Baby doll

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17. Lily

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«¿Dónde está? ¿Dónde está Rick?». Ese fue el primer pensamiento de Lily cuando abrió los ojos al amanecer. Examinó la habitación frenéticamente para localizarlo, como siempre hacía cuando se despertaba. Había aprendido a despertarse temprano para estar preparada para cualquier cambio de humor o de carácter de Rick. A lo mejor nunca conseguiría cambiar eso, dejar de sentir aquella pizca de terror con la que se enfrentaba al amanecer antes de que se iniciara la vida de verdad.

Sky estaba acurrucada entre sus brazos. Aquella noche había habido lleno en la habitación. Abby roncando suavemente a un lado, Sky en el otro, y su madre durmiendo en la otra cama. Solo que su madre ya se había ido. En la cama solo quedaba la colcha doblada y las almohadas. Lily miró con nerviosismo a su alrededor, hasta que vio el papel en la mesita de noche.

«He ido a buscar unas cuantas cosas para mis niñas. Enseguida vuelvo. Os quiero, mamá». Lily leyó el mensaje en voz alta y acarició la conocida caligrafía en cursiva. «Os quiero, mamá».

Se le llenaron los ojos de lágrimas. No soportaba la idea de volver a perder a su madre o a su hermana. Tuvo que luchar para evitar que imágenes horripilantes se abrieran paso en su cabeza. Se desperezó, notó los músculos doloridos después de la carrera del día anterior, y bajó de la cama con cuidado, intentando no despertar ni a Sky ni a Abby. Se acercó a la ventana.

Había estado tan concentrada en la seguridad de Sky, en garantizar la captura de Rick, que no había tenido ni tiempo de asimilarlo todo. Pero ahora, en las primeras horas de la mañana, se deleitó viendo el sol aparecer poco a poco en el horizonte. Lily se había perdido miles de amaneceres, pero ahora estaba allí, contemplando el glorioso inicio de un nuevo día. Una explosión de amarillo dorado, de naranja quemado y de destellos de rojo fusionándose para dar lugar a un amanecer tan pictórico que no podía ser real. Abajo, la ciudad empezaba a cobrar vida. Las enfermeras se apiñaban fuera para fumar sus pitillos. Familiares preocupados deambulaban de un lado a otro hablando por sus teléfonos móviles. Pero absolutamente nadie parecía ser consciente de la inimaginable belleza que se desplegaba a su alrededor.

«Prestad atención», pensó Lily. Todo eso les podía ser arrebatado en un instante y no le importaba a nadie. «No es cierto —se dijo Lily—. A mí sí me importa». No había nada que le importara más que aquel amanecer, y entonces cayó en la cuenta. No era único. Lily vería salir el sol una y otra vez. Tenía una vida entera de amaneceres por delante.

Apoyó la frente contra el frío panel de cristal y se imaginó tomando el sol en el jardín de su casa hasta que su piel adquiriera un tono moreno dorado. En primavera, se calzaría las zapatillas deportivas y, con el sol abrasador azotándole la espalda, correría hasta que le dolieran los pulmones. Tenía ante sí muchas posibilidades. Podría hacer todo aquello y más. Era libre.

Lily se habría quedado así eternamente, pero entonces entraron las enfermeras para extraerle más sangre. Abby se despertó, completamente grogui. Cuando su mirada se cruzó con la de Lily, esbozó una enorme sonrisa.

—Gracias a Dios que no ha sido un sueño —dijo Abby.

—Lo sé. Es justo lo que pensaba yo.

Compartieron otra sonrisa, y entonces apareció Carol.

—Carol, te dije que te perdieras.

—¿Desde cuándo eres mi jefe? He cambiado el turno, sabelotodo. Y ahora, ¿piensas venir conmigo para que te den el certificado de buena salud para obtener el alta o me obligarás a pedir refuerzos?

Abby suspiró y se giró hacia Lily.

—Los buitres tienen que seguir sobándome y haciéndome de todo para asegurarse de que no tienen que encerrarme en el loquero. ¿Estarás bien sola?

—Me apañaré. Pero date prisa.

—No te quepa la menor duda.

Abby salió lentamente de la cama y entonces llegó la doctora Amari con un oso de peluche blanco gigantesco con un lazo de color morado en el cuello. Abby le indicó con un gesto a Lily que la ayudara a sentarse en la silla de ruedas que estaba esperándola. Cuando Lily se acercó, Abby le habló en voz baja, con la clara intención de que no la oyeran ni la doctora Amari ni Carol.

