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45 – APROVISIONAMIENTO

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45 – APROVISIONAMIENTO

4 de enero, 1983 - mayo, 2017 - julio, 2014

Una vez de nuevo en el frío Madrid de enero, y habiendo recuperado la maleta con el TaqEn de la consigna del aeropuerto, Javier tomó un taxi para que le llevara al hotel Castellana Hilton, un hotel de negocios muy cosmopolita y caro, incluso para la época, pero por ello mismo bastante anónimo. Allí tomó una habitación para un día, que pagó en efectivo por adelantado porque, según dijo, saldría el día siguiente muy de madrugada y no quería perder tiempo con los trámites de salida. Una vez en la habitación deshizo la cama, usó el cuarto de baño, que dejó lo más revuelto que pudo para demostrar que había dormido allí, dejó la llave encima de la mesilla, sacó el TaqEn de su maleta y se trasladó con sus dos maletas, la una llena y la otra vacía, a su Logroño natal, en mayo de 2017. Esperaba que no llamara demasiado la atención en el hotel su despedida a la francesa.

Ya en Logroño, en la seguridad y calidez de su piso de siempre, hizo un resumen mental de la situación. Si hubiera podido acceder al interior de la cámara acorazada todo hubiera sido más sencillo. Pero no lo había hecho, y eso le causaría un problema. Por más lógico que fuera que Walther Johnson se hubiera negado en redondo a dejarle entrar, había sido una pena y le obligaría a tomar medidas drásticas que no le gustaban… pero que no podía dejar de tomar.

No podía instruir al TaqEn para que viajara al interior de la cámara acorazada del banco. O mejor dicho, no se atrevía. Conocía las coordenadas exactas de la sala anterior obtenidas por el geolocalizador espaciométrico y podría quizás calcular a ojo las que tendría el centro de la cámara acorazada, suponiendo que había digamos diez metros de distancia en dirección norte… pero ¿eran diez metros o quince? ¿o quizás eran veinte? No lo sabía. ¿Y en qué dirección exacta, norte absoluto, o quizás nornordeste, nornoroeste quizá? Tampoco lo sabía. Luego, ¿el centro de la cámara estaba en el mismo plano que la antecámara o quizás estaba un poco rehundida o sobreelevada con respecto a aquella? Y lo peor de todo: ¿cuál era la disposición del interior de la cámara? ¿Habría tabiques de separación por dentro, o estaría diáfana? Quizás su centro estaba ocupado por anaqueles o archivadores, o quizás estaba libre y los anaqueles estaban ubicados rodeando las paredes… no tenía ni idea, y sería difícil, por no decir imposible, llegar a saberlo.

En el caso de que las coordenadas exactas de destino suministradas al TaqEn no fueran completamente correctas, es decir, si el salto no era considerado seguro por el cerebro del aparato, automáticamente el aparato seleccionaría «las coordenadas más adecuadas» en un radio de 200 metros o algo así, creía recordar Javier que explicaba el Manual de Uso del TaqEn. Como las coordenadas que introduciría correspondían a un punto en el interior de un edificio, totalmente rodeado de paredes aunque estuvieran revestidas de madera noble, si el aparato juzgaba que no eran factibles por el motivo que fuera, y se le ocurrían muchos motivos plausibles para que no lo fueran, el TaqEn seleccionaría entonces como punto de destino «las coordenadas más seguras que encontrara»… ¡a saber dónde caerían esas coordenadas más seguras! Lo mismo aparecía en medio de las llamas, o se materializaría de la nada en el exterior del edificio, entre los mirones. No, debería viajar a la antecámara, al punto exacto donde tenía perfectamente tomadas las coordenadas gracias al geolocalizador, y tenía que ser en el momento temporal exacto.

Pero, claro, había un inconveniente. Uno bastante gordo: este salto le dejaría fuera de la cámara acorazada, no dentro, y estaría separado por una puerta circular de acero de doce centímetros de grosor del interior de la cámara y de los bonos del Tesoro al portador.

Había descartado llevarse los dólares en efectivo debido a su tamaño. 20 millones de dólares en efectivo, suponiendo que todos ellos fueran en billetes de 100 dólares, la máxima denominación de la época, serían 200000 billetes en total. Había hecho cálculos y, dado que cada billete nuevo pesaba aproximadamente un gramo, 20 millones de dólares pesarían 200 kg. Y eso sólo si todos los billetes eran de 100 dólares y eran nuevos, lo que no era muy creíble. Si muchos estaban usados o los había también de otras denominaciones, su peso sería mucho mayor. Muchos billetes, demasiados, y mucho peso. Sin embargo, los bonos del Tesoro al portador se emitían normalmente en títulos de al menos mil dólares, generalmente más. Aunque obviamente los títulos eran de mayor tamaño que los billetes de dólar, calculaba que 60 millones pesarían unos 30 o 40 kg, y eso sí que podría manejarlo con cierta soltura… o por lo menos eso pensaba.

