Beautiful

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2. Jensen

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Jensen

Para ser sincero, recordaba un vuelo más embarazoso que aquel.

Era el mes de junio, tras mi primer curso en la universidad, unos diez meses después de conocer a Will Sumner. Este había aterrizado en Baltimore pavoneándose con su sonrisa, seguro de que él y yo íbamos a ser los mejores colegas. Para alguien como yo, que hasta ese momento había vivido tranquilo y muy protegido, Will Sumner suponía una especie de terremoto.

Aquel verano fuimos a las cataratas del Niágara en compañía de su clan familiar y… digamos que encontramos una cinta VHS de porno mal filmado. No había música ni caras, y todo estaba rodado con una sola cámara fija, pero aun así vimos la película una y otra vez hasta tener la vista borrosa e insensibilizarnos, recitando al unísono las palabras obscenas y atiborrándonos de Pringles.

Era la primera vez que veía a alguien echar un polvo de verdad y pensé que era una auténtica pasada… hasta que a la hermosa tía Jessica le entró el pánico en el aeropuerto al no encontrar su «vídeo doméstico» en el equipaje de mano.

Estuve sentado junto a la tía Jessica durante todo el vuelo, y puedo decir sin temor a equivocarme que no supe tomármelo con mucha calma. En absoluto. Me sudaban las manos, contestaba con monosílabos y no paraba de pensar que sabía cómo era desnuda. Sabía cómo era echando un polvo. Mi protegido cerebro apenas podía soportar esa clase de información.

Will se mostró más o menos tan comprensivo como cabía esperar, lanzándome bolitas de servilleta y cacahuetes desde el otro lado del pasillo.

—¿Por qué estás tan cortado, Jens? —me preguntaba mi amigo en voz alta—. Parece que te hayan visto desnudo.

Lo de Pippa fue embarazoso de una forma completamente distinta. Lo fue porque la belleza y el encanto se convirtieron en maquillaje corrido y en una sarta de incoherencias causadas por el milagro del alcohol. Lo fue porque fingí dormir durante más de tres horas mientras mi cerebro repasaba asustado la lista de formas más provechosas de pasar el tiempo en el avión.

Mientras caminábamos hacia la zona de recogida de equipajes, me envolvió el apagado rumor de voces del aeropuerto. Me resultaba casi tan familiar como el sonido de la calefacción de mi casa al encenderse por la noche o el de mi propia respiración. Notaba la presencia de Pippa detrás de mí, charlando con su abuelo. Su voz era agradable y su acento sonaba al refinamiento de Londres y a las calles de Bristol. Tenía un rostro muy bonito, y unos ojos brillantes y maliciosos; fueron esos ojos los que me atrajeron desde el primer momento por su expresividad y su impactante color azul. Sin embargo, me daba miedo volverme a mirarla y reanudar la conversación. Al bajar del avión, había intuido que iba a disculparse, y estaba seguro de que, si le daba una oportunidad de hacerlo, la aprovecharía sin dudarlo.

Me froté los ojos y vi que mi maleta se deslizaba en la cinta. El mensaje que me parecía estar recibiendo poseía una intensidad casi cómica. Justo cuando empezaba a plantearme si estaría buscando mujeres en los lugares incorrectos, si me estaría equivocando de tipo y si debía arriesgarme más al elegir mis citas, el universo me atrapaba en un avión con una mujer espléndida y excéntrica que estaba completamente desquiciada.

«No vayas a adelantarte a los acontecimientos, Jens. Cíñete a lo conocido».

Quizá Emily, la del

softball, no estuviese tan mal al fin y al cabo.

Mi conductora sostenía un cartel con mi nombre. Le hice un gesto con la cabeza y, sin decir palabra, salí del aeropuerto detrás de ella. Nada más subir al coche, oscuro y fresco, saqué el móvil y dejé que mi cerebro se deslizase en ese espacio familiar en que residía el trabajo.

Telefonearía a Jacob el lunes y fijaría con él día y hora para revisar el expediente de Petersen Pharma.

Debería enviarle un correo electrónico a Eleanor, de recursos humanos, para que buscase a un sustituto de Melissa en el bufete de San Francisco.

Tendría que empezar la semana laboral muy temprano para revisar todos los mensajes pendientes en la bandeja de entrada.

