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LE costó mucho trabajo levantar los párpados, aún se sentía adormilada y atolondrada y la luz que provenía del frente la cegó un momento, le tomó algunos minutos darse cuenta que en el compartimento del barco no había entradas de luz tan grandes. Fátima se levantó de un salto, el lado izquierdo de su rostro le dolía, tuvo que sacudir la cabeza un par de veces para enfocar adecuadamente.

—No, ya no estás en ese sucio barco. Por si te interesa estás en Puerto Bello. —Su tía Amelia estaba de pie frente a la gran ventana de donde se desbordaba la abundante luz que inundaba aquella habitación— Alfonso se compadeció de ti, después de las atrocidades que le hiciste. Él permitió que te quedaras aquí hasta que zarpemos de vuelta a la Nueva España. Él te ha repudiado pero no ha querido armar un escándalo, porque no quiere que su título sea denigrado por los chismorreos malintencionados, y decidió que para evitar cualquier deshonra tanto a su familia como a la nuestra, ingresarás a un convento en Nueva Galicia. Vendrán las sirvientas en unos minutos para llevarte a tomar un baño. En el armario hay algo de ropa, vístete para que por lo menos parezcas una dama. Ya no quiero sufrir más humillaciones por causa tuya.

Su voz desbordaba aversión. Y ni siquiera se dignaba dirigirle la mirada a la joven que aún no salía de su asombro.

No, no era asombro, era horror. No tuvo problemas para reconocerlo para sí misma.

Fátima abrió la boca, a punto estuvo de preguntar por el Capitán Drake, pero no lo hizo y la cerró. Pensó que primero debía averiguar qué tanto sabía Amelia sobre lo ocurrido y cómo había llegado ella hasta ese lugar. Y como si un relámpago se le hubiera introducido en la cabeza, ella recordó el torzal y el medallón de Oliver, sus manos se precipitaron al cuello y sintió un alivio casi doloroso al notar que aún los llevaba puestos y descansaban sobre su pecho.

Amelia salió de la habitación sin mencionar más palabra.

Fátima ya de pie, se encaminó hacia el espejo del tocador y contempló su imagen maltrecha, llevaba un camisón de hilo blanco y una gran mancha violeta sobre su pómulo izquierdo, y volvió a su memoria el puñetazo que aquel oficial le había asestado.

Un par de mujeres entraron en la habitación y la llevaron al cuarto de baño que estaba cruzando una puerta al lado de la cama, intentaron bañarla ellas mismas, pero Fátima las despidió y se bañó ella sola. Después del baño, ellas la vistieron con falda y corpiño de satén amarillo con mangas bombachas y aplicaciones de encaje. Peinaron su cabello en un moño flojo y se retiraron.

Fátima intentó salir de la habitación tras ellas, pero afuera encontró un soldado que no le permitió abandonar la alcoba. Se apresuró a la ventana, pero estaba cerrada con llave y no tenía balcón, revisó el cuarto de baño y solamente había una diminuta ventana que también estaba cerrada.

El confinamiento la obligó a imaginar tantas cosas horribles, vio a Oliver herido y moribundo. Una masacre a bordo del barco, después de todo eran cuatro barcos españoles contra un inglés.

Y luego de una tormenta de calamidades fantaseadas, llegaba la quietud de la posible realidad; ella nunca escuchó cañonazos, ni disparos, no vio heridos ni sangre derramada. Y se enfrentó a algo mucho peor: la incertidumbre de saber que algo había sucedido a bordo del Cerulean a toda la tripulación y carecía de posibilidad alguna de encontrar una respuesta certera.

Sentía un vació punzante en su estómago que se expandía alcanzando su pecho. Deseaba llorar y gritar; romper los cristales y salir huyendo en busca de Oliver. Pero debía guardar la calma, no podía actuar a la ligera, sin tener alguna pista que le mostrara lo que había sucedido a bordo del galeón. Estaba consciente de que por un milagro ella fuera capaz de escabullirse fuera de esa casa, probablemente no encontraría rastros de Oliver, el Cerulean y su tripulación.

Había una latente posibilidad de que todos estuvieran muertos.

Fátima deambuló durante todo el día de una esquina a otra de aquella alcoba, estaba inquieta, no lograba detener la marcha de su imaginación, no conseguía armar un razonamiento lo suficientemente lógico para salir triunfante de la pavorosa situación en la que se encontraba.

Había oscurecido, solamente la luz débil de la única vela que había disponible, iluminaba unos cuantos centímetros de la alcoba. Fátima se había sentado en el piso, sujetando las piernas entre sus brazos y con la cabeza recostada sobre las rodillas. En el cielo oscuro solo había una diminuta sonrisa nerviosa de luna que no iluminaba lo suficiente, ni dentro o fuera de aquella habitación. La intensa penumbra le negaba un diminuto atisbo del jardín que seguramente adornaba aquella casona. Pensó que esta mansión debía estar ubicada lejos del mar, porque no lograba escuchar el canto de las olas.

Amelia entró en el cuarto.