Una rápida investigación en internet le informó de que la emisión de Bonos del Tesoro estadounidense al portador, muy comunes durante el periodo anterior, fueron prohibidos precisamente en 1982 mediante la Tax Equity and Fiscal Responsibility Act, que también les limitó sus ventajas fiscales. Pero en 1983 y en adelante había aún una enorme cantidad vigente de bonos americanos al portador; de hecho se calculaba que sólo en 2013 se produjo su amortización final. Para él sería un instrumento perfecto: legal, de gran liquidez y completamente anónimo. Simplemente perfecto. Claro que primero debía hacerse con ellos antes de que el fuego los convirtiera en humo, ceniza y gases.

Lo primero era, naturalmente, ser capaz de entrar en la cámara desde el exterior. No debían preocuparle las cámaras del circuito cerrado porque sabía que no habría nadie mirando. Y la cámara iba a quedar también destruida por el fuego de todos modos, así que suponía que no habría ninguna consecuencia si la destruía él unos minutos antes de que lo hicieran las llamas, por si acaso. Revisó sus notas. A las 18:22 se escucha una explosión mayor que el resto. Su explosión. Ahora debía procurar que esa explosión fuera posible, pero curiosamente esto, que podría significar un obstáculo importantísimo para casi todo el mundo, para él, precisamente para él, Javier López Berrio, joven paleontólogo en excedencia, no iba a representar ningún problema. Es más, estaba casi seguro de que este problema ya estaba resuelto de antemano…

Daba la casualidad de que en la campaña de excavación de 2014, la primera que la Universidad de la Rioja organizó al yacimiento del Valle del río Leza, campaña en la que más que excavar en busca de restos se había trabajado básicamente en la preparación del lugar para su exploración en campañas sucesivas, habían tenido en primer lugar que explanar una zona próxima de grandes rocas que prácticamente imposibilitaban el acceso de vehículos a las cercanías del yacimiento, donde habría que instalar el campamento. Puesto que las excavaciones iban a durar previsiblemente varios años, sería preciso que los vehículos pudieran llegar hasta la cueva con las mínimas incomodidades posibles. Para eliminar el obstáculo, la Universidad riojana, en colaboración con la Consejería de Transportes del Gobierno Autónomo de la Rioja, había contratado los servicios de una empresa de demoliciones especializada en el uso de explosivos para la construcción de carreteras, minas, derribo de estructuras y otras destructivas actividades por el estilo. Usar explosivos para hacer una voladura, coincidieron los técnicos, sería la forma más rápida y barata de acondicionar el acceso.

El día acordado, a primeros de julio, se habían presentado en el campamento provisional tres técnicos de demolición en una furgoneta todoterreno con todo el material necesario, que no era mucho, y habían empezado a hacer los estudios pertinentes para determinar dónde y cómo colocar los barrenos para convertir en fosfatina los grandes peñascos. Después, una excavadora limpiaría las rocas convenientemente trozeadas por la explosión y dejaría expedito el camino al campamento, un camino que luego recorrió Javier en uno y otro sentido bastantes veces durante los tres años que estuvo trabajando en la excavación. Resultó que los tres técnicos en demoliciones eran riojanos como él, muy serios y buenos profesionales, pero extrovertidos, francos y de trato muy campechano una vez terminaban el trabajo. Los cuatro días que estuvieron allí hicieron buenas migas con los integrantes de la expedición, y Javier en concreto conectó muy bien con Alfonso Calahorra, el jefe de la cuadrilla. Pasaron horas charlando con una bota de vino que iba y venía de mano en mano, charlas en las que Javier explicaba cómo era el trabajo de un paleontólogo en el campo y Alfonso desvelaba a su vez algunos de los misterios de su trabajo de técnico en demoliciones. Ambos llegaron a la conclusión de que preferían su propio trabajo al del otro, pero disfrutaron mucho de la charla.

Javier se enteró de que ya casi no se usaba dinamita para estos menesteres: se usaba en su lugar una nueva generación de explosivo plástico. La dinamita que se había usado tradicionalmente era más barata, pero también más peligrosa e inestable. El plástico que usaban ellos no explotaría accidentalmente prácticamente nunca, ni calentándolo ni golpeándolo, y resistía incluso al fuego siempre que la temperatura no sobrepasara cierto límite. Para hacerlo explotar era preciso utilizar el detonador apropiado, en otro caso era muy difícil conseguir la explosión, por lo que era un explosivo muy seguro. Era mucho más resistente al agua u otras inclemencias del tiempo que otros explosivos y además se necesitaba una menor cantidad de plástico que de dinamita para obtener una explosión de similar potencia. Por fin, era maleable como la plastilina, por lo que se podía adaptar a cualquier hueco o darle forma para dirigir su explosión hacia un cierto punto. A Alfonso Calahorra le encantaba el plástico, eso estaba claro.

