Azul

Azul


III. Transición

Página 5 de 8

III. Transición

 

Miré el reloj, impaciente. Cómo tardaba… Claro que tampoco habíamos quedado a ninguna hora en concreto. Me dijo que vendría y ya, contra mi voluntad, sin que una pobre mortal con residencia en el reino de la vigilia pudiera hacer nada por evitarlo. Ahora, para fastidio mío, lo esperaba ansiosa.

Habían cambiado, no obstante, algunas cosas de vital importancia. En esta ocasión ya iba avisada de que estaba en un sueño, por lo tanto no debía asustarme en exceso, pues nada de lo que pudiera ocurrir tendría unas consecuencias reales. Paradójicamente, eso era también lo que más me inquietaba. Sabedora de mi condición, temía acabar diciendo ¡a la mierda! y sucumbiendo a la tentación de una vez por todas. ¡Maldita sea! ¿Por qué al llegar la noche mi carácter se tornaba tan voluble?

Por si fuera poco, el modelito que traía puesto no era precisamente el uniforme de oponer resistencia. Más bien auguraba la catástrofe. Amén de la melenita suelta y alisada, cosa rara en mí, y de los labios pintados, lucía una camiseta potentemente ceñida al pecho y que tenía un escote mataor, la cual solo era guarecida del frío nocturno por una torerita que hacía esfuerzos titánicos por cubrirlo todo, sin conseguirlo. Completaban el hermoso conjunto una faldita corta, unos pantis y unos tacones de campeonato, por no hablar de la ropa interior: wonderbra y tanga. En resumen, iba hortera que te cagas, y me preguntaba quién demonios había escogido la ropa, si mi subconsciente o Azul. Creía que el chico era elegante.

Miré a mi alrededor. Había que reconocer que la atmósfera para hacer lo que yo no quería hacer era acertada en extremo. Me hallaba en un banco apartado de un romántico parque, convenientemente salpicado de verde (¿o era azul?) y con una gran fuente en medio. Además, el cielo estaba despejado y lleno de estrellas, es decir, que mirara donde mirara veía todas esas chorradas que, según el acervo popular, se considera que contribuyen a crear un espacio de amor y armonía. Lo que me extrañaba era, estando allí sola de madrugada y con mis preciosos ropajes, cómo no me habían violado ya. Probablemente no faltaría mucho.

Azul, o sea, el violador con el que había quedado, debía estar al caer. Eso esperaba, porque eran las dos de la mañana y yo al día siguiente tenía que madrugar. A ver si el tipo aparecía, veía que no tenía nada que hacer conmigo, se largaba y me dejaba dormir unas horas exentas de sueños libidinosos.

Pobre ilusa…

Mi intención era buena, pero se batía en retirada. Ni uno solo de los poros de mi cuerpo, ardientes en deseos oscuros y pecaminosos, la secundaban en la batalla.

«Resiste, Lucía, resiste…».

—Hola, Lucía.

Estaba sentado a mi lado, cruzado de piernas, sin que hubiera habido ningún lapso de tiempo dedicado al cómo había llegado hasta allí.

—Como ves, tus pensamientos no son exactamente los mismos que durante el día.

Tenía clase, en estos momentos bastante más que yo, la verdad sea dicha. Vestía todo de negro, acorde con su pelo moreno y en contraste con el azul oceánico de su mirada. Llevaba unos vaqueros sobrios, zapatos, una camisa por fuera que aún olía a limpio y una chaqueta que solo él debía saber llevar. También iba repeinado, cosa que me da mucha rabia en un hombre pero que a él le sentaba de fábula, y olía a exquisita colonia masculina. Me miraba con esos ojos fatales que minaban al instante cualquier vago intento de reluctancia femenina. Quizá era esa mi perdición. Quizá no podía mirarlo a los ojos. Debería poder cortar esto por teléfono… si todos mis esfuerzos fallaban ahora.

—Azul, yo… —empecé, mirando al suelo.

—No era necesario que te vistieras así para mí, Lucía.

—¡Oye, yo en la vida me pondría estos trapitos, así que deja de disimular!

—En cualquier caso estás preciosa.

—Gracias. —Cometí el error de subir la mirada, y sentí como si me escrutara hasta el rincón más profundo de mi alma… pillando todo lo que había por medio, claro. Volví a bajar la cabeza, ruborizada—. Eh… Por favor, Lucía, concéntrate…

—¿Por qué no me miras?

—Así estoy bien. Azul, lo nuestro tiene que acabar.