El coche se detuvo junto a la acera, delante de mi casa de piedra rojiza, y sentí una especie de tirón suave que me relajó.

El otoño dibujaba una espiral entre las ramas de los árboles, que cubrían la calle como si fueran un dosel, volviendo los colores más brillantes antes de que todo se difuminara durante los larguísimos meses del invierno. El aire exterior resultaba cortante después del calor del coche. Me reuní con la conductora detrás del vehículo y le di una buena propina por llevarme allí tan rápido en plena hora punta.

El viaje a Londres solo había durado una semana, pero parecía una eternidad. Una cosa eran las fusiones, y otra muy distinta las fusiones internacionales. ¿Y las fusiones internacionales que salían mal? Brutales. Un sinfín de documentos. Un sinfín de declaraciones. Un sinfín de detalles que reunir y registrar. Un sinfín de viajes.

Mientras contemplaba mi casa, un sencillo edificio de dos plantas, dos luces encendidas en la galería acristalada y una puerta principal enmarcada por plantas en maceta, dejé que la relajación me invadiera. Por más que viajase, era, en el fondo, un amante del hogar, y estar tan cerca de mi propia cama me producía una sensación de la hostia. Ni siquiera me daba la más mínima vergüenza sentirme emocionado al pensar en pedir por teléfono comida a domicilio y disfrutar de Netflix.

La casa se iluminó al accionar el interruptor de la entrada. Lo primero que hice fue deshacer la maleta, aunque solo fuese para olvidar que había estado viajando y que, sin duda, tendría que volver a hacerlo muy pronto. «Negación, eres mi amante favorita».

Maleta deshecha, cena encargada, Netflix cargado y a punto, y, en ese preciso instante, mi hermana pequeña, Ziggy (Hanna para todo aquel que no fuese de la familia) abrió la puerta con su juego de llaves.

—¡Hola! —saludó.

Como si no tuviese ningún motivo para llamar.

Como si supiera que estaría allí sentado, en chándal y zapatillas de casa.

Solo.

—Hola —dije.

Observé cómo tiraba las llaves hacia el cuenco situado sobre la mesa de la entrada y fallaba al menos por medio metro.

—Menuda puntería.

Al pasar junto a mí, me dio una colleja.

—¿Acabas de llegar?

—Sí. Lo siento. Pensaba llamarte después de cenar.

Se detuvo y se volvió a mirarme, burlona.

—¿Por qué? ¿No tienes novia?

Me volvió la espalda y me quedé mirándola mientras cogía una cerveza para mí y un vaso de agua para sí misma.

—Lo que has dicho es horrible —protesté cuando regresó.

—¿Acaso no es verdad?

Ziggy se dejó caer en el sofá, a mi lado.

—¿Por qué estás aquí?

Mi hermana estaba casada con Will, el de la tía Jessica, mi mejor amigo desde hacía más de quince años, y los dos vivían a menos de cinco minutos en una casa mucho más grande y acogedora que la mía.

Se pasó el cabello por encima del hombro y me sonrió.

—Me han dicho que venga a darte la lata para evitar que hagas llamadas de trabajo por la noche. —Ziggs se encogió de hombros y dio un sorbo de agua—. Will tiene prevista una conferencia importante con alguien de Australia, así que he pensado quedarme aquí hasta que me avise de que ha terminado.

—¿Tienes hambre? He pedido comida tailandesa.

Ella asintió con la cabeza.

—Debes de estar cansado.

Me encogí de hombros.

—Estoy un poco despistado con la hora.

—Seguro que te apetece pasar una noche tranquila. Seguro que no hay nadie a quien te mueras de ganas de ver ahora que estás en casa.

Con la cerveza inclinada hacia los labios, me quedé paralizado y la miré.

—Para de una vez.

Lo cierto era que todos los miembros de mi familia mostraban una irritante tendencia a interesarse en exceso por lo que ocurría en la vida de los demás, y no habría dudado en reconocer que en más de una ocasión había hecho el papel del típico hermano protector. Sin embargo, no me gustaba que la menor de mis hermanos se metiera en mis asuntos.

—¿Cómo está Emily? —preguntó, y simuló un bostezo.

—Ziggs.

