Behemoth

Behemoth


Veintidós

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VEINTIDÓS

—¡Oh, quítate ya de una vez, maldita y horrible especia! —exclamó Deryn, y luego estornudó por enésima vez aquel día.

El sultán y su séquito llegarían a bordo dentro de una hora y toda la tripulación debía estar ataviada con el uniforme de gala en media hora. Pero daba igual las veces que hubiese frotado la camisa, la dichosa mancha roja no quería irse.

Se había impregnado completamente.

Desde la puerta de su camarote se escuchó un ladrido y, cuando se volvió, Deryn vio a Tazza dando saltos alegremente sobre sus patas traseras con un hueso fresco en la boca. Aquel era uno de los beneficios del alocado plan de la doctora Barlow, en el que fingirían que regalaban el Leviathan: las bestias estaban comiendo mejor. Durante los dos últimos días la tripulación había estado haciendo más viajes a los mercados y a las herrerías de Estambul comerciando ámbar gris por alimentos y piezas de recambio. Excepto el uniforme de Deryn, toda la nave estaba presta para recibir al emperador extranjero que estaba a punto de llegar.

La científica apareció, justo detrás de su tilacino. Había conseguido sacar otro elegante vestido de su equipaje y un sombrero con abundantes plumas de avestruz que hacían juego con sus largos guantes blancos. Incluso Tazza llevaba un bonito collar, con una banda de diamantes brillando alrededor de su cuello.

—Señor Sharp —dijo ella y dejó escapar una exclamación—. Una vez más le encuentro en un estado desaliñado.

Deryn alzó su camisa de gala.

—Lo siento, señora. ¡Pero está estropeada y no tengo otra!

—Bueno, por suerte, no va a servir al sultán esta tarde. El señor Newkirk se encargará de ello por usted.

—¡Toda la tripulación debe vestir de gala!

—No aquellos que tengan encomendada una misión más importante —la doctora Barlow le entregó la correa del tilacino—. Después de que haya sacado a pasear a Tazza, por favor reúnase conmigo y con el capitán en la sala de navegación. Creo que encontrará nuestra conversación interesante.

Tazza intentó tirar de ella fuera de la habitación, pero Deryn se mantuvo firme.

—Disculpe, señora. ¿El capitán quiere verme? ¿Tiene eso algo que ver con su plan alternativo para los otomanos?

La científica sonrió tranquilamente.

—En parte. Pero también tiene que ver con su comportamiento reciente. Yo que usted no me demoraría en ir a verle. La sala de navegación estaba en la proa del barco, justo debajo del puente. Era un camarote pequeño y silencioso donde el capitán a veces se retiraba a pensar o para mantener una incómoda conversación con algún tripulante descarriado.

Deryn notó que se le hacía un nudo en el estómago mientras se acercaba. ¿Y si los oficiales se habían dado cuenta de que tomaba lecciones de esgrima con el conde Volger? Cada vez que Deryn le llevaba la comida, se quedaba unos veinte minutos o más, practicando esgrima con palos de escoba.

Pero el mismísimo capitán no le castigaría con una reprimenda solamente por holgazanear, ¿verdad? A menos que también supiera que le había estado suministrando periódicos a Volger y que incluso le había contado lo del almirante Souchon y el Goeben. ¡O cómo ella había mirado hacia otro lado cuando los clánkers habían planeado escapar!

No obstante, cuando la científica le anunció aquella reunión, ella estaba sonriendo

El último sol de la tarde penetraba oblicuamente por las ventanas que se curvaban por la sala de navegación. La doctora Barlow y el capitán ya estaban allí, junto con el contramaestre y el doctor Busk, los oficiales, todos ellos vestidos con impecables uniformes de gala para la visita del sultán.

Deryn frunció el ceño. Si iba a recibir una reprimenda, ¿por qué diablos estaba el contramaestre jefe de la nave allí?

