Beautiful

Beautiful


11. Pippa

Página 22 de 42

Su boca cubrió la mía. Sus labios cálidos y un poquito húmedos descendieron por mi cuello. Tiró de mis pechos, chupando. Sus dientes bajaron más aún, por encima de mi ombligo, hasta que estuvo allí, cálido y jadeante, pasando la lengua por el espacio anhelante entre mis piernas.

—Más fuerte —pedí, ahogando un grito, al ver que me lamía con demasiado cuidado—. No seas delicado.

Hizo lo que le pedía. Deslizó sus dedos en mi interior mientras chupaba y lamía. Fue perfecto, frenético. Mi cuerpo perseguía y perseguía la sensación hasta que supe lo que quería, y…

—Aquí arriba… por favor.

En cuestión de segundos estaba allí, necesitándolo tanto como yo. Se puso un condón. Sentí un gran alivio al notar que me penetraba. Pesado, ávido, metiendo los brazos bajo mis hombros para sujetarse.

Me entraron ganas de verlo desde arriba, lo necesitaba, con una extraña desesperación, porque, de pronto, estaba pensando en Mark, en sus vigorosas nalgas y en la sensación que me produjo, incluso en aquel dramático momento en que el corazón se me estaba rompiendo en mil pedazos dentro de la garganta; la sensación de que sus movimientos encima de la mujer sin nombre eran remotos y distantes, como los de una máquina oscilante.

Sin embargo, aquí, daba la impresión de que Jensen intentaba deslizarse a través de cada centímetro de mí.

Su pecho sobre el mío, nuestros muslos unidos, su polla en mi interior. Empujaba a fondo, arqueándose contra mí, como si tratara de penetrarme por completo.

Era como si cada fragmento de él necesitase contacto. ¿Cómo podía no ver un hombre tan refrenado por sus propias normas cuánta pasión anhelaba?

Me agarré a su trasero, tirando de él para que entrase aún más hondo, estimulándolo con mi voz y mis movimientos desde abajo. Encajábamos. Suena absurdo, y siempre había detestado esa idea, pero era cierto: su cuerpo encajaba con el mío como si fuéramos piezas torneadas complementarias. Me costó contenerme y no morderle el hombro, que acuchillaba el aire sobre mí.

No quería que aquello terminara, no podía imaginarme despertando sin aquella sensación y pasando el día sin su piel contra mi piel, su boca en mi cuello y sus sonidos guturales, tan poco refinados, casi salvajes, resonando en mi oído. Ver aquella parte de él me producía euforia. Era como ver soltarse la melena al primer ministro, a un zar o a un rey.

Mi orgasmo fue como una auténtica revelación, una espiral que me invadió desde el centro, ascendiendo y descendiendo al mismo tiempo. Me arqueé y flexioné debajo de él, rogándole que no parara, «

no pares, por favor, Jensen, no pares nunca».

Sin embargo, tuvimos que parar, porque su cuerpo, cada vez más tenso, hizo lo mismo encima de mí: sus brazos me agarraron y su rostro se apretó contra mi cuello en una postura de alivio que dio la impresión de ceder y soltar a la vez.

Ambas cosas parecen lo mismo, pero no lo son. Lo percibí con toda claridad.

El aire a nuestro alrededor era cálido y sereno. Despacio, aunque no lo suficiente, se mezcló con el aire acondicionado de la habitación, y todo pareció enfriarse. Jensen salió de mi interior en un movimiento que nos llevó a los dos a gemir en voz baja. Se arrodilló entre mis piernas para quitarse el condón y luego se quedó allí sentado, con la barbilla contra el pecho, respirando profundamente.

Yo había tenido otras aventuras. Había tenido rollos de una noche con unos cuantos hombres. Hombres que me caían bien, hombres distraídos, hombres hambrientos; olvidables en muchos aspectos.

Lo de esa noche era muy distinto.

Sabía que recordaría a Jensen cuando fuese una anciana y pensara en mi vida. Me acordaría del amante que tuve en Boston, durante mis vacaciones. Me acordaría de ese momento de ternura en que se sintió abrumado por el amor que acabábamos de tener. Puede que hubiese sido una chispa, un fósforo frotado contra el pavimento y apagado, pero estaba allí.

Lo miré fijamente mientras alargaba el brazo a través de la cama para tirar el preservativo en la papelera que descansaba junto a la mesilla de noche. Volvió conmigo, cálido, cansado y deseoso de la lánguida clase de besos que constituyen el más dulce preludio del sueño.

No me asusté, pero tampoco me sentí entusiasmada.

Porque Jensen estaba en lo cierto: todo aquello resultaba muy inesperado.

Ir a la siguiente página

Report Page