Behemoth

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Treinta y dos

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TREINTA Y DOS

—¡A cubierto! —gritó Alek.

Klopp se apresuró a arrancar el taxi y rodeó una esquina que conducía a un estrecho callejón.

Unos muros de piedra se alzaban sobre ellos y el cielo apenas se veía más ancho que una astilla. El girotóptero sobrevolaba aquel pequeño espacio como una flecha y quedaba dentro y fuera de su vista. Pero aunque el callejón se retorcía y giraba, el zumbido de la máquina resonaba en los oídos de Alek.

Se dio cuenta de que las calles se habían despejado. Por lo visto la gente sabía que se había puesto en marcha una operación militar y estaban ansiosos por quitarse de en medio. Solamente quedaban unos perros que salieron corriendo al ver el taxi.

Una luz destelló sobre sus cabezas, seguida de unos estallidos.

—¡Bengalas! —exclamó Deryn—. El girotóptero está señalando que nos ha encontrado.

Alek escuchó el pitido de unos silbatos justo delante de ellos.

—¡Klopp! ¡Pare!

Cuando dieron la vuelta a la siguiente esquina, el taxi resbaló al frenar. Ya era demasiado tarde. Les esperaba una patrulla de soldados, apuntándoles con sus rifles. Klopp tiró hacia atrás de los controles cuando dispararon y el taxi se alzó sobre las patas traseras. Alek escuchó el sonido de las balas repiqueteando contra la parte inferior de la máquina.

Klopp hizo dar la vuelta en redondo al taxi con las patas delanteras aún en el aire y saltó de nuevo por donde habían venido. Les acompañó otra ráfaga de disparos y las paredes de piedra escupieron polvo a ambos lados.

El taxi derrapó en una esquina, pero los engranajes seguían chirriando debajo de los entarimados y el olor a metal quemado contaminó el aire.

—¡Han alcanzado nuestro motor! —gritó Bauer.

—Sé un truco para esto —dijo Klopp tranquilamente.

Los llevó a un lado y se adentró en una pequeña plaza con una vieja fuente de piedra e hizo que la máquina se introdujese directamente en el agua. Unas siseantes nubes de vapor se alzaron a su alrededor cuando el torturado metal se enfrió.

—Esta máquina no irá mucho más lejos —dijo Klopp.

—Ya casi hemos llegado.

Mientras Alek miraba su mapa, percibió un retumbar que provenía de la jaula. Pero ¿qué demonios estaba imitando ahora la bestia?

Luego lo escuchó por encima del siseo del agua hirviendo.

—Se acerca un caminante —Deryn señaló hacia delante—. Por allí y mortalmente rápido.

—Por el ruido parece grande. Tendremos que volver y enfrentarnos a los soldados.

—No, si bajamos por allí —dijo Deryn, señalando una escalera de piedra que descendía de la plaza.

Alek negó con la cabeza.

—Demasiado empinadas.

—¿Y para qué tienen patas si no podéis hacer que baje unas malditas escaleras? Solo tienes que hacer que se mueva.

En inglés o no, podría decirse que Klopp sabía de qué estaban hablando y también miraba hacia las escaleras. Miró a Alek, quien movió la cabeza afirmativamente. El anciano suspiró y agarró los controles otra vez.

—¡Sujétense todos! —gritó Alek, pisando con una bota el saco que tenía a sus pies.

La máquina se inclinó lentamente hacia delante, resbaló y sus pezuñas repiquetearon como un taladro sobre la roca mientras patinaban escaleras abajo. Mientras el taxi se bamboleaba hacia delante y hacia atrás, se desprendían cascotes cada vez que chocaban contra los antiguos muros. Klopp se las apañó para que la máquina no cayese hacia delante y llegó al final, derrapando por el pavimento nivelado.

Alek escuchó un crac y alzó la vista. Los soldados estaban tomando posiciones en la plaza de arriba y disparaban sus fusiles. De pronto, apareció un caminante de dos patas.

Alek lo miró asombrado: tenía enseñas otomanas pero era de diseño alemán y no tenía la forma de ningún animal en absoluto.

«PERSECUCIÓN DE UN CAMINANTE OTOMANO»

—¡Abajo! —exclamó—. ¡Y siga avanzando, Klopp!