—Ten cuidado. Esa mujer quiere interrogarte. Para asegurarse de que no estás loca.

—¿Y si lo estoy?

—Estarás en buena compañía —dijo Abby, esbozando una mueca.

Lily rio a carcajadas y el sonido volvió a sorprenderla. Después de todo lo que había sufrido, ¿cómo era posible que la risa le saliera con tanta facilidad?

—No tardaré. ¿Verdad, Carol? —preguntó Abby de nuevo, como si quisiera asegurarse también ella.

—Créeme, Lily, tu hermana se comerá vivos a esos doctores si tratan de remolonear. Estaremos de vuelta antes de que te des cuenta.

Se marcharon y se quedaron solas Lily y la doctora Amari. Sky seguía durmiendo tranquilamente, chupándose el pulgar.

—Necesitarán extraerle más sangre —dijo la doctora Amari, señalando el oso de peluche que había traído como moneda de cambio.

Lily no sabía muy bien si era por la sorpresa de despertarse en un sitio nuevo o por la perspectiva de tener que someterse a más pruebas, pero, en el instante en que despertó a Sky, la pequeña rompió a llorar. Por suerte para Lily, la doctora Amari estaba preparada.

—He pensado que a Sky le gustaría esto.

Sky se quedó mirando los ojos brillantes del oso, su mueca ladeada. Y, muy despacio, esbozó una sonrisa y abrazó el peluche.

—¿Puedo quedármelo, mamá? —preguntó esperanzada.

—Claro que sí, pollito.

Lily sonrió a la doctora Amari. Al parecer, ni siquiera una niña que había vivido en cautividad era inmune al soborno.

—¿Qué se dice, Sky?

Sky se esforzó en pensar y arrugó la frente. Al final, miró fijamente a la doctora Amari.

—Muchas gracias.

La doctora Amari sonrió y Lily supo, sin la menor sombra de duda, que, a pesar de Rick, había criado bien a su hija. Con Sky abrazada al oso, las enfermeras se pusieron manos a la obra y las pincharon a las dos. Lily miró el peluche y cayó en la cuenta de que a partir de ahora Sky podría tener todo lo que quisiera. Rick no creía en gastar dinero en frivolidades. Su dinero tenía que cundir, algo que repetía una y otra vez siempre que Lily le pedía algo que no estuviera en su lista de cosas aprobadas. Ahora ya no había límites. Lily era la responsable del destino de las dos. Y quería muchísimas cosas. Música. Películas. Ropa. Su propia ropa, su propia ropa interior. Se imaginó la sensación de comprar lo que le apeteciera. La idea la excitaba y la superaba a la vez.

Después de desayunar, huevos y tostadas, cosas sencillas y básicas, puesto que no estaban acostumbradas a comidas sofisticadas, Lily y Sky volvieron a adormilarse. Lily se despertó cuando su madre reapareció, cargada con bolsas de Walmart, bolsas llenas de pantalones vaqueros, camisetas, ropa interior y zapatillas deportivas.

—Siento haberme ido, pero quería compraros unas cuantas cosas a Sky y a ti.

Lily sonrió agradecida. Era como si su madre le hubiera leído el pensamiento. Lily entró con Sky en el cuarto de baño y la vistió con un vaquero y un jersey esponjoso de color rosa que Sky juró que jamás se quitaría.

A continuación se vistió Lily, deleitándose con la amplitud del jersey negro de cuello en pico sobre su cuerpo delgado y con la comodidad de los vaqueros azul oscuro. Se recogió el pelo en un moño alto y regresó a la habitación para estar con su familia.

Abby también estaba de vuelta. Y se había cambiado; llevaba un vestido de embarazada de color gris, mallas y botas altas. Se había peinado y pintado los labios con brillo de un tono rosado. Lily nunca había visto a su hermana tan segura de sí misma y tan fuerte. Tenía las mejillas resplandecientes y los ojos brillantes. Ayer, al verla, se había quedado sorprendida con el aumento de peso de Abby, pero hoy su hermana le recordaba un cuadro de Botticelli. Curvas gloriosas y perfiles redondeados.

Abby sacó su iPhone y empezó a tomar fotos de Lily y Sky. Su madre pidió una fotografía de grupo y llamaron a Carol. Luego se congregaron alrededor del teléfono de Abby para mirar las fotos, que cada vez eran más tontas. A Lily le parecía increíble que el teléfono pudiera llegar a ser tan pequeño y tan compacto.