«Hale, ya lo he dicho. Ponedme una medallita».

—¿Sigues negándote a escuchar el dictado de tu corazón? Verás, Lucía…

—No, resérvate las moñadas para otro momento, ahora déjame hablar. Azul, no quiero herir tus sentimientos, de verdad, pero lo haré si es necesario. Tú… estás muy bien, eres muy mono, muy galante y un seductor de primera. Si hubiera estado libre, seguramente me habría replanteado la situación. Pero tengo un novio y da la casualidad de que estoy enamorada de él. Así que, por favor, te pido que te vayas y me permitas continuar con mi vida y mi relación de pareja. Estoy segura de que encontrarás a otra chica que te… haga feliz.

Puse mi mente a cubierto de la bomba atómica que me esperaba. Pero no levanté la vista. Sí que vi cómo apretaba los puños.

—Veo que a pesar de todo has preferido quedarte con ese… neandertal.

Eso me jodió.

—¿Neandertal? ¡Pero tú qué te has creído! ¡No es un neandertal!

—Sí que lo es.

—¡No, no lo es!

—Sí que lo es.

—¡Como insultes a mi novio te parto la cara!

—No te llega a la suela del zapato. Tú te mereces algo mucho mejor.

—Déjame adivinar: algo como tú, ¿no? Entérate bien, casanova, se puede enamorar con otras cosas aparte de con un físico diez y con palabras acarameladitas. Puede que Dani no sea tan guapo como tú, ni tan atractivo, ni tan caballeroso, ni tan listo… —«¡Joder, Lucía, para ya de decirle piropos!»—. Pero te olvidas de algo importante: que le quiero. Le quiero desde mucho antes de que tú llegaras a mi vida y a mis sueños… Dios, estoy pirada… Y… por eso… para mí las comparaciones no existen. Puesto que le quiero, le prefiero. ¡Además, tú tampoco eres perfecto, que lo sepas!

—¿Hay alguna cosa de mí que te desagrade?

—¡Unas cuantas! Para empezar, eres un acosador profesional, no concibes un no por respuesta y crees que las doncellas deben rendirse a tus pies con solo chasquear los dedos. También eres egocéntrico, prepotente y megalómano, tienes que montar tú toda la función: este parque, mi ropa… ¡Yo solo soy una mera espectadora, lista para aplaudirte en el momento preciso! Para eso y para algo más, ¡pervertido! Además, no eres tan guapo. Corrección: sí eres tan guapo, ese es el problema. Eres tan guapo que das asco. No me entiendas mal, puestos a que se me aparezcan en sueños, prefiero que seas tú antes que el de en medio de Los Chichos, pero estás muy equivocado si crees que el físico lo es todo. Antes prefiero a un chico que tenga sentido del humor, y tú de eso tienes tanto como yo de centollo.

—Eso no es cierto. Puedo llegar a ser tronchante, que lo sepas.

—¿Con esa cara de Buster Keaton? Sorpréndeme. Cuéntame un chiste.

—Uno que llega y dice fistro, cobarde, pecador de la pradera. ¿Te das cuin?

—Ay qué risa, María Luisa. Si hasta me ha salido un hamatoma en el diodeno.

—Bueno, ¡da igual, Lucía! No estamos aquí para esto y lo sabes.

—Lo que sé es que te acabo de dar unas calabazas como catedrales y todavía no las has asimilado. Fin de la charla. Y ahora, príncipe de Beckelar, puesto que yo no puedo salir de este sueño por mucho que ande, creo que será mejor que te marches tú.

Me puso una mano en el muslo. Casi le prendo fuego a los pantis.

«Así que no es solo la mirada».

—Lucía… Mírame.

—No.

—Mírame.

Agotadas las reservas de resistencia. Me acarició la barbilla, y mi cabeza se giró sin que yo interviniera para nada. Glups.

Me quedé mirándolo con cara de idiota enamorada, roja, con los labios entreabiertos para unir mi aliento al suyo y los ojos mediocerrados para no ver muy bien lo que se me venía encima.

—Tú me has echado un amarre, ¿verdad?

—No, Lucía. Créeme, eres tú la que decide. En los sueños uno se libera de todas las cargas, bloqueos y complejos que impiden hacer lo que realmente se siente en la cárcel que es la vigilia. Tu voluntad es férrea, y te habías afianzado a todas aquellas cadenas que te aprisionan cuando estás despierta. Pero ya has soltado la inmundicia que tenías en la cabeza, con lo que ahora eres solo tú, solo Lucía, limpia, libre de prejuicios, llena de pureza. Y ahora que has visto tu verdadero ser, que puede gustarte o no, pero que es lo que te define como Lucía, admite que deseas estar conmigo.