Javier se acordaba de aquellas conversaciones y de cómo todo el equipo científico se había reunido a primera hora de la mañana para observar a distancia la voladura de las grandes piedras. La tarde anterior, ya de noche en realidad, los artificieros habían acabado de colocar el explosivo en los lugares estratégicos que habían determinado, cada uno con su correspondiente detonador, y los habían cubierto con un plástico negro por si llovía en cualquier momento, lo que no ocurrió. El día siguiente, en cuanto amaneció, comprobaron someramente que todo estaba correcto, se pusieron a cubierto y activaron el detonador a distancia.

Hubo un ¡Pufff! cuando todos los explosivos estallaron simultáneamente, a pesar de lo cual el estrépito fue muchísimo menos potente de lo que ellos, legos absolutos en voladuras, habían esperado. A continuación las piedras parecieron partirse en pedazos por arte de magia y enseguida ya no se vio nada debido al polvo que se levantó. Alfonso había explicado a Javier que habían colocado los explosivos en pequeñas cantidades, pero en numerosos puntos, más de ochenta bloques en total, colocados de tal modo que prácticamente toda la potencia de la explosión, que era bastante, se proyectara sobre la roca, en todas las grietas y posibles puntos de ruptura. Por eso la explosión había hecho tan poco ruido.

Posteriormente los tres técnicos expresaron su extrañeza a los integrantes de la expedición, extrañeza ocasionada porque las explosiones deberían haber producido un efecto destructivo mayor del que habían causado… quizás las rocas eran más duras de lo esperado, o quizás ellos habían sido un poco roñosos con el explosivo, o tal vez el explosivo tenía algún defecto. Todas ellas eran cosas raras, pero dentro de lo posible. Al final estas dudas resultaron irrelevantes, porque de todos modos las rocas voladas habían quedado lo suficientemente fragmentadas como para que una excavadora pudiera limpiar la zona sin mayores problemas, volcando los grandes bloques resultantes en camiones que se llevaron los escombros a algún lugar ignoto… En muy poco tiempo quedó una pista practicable hasta la carretera más cercana, pista que unos días más tarde acabaron de acondicionar un par de apisonadoras que eliminaron la mayor parte de los baches e irregularidades que quedaban.

Una vez verificado que su trabajo se había completado con éxito, los tres artificieros recogieron finalmente todo su peligroso material en la furgoneta y se fueron, despidiéndose antes de forma efusiva de los científicos y, sobre todo, de las científicas. Todavía recordaba Javier cómo estuvieron buscando durante media hora uno de los detonadores inalámbricos que habían usado, que no aparecía por ningún lado. Al final admitieron que quizás alguno de los tres lo hubiera olvidado entre las rocas al colocar las cargas y ahora, por supuesto, sería imposible encontrarlo, por lo que se resignaron a su pérdida.

Cuando quedó despejado el acceso al yacimiento comenzó el trabajo de verdad, y ni Javier ni ningún otro miembro del equipo volvió a acordarse de esos mínimos inconvenientes de la demolición de los riscos a los que nadie, ni siquiera los propios artificieros, daban la menor importancia.

Pero ahora, en 2017, acuciado por la necesidad, Javier sí que se acordaba bien de todo aquello, porque había disfrutado mucho de la conversación con los tres técnicos, en especial con Alfonso, el encargado, y porque había sido precisamente a él a quien éste había expresado su sorpresa, tanto por el poco efecto de la explosión en las rocas como por la desaparición del detonador. El técnico en demoliciones le dijo que tenía la sensación, casi certeza, de que en vez de ochenta y cuatro cargas hubieran explotado solamente sesenta o sesenta y cinco, quizás setenta, cosa que no podía ser salvo que hubieran fallado los detonadores, pero en ese caso habrían encontrado algún bloque sin explotar, y ése no era el caso. Para Alfonso esto era un misterio que le tuvo comprobando meticulosamente los restos de la voladura, pensativo, durante un par de horas. Cuando más tarde no encontraron uno de los detonadores inalámbricos de reserva por mucho que lo buscaron, el buen Alfonso quedó mucho más inquieto de lo que este hombretón afable y siempre de buen humor aparentaba.

Poco antes de marcharse se acercó confidencialmente a Javier y le dijo que, si no fuera porque era imposible, parecía que alguien hubiera sustraído algunos bloques de explosivo con sus detonadores y también el detonador a distancia de reserva. Estaba preocupado, porque si alguien se había hecho con todo ese material tendría una potencia explosiva considerable para utilizar quién sabe para qué… Javier abrió unos ojos como platos. ¿Robar explosivos? ¿Allí? Imposible, pensó.