—Te compraremos uno, Lily —dijo Eve.

Pero Lily, al pensarlo, se sintió incómoda. ¿Quién la llamaría?

Sky también estaba fascinada con el teléfono. No podía dejar de mirarlo, de tocar todas las teclas, de mirarse en la pantalla de la cámara. Y no paraba de posar, de sonreír y de decir «patata». Lily se había olvidado casi de dónde estaba cuando llegó el

sheriff Rogers.

—Buenos días. Siento interrumpir.

Eve se puso en pie de inmediato.

—No pasa nada. Pasa, por favor.

El

sheriff Rogers entró en la habitación y saludó a todas las presentes con un educado gesto de cabeza.

—Lily, Eve, Abby, me gustaría presentaros a la agente Janice Stevens, del FBI, y a su colega, la doctora Lynda Zaretsky. La agente Stevens ha tenido la amabilidad de hacerse cargo de la investigación.

Lily comprendió entonces que el

sheriff ya no era el responsable y volcó su atención en las dos mujeres. La agente Stevens era minúscula, de aspecto inmaculado, su cabello negro sujeto en un moño muy serio. La doctora Zaretsky mediría metro ochenta, era escultural y tenía una constitución atlética.

—Lily, te agradecemos mucho que quieras hablar hoy con nosotras —comenzó la agente Stevens—. Dicen los médicos que ya pueden darte el alta, pero es importante que tengamos tu declaración antes de que pase mucho tiempo. ¿Te parece bien?

—Sí, por supuesto. Quiero que sepan todo lo que hizo Rick. Que todo el mundo sepa…

—Lo sabrán. El hospital ha tenido la amabilidad de dejarnos utilizar una de sus salas de conferencias. Nos gustaría grabar la declaración a modo de prueba. ¿Estás de acuerdo? ¿Nos das tu permiso para grabarla?

—Claro. Quiero decir que sí, que tienen ustedes mi permiso —contestó Lily, sintiéndose incómoda e insegura.

—Bien. Mi colega, la doctora Zaretsky, dirigirá el interrogatorio. Es psicóloga forense y consultora del FBI.

—Encantada de conocerte, Lily. ¿Necesitas alguna cosa antes de bajar?

Lily reflexionó unos instantes. Empezó a imaginarse la gente que se encontraría: médicos, policías, un amable conserje acechando en las sombras, a la espera de secuestrarla, igual que había hecho Rick. Quería echar a correr de nuevo, llevarse a Sky a algún lugar donde nadie pudiera encontrarlas. Pero entonces recordó la advertencia de Rick: «Has cometido un gran error». Tenía que demostrarle que estaba equivocado. Y esta era su oportunidad. El mundo tenía que saber quién era Rick Hanson. Por complicado que fuera, Lily tenía que decírselo.

—Estoy lista.

Se le hizo un nudo en la garganta al comprender que Sky no podía oír todo lo que tenía que decir. Sky sabía que a veces Rick la hacía llorar, pero siempre se culpaba a sí misma, siempre decía que había sido mala. Sin embargo, había muchas cosas que Sky no sabía acerca de Rick, que no sabía acerca de quién era. Cosas que esperaba que su hija nunca llegara a saber.

—Sky, mamá necesita que seas una niña mayor y te quedes aquí con tu abuela Eve. ¿Podrás?

Lily intentó convencerse de que Sky estaba bien, de que no estaba afectada por todos los cambios que se habían producido en el transcurso de las últimas veinticuatro horas. Pero hubo algo en aquel momento que tocó la médula de Sky: se derrumbó e hizo gala de repente de todo su terror.

—¡No! ¡No! ¡No! No me dejes. Por favor, mamá. No me dejes —gritó.

Sky se aferró a ella y Lily se dio cuenta de que, por primera vez en su vida, Sky la estaba desobedeciendo. Pero era imposible esperar que Sky se comportara en el mundo real igual que lo hacía cuando estaba encerrada. Miró a su hija, que seguía llorando, sintiéndose completamente perdida, como si estuviera fracasando como madre de la manera más pública posible. Entonces apareció Eve y se sentó en la cama, a su lado. Le habló a Sky sin levantar la voz, empleando un tono tranquilizador.

—Sky, escúchame bien. Bajaremos con mamá. Y esperaremos sentadas fuera y podrás verla por las ventanas. Si tienes miedo, solo tendremos que llamar a la puerta y mamá saldrá enseguida.