Consciente de que se estaba portando como una cría, siguió diciendo:

—Colecciona álbumes de recortes, Jensen. Y se ha ofrecido a ayudarme a ordenar el garaje.

—Me parece un buen detalle —dije, haciendo

zapping.

—Esta es la Emily soltera, Jens. Es su época de locura.

Ignoré ese comentario y evité reírme para que no se animara.

—Emily y yo no somos nada.

Por fortuna, decidió no insistir ni hacer algún chiste verde.

—¿Vendrás a casa mañana?

—¿Qué pasa mañana?

Ziggy me miró irritada.

—¿En serio? ¿Cuántas veces lo hemos hablado?

Lancé un gruñido, me puse de pie y traté de pensar en una excusa que me permitiera abandonar la habitación.

—¿Por qué la tomas conmigo? ¡Acabo de llegar a casa!

—¡Jens, mañana celebramos que Annabel cumple tres años! Sara está a punto de reventar y tener a su enésima criatura, así que Max y ella no podían organizar la fiesta en su casa. Vendrá todo el mundo desde Nueva York. ¡Lo sabías! Dijiste que volverías a tiempo.

—Vale, vale. Sí, supongo que me pasaré por tu casa.

Ella se me quedó mirando.

—Nada de «pasarte». Ven a quedarte un rato, Jensen. Que sea yo la que te diga esto resulta maravillosamente irónico. ¿Cuándo saliste por última vez con tus amigos? ¿Cuándo fue la última vez que te relacionaste con la gente o saliste con alguna mujer distinta de Emily, la del

softball?

No respondí. Salía con más mujeres de las que suponía mi hermana, pero tenía razón en una cosa: no estaba demasiado interesado. Había estado casado. Con la dulce y alegre Becky Henley. Nos conocimos durante mi segundo curso en la universidad, salimos nueve años y estuvimos casados cuatro meses, hasta que llegué a casa un día y me la encontré haciendo las maletas y llorando a lágrima viva.

«Esto no funciona —dijo—. En realidad, nunca ha funcionado».

Y esa fue toda la explicación que recibí.

Así pues, a los veintiocho años me había graduado en derecho y estaba recién divorciado, por lo que me centré en mi carrera profesional. De lleno. Durante seis años me gané las simpatías de los socios, fui ascendiendo, creé mi propio equipo y logré hacerme imprescindible para el bufete.

El resultado era que pasaba las noches de los viernes con mi hermana pequeña, recibiendo sermones acerca de la necesidad de relacionarme más.

Y tenía razón: resultaba irónico que fuese ella la que tuviese aquella conversación conmigo. Tres años atrás, yo le había dicho justo lo mismo.

Suspiré.

—Jensen —dijo, tirando de mi mano hasta obligarme a sentarme de nuevo en el sofá—. Eres lo peor.

Sí que lo era. Se me daba fatal aceptar consejos. Sabía que tenía que salir de aquel atolladero laboral. Sabía que necesitaba aportar diversión a mi vida. Y, por muy reacio que fuese a hablar de aquello con mi hermana, era consciente de que me gustaría tener una relación estable. El problema era que casi no sabía por dónde empezar. La perspectiva siempre me resultaba agobiante. Cuanto más tiempo pasaba solo, más difícil me parecía ponerme de acuerdo con alguien.

—¿A que no has salido por Londres ni una sola vez? —dijo Ziggs, volviéndose hacia mí.

Pensé en la abogada principal de la parte londinense de nuestro equipo, Vera Eatherton. Se me había acercado justo cuando poníamos punto final a la jornada. Hablamos unos minutos y luego su expresión cambió: bajó los ojos al suelo con un aire de timidez que no le conocía y supe que iba a invitarme a salir.

—¿Te apetece ir a comer algo? —preguntó.

Le sonreí. Era muy guapa. Tenía unos cuantos años más que yo, estaba en muy buena forma y era alta y esbelta, con unas curvas fantásticas. Habría sido lógico que yo quisiera comer algo. Habría sido lógico que quisiera mucho más que eso.

Sin embargo, al margen de las complicaciones de tipo laboral, la idea de salir, e incluso de disfrutar de una simple noche de sexo, me agotaba.

