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LOS continuos golpes en la puerta de la alcoba, llamaron la atención de los dos jóvenes que permanecían de pie en el balcón. Santiago se dirigió al interior del cuarto y Fátima permaneció en el balcón observando a través de la cortina vaporosa.

—¡Santiago!. ¡Santiago abre la puerta!.

Índigo golpeaba la puerta de la habitación de Santiago y no paraba de llamarlo a gritos. Su voz estaba descompuesta por la angustia. Santiago abrió la hoja de madera solo unos pocos centímetros, lo suficiente como para hablar con ella.

—¿Qué ocurre Índigo?. —Le habló condescendiente.

—¡Santiago, Fátima no está!. Ella no llegó a dormir, la esperé toda la noche en su habitación y nunca apareció. ¡No la he visto desde la tarde de ayer!.

—Tranquilízate.

—¡Santiago, tenemos que buscarla!.

—Índigo tranquilízate, ella está bien. Fátima está conmigo.

Ambos guardaron silencio durante varios segundos. Era de suponer que esa noticia le arrebató a Índigo cualquier frase coherente que ella hubiera intentado pronunciar. La mujer abría y cerraba la boca intentando liberar alguna palabra, pero no conseguía hilar ninguna sensata.

—¿Contigo?. —La voz de Índigo se agudizó varios decibeles. Fátima conocía cada una de sus modulaciones, ella sin duda estaba sorprendida. Fátima podía asegurar que Índigo sonaba feliz con la noticia. Su reacción desconcertó a la joven— Santiago, respóndeme, —Ella bajó la voz— ¿Fátima pasó la noche contigo?

Él no le siguió el juego. Le respondió con la voz mustia y ronca.

—Literalmente sí, pero no de la manera en que te imaginas.

Él abrió completamente la puerta para que ella entrara en la habitación. De inmediato la nana se abrió camino y dirigió su mirada directamente a la cama de Santiago. El sobrecama bordado, los almohadones y cojines estaban en su sitio e intactos. Ella se volvió y lo miró desconcertada, exigiéndole una explicación. Santiago bajó el rostro y sonrió. Sabía perfectamente lo que aquella mujer deseaba escuchar. Curiosamente lo mismo que él hubiera deseado hacer, pero, no había sucedido nada parecido. Él extendió el brazo, indicándole que Fátima se encontraba en el balcón. Índigo ya no se movió.

—¿Fátima?.

Índigo la llamó con voz potente. ¿Acaso estaba molesta?

—Índigo.

La joven regresó al interior de la alcoba y se encontró con su nana ceñuda y con los brazos en jarras.

—¿Por qué no me avisaste que estabas aquí?. ¡Pasé toda la noche en vela, esperándote!.

La sorpresa de Fátima era evidente por la pregunta y su reclamo. Ella había imaginado que su nana cuestionaría el por qué de su presencia en la habitación de un caballero.

—Lo siento mucho Índigo, no era mi intención angustiarte. —Fátima casi voló hacia su nana y se aferró a su brazo— ¿Nos vemos en el comedor para tomar el desayuno juntos?.

Ella miró a Santiago y colocó su mano pequeña sobre el antebrazo derecho de él y él con un movimiento rápido y certero de la mano izquierda aprisionó fuertemente la de ella.

Sus movimientos siempre habían sido lentos y muy delicados. Este en particular la alarmó. Ella contempló el rostro masculino durante un instante y en lugar de mostrarle su inconformidad, lo único que consiguió fue reconfirmar la exquisita belleza varonil que Santiago poseía. Sus ojos eran turquesas recién pulidas, esos ojos poseían un extraño color azul, definitivamente marítimo, pensó Fátima, como si hubieran sido extraídos de un trozo del océano en un día soleado de primavera.

Sus ojos emulaban el color de mar y los de Oliver el verde intenso de la tierra.

Una nueva revelación la golpeó.

Ellos eran mar y tierra reproducidos en dos personalidades y entidades tan diferentes y cada uno de ellos poseedor de un encanto seductor y único. Bien podrían librar una batalla en el corazón de cualquier mujer y ésta terminaría con el corazón partido en dos, sin poder decidirse.

¿Ternura y pasión?.