Lily se sintió transportada a su infancia. Era la madre que Lily recordaba. La presencia potente y dominante que hacía desaparecer al hombre del saco. Sky estaba reflexionando sobre la propuesta pero no estaba aún convencida del todo. Eve continuó.

—Y mientras esperamos, te haré más fotos. A ti y a tu amigo el oso. ¿Qué te parece? ¿Lo hacemos?

Sky frunció el ceño, sin estar completamente segura. Lily abrazó a su hija para darle ánimos.

—Yo tampoco quiero dejarte, pero tengo que hacer una cosa importante. Necesito que seas la chica valiente de mamá.

Sky se mordió el labio, su minúscula frente frunciéndose con tanta intensidad que de pronto parecía mucho mayor de seis años. Se recostó contra Lily.

—Si tienes miedo, mamá, estaré fuera vigilando.

Fue como si le estallara el corazón. Deseaba abrazar a Sky. Pero dejó que fuera Eve quien la cogiera en brazos. Lily le dio las gracias a su madre moviendo los labios sin emitir sonido y emprendieron la marcha, formando un sombrío desfile.

En el exterior de la sala de conferencias, alguien se había encargado de instalar varias sillas. Eve tomó asiento en una de ellas, con Sky en su falda. Lily se quedó esperando y miró el interior de la sala, donde varios agentes del FBI estaban preparando el equipo de vídeo. La doctora Zaretsky y la agente Stevens se sumaron al grupo y les dieron instrucciones. Lily tenía el estómago revuelto, pero se obligó a mantener la calma. «Ten la mente despejada —se recordó—. Controla la respiración, todo esto no es más que un estado temporal».

—Ya estamos listas, Lily —anunció la agente Stevens, acercándose a Lily.

Lily le dio la mano a Abby y tiró de ella.

—Me temo que no está permitida la presencia de familiares en este tipo de interrogatorio. Es un tema muy sensible y podría ser… difícil —dijo con amabilidad la doctora Zaretsky.

—Mi hermana vendrá conmigo —replicó Lily, su tono sorprendentemente desafiante. Se detuvo un momento a mirar a Abby—. A menos que tú no lo creas conveniente. Después de lo de ayer…

—No. Estoy bien. Quiero entrar contigo, Lil, pero no es mi intención estropear nada. Esperaré aquí.

Lily se giró hacia la agente.

—Quiero que Abby esté conmigo.

La agente respondió con calma y firmeza.

—Lily, entendemos lo que has pasado, pero…

—He dicho que quiero que Abby esté conmigo. De lo contrario, no me someteré al interrogatorio.

Lily se quedó mirándolas, un sentimiento de orgullo formándose en su interior. Con Rick nunca replicaba, nunca se había planteado desafiarlo, sobre todo después de que naciera Sky. Pero no pensaba permitir nunca más que nadie le dijera lo que tenía que hacer. «Esto es lo nuevo, Lily —se dijo—. Recuérdalo siempre que alguien intente destrozarte».

—Entiendo. ¿Nos concedes un momento?

—Por supuesto.

La agente Stevens y la doctora Zaretsky hablaron en privado. Lily sabía que acabarían cediendo. Tenían que hacerlo. Cazar a Rick era demasiado importante. No le gustaba hacerse la difícil, pero no soportaba que nadie más le dijera lo que tenía que hacer. La doctora Zaretsky reapareció.

—Si estás lista, empecemos ya —dijo, e indicó con un gesto a ambas chicas que la siguieran.

Sin que Lily soltase la mano de Abby, entraron en la sala de conferencias, un espacio gigantesco con ventanales desde el suelo hasta el techo. Debía de duplicar en tamaño la antigua casa de Lily, pero ahora no quería pensar en eso. Comparar constantemente sus dos vidas podía resultar peligroso.

Cuando Lily tomó asiento, los demás agentes abandonaron la sala. La agente Stevens se instaló en otra silla mientras la doctora Zaretsky cerraba la puerta. Lily contuvo la necesidad de asegurarse de que no estaba cerrada con llave, de que podía salir de allí cuando le apeteciera.

—Lily, no podemos expresar con palabras lo mucho que sentimos todo lo que tú y tu hija habéis tenido que pasar. Pero nos alegramos mucho de tenerte aquí y de que hayas conseguido escapar. Queremos asegurarnos de que la persona responsable de tu secuestro recibe el castigo que se merece —declaró la agente Stevens, exhibiendo su comprensión—. Hemos localizado la cabaña de Rick Hanson y estamos recopilando pruebas, pero necesitamos también tu declaración. Si queremos cerrar pronto el caso, tenemos que actuar con rapidez. Podemos hacer todas las pausas que necesites, pero…

—Estoy preparada. He estado siempre preparada.