—Eres una calamidad. Mírate, tirada en el piso como cualquier trapo sucio. No quiero imaginar que cosas hiciste para terminar en ese estado, pero te aseguro que tendrás muchísimos años para recapacitar y arrepentirte por eso.

Profirió su amenaza casi bufando. Sus ojos rebosaban de desprecio y exhibía una sonrisa malévola, que Fátima pensó que ella bien podría ser un demonio disfrazado de mujer.

—¿Cómo me encontraste?.

Después de tanto silencio acumulado, Fátima logró articular una frase que más bien fue un susurro temeroso. Si quería saber lo que había pasado tenía que empezar a hacer preguntas que posiblemente no serían respondidas, pero por lo menos lo intentaría.

—Sólo te encontraron y punto.

Fátima, utilizó la rabia que esa mujer le provocaba y levantándose avanzó resuelta hacia Amelia.

—¿Cómo me encontraste?.

Insistió con voz firme, empuñando las manos hasta que los nudillos se le pusieron blancos y los brazos tirantes le dolieron.

—Y ¿qué vas a hacer para que te lo diga, golpearme o atravesarme con la espada?.

Amelia se puso en jarras utilizando su tono mordaz de siempre mientras esbozaba una sonrisa burlona.

Fátima tuvo que desarmarse completamente para estar en condiciones de sostener una conversación con Amelia, su rebeldía no surtiría efecto con alguien tan arbitrario como su tía, así que no tuvo más opción que retomar su habitual sometimiento.

—Por favor tía, te lo ruego...

Fátima se doblegó por completo, aflojó los puños, bajó la cabeza y relajó los músculos. Amelia sonrió complacida, una vez más había logrado dominar a la impetuosidad de la joven.

—No soy yo quien te buscaba. Si por mí fuera, yo te hubiera dejado a tu suerte en Maracaibo, no merecías mi interés después de que huiste de esa manera tan burda el día de tu compromiso. —Apretó los dientes y endureció su rostro, pronunciaba las palabras como si fueran balas de ácido sin más intención de corroer la fortaleza de la joven. Los ojos parecían flamas. Fátima cerró los ojos y se preparó para recibir el primer golpe. Ella estaba segura de que su tía moría de ganas de poder azotarla hasta que vaciara su furia en el cuerpo de ella. Pero no hubo golpes, solo otro cáustico sermón— Yo te ofrecí mi hogar cuando tus padres te rechazaron y coronaste todos mis esfuerzos por educarte decentemente, convirtiéndote en una ramera.

—Tú nunca me habrías permitido elegir o rechazar algo, aunque te lo hubiera suplicado de rodillas, de cualquier forma me habrías obligado a cumplir tu voluntad. Eso es lo único que te interesaba de mí: obediencia y sumisión, y yo no estaba dispuesta a tolerar por más tiempo tu tiranía.

A pesar de su posición subyugada, Fátima se defendió con valentía. Sabía que algún castigo vendría tarde o temprano.

—¡No quiero escuchar más barbaridades!. Tus insolencias han llegado al límite. Arréglate el vestido porque bajarás a cenar con nosotros. —Ordenó tajante.

—Prefiero quedarme aquí. No tengo apetito.

—Nadie te preguntó si querías o no. Es una orden, y es mejor que recuerdes los buenos modales y trates de comportarte como lo que algún día fuiste, o creí que eras.

Amelia la trataba como si fuera una basura. Fátima entendía su disgusto y hasta su necesidad de hacerle patente su rabia a través de insultos elegantes, Amelia sabía perfectamente como lastimarla. Pero también revoloteaba en su cabeza la idea de que ya no tenía la obligación de tolerar más insultos. Y luego volvía a una tenebrosa realidad, ella estaba atrapada y las ofensas serían lo menos doloroso que seguramente enfrentaría mientras estuviera cautiva en aquel sitio. Las lágrimas se acumularon en sus ojos, pero logró mantenerlas a raya, no le brindaría a Amelia la oportunidad de verla vencida y asustada.

Amelia salió de la habitación y Fátima pisándole los talones caminó con la mirada clavada en la espalda de aquella arpía.

Ingresaron al comedor, y para sorpresa de la joven, ahí estaba el duque sentado a la cabecera de la mesa. El hombre ni siquiera le dirigió la mirada, se limitó a saludar a Amelia con un leve movimiento de cabeza. La cicatriz que le cruzaba desde el cuello hasta la nariz ya solamente tenía una delgada costra y era desagradablemente llamativa.

Amelia le indicó a Fátima donde debía sentarse, justo al lado derecho del duque y la muchacha, aunque dudó por un par de segundos, tomó asiento. De inmediato, Amelia se sentó al lado izquierdo del duque y ordenó que sirvieran la cena.

Fátima no tenía apetito, se sentía incómoda, atrapada y a pesar de que solo los tres compartían una descomunal mesa, a ella le hacía falta espacio. Le empezaba a hacer falta el aire y un escalofrío helado le recorrió la espalda.