Estaban solos en el campamento, prácticamente aislados en medio del cañón del Leza, y si algún intruso hubiera venido de algún sitio para robar el explosivo le hubieran oído con seguridad, pues habría tenido que pasar literalmente entre los sacos de dormir de los expedicionarios y algunos, entre ellos el propio Javier, se despertaban con enorme facilidad ante un ruido imprevisto. En cuanto a los expedicionarios en sí… ¿de verdad pensaba que alguno de ellos robaría explosivo? ¿Para qué, qué harían luego con él?, ¿venderlo? ¿A quién? Además, y Javier pensó que había dado con el argumento definitivo, si de algún modo mágico alguien había robado el explosivo sin que nadie se percatara… ¿por qué se habría limitado a sustraer sólo unos cuantos bloques, y no todos ellos? Tanto le daría, ¿no? Y la ganancia sería mucho mayor…

Alfonso, sin estar convencido del todo, quedó más tranquilo tras estos razonamientos y al final él también olvidó las extrañas circunstancias de la voladura del cañón del Leza, salvo que tuvo que comprar otro detonador, lo que no era precisamente fácil ni barato…

Javier, en la agradable penumbra de su casa logroñesa, se acordaba bien de todo esto. Y ahora, al cabo de los años, sabía exactamente lo que había ocurrido aquella noche del 3 al 4 de julio de 2014. Ahora todo encajaba.

Al día siguiente tomó su vehículo y se acercó hasta el yacimiento que tan bien conocía, a tan solo veinticinco kilómetros de distancia de su piso. Desde el descubrimiento de alcance mundial del año pasado el acceso estaba vallado y había un guardia que impedía el acceso a curiosos. Pero él no era un curioso. Él era un reputado investigador de la Universidad de la Rioja que venía a hacer unas mediciones con vistas a preparar la próxima campaña de excavación, que comenzaría en unas semanas. Y tenía un carnet de paleontólogo de la Universidad de la Rioja que así lo acreditaba. Nunca se lo reclamaron, él no lo había devuelto y en ninguna parte decía que él ya no era miembro de la Universidad, ni menos aún de la excavación. No fue el guardia, bastante aburrido en su pequeño cubículo, quien lo pondría en duda, y menos cuando Javier, tocado con una llamativa gorra pensada para desviar la atención, sacó una botella de vino de Rioja que entregó al guardia, un gesto de la Universidad, dijo, para recompensarles mínimamente a él y a sus compañeros por su gran trabajo protegiendo del saqueo tan importante legado de nuestros lejanos antepasados… Javier comprobó con cierta sorpresa que la longitud de su nariz continuaba siendo la misma, lo que le tranquilizó bastante.

Una vez franqueado el acceso al campamento, Javier sacó una cinta métrica de diez metros de longitud y comenzó a medir todo lo que se le ocurría, anotando algo en una libreta. Así, midiendo, midiendo, llegó hasta un punto concreto, unos cuatrocientos metros río abajo de la entrada de la Gruta. El terreno estaba allí razonablemente plano, y a principios de 2014 estaría situado detrás de las rocas que aún no habían sido demolidas por la explosión. Es decir, fuera de la vista de cualquiera que estuviera en el campamento provisional, pero cerca de los puntos donde Alfonso y sus operarios habían colocado los bloques de explosivo. Allí fingió recibir una llamada por el móvil ahora que sí había una buena cobertura, y decidió sentarse justamente allí para hablar.

Mientras conversaba animadamente con el aire, extrajo el geolocalizador de su bolsillo y pulsó el botón para que calculara las coordenadas exactas del lugar. Tres minutos más tarde en la pantalla del aparato apareció la indicación de que las tenía correctamente registradas, así que Javier lo apagó y volvió a guardarlo. Al poco la conversación imaginaria terminó, Javier se levantó y se dirigió hacia la puerta con cara de pocos amigos. Allí rezongó según pasaba junto al guardia que debía volver inmediatamente a la Universidad, que habían convocado una reunión urgente para solventar no sé qué problema y tenía que ir sin demora, qué fastidio, ya que estaba allí y había empezado a medir… pero ya se sabe, donde hay patrón no manda marinero, así que recogió sus bártulos, se subió en su coche y se fue, silbando, de vuelta a su casa. En el improbable caso de que el guardia comentara a alguien su visita en realidad no importaría nada, pues se había asegurado de dejar el coche aparcado donde no pudiera ver la matrícula y de no dejarle ver bien su nombre al enseñarle el florido carnet de la Universidad, y en ningún momento le había dicho cómo se llamaba. Sería una visita fantasma que, además, no había hecho nada malo ni se había acercado a ningún sitio comprometido. Nadie le prestaría la menor atención, comenzando, esperaba, por el propio guardia.

Al llegar a su piso programó el TaqEn para viajar a las coordenadas que acababa de tomar, exactamente la noche del jueves 3 al viernes 4 de julio de 2014, a las tres y media de la madrugada. Tomó una linterna que emitía un haz de luz concentrado pero no demasiado intenso y una bolsa grande, y pulsó la tecla de ejecución.