Cuando hizo chocar los talones de las botas, los cuatro enmudecieron, como niños pillados contando secretos.

—Ah, señor Sharp, me alegra que se una a nosotros —dijo el capitán Hobbes—. Tenemos que hablar de sus recientes proezas.

—Humm… ¿mis proezas, señor?

El capitán levantó un despacho. Me he comunicado con el Ministerio de Marina sobre el asunto y ellos están de acuerdo con mis recomendaciones.

—¿El Ministerio de Marina, señor? —consiguió decir Deryn.

¡Si el Ministerio de Marina estaba implicado, aquello tenía que ser un delito castigado con la horca! Miró a la doctora Barlow, atormentando su cerebro preguntándose por qué la habría traicionado.

—No se sorprenda tanto, señor Sharp —dijo el contramaestre—. A pesar de todos los recientes disturbios, su rescate del señor Newkirk no ha sido olvidado.

El resto de los presentes estallaron en sonoras carcajadas, pero el cerebro de Deryn estaba colapsado.

—¿Disculpe, señor?

—Me habría gustado hacer esto correctamente, pero otras obligaciones nos aguardan —dijo el capitán Hobbes.

Alzó una especie de joyero de terciopelo de la mesa de mapas, lo abrió y sacó una cruz de plata rodeada por un círculo que colgaba de un lazo de color azul cielo. Tenía el rostro de Charles Darwin grabada en su centro, con las alas del Ejército del Aire en lo alto.

Deryn se la quedó mirando, preguntándose qué estaba haciendo el capitán con la medalla de su padre y cómo era posible que se hubiese vuelto tan brillante y nueva.

—Cadete Dylan Sharp —empezó el capitán—, le condecoro con la Cruz del Mérito Aéreo por la valentía demostrada y acciones del día 10 de agosto, cuando salvó la vida de un camarada tripulante arriesgando su propia vida. Enhorabuena.

Cuando el capitán colgó la medalla en el pecho de Deryn, la doctora Barlow aplaudió suavemente con sus manos enguantadas. El capitán retrocedió un paso y los oficiales saludaron a la vez como si fueran un solo hombre.

De pronto, aunque lentamente, una percepción fue calando en el cerebro de Deryn: no era la medalla de su padre…

Aquella era suya.

—Gracias, señor —dijo al final, apenas acordándose de devolver los saludos a los oficiales. ¿En lugar de acusarla de traición, resulta que van y la condecoran?

—Bien, y ahora tenemos otros asuntos que discutir —dijo el capitán Hobbes, dándose la vuelta hacia la mesa de mapas.

—Bien hecho, señor Sharp —susurró la científica, dando unas palmaditas a Deryn en el hombro—. ¡Ojalá fuese vestido adecuadamente!

Deryn asintió con la cabeza en silencio, intentando centrar sus pensamientos. Ahora era un oficial condecorado, lucía en el pecho la misma medalla que había ganado su padre. Y a diferencia de él, ella aún estaba viva. Aún podía escuchar cómo latía su propio corazón, sin duda alguna, como un tamborilero acompañándola con su redoble hacia la guerra.

Una parte de ella quería llorar, desahogarse de todas las pesadillas vividas aquella última semana. Y otra parte quería gritar en voz alta que todo aquello era una locura. Ella era una traidora, una espía…, una chica, por todos los santos. Pero, de alguna manera, logró contener toda aquella maraña de sentimientos en su interior bajando la vista y mirando fijamente la mesa tan intensamente como pudo.

En ella había un mapa de los Dardanelos, con minas y fortificaciones dibujadas a mano en rojo. Mientras Deryn inspiraba lentamente, su cerebro gradualmente se centró en los asuntos que se estaban tratando.

El estrecho de los Dardanelos era el núcleo de las defensas otomanas y parecía estrujar a todos los barcos que se dirigían a Estambul por un canal que no abarcaba ni media milla, plagado de minas marinas, rodeado de fuertes y con un cañón sobre los altos acantilados.

