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EL día siguiente fue distinto para Fátima, su rutina de costura y encierro en su habitación o huida hacia el jardín, había sido alterada por completo. Había tenido que prepararse para la primera fiesta a la que asistiría en su vida, y aunque la idea no la entusiasmó, tenía la diminuta esperanza de poder ver, aunque fuera a lo lejos a Oliver. Estaba convencida de que él asistiría a la tertulia, si él era un pirata, tendría alguna relación con el gobernador, por lo tanto, podría ser que ella tuviera la grandísima fortuna de verlo nuevamente. Solo verlo, con eso sería suficiente para proporcionarle combustible a esa ilusión que se había encendido dentro de ella, y que por ridículo que pudiera parecer, hacía que ella viera los días con mayor brillantez, y las noches menos oscuras, percibía el aroma de las flores con más intensidad y deseaba sonreír aún cuando su tía estuviera plantada a su lado.

Y deseaba... Si, deseaba. Comenzaba a entender el significado corporal de esa palabra. Ella deseaba poder sentir otra vez la fuerza de los brazos de Oliver aprisionando su cuerpo, y la dureza de sus músculos cuando ella tocara su pecho, y percibir la calidez de su aliento sobre su piel, y advertir su aroma tan masculino a lavanda, vetiver y madera cada vez que respirara. Si, definitivamente ella lo deseaba, hasta el punto terrible de consumirse en una hoguera interna.

Amelia y Fátima, llegaron a la casa de los señores de Altamira pasadas las seis de la tarde. El lugar estaba invadido de música, comida, bebida e invitados. Semejante celebración se debía al onomástico de doña Margarita de Altamira, la esposa de uno de los terratenientes más ricos de Jamaica. El derroche ponía de manifiesto el poder económico, bastaba con mirar a cualquier ángulo para descubrir toda clase de joyas y vestimentas desde las más sencillas a las terriblemente extravagantes y costosas.

Amelia había seleccionado un vestido rosa pálido atiborrado de volantes y encajes para Fátima. Un atuendo horroroso a decir verdad, y aunque era evidente que la joven estaba incómoda enfundada en tan pavoroso vestido, ella se limitó a adoptar su comportamiento silencioso de costumbre.

Mientras se adentraban en aquel salón, Amelia utilizó casi dos horas para presentar a Fátima a cuanta amistad suya encontró a su paso. Luego ella se encargó de instalarla de pie a su lado, incrustándola en una esquina del salón, lejos de la pista de baile, y alejada de cualquier otra joven mujer u hombre que pudiera estar interesado en entablar alguna charla con ella

No hubo una sola persona que no considerara a Fátima como un ser extraño e incompatible. Desde luego era una reacción normal, nadie la había visto antes, porque Amelia no le permitía salir a ninguna parte y tampoco podía ver o recibir a nadie en su casa. Esta era la primera vez que Fátima acompañaba a Amelia a una de sus tantas fiestas.

Era extremadamente evidente que Fátima no se sentía cómoda, mucho menos feliz o afortunada. Tampoco tenía la fortaleza suficiente para mantener el rostro y la vista en alto y enfrentar las miradas curiosas de todos los presentes. Así que mantuvo la mirada clavada entre en el piso y sus manos que descansaban sujetas una a otra sobre su abdomen.

Oliver no estaba en aquel salón. Ella no lo había visto mientras duró la obligada presentación de amistades y conocidos. Pero finalmente tuvo que reconocer con pesar, que tal vez Oliver no había sido invitado a aquella reunión. Fátima respiraba y exhalaba por mera necesidad, su desilusión se cernía sobre ella, pesada y álgida, desbaratando la frágil dicha a la que ella se había aferrado durante todo el día.

Algunos minutos más tarde, los músicos detuvieron de tajo la melodía que interpretaban y todos los concurrentes guardaron silencio. Ese repentino cambio en la monotonía de la fiesta, llamó la atención de Fátima, levantó la mirada y notó que todas las cabezas se habían girado hacia un punto determinado del salón. En la puerta principal se encontraba el Gobernador de Jamaica, Sir Henry Morgan, a su derecha el Capitán Oliver Drake y aquel hombre robusto que había visto en el consultorio; a la izquierda del político otros dos individuos que aparentaban una rudeza barbárica. Y a pesar de que los cinco vestían de gala, la fuerza de su personalidad sobrepasaba los ropajes desentonando en una intangible hostilidad marítima.

El Capitán Drake sobresalía de todos los concurrentes, más no por tosquedad. Su ropaje negro con bordados en plata lo había convertido en una silueta de indescifrable misterio extraída de la memoria del océano. A pesar de ser un pirata, había algo en él que no discrepaba con su vestuario, ese traje elegante le sentaba muy bien, lucía distinguido y con porte noble, podía desafiar a cualquier pensamiento y asegurar que ese hombre de pie en la puerta era un distinguido caballero inglés.

