he renunciado por Alek: mi título, mi futuro, mi apellido. Nunca volveré a ver mi hogar, no importa quién gane esta guerra. Ante mi pueblo soy un traidor y todo por mantener a Alek a salvo.

Deryn le sostuvo la mirada.

—Sí, pero usted no es el único que ha tenido que traicionar a su propio país. Yo he guardado los secretos de Alek y he mirado hacia otra parte cuando todos ustedes estaban planeando escapar. De modo que no me mire de esta forma tan altiva y prepotente.

Volger se la quedó mirando otro momento y luego dejó escapar una risa cansada. Finalmente se llevó a la boca su pedazo de tostada y lo masticó con aire pensativo.

—Tú estás tan preocupado por él como yo, ¿cierto?

—Por supuesto que lo estoy —dijo Deryn.

—En realidad es bastante conmovedor —Volger sirvió más té para ambos—. Me alegro de que Alek te tenga como amigo, Dylan, aunque seas un plebeyo.

Deryn puso los ojos en blanco. Los aristócratas eran tan rematadamente estirados.

—Pero Alek se ha preparado para este momento toda su vida —prosiguió Volger—. Su padre y yo siempre supimos que un día estaría solo y tendría a todo el mundo en su contra. Y Alek ya ha demostrado claramente y con creces que está preparado para seguir sin mí.

Deryn negó con la cabeza.

—Pero usted lo entendió mal, conde. Alek no quería irse solo, quería más aliados, no menos. Incluso dijo que quería…

Recordó la última vez que habían hablado, dos noches antes. Alek había deseado que hubiese alguna forma para que pudiese quedarse a bordo del Leviathan, porque sentía que el Leviathan era el único lugar al que había pertenecido realmente. Y ella se había portado como una auténtica estúpida ante todo aquello, precisamente porque él no le había declarado su amor eterno por ella.

De pronto su garganta se le hizo un nudo y no pudo hablar.

Volger se inclinó hacia delante y se la quedó mirando.

—Eres un chico muy sensible, Dylan.

Deryn se lo quedó mirando. Aquello no significaba que fuese rematadamente «sensible», solo sucedía que sabía cuándo las cosas importaban.

—Solo espero que esté bien —dijo después de tragar un buen sorbo de té.

—Sí, señor. Tal vez aún podamos ayudar a Alek, tú y yo juntos.

—¿A qué se refiere?

—Él tiene un papel muy importante que desempeñar en esta guerra, más importante de lo que puedes imaginar, Dylan —dijo el conde—. Su tío abuelo, el emperador, es un hombre muy anciano.

—¡Sí, pero el trono no le importa nada a Alek porque su madre no era de la realeza! ¿Cierto?

—Ah, ya veo que te lo contó todo —dijo Volger dedicándole una extraña sonrisa—. Pero en la política siempre hay excepciones. Cuando llegue el momento preciso, Alek podría inclinar la balanza de esta guerra.

Deryn frunció el ceño. Lo que el conde le estaba diciendo no cuadraba con la historia de Alek, sobre cómo su familia siempre les habían menospreciado tanto a él como a su madre. Pero allí en los Alpes, por supuesto, los alemanes habían enviado toda una flota de aeronaves para capturarle. Ellos, por lo menos, sí que parecían pensar que era importante.

—Y ¿qué podemos hacer para ayudarle?

—Por el momento no mucho. Pero uno nunca sabe qué oportunidades pueden presentarse de improviso. El problema es que ya no tengo un equipo de radio.

Deryn puso mala cara.

—¿Usted tenía una radio? ¿Los oficiales sabían algo de esto?

—No me lo preguntaron —el conde Volger agitó una mano hacia su desayuno—. Y veo que no has pensado en traerme el periódico de la mañana. Así que si pudieras ponerme al día de los acontecimientos, te lo agradecería mucho.

—¿Qué? ¿Que espíe para usted? —exclamó Deryn—. ¡Ni por un maldito instante!

—Podría hacer que valiese la pena.

—¿Con qué? ¿Con tazas de té?

El conde sonrió.

—Tal vez con algo mejor. Por ejemplo, debéis estar preguntándoos sobre cierta criatura perdida.

—¿La bestia que nació ayer noche? ¿Usted sabe dónde está? —el hombre no respondió, pero la mente de Deryn ya estaba dando vueltas como un remolino—. ¡Entonces tuvo que haber eclosionado antes de que Alek abandonase la sala de máquinas! ¿Se ha ido con la criatura, verdad?

—Tal vez. O tal vez la estrangulamos para que no hiciese ruido —Volger comió su último bocado de tostada y se limpió cuidadosamente la boca con una servilleta—. ¿Crees que tu doctora Barlow estaría interesada en los detalles?

Deryn entornó los ojos. Por la forma de actuar de la científica, parecía que ella ya tuviese una buena idea de dónde había ido a parar la criatura recién nacida. De pronto todo cobró sentido. Deryn se habría dado cuenta solita si no hubiese estado tan cansada.

Ahora que pensaba en ello, algunas peculiaridades de los huevos estaban empezando a tener sentido.

—Sí —dijo Deryn—. Lo más probable es que esté interesada.

—Entonces, te contaré exactamente cómo se escapó tu criatura ayer noche, si tú me mantienes informado estos próximos días —el conde miró por la ventana—. Los otomanos pronto tomarán la decisión de si entran o no en esta guerra. El próximo paso de Alek dependerá en gran medida de esta elección.

Deryn siguió su mirada al otro lado de la ventana. Las agujas de los edificios de Estambul eran visibles en la distancia y la neblina provocada por el humo de los motores ya se alzaba sobre la ciudad.

—Bueno, le puedo contar lo que decía el periódico de hoy. Eso no es espiar, creo.

—Excelente —el conde Volger se puso de pie y le ofreció la mano—. Me parece que tú y yo seremos buenos aliados, después de todo.

Deryn se quedó mirando la mano del hombre un momento, más tarde suspiró y se la estrechó.

—Gracias por el té, señor. Y por cierto, la próxima vez que intente escapar, le agradeceré mucho si lo hace de forma mucho más silenciosa. O al menos hágalo a pleno día.

—Por supuesto —Volger le hizo una graciosa reverencia y añadió—: Y si alguna vez desea aprender esgrima correctamente, señor Sharp, hágamelo saber.

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