—Interesante el color de tus mejillas. —Alfonso se recargó en el respaldo de la enorme silla y le habló sardónico— Combinan perfectamente con tu reputación. Mujerzuela. —Él hizo especial énfasis en la última palabra. Fátima se puso de pie y enfiló a la salida del comedor. El duque se levantó también y le gritó al tiempo que arrojaba el plato al piso— ¡Nadie te ha dado permiso para retirarte!. ¡Regresa de inmediato a tu asiento perra maldita!

El hombre bufaba en lugar de gritar, las palabras se le agolpaban en la garganta. Su furia era de tal magnitud que por un segundo Fátima pensó que le dispararía por la espalda.

—No.

Ella se detuvo un instante para responderle terminante y sin volverse siguió avanzando. Ya fuera del comedor él se abalanzó sobre ella y la sujetó del brazo tirando de ella haciéndola girar para tenerla frente a frente. Le aprisionó los brazos tan intensamente, que Fátima creyó que si no le rompía los huesos, por lo menos le dejaría los canales de sus dedos marcados en la carne. Ella no se resistió. En cambio, levantó el rostro desafiante y lo miró con todo el desprecio que él le provocaba.

La cara del duque estaba tan roja que bien podía estallarle en cualquier minuto, gotas de sudor se escurrían por debajo de la peluca y sus ojos estaban desorbitados.

—¡Tú vas a hacer lo que yo te diga ramera del infierno!.

A penas si lograba articular una frase sin que se le agolparan las palabras en la garganta, él estaba tan furioso que prácticamente las escupía a borbotones.

—Golpéame. Ni maltratos, ni atenciones te van a procurar mi obediencia. Preferiría comer en un chiquero que en tu compañía.

El duque entornó los ojos al escuchar las palabras ácidas de ella. Él empuñó la mano y lanzó el brazo hacia atrás. Fátima cerró los ojos y sin encogerse esperó que estrellara el puño en su rostro. Pero no lo hizo, no porque se hubiera contenido, sino porque Amelia le sujetó el brazo.

—¡Alfonso, tranquilízate!. Hay maneras más encantadoras de castigar a una furcia.

El tenebroso tono de la voz de la mujer, le heló la sangre a Fátima. El duque jadeaba, aún estaba rojo por la furia y seguía sujetándola con excesiva fuerza. La muchacha tenía entumida la carne bajo los dedos de Alfonso.

—¡Maldita zorra!. —Enterró sus dedos en el pelo de Fátima y casi a rastras la llevó hasta su habitación— No comerás ni beberás, hasta que te instale en el chiquero que tanto deseas.

El oficial que custodiaba la puerta de la alcoba de la muchacha, la abrió sosteniéndola para que pudieran ingresar en la habitación, pero Alfonso, ni siquiera lo intentó, él empujó a Fátima al interior haciéndola trastabillar, y con mucha suerte ella logro mantener el equilibrio. El duque se marchó dejándole un portazo como recuerdo.

Fátima se acercó a la ventana, la luz de la luna era tan poca que ni siquiera lograba iluminar el rincón dónde ella se refugió. Su respiración estaba irregular, su cabeza a punto de estallar, el cuero cabelludo le escocía y las lágrimas finalmente derribaron los diques y se desbordaron incontrolables inundando sus mejillas.

Ella recordó a la mujer, con quien se enfrentó. en Tortuga, mientras las palabras del duque se repetían una y otra vez en su cabeza. Él la había llamado mujerzuela, sin serlo, y aunque pudiera probar lo contrario, no creía que a él, o a Amelia les interesaría comprobarlo. En medio de esa maraña de terribles consecuencias, Fátima recordó la sonrisa y los intensos ojos verdes de Oliver y su desolación se desbordó.

La luna ya no estaba a la vista. La vela se había consumido casi en su totalidad, y Fátima no logró conciliar el sueño, ni siquiera había sido capaz de echarse en la cama. Su futuro había sido decidido sin tomar en cuenta su consentimiento como era normal hacerlo en su familia. Ella sería arrastrada a un convento y terminaría sus días enclaustrada sin derecho a elegir, sin derecho a vivir y solo con un breve permiso para existir en agonía. A pesar de todo, esa visión espeluznante, no le provocaba ningún estremecimiento, sin embargo, lo que la estaba consumiendo era la incertidumbre de la suerte que habían corrido Oliver, Eugene y la tripulación del Cerulean.

Oliver.

Su esposo.

Y lloró. El dolor la estaba desgarrando por dentro.

La cercanía del mar le había sido negada y ni siquiera con el silencio espeso que se cernía sobre aquel cuarto, el murmullo del océano lograba alcanzar a la muchacha. Ella estaba sumergida en el océano de silencio cuando recordó las palabras de Eugene: “...

el Capitán nos rastreará, te lo aseguro”... Y pensó que no habría manera en que Oliver pudiera rastrearla, si esta vez nadie le había dejado mensajes. Además ni siquiera tenía la certeza de que él estuviera aún vivo. Sin embargo, en lo profundo de su ser, ella se rehusaba a creerlo muerto.

Su esposo.

Su Oliver

No podía haber muerto dejándola abandonada en este mundo.

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