Ambas pequeñas partes que integran el mismo amor.

Eran sus últimos momentos juntos, él lo presentía. Y se rehusaba a estar alejado de ella, deseaba tocarla, poder abrazarla y fundirla en su piel hasta que se consumiera su último segundo.

¿Por qué era tan difícil para ella entenderlo?.

Fátima soltó el brazo de Índigo y colocó su mano sobre el firme pecho de Santiago. Si ella lo hubiera deseado, habría podido asir su corazón, los latidos eran tan potentes que ella lograba percibir las palpitaciones en la palma de su mano.

¿O sería tal vez que fue su mano la que evitó que el corazón se le saliera del pecho?.

Él liberó la mano de ella y Fátima se aferró al brazo de su nana. Santiago mantuvo la cabeza inclinada, deliberadamente estaba ocultando la horrible emoción que lo consumía y que sin duda se mostraría victoriosa en su rostro. A Fátima se le comprimió el corazón.

¿Por qué él no deseaba aceptar que la batalla estaba perdida en los dos bandos?.

No habría vencedores en esta contienda y tampoco heridos, ni rehenes.

Ella hubiera querido consolarlo, y devolverle un poco de todo ese alivio que él le había proporcionado, pero estaba segura de que si lo volvía a tocar, no habría poder humano que los detuviera y terminarían consumando lo que aún ahora milagrosamente permanecía inconcluso.

Las dos mujeres abandonaron apresuradas la alcoba y caminaron por el corredor hacia la escalera.

—Acompáñame a mi habitación.

Índigo solamente asintió con la cabeza. Índigo no pronunció ninguna palabra en el camino, y Fátima tuvo que retenerlas entre los dientes, ansiaba interrogar a su nana. Quería saber ¿por qué se inclinaba a favor de Santiago?. ¿Por qué le había producido alegría que ella estuviera en la alcoba de él?. Pero, también sentía la punzada espantosa que produce la incertidumbre. Hasta ahora, solamente ella conocía a detalle lo que estaba ocurriéndole en las profundidades de su corazón, y la posibilidad de que precisamente Índigo lo supiera, le produjo escalofrío.

En su habitación, Fátima abrió el armario y descolgó otro de los vestidos que había comprado varios días antes.

—¿Podrías prepararme el baño, por favor?.

—Desde luego.

Índigo salió de la alcoba. Varios minutos después regresó, para informarle que todo estaba listo para tomar el baño. No hubo ningún cambio en ella, mientras Fátima se aseaba, Índigo permaneció en silencio y Fátima notó que su nana evitaba a toda costa tocarla.

Ella estaba molesta con Fátima, por alguna razón que ella aún no lograba entender. Índigo le desenredó el pelo y luego lo peinó en un moño flojo. Le ayudó a vestirse y a ajustar el corpiño y cuando terminó de anudar los cordones, se dirigió a la puerta. Fátima caminó tras ella y sujetó su brazo con fuerza evitando que ella se escabullera.

—Debes decirme ¿por qué?.

Finalmente la cuestionó.

Índigo respiró profundamente y se volvió hacia la joven. La miró directamente a los ojos, su mirada era severa, directa y segura. Fátima nunca antes había notado tal determinación en sus ojos.

—Por la misma razón que tú has pasado la noche con él. —Estalló.

—¿De qué hablas?.

—Fátima, durante todo el tiempo que creí que Oliver estaba muerto, tuve la oportunidad de conocer a Santiago, ese hombre que está desbaratado en su alcoba. —Levantó la voz— Mientras tú no terminabas de llorar y de sufrir por la pérdida de tu Oliver, ese hombre al que hace unos minutos casi has arrancado el corazón del pecho, se entregó completamente a ti. Hasta llegué a pensar que él podía leer tu mente. Ese hombre que ahora está tratando de armarse nuevamente en el destierro de su habitación, puso su vida entre tus manos y no lo notaste o no te importó reconocerlo. Su amor lo está sofocando, y tú te niegas a admitir que también lo amas. Y cuando todo esto llegue a su final, él será el único destrozado. —Hizo una pausa solo para añadir acidez al tono de su voz— Pasaste la noche a su lado para confirmar si lo amas más que a Oliver. No sé la respuesta. No sé lo que descubriste. ¡De lo único que estoy segura es que esta es una catástrofe que lleva el amor tatuado!.