Al cabo de unos segundos y del habitual erizamiento de cabello que ya casi ni sentía, estaba nuevamente allí, en el yacimiento, en plena noche de un día de verano. Le preocupaba un poco el hecho de que iba a estar muy cercano a sí mismo, a menos de medio kilómetro de una copia anterior de Javier más joven, enamorada y feliz, pero estaba prácticamente seguro de que no iba a haber problemas, pues sólo estaría en ese presente de 2014 unos minutos.

Lo primero que hizo fue reprogramar el TaqEn para su viaje de vuelta al piso logroñés, cinco minutos después de haber salido, dejándolo listo para emprender su vuelta, y a continuación se acercó a la zona donde estaban preparados para la detonación los bloques de explosivo. Allí, fuera de la vista del campamento, fue seleccionando tranquilamente bloques que estuvieran relativamente separados entre sí, extrayéndoles de su sitio y guardándoles, junto con su correspondiente detonador, en la bolsa que llevaba consigo, dejando el plástico negro en su lugar. Sabía que al día siguiente apenas se comprobaría desde lejos que los plásticos de protección estaban todos en su sitio, y se aseguró de que así fuera. Pasarían la revisión sin problemas.

Javier recordaba perfectamente que Alfonso había citado en aquella ocasión, o mejor, mañana, que según él habían explotado entre quince y veinte bloques menos de los que debían haberlo hecho; pues bien, serían exactamente dieciséis bloques menos. Cuando tuvo el decimosexto guardado en su bolsa, Javier se alejó de la zona y volvió al lugar donde estaba el TaqEn y allí dejó la bolsa con los explosivos. A pesar de que sabía que eran explosivos muy seguros, le daban pavor, pero se obligó a concentrarse en hacer lo que tenía que hacer… o lo que ya había hecho, según se mirase. ¡Malditas paradojas!

Ahora venía la parte más peligrosa de este viaje, aunque tampoco lo era tanto. Javier se acordaba de que el disparador inalámbrico de reserva debía estar guardado en la furgoneta, que había quedado aparcada justamente entre el campamento donde dormía la expedición y las rocas que serían voladas mañana. Se acercó lentamente, procurando no hacer ruido alguno mientras andaba por las rocas. Abrió la puerta de la furgoneta con mucho mimo y se introdujo dentro, teniendo cuidado para que no se cerrara la puerta. Buscó brevemente hasta encontrar el detonador, que estaba en una caja etiquetada «Detonadores». Menos mal que Alfonso y sus muchachos eran unos tipos ordenados, lo que, teniendo en cuenta su peligrosa profesión, era casi imprescindible. Se guardó uno de los cuatro detonadores a distancia que había en la caja, todos sin batería por motivos de seguridad, y salió de nuevo al exterior con mucho cuidado, dejando de nuevo la puerta entornada, pero abierta, pues cerrarla haría un ruido que podría despertar a alguien. No creía que llamara mucho la atención de nadie que no hubiera quedado completamente cerrada la tarde anterior. Volvió silenciosamente sobre sus pasos hacia donde esperaba el TaqEn con su leyenda fosforescente «OK – REDDY» que indicaba que esta listo para efectuar una vez más su misterioso desplazamiento espaciotemporal. Javier tomó la bolsa de los explosivos, pulsó la tecla de ejecución y subió sobre el TaqEn.

Unos segundos después estaba de nuevo en Logroño, en mayo de 2017. Nadie se había dado cuenta de nada, aunque, claro, eso ya lo sabía él. De haber sido visto u oído en el campamento se habría organizado un gran revuelo… y él lo sabría, puesto que hacía tres años allí estaba él con el resto de sus colegas, durmiendo. Nada le había despertado esa noche, nadie había dicho nada de una sombra apareciendo y desapareciendo misteriosamente, nadie sospechaba nada. No le habían visto. Era así de sencillo. No le verían por la sencilla razón de que en su día no le habían visto. De locos, era de locos.

Y Alfonso tenía toda la razón, su intuición no le había engañado. Habían detonado dieciséis explosivos menos de los previstos. Y el detonador inalámbrico no se había perdido entre los bloques de piedra. Estaba en la bolsa, con el resto del material. Un material que tenía que ser almacenado convenientemente para no tener sorpresas.

Extrajo los explosivos de la bolsa y separó los detonadores de los bloques de explosivo. Por muy seguros que fueran, había que tomar precauciones. Por fin, envolvió con papel de aluminio cada bloque por separado y los guardó en la nevera. No estaba de más ser todo lo cauteloso que pudiera. Los detonadores los guardó juntos, también envueltos individualmente en papel de aluminio, y en cuanto al mando a distancia, también siguió el mismo destino. Todo el proceso le llevó algo más de una hora… y le dejó con los nervios destrozados. No estaba acostumbrado a vérselas con potentes explosivos plásticos preparados para detonar con una simple pulsación del detonador.

No podía más, mañana sería otro día.