La doctora Zaretsky tomó la palabra.

—Soy entrevistadora forense especializada en niños y adolescentes. Colaboro con el FBI en casos de niños que han sufrido abusos o secuestro. He trabajado en asistencia social y tengo una consulta privada en Nueva York donde trabajo con víctimas de abusos. ¿Tienes alguna pregunta sobre mi papel en el caso?

—Entonces ¿su trabajo consiste en entrevistar a gente como yo, escuchar nuestras historias sobre lo que hace gente como Rick?

—Así es.

—¿Y hay muchos casos como el mío? ¿Gente que ha pasado lo que yo he pasado?

Lily se dio cuenta de que la doctora Zaretsky pensaba a toda velocidad, intentando evaluar qué cantidad de información debía compartir.

—Hay mucha gente enferma por el mundo. Pero también hay muchos niños y mujeres valientes, como tú.

La respuesta resultó adecuadamente empática. «Qué trabajo más horroroso —se dijo Lily—. Pasarse el día escuchando a la gente relatar sus experiencias más degradantes».

—Mi trabajo consiste en escuchar y asegurarme de que los tribunales y los abogados tengan presente tu testimonio. Si en algún momento necesitas un descanso o tienes que parar, no tienes más que decirlo. ¿Entendido?

—Entendido.

—Si tuvieras que empezar desde el principio, pensar en Rick Hanson y en cómo empezó todo, ¿qué es lo primero que te vendría a la mente?

Lily se remontó a cuando cursaba primero.

—Rick fue mi profesor de Lengua y Literatura en mi primer año en el instituto. Era uno de esos profesores que hacen que incluso las asignaturas más aburridas resulten divertidas. Cuando hablaba de Chaucer, por ejemplo, que es un tostón, resultaba entretenido. Y siempre me lanzaba cumplidos. «Caramba, Lily, el azul es tu color, ¿verdad?». O «Con una sonrisa como esta, ¿quién necesita el sol?». Alababa con entusiasmo mis informes de lectura y siempre me decía que era una de sus alumnas más inteligentes.

—¿Y te gustaba cuando te decía esas cosas?

Lily se ruborizó al recordar lo mucho que le gustaban sus atenciones.

—Antes de empezar a salir con Wes… —Hizo una pausa al darse cuenta de que nadie de los presentes, excepto Abby, sabía quién era Wes—. Antes de empezar a salir con mi novio, Wes, me imaginaba cómo sería salir con el señor Hanson, darle la mano y que me dijera que era guapa. Pero todo eso era antes de tener novio. Era un enamoramiento tonto, una distracción en las clases. —Eran fantasías que ahora le provocaban náuseas, aunque nunca, en realidad, había considerado a Rick una alternativa—. Todas las chicas estaban enamoradas de él. Nos maquillábamos un montón para acudir a sus clases y nos peleábamos para sentarnos delante. Era mono, supongo, si te va ese tipo de hombre.

La doctora Zaretsky la interrumpió.

—Cuando dices «ese tipo», ¿a qué te refieres?

Lily estaba buscando las palabras adecuadas, cuando Abby intervino.

—El señor Hanson era como una estrella de cine. Magnético y seguro de sí mismo —explicó—. Tenía carisma. La gente decía que se parecía a George Clooney de joven, sin el pelo canoso. Era guay. Se comportaba como uno de nosotros y siempre vestía muy bien: era el único profesor que llevaba vaqueros de marca y camisetas de conciertos de

rock. Hablaba de que los fines de semana iba de fiesta con su mujer y sus amigos y se emborrachaban. Era como uno de nosotros.

La doctora Zaretsky seguía con la atención centrada en Lily.

—¿De modo, Lily, que Rick Hanson nunca te dio la razón por la que pensó concretamente en ti? —preguntó.

Abby se inclinó hacia delante, tan ansiosa como las demás por escuchar la respuesta.

—No. No sé por qué me eligió a mí. Ojalá lo supiera.

—Yo se lo puse fácil, por eso fue a por ti —dijo Abby.

Lily arqueó una ceja en un gesto inquisitivo.

—Pero ¿de qué hablas, Abby? —preguntó.

