Ballerina
ACTO III » 26
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Colin Thomas era un bailarín prolífico, con un talento innato para el baile. Nacido en los suburbios de Nueva York, hacía veintitrés años, había luchado por su sueño desde que era un niño. Sus padres, con muchísimo esfuerzo, se desvivieron tanto por él como por su hermana Lynn y estuvieron de acuerdo en casi todo siempre, a excepción de en su nombre. La madre quería llamarlo Thomas por el actor americano Tom Hanks, del que se había enamorado en la película Philadelphia; sin embargo, su padre era un irlandés de pura cepa que deseaba seguir con la estirpe familiar. Por eso, su primogénito debía llamarse Colin, como él mismo, su padre, el padre de su padre, etcétera.
No llegaron a un acuerdo, por lo que acabó teniendo dos nombres. En la escuela, fue diana de mofas en los difíciles años de la adolescencia, cuando lo llamaban por su nombre completo: Colin Thomas Cárthaigh Williams. Lo apodaron «el rey», y no en el buen sentido. Los matones del instituto decían que parecía un rey por tanta parafernalia en el nombre, pero, a pesar de ello, no tuvo una adolescencia complicada. Colin Thomas tenía un talento natural para conquistar a las personas, ya fueran hombres o mujeres. Se los llevaba de calle desde que era un crío, con esos ojos esmeralda, herencia de la tierra paterna, como decía su padre, orgulloso. Nunca se metió en una pelea ni tuvo dramas con las chicas; siempre supo lo que quería, desde un principio, y eso, para ser un mocoso que apenas levantaba un palmo del suelo, era de admirar.
Por eso sabía que su destino lo esperaba lejos de su hogar, de los suyos, de la trillada zona de confort. Y tras muchos viajes, pruebas decepcionantes, rechazos, uno tras otro, fue adquiriendo experiencia y se fue haciendo más duro. El día que hizo la prueba para ser el sustituto del príncipe Sígfrido en una compañía de ballet internacional lo sup:, que todo había valido la pena, que los sueños merecían ser peleados porque al final, tarde o temprano, se hacían realidad.
—Buenos días, Odette —saludó con entusiasmo a Katerina, que, ojerosa y con la mirada triste, le dio los buenos días con un movimiento de cabeza. Algo no andaba bien allí. Desde que había conocido a la gran promesa del ballet, se había enamorado sin remedio, no de una manera física ni tangible, sino de su talento, de sus movimientos; estaba enamorado de su forma de bailar.
Comenzaron el ensayo con más errores que aciertos. Sergey regañó en muchas ocasiones a Kat, que no dejaba de caerse al suelo, perdía el equilibrio. No estaba concentrada en lo que tenía que hacer y se odiaba por ello, lo odiaba a él por haberse entrometido en su trabajo.
—Katerina, si vas a seguir actuando como una estudiante, mejor te vas al hotel.
La bailarina se levantó del suelo ayudada por la mano de Colin, que no dejaba de sonreírle, lo que insuflaba su ánimo, ese que ella tenía por los suelos. Acabado el ensayo general, se despidieron hasta dos días después, pues hacían un pequeño descanso.
—¿Qué te sucede? —Se acercó el amigo, en esta ocasión, a interesarse por ella.
—¿Me lo pregunta el coreógrafo o eres tú, Sergey? —le respondió con inquina. Él la ayudó a quitarse las zapatillas de lona en un gesto cariñoso, aunque aún seguía molesto por su actuación.
—No sé qué diantres te ha pasado hoy, Kat, pero esa no eres tú. Si puedo ayudarte, sabes que solo tienes que pedirlo. —Ella le agradeció sus palabras, pero el nudo de la garganta le impedía hablar. Se excusó diciéndole que estaba muy cansada, pues la gira estaba siendo agotadora. Recogió sus cosas y se marchó sola al hotel. Salió rápidamente, para no dar explicaciones a Anastasia ni al propio Sergey, que no dejaba de mirarla con el ceño fruncido.
Caminó por las calles de Zúrich sin rumbo. Conocía poco la ciudad, pero no quería encerrarse en el hotel durante dos días, en los que lloraría y odiaría a Aleksei por romperle el corazón. Nunca pensó en vivir el resentimiento, el rencor que albergaba su pecho desde que había sentido cómo la abofeteaban. Las dudas; Aleksei, que le pedía espacio a la vez que deseaba que estuviera cerca; las noticias sobre su relación con Marie, esa tercera persona; los celos; las palabras que resonaban en su mente y le abrían la herida…
—Katerina… —Su voz grave caló entre la neblina de pensamientos que poblaban su atormentada mente. Ella giró la cabeza y lo vio de pie, a pocos metros de ella, que estaba sentada en un banco en uno de los puentes de la ciudad.