El taxi se puso de nuevo en marcha con sus engranajes chirriando a cada paso. Cuando dieron la vuelta a la siguiente esquina, Alek se atrevió a mirar atrás. Los soldados bajaban en tropel por las escaleras, pero el caminante se había detenido ya que sus ocupantes no se atrevían a bajar por las escaleras con dos patas.

Alek volvió a comprobar el mapa.

—Ya casi hemos llegado, Klopp. ¡Por allí!

El taxi cojeaba en aquel momento puesto que una de sus patas del medio se agitaba violentamente. No obstante, consiguió arrastrarse hasta la calle donde vivía Zaven, tambaleándose de un lado a otro como un cangrejo borracho.

Lilit y su padre habían escuchado la conmoción, por supuesto, y los estaban esperando con las puertas del almacén abiertas.

—¡Rápido, Klopp! —gritó Deryn en burdo alemán—. ¡El girotóptero!

Alek alzó la vista. No pudo ver el girotóptero, pero su zumbido estaba llenando el aire. Tenían que desaparecer ya.

El taxi dio otro paso hacia la puerta abierta del almacén, después chisporroteó y se apagó. Klopp hizo girar la manivela de arranque, pero el motor solamente siseó y escupió como si fuera un tronco verde en el fuego.

—¡Malditos cacharros estúpidos! —exclamó Deryn.

—Lilit, ¿quieres hacer el favor? —dijo Zaven con calma y saltó a los controles de los brazos mecánicos de la plataforma de carga.

Se puso en marcha y con los brazos arrastró al taxi por la puerta del almacén.

La puerta rodó y se cerró tras ellos. Zaven entró justo cuando el último trozo de calle que estaba a la vista desapareció, sumergiéndolos a todos en la oscuridad.

Alek alargó la mano y palpó el saquito que tenía a sus pies: aún estaba allí.

Un momento después, se encendió una luz eléctrica.

—Una entrada muy dramática —dijo Zaven, con su brillante sonrisa.

—Pero ¿no se chivará alguien? —Alek jadeaba, mirando la rendija de luz que entraba por debajo de la puerta.

—¡Bah! No te preocupes —dijo Zaven—. Nuestros vecinos son todos amigos. Han pasado por alto mayores disturbios que esto —les dedicó una gran reverencia—. Saludos, profesor Klopp, Bauer y Sharp. ¡Les doy la bienvenida a todos al Comité para la Unión y el Progreso!

Los caminantes del comité se alzaban sobre ellos como cinco gigantescas estatuas deformes.

—Qué colección más extraña. No había visto nada igual antes —dijo Bauer.

—Alguno de estos lucharon en la Primera Guerra de los Balcanes —aseguró Klopp, señalando al Minotauro—. Ya entonces estaban un poco anticuados.

—Guerra —repitió Bovril, mirándole desde el hombro de Alek.

Alek frunció el ceño. La primera vez que había visto los caminantes había dado por sentado que las mellas en su armadura eran de las batallas de entrenamiento. Pero con la luz del mediodía inundando aquel vasto patio, no había lugar a dudas: aquellas máquinas eran antiguas.

—¿Puede usted arreglarlas, verdad? —preguntó.

—Tal vez —dijo Klopp.

—¡Bah! ¡Las repararemos juntos! —proclamó Zaven. El hombre ya estaba tratando a Klopp como a un hermano recuperado—. Es posible que usted tenga conocimientos modernos, señor, pero nuestros mekánicos tienen las habilidades que solo se pueden transmitir de padres a hijos… ¡e hijas, por supuesto!

—Estas máquinas son como nuestra familia —dijo Lilit.

Klopp dejó en el suelo su caja de herramientas:

—Mmm… y abuelos, supongo.

Nadie rio su broma excepto Bovril que bajó del hombro de Alek y corrió por el patio para inspeccionar las gigantes pezuñas del Minotauro.

Deryn se había quedado a un lado en silencio desde que llegaron, con los brazos cruzados. Pero ahora habló en vacilante alemán.

—¿Cuántos hay?

—¿Cuántos de ellos están implicados en la revolución? —Zaven se frotó las manos alegremente—. Tenemos media docena en cada gueto de esta ciudad. En total son casi cincuenta, los suficientes para barrer a los elefantes metálicos del sultán. Pudimos hacerlo hace seis años, pero por aquel entonces no estábamos unidos.

—¿Y ahora, señor? —preguntó Bauer.