—No —le dije a Ziggy—. No he salido. No del modo al que te refieres.

—¿Dónde está mi hermano Don Juan? —preguntó, dedicándome una sonrisa bobalicona.

—Creo que me has confundido con tu marido.

Ignoró ese comentario.

—Has estado una semana en Londres y te has pasado todo el tiempo libre en el hotel. Tú solito.

—Eso no es exactamente cierto.

En realidad, no había estado en mi habitación. Había estado por ahí, visitando monumentos y paseando por la ciudad, pero tenía razón en una cosa: lo había hecho solo.

Ziggy levantó una ceja, desafiándome a demostrar que se equivocaba.

—Will dijo anoche que necesitas recuperar parte del Jensen de la universidad.

La miré furioso.

—Deja de hablar con Will de cómo éramos en la universidad. Él era idiota.

—Los dos lo erais.

—Will era el idiota principal. Yo solo lo seguía.

—No es eso lo que cuenta él —replicó ella con una sonrisa.

—Eres muy rara —le dije.

—¿Que yo soy rara? Tú tienes un temporizador que enciende las luces y un robot aspirador para mantener el suelo limpio aunque estés de viaje, deshaces la maleta a los pocos minutos de entrar en casa… ¿Y resulta que soy yo la rara?

Abrí la boca para contestar y la cerré. Le levanté el dedo para evitar que me soltara otra de sus graciosas arengas.

—Te odio —dije por fin, y una risita salió de su garganta.

Sonó el timbre y fui a recoger la comida, que llevé a la cocina. Quería mucho a Ziggy. Reconocía que, desde que mi hermana había vuelto a Boston, verla varias veces por semana había sido bueno para los dos. Pero no soportaba pensar que se preocupaba por mí.

Y no era solo Ziggy.

Mi familia entera me compraba más regalos que a nadie en Navidad porque no tenía una novia que pusiera unos paquetes debajo del árbol, y creían que no me daba cuenta. Cuando me invitaban a su casa a cenar, siempre flotaba en el ambiente la pregunta de si iba a traer a alguien. Si hubiese llevado a una extraña escogida al azar a casa de mis padres a comer el domingo y hubiese anunciado que iba a casarme con ella, toda mi familia se habría vuelto loca de alegría.

No había nada peor que ser el mayor de cinco hermanos y ser además el que centraba las preocupaciones de todo el mundo. Me agotaba tener que asegurarme siempre de que supieran que estaba «muy bien, estupendamente».

Sin embargo, no dejaba de intentarlo. Sobre todo porque, cuando había empujado a Ziggs a salir más al mundo, se había encontrado nada menos que con Will, y su historia había tenido un final feliz que no podía sino envidiarles a los dos.

—Bueno —dije. Le llevé un plato de comida y me senté de nuevo junto a ella en el sofá—. Recuérdame lo de la fiesta. ¿A qué hora es?

—A las once —dijo—. Te lo anoté en el calendario de la nevera. ¿Lo miras alguna vez, o te apresuraste a tirar a la basura el posit porque estropeaba la superficie perfectamente estoica de tu solitario frigorífico?

Me precipité a dar un trago de cerveza.

—¿Puedes poner el sermón en pausa un momento? Venga ya, cariño, estoy cansado. No quiero estar así esta noche. Dime simplemente qué tengo que llevar.

Me dedicó una sonrisa de disculpa y se metió en la boca el tenedor cargado de arroz y

curry verde. Tragó y dijo:

—Nada. Solo tienes que venir. Tengo una piñata y un montón de cosas para niñas pequeñas, como diademas de princesa y… esa especie de ponis.

—¿Esa especie de ponis?

Se encogió de hombros y se echó a reír.

—¡Cosas de crías! ¡Soy una inútil! Ni siquiera sé cómo se llaman.

—¿«Cotillones»? —sugerí, haciendo el gesto de las comillas con los dedos.

Me dio una palmada en el brazo.

—Lo que sea. ¡Ah, y Will hará la comida!

—¡Sí! —exclamé, e hice un gesto de victoria. Mi mejor amigo había descubierto recientemente el amor por todo lo perteneciente al ámbito culinario, y decir que todos salíamos beneficiados habría sido como restar importancia a la hora extra que tenía que pasar en el gimnasio para compensar cada vez que iba a cenar a su casa—. ¿Qué tal está nuestro pequeño chef? ¿Viendo programas de cocina en la tele? Hay que reconocer que llena bien el delantal.