Don Diego de Altamira se apresuró a recibir a los visitantes muy a pesar del disgusto que le producía la presencia de aquellos forzosos invitados. Don Diego tendió la mano en son fraterno, sabiendo que esta acción sería comentada por largo tiempo en Jamaica. Sin embargo, su saludo se limitó al cabecilla del grupo y al resto, el señor de Altamira se dirigió con un sobrio “Bienvenidos señores”, que se escucharía desafiante por toda la estancia. Sir Henry se volvió hacia sus acompañantes hablándoles durante un minuto, luego los cuatro hombres rompieron filas tomando cada uno caminos diferentes. Los músicos tocaron nuevamente una melodía y la fiesta continuó a pesar de los nuevos invitados que atraían sobre ellos las miradas curiosas de los asistentes. Fátima perdió de vista al Capitán Drake en la marejada de vestidos y casacas.

Ella estaba inquieta, se esforzaba por buscar a Oliver sin hacer mucho alarde de su exasperación, pero no le resultaba fácil con su tía Amelia pegada a ella. Finalmente desistió. Exhaló un diminuto suspiro de capitulación, y regresó su mirada al piso.

—Era lo único que nos faltaba; que una horda de monos marinos fueran invitados para echarnos a perder la fiesta.

Amelia lanzó su comentario reprobando la actitud del señor de Altamira dando a entender que en su caso, los habría echado a la calle o simplemente ni siquiera habría considerado la posibilidad de invitarlos. Pero si fuera su caso en realidad, los habría invitado y los hubiera recibo personalmente, ella era tan hipócrita como los Altamira.

—Tiene mucha razón, Doña Amelia. —Prosiguió don Vicente Bribiesca— Que el pirata Morgan compre su título al rey no significa que pueda ser aceptado en una sociedad decorosa. ¡Faltaba más!.

Comentarios parecidos recorrieron el salón como si fuesen interminables olas de crestas afiladas que rompían en los oídos del Gobernador y sus acompañantes. Fátima mantuvo la mirada baja y los ojos cerrados, ella se rehusaba a ser partícipe de ese ataque a gran escala. Y en este momento se alegró que no se le permitiera hablar, ahora el silencio era su aliado y protector.

Oliver se alejó de sir Henry. Él recorría lentamente el salón y de vez en cuando inclinaba la cabeza a manera de saludo para aquellas personas que inter— actuaban de alguna u otra forma con él o con Morgan, a pesar de que solo recibió como respuesta caras tiesas y muecas agrias. Y desde luego, también se ocupó de obsequiar miradas abrasadoras a unas cuantas mujeres a quienes él conocía muy, muy bien. Él podía ser un pirata difícilmente aceptado por la sociedad jamaiquina, pero ciertamente para algunas mujeres él resultaba adictivo y muy notorio en sus camas.

Oliver no se detuvo a conversar con nadie en particular, lo único que deseaba era poder largarse de esa maldita fiesta y escabullirse en la casa de Fátima. Él imaginó que ella estaba ahí, encerrada en su habitación. Sola. Preparada para irse a dormir o tal vez ya soñando en su cama. Si. Que deliciosa imagen debía ser verla dormida. Él decidió que ya había permanecido el tiempo suficiente en esa infernal fiesta y se marcharía de inmediato y nada, ni siquiera Morgan lo iba a detener.

Nada. Excepto...

¡Qué cosa más espantosa lleva puesta!, pensó Oliver al ver a Fátima enfundada en ese horroroso vestido. Las manos le cosquilleban, ansiaba arrancarle esos volantes exagerados y las flores y los moños. Si la intención de su muy maldita tía era la de ocultarla, se había equivocado, con ese vestido de tan mal gusto, había convertido a Fátima en una llamativa esfera de volates, encajes, flores y moños a la que cada asistente contemplaría tan solo para lamentarse y burlarse de la visión desagradable que ella representaba. Una razón más para torcerle el cuello a la condenada Amelia.

Él había aprendido a bailar hacía muchos años, cuando era un adolescente, y aunque no lo practicaba con frecuencia, mantenía nociones bien claras de los movimientos. Era una de las muy pocas cosas que había preservado de su privilegiada vida que había cambiado dramáticamente hacía ya muchos años. Y fue esa la oportunidad que buscaba para acercarse a Fátima. Acercarse a ella. Con solo pensarlo, cierta parte inferior de su cuerpo echó a andar el mecanismo estratégico. Si, Oliver deseaba con especial fervor estar cerca, muy cerca... Tan cerca que fuera mejor que lo dejara entrar y fundirse con ella. Y el alocado mecanismo de su cuerpo seguía funcionando a tal temperatura que Oliver sintió que expulsaba vapor por las orejas.

Él, con pasos firmes se plantó frente a Fátima.

—Milady, ¿me haría el honor de bailar conmigo esta pieza?.

Esa voz de trueno se posó en su oído.

Oliver permitió que su voz se suavizara lo suficiente como para mostrar al público que lo contemplaba, una actuación sublime.