Mientras cenaba frugalmente, Javier recapituló el resultado del día…

Nuevamente un guiño del espaciotiempo. Otra profecía autocumplida más. Era evidente: no habían estallado los explosivos porque él se los había llevado, y él sabía que no habían detonado porque él mismo, con tres años menos, estaba allí cuando Alfonso se lo dijo. Si por alguna causa el campechano técnico en demoliciones no le hubiera comentado su perplejidad al respecto, por ejemplo porque en ese momento él no hubiera estado cerca de Alfonso, por lo que Javier no se habría enterado de sus dudas sobre la detonación… ¿se le habría ocurrido siquiera la posibilidad de sustraer el explosivo de allí? Seguro que no, concedió. Pero, claro, si él no hubiera conocido las dudas de Alfonso sobre el resultado de la explosión… ¿habría llegado a tenerlas Alfonso? Es decir, ¿de verdad habrían estallado unos cuantos bloques menos, o más bien lo habrían hecho todos? Porque si Javier no supiera nada sobre la posibilidad de que hubieran detonado menos bloques, nunca habría hecho la excursión de hoy y entonces habrían explotado todos… ¡Qué locura!

Dejó de pensar en ello. Habría que aceptar las malditas paradojas del viaje en el tiempo sin más… o volverse loco de atar.

Su último pensamiento antes de caer rendido en la cama fue para el bueno de Alfonso Calahorra y lo que pensaría si supiera que fue precisamente Javier, con quien se sinceraba aquella mañana de julio de 2014, el mismo que se había llevado el explosivo y los detonadores… pero no ese Javier afable y algo ingenuo con el que dialogaba entonces, sino otro Javier, uno tres años más viejo y con otros objetivos en su vida, uno que estaba ahora descansando en su cama, pero que, a pesar de ello, era la misma persona…

El día siguiente, el 15 de mayo, se despertó completamente alerta. Tenía que preparar el explosivo que había sustraído para que fuera eficaz en la labor de demolición, bien de la puerta blindada del banco de Phoenix, bien de la pared adyacente, eso no lo había decidido aún. Se acordaba de las conversaciones con Alfonso sobre la idoneidad del explosivo plástico, que era perfecto para volar rocas por su capacidad de adaptarse a los escondrijos y recovecos de las grietas de las rocas. Al explotar, los gases de la detonación se expandían en todas direcciones, abriendo la grieta, separando la roca o directamente convirtiéndola en una lluvia ardiente de pequeñas piedrecitas. Pero ése no era su caso. Si colocaba el explosivo pegado de algún modo a la puerta blindada o a la pared, también blindada, y lo dejaba tal cual, la mayor parte del poder destructivo del explosivo se dirigiría hacia fuera, hacia la antecámara, y no hacia la puerta o la pared. En cuanto se pensaba era obvio: al encontrar la deflagración resistencia por un lado, el de la puerta, pero no por el otro, donde sólo habría aire, la mayor parte de los gases a altísima temperatura producidos por la detonación se dirigirían hacia el lado contrario al que él quería. Por tanto, no podía simplemente colocar los explosivos pegados a la puerta y detonarlos; eso destrozaría la antecámara, pero haría poco daño donde de verdad debía hacerlo. Y no podría acceder a la cámara acorazada. Haría falta algo más que unos bloques de explosivo para poder hacerlo.

Fue el propio Alfonso Calahorra el que, en aquellas conversaciones a la luz de la luna y al amor de la lumbre y la bota de vino, le había dado la solución sin quererlo al comentar los usos comunes del explosivo. Las palabras clave eran «carga hueca».

Ya utilizados en la Segunda Guerra Mundial, los proyectiles de carga hueca fueron el invento del hombre para poder perforar los blindajes de acero de los carros blindados del enemigo, y desde entonces habían eliminado montañas de tanques… y a sus tripulaciones con ellos. Su diseño era sencillo, y una breve investigación en internet le explicó con pelos y señales todo lo que necesitaba saber sobre el tema.

El explosivo se coloca dentro del proyectil cilíndrico, pero no llenando todo él, sino dejando un hueco vacío en su parte anterior, la que impacta contra el objetivo. Este hueco se moldea en forma de cono invertido, con su vértice apuntando hacia la parte trasera del proyectil, y finalmente se coloca una capucha fina de un metal blando, normalmente cobre, para fijarlo firmemente al cuerpo y que no se mueva. En el momento del impacto el detonador, situado en la punta del proyectil, detona el explosivo. Éste, al explotar, se encuentra constreñido por el cuerpo de acero del proyectil por todas partes menos por una: allí donde se halla el hueco. Entonces, la mayor parte de los gases de la deflagración se dirigen al punto de mínima resistencia: la zona hueca. Física básica. Y la misma física básica muestra que la dirección general de los gases de la detonación es la dirección normal a la suma de las diversas direcciones… en una palabra, directamente hacia delante, hacia el punto de impacto. El resultado es brutal: un chorro de plasma a muchos miles de grados de temperatura aplicado en un punto concreto del blindaje, capaz de volatilizar 20, 30 o incluso 40 centímetros de acero e inyectar una presión instantánea de muchas atmósferas de vapores ardientes en el interior del carro blindado. Los tripulantes nunca se darían cuenta de que habían sido alcanzados, simplemente son carbonizados en milésimas de segundo. Un invento muy útil para destruirse mutuamente.