Fuera el que fuese el plan alternativo de la científica, Deryn tenía la corazonada de que ya no implicaría más diplomacia.

—Nos han prohibido volar sobre el estrecho —estaba diciendo el capitán Hobbes—. Los otomanos no quieren que espiemos sus fortificaciones durante la visita del sultán. Pero nos han dado permiso para viajar por el lado del océano, de modo que el sultán pueda ver la puesta de sol, les hemos explicado.

El contramaestre rio entre dientes cuando el dedo del capitán recorrió el borde occidental de Galípoli, la península rocosa que separaba el estrecho del mar Egeo.

—Justo aquí hay una cordillera conocida como la Esfinge, un punto de referencia natural. Podemos encontrar nuestro camino de vuelta fácilmente sea de día o de noche. Y también podrá hacerlo su destacamento de desembarco, señor Sharp.

—¿Destacamento de desembarco, señor?

—Eso es lo que he dicho. Tendrá que descender por debajo de la quilla desde una altitud de crucero.

Deryn alzó las cejas. Un descenso por debajo de la quilla significaba deslizarse por un cable hasta el suelo. Pero, según el Manual de Aeronáutica, los descensos solo se hacían para abandonar la nave.

El contramaestre vio su expresión y sonrió.

—¿Un poco rápido, eh, señor Sharp? Especialmente por ser su primera misión al mando.

—¿Yo estaré al mando, señor?

El capitán asintió.

—No puedo permitirme poner al mando a un oficial por si son capturados. Es mejor que sea un cadete, de este modo no pasará de ser un incidente.

—¡Oh! —Deryn carraspeó y se dio cuenta de por qué se habían dado tanta prisa en darle a ella aquella maldita medalla. Por si no regresaba.

—Quiero decir, sí, señor.

El dedo del capitán recorrió Galípoli.

—Desde la Esfinge, su destacamento de desembarco cruzará la península hasta Kilye Niman, a un poco más de dos millas de distancia —señaló un estrecho pasaje en una curva en el estrecho que estaba marcado con una línea roja de puntos.

—Allí es donde los otomanos tienen sus pesadas redes antikraken, según nuestros mejores delfinescos.

—Perdone, señor —intervino Deryn—, pero si los delfines ya las han explorado, entonces ¿qué voy yo a hacer allí? ¿Tomar fotografías?

—¿Fotografías? —el capitán se echó a reír—. Esta misión no es de reconocimiento, señor Sharp. Su misión es derribar estas redes.

Deryn frunció el ceño. Las pesadas redes antikraken eran lo suficientemente fuertes para detener el paso incluso a las bestias más grandes. ¿Cómo querían que su destacamento de desembarco las cortara? ¿Con un par de tenazas?

—Permítame que le explique —dijo la doctora Barlow, haciendo un gesto hacia las dos jarras que había encima de la mesa de mapas. En su interior había multitud de minúsculas bestias, un enjambre de conchas blancas tintineando contra sus paredes de cristal. Abrió la tapa de una de ellas y el olor a agua salada llenó la habitación—. ¿Sabía usted, señor Sharp, que mi abuelo era experto en el campo de los percebes?

—¿Percebes, señora?

—Unas criaturas sorprendentes. Pasan sus humildes vidas pegados a los barcos, las ballenas, las rocas y las maderas de deriva y, aun así, son implacables. Una cantidad suficiente de ellos puede atascar los motores incluso del acorazado más grande —se puso unos guantes gruesos, cogió un par de tenacillas de la mesa y seguidamente sacó a una bestia de la jarra—. Por supuesto, estos no son unos percebes normales y corrientes. Son especies ideadas por mí misma, preparadas en caso de que los otomanos nos causen problemas. Deberá tener cuidado con ellos.

—No se preocupe, señora. No haré daño a sus bestias.