—¡Como un puño! —dijo Zaven, haciendo el gesto con ambas manos—. Incluso los Jóvenes Turcos se nos han unido, gracias a la invasión de todos estos alemanes.

—Y también gracias a la Araña, por supuesto —dijo Lilit.

Alek se la quedó mirando.

—¿La Araña?

—¿Se la enseñamos? —preguntó Lilit pero no esperó a que su padre le respondiese.

Corrió hacia una gran puerta de metal que estaba en la pared del patio y saltó para coger una cadena que colgaba junto a ella. A medida que tiraba de ella, su peso arrastró la cadena y la puerta empezó a deslizarse penosamente hacia arriba.

Una enorme máquina se alzaba entre las sombras.

Alek no tenía ni idea de para qué servía, pero ahora comprendía por qué Lilit la llamaba la Araña. Una oscura masa de maquinaria descansaba en su centro, desde el cual salían ocho largos brazos unidos. En su centro había una maraña de cinturones transportadores, como en una cosechadora.

—¿Eso es algún tipo de armatoste andante? —preguntó Deryn en inglés.

—Lo llaman «la Araña» —tradujo Alek y sacudió la cabeza—. Pero no tiene aspecto de poder andar.

—Esto no es una simple máquina de guerra —proclamó Zaven—. Sino un motor del progreso más poderoso. Lilit, ¡muéstraselo a nuestros invitados!

«DESCUBRIENDO UN CAMINANTE DE MENSAJES»

Lilit traspasó la puerta y casi desapareció entre las sombras bajo la mole de la máquina. Un panel de diales y palancas empezaron a parpadear al encenderse, proyectando la silueta de la muchacha. Lilit maniobró los controles y un momento después los adoquines. Los ocho brazos empezaron a moverse, agitando el aire como las manos de un director de orquesta, sus garras manipuladoras hacían precisos ajustes en los cinturones transmisores y en otras partes de la máquina.

—Se parece un poco a un arañesco —dijo Deryn—. Uno de los grandes que tejen paracaídas.

Zaven asintió vigorosamente, respondiendo en su impecable inglés.

—La Araña ha tejido las hebras que mantienen unida a nuestra revolución. ¿Sabías, muchacho, que la palabra «texto» proviene de la palabra en latín que corresponde a tejer?

—¿Texto? —dijo Alek—. ¿Y eso qué tiene que ver con…?

Su voz se desvaneció cuando vio un destello blanco entre las penumbras. Un rollo de papel se estaba desenrollando por uno de los cinturones, desapareciendo por el oscuro centro de la máquina. Los brazos empezaron a agitarse en el aire, transportando bandejas de piezas de metal, echando cubos de líquido negro y cortando y doblando el papel con unos largos y ágiles dedos.

—¡Arañas chaladas! —resopló Deryn—. ¡Es una imprenta!

—Una araña con pluma, en este caso —dijo Zaven—. ¡Mucho más poderosa que cualquier espada!

La máquina zumbó y rodó otro minuto y luego se fue parando y se apagó de nuevo. Cuando Lilit emergió de las sombras, transportaba un montón de folletos doblados perfectamente y cubiertos con unos símbolos inescrutables.

Zaven alzó uno.

—Ah, sí, mi artículo sobre el tema del derecho al voto de la mujer. ¿Sabes leer armenio?

Alek alzó una ceja.

—Pues no.

—Qué mala suerte; sin embargo el mensaje real está justo aquí —Zaven señaló una hilera de símbolos a lo largo del fondo de la página: estrellas, cuartos crecientes y cruces que parecían simples adornos.

—Es un código secreto —murmuró Alek, recordando las marcas en las paredes del callejón. Con la profusión de periódicos que se vendían en las calles de Estambul, uno más en una babel de idiomas no atraería demasiado la atención. Pero los que conocían el código…

El muchacho notó que Bovril tiraba de la pernera del pantalón. La bestia se apoyaba en un pie y después en el otro.

Alek cerró los ojos y notó un ligerísimo temblor a través de sus botas.

—¿Qué es ese estruendo?

—Parecen caminantes, señor —dijo Bauer—. Y de los grandes.

—¿Nos han encontrado? —preguntó Alek.

—¡Bah! Eso es solamente el desfile del sultán, para celebrar el fin del Ramadán —Zaven les mostró con una mano las escaleras—. Tal vez quieran unirse a mi familia en la azotea. Nuestra terraza tiene unas vistas excelentes.

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