—¿Cómo me has encontrado?
—No lo he hecho, estaba caminando por la ciudad y te he visto aquí. Habrá sido el destino, ese que juega barajando las cartas y repartiendo a su antojo. —Kat volvió a mirar hacia el río y los edificios medievales que lo rodeaban. Le recordaba a su hogar en Viena y se sintió reconfortada, segura. Aleksei caminó hasta ella y se sentó a su lado, dejando un espacio entre ellos que profundizó un poco más la brecha.
—Kat —le dijo—, yo… lo siento.
—No pasa nada, han sido demasiadas cosas.
—Pero no debería haber estallado de esa manera, tendría que haberte dicho las cosas con calma y, sobre todo, con sinceridad. —Ella cerró los ojos, tratando de apartarse de la realidad que la comía. «Con sinceridad», ahí llegaba el fin. Ninguno de los dos se miraba, oteaban el horizonte como si la conversación fuera entre el río y ellos.
—Yo también dije cosas… hirientes, pero lo peor de todo es que yo no lo siento, Alek. —Giró el cuerpo y lo miró a los ojos con pena—. Yo quería decir todas y cada una de las cosas que te grité. ¿Y sabes por qué? Porque me dueles, Alek, mucho y tan fuerte que me da miedo quererte así. Porque me dolió que a mí me apartaras, cuando lo era todo para ti ,y la eligieras a ella. Tiraste por tierra todos y cada uno de los momentos que vivimos juntos, los arrugaste y les quitaste el brillo que los envolvía. Y a mí me has quitado ese brillo; ya no deslumbro, Alek, y eso es algo que no te puedo perdonar —le espetó, con más dolor que rabia. Él la miró asombrado, pues no se esperaba esa respuesta, que lo dejó descolocado, con la rabia, que le afloraba.
—¿Todo se reduce a ella, a unos celos absurdos? Joder, Kat, creía que eras más inteligente.
—No me insultes, basta ya, Alek. Tú eres el que abandonaste, el que quiso espacio y puso la distancia entre los dos. No sé si te habrás acostado con ella, si te vas a casar y a tener muchos hijos rubios y de ojos azules, pero lo que sí sé es que yo ya no estoy aquí para ti. Me ayudaste a crecer, a reafirmarme y luchar para ser quien soy. Siempre te estaré agradecida por ello, pero no es suficiente. No lo es…—insistió.
—¿No lo es? ¿Me estás diciendo que no me quieres? —El corazón de Alek volvía a fragmentarse de nuevo en un escaso intervalo de tiempo. No podía soportar más dolor.
—No es eso, Aleksei. Claro que te quiero, pero a veces no basta. Hacen falta más cosas, como la confianza, la sinceridad, y esas son cosas que ya no tengo por ti —apuntó, con la congoja en la voz.
—¿Esto es alguna clase de castigo porque me fui? Porque te recuerdo que me fui a ver morir a mi padre. No sé cómo cojones has dado la vuelta la tortilla dejándome a mí como el malo de la película. —La desesperación se estaba apoderando de él al ver cómo se le escurría de las manos lo que más amaba.
—En la ruptura de una relación, no hay malos ni buenos, Alek.
—¿Estás rompiendo conmigo? —se encaró a ella.
—Estoy confirmando algo que lleva roto hace tiempo. Todo fue demasiado deprisa e intenso —suspiró, antes de levantarse para marcharse.
—¿Hay otro?, ¿es eso? ¿Es ese tal Colin?
—Deja a Colin fuera de esto, solo es un amable compañero de trabajo —le dijo, de espaldas a él.
—Sí, sí, muy amable. Sergey me ha hablado de él y, al parecer, bebe los vientos por ti. —Kat se cubrió la cara con las manos, escondiendo la vergüenza ajena que le estaban dando las palabras de Aleksei. Nunca se había parado mucho a pensar en qué era el amor, pero de lo que estaba segura era de que, si te hacía sufrir, no debía de ser muy bueno. Cuando algo te hace sufrir, no está bien. La frase «quien bien te quiere te hará llorar» era lo peor que se le podía decir a alguien. Quien te quiere evitará todas tus lágrimas y te sujetará para que no caigas, te recogerá del suelo si lo haces, y se quedará contigo en cada momento difícil del camino. Y, en algún punto del camino, él lo hizo. El Aleksei que había vuelto a su vida era un completo desconocido, que le hacía daño cada vez que abría la boca; y Kat tenía que concentrarse en su carrera, en ser alguien, en evolucionar. Si ese camino lo recorría de la mano de alguien, perfecto, pero, si le iba a restar más que sumar, no era aceptable.