—¿Hacerles daño, señor Sharp? —preguntó la científica, y el doctor Busk se echó a reír.

De pronto Deryn olió algo además del agua de mar. Era un aroma espeso, como el humo de una fragua. Entonces se fijó en que las pinzas se estaban deshaciendo en la mano de la doctora Barlow.

El metal se estaba… derritiendo.

La doctora Barlow manejó las pinzas con cuidado para que dejasen el percebe de vuelta a la jarra de salmuera antes de que se desintegrasen del todo.

—Les llamo percebes vitriólicos.

—Por supuesto, cadete Sharp, deberá mantener esta misión en secreto al resto de la tripulación; ni siquiera los hombres de su destacamento de desembarco deben conocer todo el plan. ¿Queda claro? —dijo el capitán.

Deryn tragó saliva:

—Perfectamente claro, señor.

La doctora Barlow enroscó con cuidado la tapa de la jarra.

—Cuando los percebes vitriólicos estén en las redes antikraken empezarán a multiplicarse, se reproducirán entre ellos con los percebes naturales que haya allí. En unas pocas semanas la colonia se habrá multiplicado, como los que hay en esta jarra. Entonces empezarán a luchar, intentando ocupar el puesto de otros que también querrán adherirse incansable y continuamente. Sus efluvios vitriólicos destrozarán las redes y convertirán los cables en una pasta filamentosa de metal en el fondo del mar.

—Entonces nosotros regresaremos dentro de un mes aprovechando la oscuridad de la luna nueva, el Leviathan guiará a una criatura por el estrecho mediante un reflector. La artillería costera otomana no podrá alcanzarnos en el aire y la bestia nadará por el fondo del océano, por debajo de las minas marinas magnéticas, de modo que tampoco podrán hacerle daño —explicó el capitán.

—Pero, señor, ¿acaso la marina otomana no estará ya plenamente en alerta? El estrecho está casi a unas cien millas de Estambul —preguntó Deryn.

—Por supuesto —dijo el doctor Busk—. Pero el almirante Souchon ni sospechará qué tipo de criatura estará llevando hacia ellos el Leviathan. Es una nueva especie, mucho más formidable que cualquiera de nuestros krakens marinos.

Deryn asintió, recordando lo que la doctora Barlow le había contado en la aeronave del sultán.

—Se llama Behemoth —dijo el científico jefe.

Al abandonar la sala de navegación, Deryn sintió una sensación de vértigo. Primero una condecoración por el valor demostrado cuando casi esperaba que la colgasen por traición. Luego su primera misión al mando, un ataque secreto contra un imperio con el que teóricamente Gran Bretaña estaba en paz. Todo aquello no le parecía bien en absoluto. ¡Su misión se parecía más a la de un espía que un soldado!

Y el impacto final fue el dibujo que el doctor Busk les había mostrado del Behemoth. Era una criatura inmensa, con tentáculos como un kraken y unas fauces lo suficientemente grandes como para tragarse uno de los submarinos del Káiser. El cuerpo era casi tan grande como el del Leviathan, pero hecho de músculos y tendones en lugar de hidrógeno y frágiles membranas.

¡No le extrañaba que lord Churchill no hubiese querido entregarlo!

Cuando Deryn se acercó a las escaleras centrales, frunció el ceño: un civil estaba acechando por el corredor frente a ella. La muchacha reconoció el sombrero deformado y la rana en su hombro. Se trataba de Eddie Malone, el reportero que había encontrado a bordo del Dauntless, sin duda estaba allí para cubrir el paseo del sultán a bordo de la aeronave.

Aunque ¿qué estaba haciendo aquel hombre tan cerca de la proa?

—Perdone, señor Malone. ¿Se ha perdido usted? —le abordó.

El hombre dio la vuelta en redondo sobre un talón, con una expresión de culpabilidad en su rostro. A continuación frunció el ceño y le miró más atentamente.