—A que aquel día te dejé plantada en el instituto. No tendría que haberlo hecho. —Lily seguía confusa. Abby continuó—: De no haberme enfadado por aquel jersey de mierda…

—¿Qué?

—Fue culpa mía, Lil.

—Para ya, Abby. Para.

—Pero si no hubiera…

—Lo decidió mucho antes que eso. Meses, tal vez incluso un año antes. Dijo que siempre había querido una adolescente. Alguien a quien poder moldear.

—¿Y dónde está la diferencia, Lily? ¿Por qué elegir una chica de instituto? —preguntó la doctora Zaretsky, inclinándose hacia delante, sus ojos llenos de compasión.

—El mundo no me había estropeado todavía. Yo era pura. Inmaculada. Es lo que me dijo después. Su mujer andaba por casa en ropa de deporte. No se depilaba las piernas. Se enfadaba si llegaba tarde a casa y si se tomaba unas cervezas de más en la barbacoa del Rotary Club. Le contestaba. Cuando tenía la regla, no quería nada de sexo. Su peso siempre fluctuaba y no le hacía caso cuando él le decía cómo debía vestirse y peinarse. Y yo era completamente suya. Una chica que nunca decía no. Era la chica que obedecía todas sus peticiones. Era su muñeca, su

baby doll, perfecta y obediente.

La terrible verdad se quedó flotando en el ambiente. La doctora Zaretsky miró de nuevo su bloc de notas. Lily se preguntó si tendría alguna cosa apuntada o si simplemente lo utilizaba para ganar tiempo cuando la situación se volvía demasiado incómoda.

—¿Sabes el tiempo que pasó desde que decidió secuestrarte hasta que hizo realidad sus deseos? —preguntó la doctora Zaretsky al cabo de un rato.

—Dijo que compró la cabaña cuando yo estaba en primero, cuando decidió que estábamos hechos para estar juntos. Pasó meses con los preparativos, comprando todos los fines de semana, adquiriendo mobiliario de segunda mano, pintando, poniendo papel pintado. Cuando acabó con eso, fue a tiendas también de segunda mano donde compró el tipo de ropa que a él le gustaba, vestidos antiguos, vestidos de noche, de tirantitos, lencería

sexy, todo un guardarropa solo para mí.

Lily hizo una pausa y buscó agua con la mirada. Vio una jarra y se sirvió un vaso grande. Lo engulló de un trago, agradeciendo la interrupción.

—Instaló aislamiento para que nadie pudiera oír mis gritos pidiendo ayuda. Montó cerrojos. Cuando llegué, la habitación tenía lo esencial. Una cama. Mantas y almohadas. Un hornillo. Cualquier otra cosa que quisiera o necesitara lo utilizaba a modo de herramienta de chantaje. Los libros, la música y la comida eran recompensas durante lo que él denominaba «sesiones de entrenamiento». La buena conducta producía recompensas. La mala conducta, distintos niveles de castigo.

—¿Puedes explicarnos qué tipo de castigos eran esos? —preguntó la doctora Zaretsky.

—Dios, utilice la imaginación —dijo Abby.

—Soy consciente de que es increíblemente difícil comentarlo, pero necesitamos detalles. Son esenciales para construir un caso sólido.

Abby se retorcía las manos con nerviosismo. Lily se las cogió para sosegarla.

—Fracturas de huesos. Violación. Matarme de hambre. Palizas. Los abusos variaban, dependiendo de su estado de humor o, como a él le gustaba decir, dependiendo de «la severidad de la infracción».

Lily podía hacerlo. Era lo suficientemente fuerte para hacerlo. Recordó la pelea que había tenido con Abby y el mensaje que le había dejado a su madre en el contestador. Después de colgar, había imaginado que su madre aparecería, enfadada y soltándole el habitual sermón del «¿Por qué no podéis llevaros bien, chicas?». Poco antes de las seis, había visto al señor Hanson, la mochila de cuero colgada al hombro. Se había acercado a ella en el patio, con cara de preocupación.

«Lily, es bastante tarde. ¿Va todo bien?», le había preguntado.

Lily había suspirado y le había señalado las muletas. De no haber tenido el tobillo dislocado, habría vuelto corriendo a casa; siempre estaba dispuesta a mejorar sus tiempos. Pero aquel día se había quedado colgada en el instituto, a merced de que sus padres se acercaran a recogerla o de que Abby se sintiera culpable y regresara a por ella.

«Tendrían que motorizar esas cosas. Serían mucho más efectivas».

«¿Dónde está Abby?».

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