—Será mejor que paremos esto antes de que nos arrolle —murmuró, mirándolo en ese momento con el brillo acuoso de unas lágrimas que necesitaban brotar para expulsar el dolor.
—¿Más?, porque a mí ya me has arrollado con cada palabra que has pronunciado. Mira, mi vida, podemos solucionarlo. Yo te quiero y tú me quieres, podremos superar el resto. —Pero ella no quería continuar sobre guijarros que se hundían bajo sus pies. Katerina quería pisar suelo firme, y con Alek no lo estaba haciendo; demasiadas dudas se habían interpuesto entre los dos. «Cuando dos personas han logrado quererse durante tanto tiempo y a pesar de todo, el amor se vuelve generoso», decía la emperatriz de Austria, con más razón que un santo.
Ella lo quería, pero no era su destino seguir juntos. Un día, había leído en la biografía de Isabel de Austria que a veces la gente pasaba por nuestra vida, por una estación, a enseñarnos una lección, a vivir algún momento con nosotros; sin embargo, otra se quedaba para siempre. Aleksei no era de las segundas; él estaba de pie a unos escasos pasos de ella, que podía sentir su aliento en la cara. Pero Kat ya no estaba allí. Acarició su mejilla con la mano, reteniendo cada rasgo de su rostro, de la luz que siempre desprendían sus ojos. No se dijeron más. Así pusieron el punto final a una historia que los había llevado a la cima, les había hecho encontrar la definición exacta del amor.
—No puedes alejarte del todo cuando una conexión tan fuerte nos une. —Ella dejó de tocarlo, entrecerrando los ojos, sin comprender nada. Entendía el momento que atravesaba ella, necesitaba afianzar su carrera, y todo lo que había pasado entre ellos la había desconcentrado, alejándola de cumplir su sueño.
»Hay una leyenda celta sobre las almas gemelas, y créeme cuando te digo que, antes de ti, nunca creí en ese tipo de cosas. Dice la leyenda que las almas que se desprenden sienten el dolor de desarraigo y la pena, pues esas almas nacieron juntas y aprendieron a amarse: sin embargo, esa pena no es en vano, ya que las diosas de la vida celta les enseñan así a superar los escollos a lo largo de la historia en la tierra Cada alma separada aprende su camino por sí sola y dependerá de ella absorber las enseñanzas más tarde o más temprano. Pero también se cuenta que las almas gemelas, en cada vida que pasan por la tierra, se buscan para encontrarse y ver si aprendieron lo suficiente como para merecer vivir nuevamente juntas. A veces se encuentran en un instante de una vida; otras se quedan unidas definitivamente, el estado ideal para las almas, y en otras ocasiones pueden no encontrarse en una vida o en varias. Todo depende de lo que haya aprendido cada alma. Yo creo en algo más: yo creo que tú y yo hemos estado unidos por una mágica conexión, incluso antes de conocernos. Por eso nadie llegó a tu vida a hacerte soñar con cisnes que se convertían en princesas felices, ni ninguna de las mujeres que pasaron por mi vida llegó para quedarse, pues no llevaban esa conexión atada a mí, ni siquiera Marie. —Aleksei estaba confuso, no sabía si aquello era el fin o simplemente una pausa que necesitaban hacer. ¿Qué más daba? Quedaban tantas cosas por decirse que necesitaba decirle alguna más antes de dejarla ir, quizá por un tiempo, quizá para siempre.
—Basta, por favor… —le rogó ella, apartándose de Aleksei, que la agarró por los codos y la acercó a él.
—Estamos unidos por la conexión, por eso decir «te quiero» siempre fue insuficiente, y por eso sentías que «te conecto» lo definía como se merece. El hilo de la conexión está atado a tu meñique desde el primer día que bailamos juntos en la sala de ensayo, siendo unos completos desconocidos, y, si no crees en el destino, no importa, porque ataré ese hilo a tu dedo y no dejaré que se rompa. Nunca —le dijo antes de avasallar su boca con las manos, que enmarcaban el rostro perfecto de Kat; el restallido al chocar sus labios, un beso húmedo en el que impregnaron todos los sentimientos que los habían asolado y dejado a oscuras, sin brillo. Cuando las lenguas dejaron de despedirse, un beso corto y breve fue el último que unió sus bocas—. Nosotros somos mucho más, siempre. —Se separaron, y entonces sí fue el acto final de una historia corta, intensa, bucólica, de esas que una escritora de novela romántica se moriría por escribir para poder soñar con un amor como el que vivieron, fugaz, brillante, que dejó una marca en sus vidas para siempre.