Fátima levantó de inmediato el rostro y perdió totalmente la movilidad, como si esas palabras que nadie le había dirigido antes, hubieran conjurado un hechizo sobre ella. Su corazón se aceleró. Sentía el calor de la mano de él sujetando la suya y percibió como ese ardor se abría camino contagiando cada una de sus células hasta que estalló en su rostro. Podía sentir como sus mejillas se incendiaban sin control. ¡El Capitán Drake estaba parado frente a ella y sujetando su mano en la suya!.

Fue precisamente la inmovilidad y el silencio de ella lo que alertó a Oliver del peligro. Él no soltó su mano y ella con los ojos desorbitados y con el aliento atorado en alguna parte de su garganta, solo acertó a permanecer silenciosa.

—¡De ninguna manera!. —Amelia colocó su abanico cerrado sobre sus manos— ¡No se lo permitiría, ni muerta!. La absurda pretensión suya de rebajar a mí sobrina a la ignominia de su compañía, exhibiéndose frente a toda persona respetable de Jamaica es una afrenta que no toleraré nunca. Señor, le agradeceré que se marche ahora y deje a mi sobrina tranquila.

El Capitán Drake miró a la petrificada Fátima de una manera extraña; sus iris parecían balas de jade en el momento que entornó los ojos. Bajando la mirada besó la mano de ella, en señal de despedida.

¿Qué demonios había sucedido con ella?. Su mirada no era la misma, había terror en sus ojos, su mano estaba helada y su silencio fue destructivo. Él estaba tan enfadado con ella por no reaccionar. ¡Por Dios!, él estaba ahí, frente a ella, él la defendería de esa bruja que la tenía encarcelada. Si solo le hubiera mostrado alguna diminuta señal o un simple gesto, por lo menos de aceptación y no de horror. Él no podía haberse equivocado con ella. Sus instintos jamás le habían fallado antes, y no comenzarían con ella.

¡No con ella!.

—Lo siento mucho milady. No era mi intención molestarla. —Oliver inclinó la cabeza. Habría deseado colocar sus manos alrededor del cuello de Amelia y apretarlo hasta que ninguna otra frase pudiera salir y atemorizar a Fátima, pero si no había ni siquiera una insignificante muestra de interés por parte de ella, él no se arriesgaría a enfrentar a nadie en este sitio. Ya habría tiempo esa noche para que le hiciera una visita y le aclarara ese comportamiento extraño de ella. Pero por ahora, Oliver tuvo que tragarse su cólera y desconcierto de un bocado y emprender la retirada— Señora, caballeros, con su permiso.

Y se marchó hundiéndose en el océano de bailarines. Pero algo taladraba su cerebro, si el doctor Parker le había dicho la verdad con respecto a Fátima y su encierro, entonces ¿qué demonios estaba haciendo ella ahí?. Esto tenía un fondo oscuro y cualquiera que fuera la razón, estaba seguro de que no sería, en absoluto, agradable.

—Lo lamento Fátima, estos rufianes no respetan ni al demonio. —Amelia colocó la mano en el hombro de Fátima, y luego del bolso sacó un pañuelo— Vamos Fátima, anímate. Fue una desagradable experiencia pero te aseguro que ese barbaján no se atreverá a acercarse de nuevo.

Fátima sujetó el pañuelo que Amelia le ofrecía. Ella no estaba llorando, supuso que su tía quería que limpiara la mano que Oliver había besado, pero no lo hizo, ella deseaba conservar ese beso sobre su piel.

Fátima deseaba salir corriendo de aquel lugar. Se sentía atrapada, desesperada y confundida. Si. Lo había visto. Él la había tocado, y fue un condenado desastre. Él se marchó enfurecido y ella quería que el mundo se derrumbara sobre ella.

Tenía que alejarse de ahí o le reventaría el pecho de tanto respirar violentamente.

—Tía, no me siento bien, necesito un poco de aire.

—Desde luego, pero no tardes. No quiero que te expongas ahora que estos salvajes están sueltos en el salón.

La conmocionó que Amelia le hubiera permitido salir sola a la terraza que estaba justo detrás de ellas, por un segundo Fátima dudó en moverse de aquel lugar en donde había sido colocada, pero después de luchar con el desconcierto, logró despegar sus pies del piso y avanzar hacia el balcón.

Extrañamente, la brisa cargada de sal no le proporcionaba alivio. Aún le hacía falta aire. Ella caminó de un lado a otro de la terraza sin encontrar la paz que creyó experimentaría al escuchar el oleaje a la distancia, pero solo consiguió ponerse más nerviosa e inquieta. Ella regresó al salón, para descubrir que su tía Amelia bailaba con el Conde de Bryan. De inmediato, Fátima volvió al balcón, se apoyó sobre el barandal de cantera y percibió a lo lejos una figura familiar. El Capitán Drake surcaba apresurado el jardín de la mansión. Él estaba molesto, sus movimientos rígidos lo delataban. De improviso se detuvo cerca de un árbol, casi se arrancó la casaca y la arrojó al suelo.

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