Índigo estaba equivocada.

Fátima ya lo había reconocido para ella, para el mar, a Eugene y Robbie, hasta al mismo Santiago, pero, tal vez, solo tal vez, no había querido aceptar la magnitud. Lo que ella en algún momento había considerado un frágil sentimiento, posiblemente era mucho más turbador que solo una endeble emoción.

Sin embargo, en estos momentos había problemas más importantes que resolver. Los corazones rotos se curaban con el tiempo. Las vidas perdidas jamás volvían a florecer. Y precisamente esa necesidad de proteger la vida de Santiago, fue lo que procuró a Fátima la arrogancia para enfrentar a Índigo.

—¿Estás diciéndome que preferirías que Oliver realmente estuviera muerto?. —Sujetó sus brazos y le gritó.

—Fátima, Santiago me recuerda mucho a ti cuando me pusieron a tu servicio en Jamaica. Eras fuerte, inteligente pero estabas sola y eso te convertía en un ser completamente indefenso. Él es así. Es un hombre encantador, inteligente, exitoso, pero está solo. Está indefenso. Durante todos estos años, he permanecido a tu lado, protegiéndote, apoyándote, cuidándote y aconsejándote cuando necesitaste de una guía o de una cómplice. Yo hice todo lo que me fue posible para que aceptaras el amor que sentías por tu Oliver. ¿Recuerdas?. Hasta me acusaste de traidora. Pero este caso es diferente, yo no pude evitar que Santiago se enamorara de ti. Me enteré hasta que ya no tenía solución. Él me ha revelado toda su historia y yo le creo. Yo no estoy en contra de Oliver, y siempre le estaré agradecida por lo que hizo por mí, por eso nunca me atrevería a proponerte que lo abandones, si es que aún vive. Sin embargo, lo único que ahora puedo hacer por él y por ti, es repetirte la misma súplica que te hice hace un par de días. ¡Por favor, no permitas que Oliver se enfrente a Santiago!.

—Precisamente por eso regrese. Santiago me entregó un salvoconducto para liberar a Oliver. Hace varios días, cuando fuimos al pueblo a comprar vestidos, vi a Eugene. Supe de inmediato que él no se había marchado y sin duda había enviado al Cerulean de regreso a Charles Towne con un mensaje para Georgie. Anoche busqué a Eugene en el puerto, fui directamente a la taberna y ahí lo encontré. Me llevó a una posada y en la habitación estaba Robbie. Me dijeron que Sir Henry había enviado al Black Clover y al Revenge para apoyarlos con la búsqueda de Oliver. Ellos estaban esperando que el Cerulean, el Leprechaun y el Rouge arribaran al puerto durante la noche. Alastair y Armand, se habían unido al rescate. Ellos habían decidido no perder tiempo buscando a Oliver, acordaron que en cuanto estuvieran todos reunidos, asaltarían la casa de Santiago y lo obligarían a entregarles a Oliver. Les di el salvoconducto y les rogué que en cuanto Oliver estuviera en libertad, se embarcaran de inmediato y lo llevaran de regreso a Viridian. Le pedí a Eugene que él viniera por mí cuando el barco donde viajaba Oliver hubiera zarpado. Índigo sé que las cosas no van a ser así de sencillas, Oliver no va a marcharse sin enfrentar a Santiago y yo tampoco quiero que Santiago sea lastimado. No deseo que Oliver cometa una locura. Lo necesito libre y sin crímenes a cuestas.

—Fátima, tu corazón lleva marcado con hierro al rojo vivo a Oliver. Pero, —Hizo una pausa— estoy segura de que en el momento en que Santiago tenga el valor de romper la distancia y te bese, tu corazón se partirá en dos. Por favor, no lo lastimes cuando te marches, será suficiente pesadumbre atestiguar como un amor inmenso es arrojado por la borda y se ahoga en la inmensidad de la renuncia.

Sus palabras atravesaron el pecho de Fátima. A pesar de que se resistió a mostrarle algún aspaviento, en su interior no tuvo más opción que reconocer que lo que Índigo acababa de pronosticar, era verdad.