Javier se empapó de todo esto y se aplicó en diseñar unos explosivos caseros de carga hueca capaces de abrirle camino hacia la cámara acorazada, teniendo en cuenta que lo que él deseaba era solamente volar la puerta, no inyectar en la cámara muchos metros cúbicos de gases a miles de grados de temperatura, pues eso reduciría a vapor su contenido y haría inútil todo su esfuerzo. Tenía que hacerlo bien.

Pasó toda la mañana entre internet y su mesa del despacho, haciendo cálculos y diseños, teniendo en cuenta que en internet no había precisamente mucha información sobre cómo penetrar blindajes y que tampoco estaba seguro del grosor exacto ni de la puerta blindada ni de la pared, sólo las medidas más o menos reales que le había proporcionado Walther Johnson en su visita al banco en diciembre de 1982, hacía unos pocos días… o 35 años, según desde qué punto de vista se contase. Al final quedó razonablemente satisfecho con su diseño, hasta el punto que podía estarlo con tanta incertidumbre, así que decidió pasar a la acción.

A primera hora de la tarde se desplazó en su coche a Vitoria, capital de la provincia de Álava, en el País Vasco, a poco más de 60 km de Logroño. Una vez en Vitoria, o Gasteiz, el nombre vasco de la ciudad, fue parando en cada hipermercado, ferretería o tienda de menaje que encontraba al paso. Compró en distintas tiendas diez cafeteras express italianas de acero de tamaño pequeño, de las que estaban pensadas para hacer dos o tres tazas de café solamente. Eran de dos marcas diferentes, con diseños similares pero distintos y capacidades también ligeramente diferentes. Servirían. Compró también un tablero de aglomerado chapado en melamina de 22 milímetros, un cuadrado de un metro de lado, varios rollos de cinta adhesiva por las dos caras, especial para la colocación de moquetas y por lo tanto muy fuertes, adhesivo de montaje, un bote de pintura negra en spray de esos que usan los grafiteros y, por fin, varios rollos de papel de aluminio.

También adquirió una máscara antigás del tipo que usan los bomberos, así como la vestimenta ignífuga adecuada en una tienda especializada en equipamiento profesional que había localizado gracias a internet. Aunque pensaba utilizar todo ello a más de 10000 kilómetros de distancia y en un suceso ocurrido hacía 35 años, para no despertar sospechas explicó que en la inspección de seguridad que había pasado su empresa la semana pasada habían detectado que el equipo antiincendios de la instalación estaba en mal estado y había que cambiarlo prácticamente todo, todo el equipamiento… incluido el traje y la máscara antigás para el responsable de seguridad. Como pagó en efectivo y no pidió factura nadie le puso el menor inconveniente. Al terminar sus adquisiciones volvió a su piso en Logroño. No quería comprar este material en su ciudad natal, donde podría ser reconocido. Una vez allí montó un pequeño taller en la cocina y lo dejó todo preparado para comenzar a fabricar sus proyectiles caseros el día siguiente.

Una vez aseado y desayunado, comenzó a trabajar en su taller improvisado. De las cafeteras se quedó sólo con la parte inferior, donde se echaba el agua que luego, convertida en vapor, serviría para obtener el café express en la parte superior. Quitó la válvula de seguridad de estos recipientes, lo que le costó más trabajo del que había pensado, pero al final lo consiguió. Ya tenía el cuerpo de los proyectiles. A continuación cortó el tablero para obtener diez trozos cuadrados de unos quince por quince centímetros y les hizo en su centro un agujero circular de un diámetro algo inferior al de la boca de los recipientes de las cafeteras. Después fue ajustando cada recipiente en cada uno de los pequeños tableros, agrandando con una escofina el agujero hasta que todos ellos encajaban perfectamente, sin apenas holguras, en los agujeros. Cuando estuvo listo, aplicó una generosa capa de adhesivo de montaje al borde del agujero y colocó el recipiente de nuevo con cuidado de que no sobresaliera por el otro lado del tablero. En unas horas, las que necesitaba el adhesivo para fraguar, quedaría fuertemente pegado el tablero al cuerpo de la cafetera. Los dejó todos ellos juntos en el suelo del salón. Javier quedó mirando su obra, que casi parecía una obra de arte moderna. «Diez culos de cafetera en pompa, en busca de su media naranja», lo tituló en su mente, con una sonrisa. Igual si lo exponía algún artista célebre alcanzaba un precio elevado…

La primera parte de su invento estaba terminada, ya era casi de noche y para el siguiente paso necesitaba estar bien descansado, así que dejó todo tal como estaba en su cocina y su salón, pidió una pizza por teléfono, se la comió cuando se la llevaron, acompañada de un vaso del inevitable vino de Rioja, escuchó algo de música y se acostó. El próximo día, el 17, sería el día D.