Me miró de soslayo.

—Si no quieres que deje de invitarte a cenar, ya puedes rezar para que no le cuente lo que has dicho. Desde que le ha dado por el hojaldre, he ganado más de dos kilos, te lo juro. Aunque no me quejo…

—¿Hojaldre? Pensaba que estaba obsesionado con la cocina mediterránea.

Ella descartó mi idea con un gesto del brazo.

—Eso fue la semana pasada. Esta semana está volviéndose un experto en postres para Annabel.

Fruncí el ceño.

—¿Es muy quisquillosa con la comida?

—No, es que mi marido está loco por su ahijada.

Ziggy volvió a meterse el tenedor en la boca.

—Si todo el mundo está en la ciudad, supongo que mañana por la noche tendrás la casa llena —dije.

Entre los dos hijos de nuestra hermana Liv y nuestros amigos Max y Sara a punto de tener su cuarto hijo, el contingente de adultos no tardaría en quedar superado por el número de adorables renacuajos. A Ziggs le encantaba que los críos fueran a su casa, y yo me habría jugado cualquier cosa a que Will tendría al menos a uno pegado a la pierna durante la mayor parte del fin de semana.

—Pues no, la verdad —dijo ella con una carcajada—. Max y la familia se alojan en un hotel. Bennett y Chloe duermen en casa.

—¿Has dicho Chloe? —pregunté, sonriendo de oreja a oreja—. ¿No te da miedo?

—No, y esa es la mejor parte. —Ziggy se inclinó hacia mí con los ojos muy abiertos—. Es como si durante el embarazo Chloe y Sara se hubiesen intercambiado las personalidades. Hay que verlo para creerlo, en serio.

Como cabía esperar, cuando Ziggy me abrió la puerta el sábado por la mañana, lo único que vi detrás de ella fue un destello de color, seda y minúsculos cuerpos que corrían a toda velocidad. Un niño pequeño se abalanzó contra las piernas de mi hermana, las abrazó con fuerza y la empujó hasta mis brazos.

—Hola —dijo Ziggy, sonriendo de oreja a oreja—. Seguro que ya te alegras de haber venido.

Eché un vistazo por encima de su hombro y contemplé el recibidor. Había un variopinto montón de zapatos infantiles cerca de la puerta de la calle y, a través de una amplia entrada de estilo Craftsman, vi una montaña de regalos de cumpleaños sobre la mesa del comedor.

—Siempre estoy dispuesto a disfrutar de la cocina de Will —dije, ayudándola a recuperar la posición vertical.

Pasé junto a ella y me sumergí entre aquella turba. A lo lejos, por encima del sonido de la risa grave de Will desde la cocina, oí un coro de gritos, chillidos y una clara exclamación que solo pude atribuir a Annabel:

—¡Es mi cumpleaños! ¡Superman soy yo!

Necesitaba más café.

Tenía el sueño ligero y me había pasado gran parte de la noche despierto, sentado en el salón de mi casa intentando recordar cuántas veces me había dedicado a alguna actividad exclusivamente social, por mí mismo, en los últimos cinco años.

Aparte del gimnasio, el partido de

softball del jueves y la copa o el café que me tomaba después con una de mis amigas, tenía la impresión de carecer de vida personal. Mi agenda social estaba repleta, por supuesto, pero casi siempre se trataba de cenas de trabajo, visitas de clientes o éxitos que mis socios querían celebrar con una espléndida comida. Dos años atrás había llegado a la deprimente conclusión de que el exceso de tiempo transcurrido de viaje y en el sofá me había dejado en muy baja forma. Había vuelto a correr y a hacer pesas, había perdido trece kilos y medio y había ganado algo de músculo. Redescubrí mi amor por el

fitness y comprendí que en realidad no había hecho todo aquello para tener mejor aspecto ni llamar la atención de nadie. Lo había hecho para sentirme mejor. Al margen de eso, desde entonces no se había producido ningún cambio significativo en mi vida.