—Oh, es usted, señor Sharp. ¡Qué suerte!

—Efectivamente, sí que tiene suerte, señor. Está rondando por un área restringida —la muchacha señaló hacia atrás, hacia las escaleras—. Lo siento, pero tendrá que unirse de nuevo a los demás reporteros en la cantina.

—Sí, claro, por supuesto —dijo Malone, pero no hizo ningún movimiento para dar media vuelta, solamente se quedó allí observando cómo un lagarto mensajero pasaba rápidamente por encima de su cabeza—. Solo quería ver mejor su magnífica nave.

Deryn suspiró. ¡Solo tenía unas pocas horas para aprender cómo usar un equipo de buceo, cómo dejarse caer sobre piedra sólida y manejar a unos percebes que escupían ácido! No estaba de humor para palabras de cortesía.

—Es usted muy amable, señor —dijo Deryn. La muchacha señaló el corredor otra vez—. Pero si hace el favor.

Malone se inclinó más hacia ella y habló en voz baja:

—Esa es la cuestión, señor Sharp. Estoy investigando una historia. Una que puede hacer que su nave parezca enemiga, si yo informo según cómo. Tal vez usted pueda aclararme ciertas cosas.

—¿Aclararle qué, señor Malone?

—Sé de buena fuente que ustedes retienen a un prisionero en la aeronave. Él debería ser un prisionero de guerra, pero ustedes no le están tratando como es debido.

Deryn se tomó un momento antes de hablar.

—No estoy segura de lo que está insinuando.

—¡Pues yo creo que sí! Un hombre llamado Volger está a bordo de esta nave. ¡Le están haciendo trabajar en esos motores clánkers que tienen ustedes, a pesar de que él es un verdadero conde!

La mano de Deryn se dirigió a su silbato de mando, lista para llamar a los guardas. Pero entonces se dio cuenta de que Malone tenía que haberse enterado de lo de Volger… por Alek.

Después de mirar rápidamente en ambas direcciones, sacó a Malone del corredor principal y tiró de él hacia los baños de los oficiales.

—¿Dónde ha escuchado usted eso? —susurró ella.

—Encontré a un tipo extraño —dijo en voz baja, rascando la barbilla de su rana—. Me pareció que era un poco sospechoso y de pronto los alemanes empezaron a perseguirlo. ¡Aquello no parecía encajar, puesto que era austriaco, un compañero clánker!

—¿Alemanes? —Deryn abrió mucho los ojos—. ¿Se encuentra bien?

—Consiguió darles esquinazo y hoy le he visto de nuevo a la hora del almuerzo —el hombre sonrió—. Sabía mucho sobre su nave, lo que también es muy extraño. ¿Cree que podría reunirme con ese tal Volger? Debo entregarle un mensaje.

Deryn gruñó, su estómago se le revolvía con los mismos retortijones que sentía cuando estaba considerando la traición. ¡Sin embargo, Alek aún estaba en Estambul y los alemanes iban tras él! Tal vez el conde Volger podría ayudarle.

La muchacha extendió una mano.

—Está bien. Yo le entregaré el mensaje.

—Lo siento pero me temo que no funcionará de esta manera. —Malone señaló a su rana—. Rusty tiene el mensaje en su cabeza y usted no sabe cómo hacerle hablar.

Deryn se quedó mirando a la rana, preguntándose si estaba memorizando todo lo que ella estaba diciendo en aquel momento. ¿Podía confiar realmente en aquel reportero?

Sus pensamientos fueron alterados por un silbato que resonó por toda la nave, la señal de llamada a todos los oficiales de a bordo. El sultán estaba a punto de llegar. Dentro de unos pocos minutos, todos los soldados de la aeronave formarían filas a ambos lados de la pasarela esperando su llegada. Lo que significaba que no habría guardia en la puerta del camarote de Volger…

Deryn cogió su anilla de llaves.

—Venga conmigo —dijo.

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