Cuando sonó el despertador estaba ya despierto, pero había dormido bien. Estaba descansado y preparado para la acción. Desayunó frugalmente y se puso manos a la obra.

Seleccionó diez de los explosivos, dejando los otros seis en la nevera. Había calculado con sus escasos medios que con diez sería suficiente para derribar la puerta. Convenientemente moldeados cabrían completamente en el interior de las cafeteras, que harían el papel del proyectil. Ajustó bien el plástico al fondo y las paredes de la cafetera. Efectivamente era maleable como la plastilina y permitía trabajarlo con facilidad. Luego le dio la forma cónica invertida a la parte superior con la ayuda de una espátula. Dejó la superficie lo más plana y uniforme que pudo. No sería tan perfecta como los proyectiles industriales, pero debería ser suficiente. Luego puso una capa triple de papel de aluminio tapando el plástico y rellenó la parte hueca con papel absorbente de cocina, para evitar en lo posible que se moviera. A continuación cortó un trozo de vinilo autoadhesivo del tamaño del tablero y con él selló el explosivo, pegándolo fuertemente a la madera. Por fin, cortó pedazos de la cinta adhesiva de la longitud adecuada y los pegó por una cara al tablero, cuatro trozos en cada uno, dejando la otra cara con el protector, pero ligeramente separado para facilitar su extracción cuando fuera el momento.

Una vez tuvo así preparados los diez proyectiles caseros, procedió a realizar la tarea final: convertirlos en proyectiles reales. Para ello introdujo los detonadores dentro del explosivo por el agujero donde había estado la válvula de seguridad, dejando el cable que servía de antena ligeramente fuera. Aunque el disparador estaría muy cerca, a no más de dos o tres metros de distancia, quería asegurarse de que los detonadores no tenían problema alguno de recepción de la señal.

Cuando acabó estaba sudando. Teóricamente los detonadores eran muy seguros y sólo se activarían con la señal concreta emitida por el disparador a distancia, que estaba sintonizado en la misma frecuencia que los detonadores, y además el disparador no tenía montada la batería. Tanto era así que los artificieros del cañón del Leza no habían tenido reparo alguno en dejar los explosivos con sus detonadores montados durante una noche entera. Pero él no estaba nada tranquilo: quizás una onda electromagnética cualquiera, un mando de apertura de un garaje, un mando a distancia de un televisor, cualquier cosa, podía enviar una señal que fuera interpretada por algún detonador como la orden de detonación… y no quería pensar en las consecuencias para él y para sus vecinos. No quería estar con los detonadores montados en el explosivo plástico ni un minuto más de lo necesario.

El TaqEn estaba ya preparado en el suelo del salón. Todo lo que debería llevarse lo tenía también preparado. Un par de bolsas grandes con cinco de sus proyectiles caseros cada una. Una potente linterna. El disparador, aún sin batería. La batería. Tres rollos de cinta autoadhesiva por las dos caras. La pintura negra en spray. Y su reloj, un Tissot T-Touch muy preciso que estaría completamente fuera de lugar en 1983, pero que por esta vez no pensaba quitarse de su muñeca. Él, a su vez, se había vestido con el traje ignífugo, incluida la máscara. El traje no llegaba a ser de bombero profesional, pero le protegería en un primer momento de unas llamas no demasiado potentes o del humo. No se había puesto los guantes. Necesitaba las manos libres. Miró una vez más el reloj sobre el aparador para comprobar que estaba perfectamente sincronizado con su reloj de pulsera. Efectivamente, así era.

Estaba listo. Aterrado, pero listo.

Marca las coordenadas de destino: la antecámara de la sala acorazada del Phoenix Traders City Bank, coordenadas tomadas al centímetro por el geolocalizador. Marca a continuación el día y la hora de destino: 1 de enero de 1983, a las 18:09, hora local. El TaqEn acepta ambas coordenadas sin problemas: su pantalla dice «OK – REDDY». Mira la hora, 13:18 del 17 de mayo de 2017, y la apunta en un papel que se guarda en un bolsillo.

Está casi seguro de que, aunque va a coincidir durante unos minutos con otra copia suya anterior que estará fuera, en el coche aparcado, observando el incendio y tomando nota de todo lo que ocurre, no va a interferir en nada con lo que ahora va a hacer. Eso mismo ha ocurrido ya algunas veces y, tomando las precauciones oportunas para que sus copias no se encuentren físicamente, nunca le ha pasado nada… pero de todos modos no las tiene todas consigo.

Desecha estos pensamientos y pone su reloj multifunción en modo cronómetro. Toma todos los objetos que va a necesitar y se asegura de que estén dentro del espacio vinculado.

Toma aire, se agacha y pulsa el botón de proceder. Un botón marcado con una admiración. Muy apropiado.

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