Intentaba no pensar en el fracaso de mi matrimonio, pero esa madrugada había entendido que, al abandonarme, Becky había provocado una reacción en cadena: el dolor me había empujado a lanzarme de lleno al trabajo, y tanta dedicación me había proporcionado éxito, un éxito que, a su vez, se había convertido en una especie de recompensa obsesiva. Supe que tenía que comprometerme con el trabajo o con mi vida personal. Seis años atrás, cuando la amargura alimentaba la mayoría de mis pensamientos sobre las relaciones románticas, la decisión había resultado fácil.

Ahora era feliz, ¿no? Quizá no estuviese completamente satisfecho, pero, desde luego, me sentía realizado. Sin embargo, las palabras que mi hermana había escogido para pincharme la noche anterior me habían dejado aterrado. ¿Moriría solo y viejo en mi casita limpia como los chorros del oro mientras clasificaba por colores un armario lleno de chaquetas de punto? ¿Debía dejarlo todo de inmediato y aficionarme a la jardinería?

Tras recorrer el pasillo, salí al jardín trasero. Había docenas de globos atados a la valla y a los árboles, sujetos con lazos a unas sillas plegables blancas y colocados sobre una serie de mesitas redondas. En el centro de la mesa más grande, cerca del patio, había una tarta blanca con glaseado en forma de ondas sobre la que descansaban una jirafa, un elefante y una cebra de plástico.

Unos cuantos niños con jerséis y bufandas corrían por el césped. Me aparté con cuidado de su camino y me dirigí al grupo de humanos adultos situado cerca de la barbacoa.

—¡Jens! —me llamó la voz familiar de Will.

Me abrí paso hasta él. Mi amigo se hallaba junto a un emparrado del que colgaban más globos y una pancarta de cumpleaños con tema de safari.

—¡Qué pasada! Yo nunca he tenido una fiesta de cumpleaños así —dije, volviendo la vista atrás para mirar la explosión de color del jardín—. Annabel ni siquiera vive aquí. ¿Quiénes son todos estos críos?

—Pues… los hijos de Liv están… en alguna parte —dijo él, echando un vistazo a nuestro alrededor—. Los demás son de Max y Sara, o de compañeros de trabajo de Hanna.

Lo miré parpadeando y volví a contemplar el jardín.

—Este es tu futuro.

Lo dije en broma, en un tono falsamente lúgubre, pero Will exhibió una amplia sonrisa.

—¡Sí!

—Vale, vale, creo que llego tarde para tomar más café. ¿Dónde está la cerveza?

Él señaló una nevera portátil situada bajo el gran roble.

—Pero dentro hay

whisky escocés, por si te apetece.

Me volví en el preciso momento en que Max Stella salía al patio. El socio de Will contempló sonriente la manada de niños que corría a toda velocidad por el césped. Max y Will habían fundado años atrás una sociedad de capital riesgo en Nueva York y parecían conformar la legendaria asociación de artes y ciencias: su habilidad y agudeza para sus campos respectivos los habían convertido en unos hombres muy ricos. Aunque he de admitir que, con su metro noventa y ocho de puro músculo, Max parecía más una bestia del

rugby que un fanático del arte.

—Ojalá hiciéramos todos amigos tan fácilmente —dijo Max, observando a los niños descontrolados.

Su mujer, Sara, apareció detrás de él, sujetándose el vientre abultado. La embarazada se sentó en la silla que le aguantaba Max.

Estreché la mano de este y luego me volví hacia Sara.

—No te levantes —le dije, y me incliné para darle un beso en la mejilla.

—Intento ponerme de mal humor —comentó Sara, tratando de contener una sonrisa—, pero que te portes como un caballero me quita la rabia del embarazo.

—Prometo esforzarme por ser más capullo —repliqué con solemnidad—. Por cierto, enhorabuena. Es la primera vez que nos vemos desde que esperáis a este. Es el cuarto, ¿no?

—¿El cuarto en cuánto tiempo, Max? ¿Cuatro años? —dijo Will, sonriendo detrás de su cerveza—. Podrías echar una siesta de vez en cuando. Búscate alguna afición.

La puerta volvió a abrirse y salió Bennett Ryan, seguido de Ziggy y de Chloe, embarazada de muchos meses.

—Yo diría que ya tiene una afición —dijo Bennett.

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