Intenté aferrarme una última vez a todas aquellas cadenas, a lo que soy cuando estoy despierta… Pero sentí como si esa identidad se me escapara volando, disipándose en el aire nocturno. Después, solo quedé yo. Me sentí vacía de responsabilidades, sin el peso de la conciencia… y pensé que, si había algo por lo que pagar, ya lo pagaría por la mañana.

Mientras tanto, me esperaba una noche maravillosa.

Di un salto, me senté encima de él y me subí de un tirón la camiseta y el wonder, convirtiendo los hermosos ojos de Azul en dos hermosos platos azules. Creo que no esperaba una reacción así.

—¿Significa esto —se atragantó— que quieres que te acaricie los pechos?

—¡No! ¡Quiero que me toques las tetas!

Tras esta orden que no admitía discusión posible, le desabroché el pantalón, le bajé el calzoncillo y comprobé que Azul todavía era más bello por dentro que por fuera. Cual bestia acorralada, él me desgarró los pantis de un zarpazo, y sin librarme del tanga me conecté a esa fantástica pila de litio que tanta energía prometía poder otorgarme. Al hacerlo, no pude reprimir un gemido de placer supremo. Miré a mi alrededor, sonrojada.

—¿Y si nos ve alguien?

—Es un sueño, ¿recuerdas? Solo estamos tú y yo.

—BIEN.

Entramos, por tanto, de cabeza en la materia. Yo, liberada de traumas y con la seguridad de que nadie podría vernos ni oírnos, activé mi muelle especial de la pasión desenfrenada y comencé a saltar y a gemir como una loca, alternando con voluptuosos movimientos de cadera, comiéndonos a besos el uno al otro, dos puntos negros de lujuria en la inmensidad de la noche, nuestros gritos y jadeos resonando blasfemamente por las cuatro esquinas del parque y aun del mundo de los sueños…

Recuerdo que decía «Sí, sí, sigue, oh, Dios, voy a tenerlo, sigue, no pares, síiiiiiii», cuando noté un calor incongruente en mi costado izquierdo.

 

Desperté.

Sorpresa: Dani me estaba refrotando la cebolleta.

Me entró mucha mala hostia.

—¿Pero qué coño haces? Me has despertado, ¿sabes?

—¡Joder, mira quién habla, y tú a mí!

—¿Y eso por qué?

—No sé qué narices estás soñando, pero has empezado a moverte y a gritar «¡Sí! ¡Sí! ¡Sigue! ¡No pares!», que parecía que te ibas a correr aquí mismo, y claro, me has puesto morcillón…

Modo Pimiento Morrón Activado.

—Ah… Ya. Estaba soñando que lo hacíamos. ¡Pero no tenías que despertarme! Con lo a gusto que estaba durmiendo…

—Si quieres, podemos continuar tu sueño ahora…

Me abrazó, pero yo me zafé de él. De repente, Dani me parecía un zoquete. Todavía estaba muy molesta por la interrupción del sueño, y no me apetecía nada cambiar a Azul por él.

—No, cariño, déjalo… Mañana hay que trabajar, y me gustaría seguir durmiendo. Otro día, ¿vale? Ah, y por favor, no me vuelvas a despertar.

Me di la vuelta y cerré los ojos. Él, mosqueado, se fue al cuarto de baño, creo que para aliviarse. Dejé los remordimientos para el día siguiente.

 

¡Tachán!

—¿Algún problema, Lucía?

—¡Ninguno! ¡Estoy libre de traumas! ¡Dame caña! ¡Hasta el infinito y más allá!

En el transcurso del chotis, estuve tan entregada a los entresijos de la lascivia, que me olvidé por completo de un detalle que bien podía convertirme en madre de un pitufo.

—Esto, Azul… Ya sé que llego algo tarde, pero ¿no deberías ponerte un condón?

—No. —Y siguió dándole.

—Azul, para un momento, la madre que te parió. Que no tengo ningunas ganas de quedarme preñada.

—No debes preocuparte por eso. Mi esperma se caracteriza por ser inexistente.

—¿Mande?

—Que no eyaculo.

—Una excusa magnífica para chingar a pelo, pero o te pones cacharrito o te vas a cantarle a la pera.

—Mi amada Lucía, debes saber que, dada mi condición de ente onírico, no tengo ningún interés en la procreación, como tampoco lo tengo en regar tus sueños con efluvios asquerosos. A tal fin, mis orgasmos, que como habrás notado son múltiples y continuos, están desprovistos de toda eyaculación, con objeto de que tanto tú como yo podamos disfrutar de nuestros encuentros con el máximo placer y el sumo confort.

—¡Madre del Amor Hermoso! ¡Azul, eres perfecto!

—Pues sí, esa es la idea.

Mis brincos amenazaban con arrancar el sufrido banco de sus cimientos. Hacía calor, y cuando el sudor empezó a caerme a chorros, aquí la sota de bastos me amarró de las nalgas, se levantó y, con los pantalones bajados, me llevó en brazos hasta la fuente central, donde el lance adquirió grandes dosis de troglodismo.

En primer lugar, Azul tropezó con el borde de la fuente y ambos caímos de lleno en el agua, compartiendo escenario con la estatua del dios pagano que la presidía y su legión de amorcillos. Acumulada la masa gris en la punta de su cilindro, no tuvo aquí mi príncipe la galantería de la noche. En vez de ayudarme a mí, que había caído debajo, se sacó los pantalones y me practicó la postura del misionero en remojo, que no pude atender con la entrega que se merecía por tener la cabeza dentro del agua. Agobiada, le arreé un guantazo a Azul y huí hasta el otro extremo de la fuente, donde me apoyé jadeante en un amorcillo y comencé a toser y eructar por culpa del agua tragada.

Mi pretendiente aprovechó entonces para zumbarme por detrás, amarrándome bien de las caderas con objeto de evitar una nueva fuga. Durante unos minutos me dejé batir como una clara de huevo, derrotada por el placer más extremo, incapaz de borrar de mi semblante una expresión de puta babilónica que habría enrojecido al pornógrafo más avezado. A escasos centímetros de mi cara, el angelito de cuyas orejas de soplillo me agarraba, contemplaba mi gesta horrorizado. Su mirada era claramente reprobatoria, no pude determinar si a causa de la ofensa que mis bamboleos de consumada pecadora suponían para su divinidad, o de la envidia propia del que no tiene pilila.

Molesta por esta injusta acusación, cuando yo no era más que la pobre víctima de un desalmado sin escrúpulos, decidí que ya me tocaba violar a mí, para que al menos se me criticara con fundamento. Volví a sacudir a Azul, le hice una llave de pressing catch y, tras inmovilizarlo en el agua con la cabeza sumergida, me puse a saltar sobre él cual cangura encelada, haciendo caso omiso de sus chapoteos.

—Disculpe, señorita.

Me volví de muy malas formas, furiosa por esta nueva interrupción.

Cuando vi al policía, se me pusieron los pelos como escarpias.

—¿Sabe usted que está prohibido masturbarse desnuda en una fuente pública?

Miré aterrada a Azul, para que diera él las explicaciones.

El muy cabrón no estaba.

—No me estoy masturbando, estoy…

«Tirándome al hombre invisible», completé mentalmente.

—Yo le explico, agente, resulta que hace un momento había aquí un chico…

Mientras hablaba, lo buscaba desesperadamente en el agua.

«Por mi madre, espero no haberlo ahogado».

—Ande, señorita, hágame el favor de taparse con algo y venga conmigo.

—¿Por qué? ¿Me van a poner una multa?

—Qué multa ni qué cojones. Por lo menos le van a caer sesenta años.

—¡¿Sesenta años?! ¡¿Por follar en una fuente?!

—Pa follar están las camas, señora.

—¡Buaaaaaah! ¡Por favor, agente! ¡No quiero ir a la cárcel! ¡Buaaaaaah!

—Deje de llorar y tápese, coño, que uno no es de piedra.

—¡Buaaaaaah! ¿Por qué me hacen esto? ¡Buaaaaaah!

A punto estuve de cagarme en la fuente cuando vi que al policía le crecían dos largos cuernos que mandaban a paseo su gorra. Sintiéndome pasto de los demonios, mi primer impulso fue echar a correr y no parar hasta llegar a Cuenca, pero un último vistazo a su cara me reveló que en realidad el policía no era otro que Dani, mi novio, quien profirió una diabólica carcajada al tiempo que, señalándome con el dedo, tronaba:

—¡¡¡POR INFIEL!!!

Ir a la siguiente página

Report Page