Sin embargo, se equivocaba en algo, Fátima no tendría la voluntad de arrojarlo por la borda como Índigo lo vaticinaba. Fátima lo sepultaría tan profundo que ni ella misma pudiera volver a encontrarlo.

—Te prometí que haría lo posible por ayudarlo, y eso es lo que estoy haciendo. No puedo ofrecer más.

—Fátima, he tomado una decisión. Yo no regresaré a Viridian. Deseo quedarme con él. Santiago va a necesitar alguien que esté a su lado, cuando tú te marches. Tú ya no me necesitas. Él si.

Fátima la abrazó, la decisión de su nana le proporcionaba cierto alivio, por lo menos, él no se quedaría solo y eso garantizaba que Índigo tampoco le permitiría cometer alguna locura.

—Eres una mujer libre y puedes hacer lo que tú desees. Y si eso es lo que tú quieres, yo respeto tu decisión.

—Sé que en el momento en que tú abordes el barco, será la última vez que nos veamos. Tú no regresarás aquí y yo no podré visitarte siquiera. Oliver no lo permitirá. Pero si en algún momento me necesitas, envía por mí y yo estaré a tu lado, aunque tenga que enfrentarme a Oliver si es necesario.

—Lo sé nana. Debemos ir al comedor, Santiago nos espera.

—Te espera a ti. Después de lo que sea que haya sucedido anoche, ya no necesitas que te sirva de chaperona. Ustedes deben concluir lo que no han terminado, y sabes bien a lo que me refiero.

Fátima se aferró al grueso brazo de su nana mientras bajaban la escalera, una al lado de la otra recorrieron el trecho que las conduciría al comedor.

Índigo tenía razón, Santiago y ella debían concluir lo que había sucedido la noche anterior. Habían hablado, tal vez demasiado, pero en ningún momento se despidieron. Y entre ellos eso era lo único que faltaba por hacer.

En el comedor, Santiago estaba sentado a la cabecera de la mesa leyendo cartas. Índigo se marchó a la cocina sin mencionar palabra. Él se levantó inmediatamente y retiró la silla para que Fátima tomara asiento al costado derecho de él. Las manos de ella estaban sudorosas, los desbocados latidos de su corazón la tenían atolondrada y lo peor de todo era el magnetismo que él irradiaba, bien podría haberla arrastrado hasta colocarla pegada a él. Ella se estaba resistiendo empleando toda su fuerza en la simple tarea de no acercarse a él, de controlar los latidos de su corazón y de disminuir el calor que la estaba consumiendo.

Él estaba incómodo. El hecho de tenerla tan cerca lo obligaba a mantenerse controlado, situación que cierta parte de su cuerpo se negaba rotundamente a aceptar, colocándolo en muy evidentes aprietos. Después de lo que había ocurrido la noche anterior, él estaba seguro de que si bien ella no lo amaba con locura, si sentía una atracción poderosa hacia él. Y ese conocimiento no le favorecía en nada. Algunas partes de su cuerpo lo agradecían escandalosamente, pero otras, aún no terminaban de asimilarlo.

No. Definitivamente no podía quedarse por más tiempo o se abalanzaría sobre ella y la poseería ahí mismo sobre la mesa.

Estaban ya cayendo los últimos granos de control, la dolorosa y palpitante erección que lo tenía dominado le obligaba a buscar métodos para abandonar la casa de inmediato. Él no iba a permitirse causarle a ella más penurias, haciéndole el amor en el comedor de su casa, mientras su vengativo esposo estaba rondando por algún sitio.

—Fátima, debo ir a las plantaciones. Regresaré por la tarde.

Él evitó observarla, clavó su mirada en el plato que descansaba frente a ella. Fátima no había percibido nunca antes su voz tan grave.

—Iré contigo.

Replicó ella, sin inflexiones en la voz. Él la perturbaba ahora más que antes, pero estaba consciente que debía sobreponerse a esa emoción para poder protegerlo.

—No.

Él colocó sus manos sobre la mesa y se puso de pie como si hubiera sido accionado un resorte en su columna vertebral.

Ella observó que los vendajes estaban limpios, y por alguna razón le molestó verlos así. Ella hubiera querido cambiarlos por si misma.

—Conchita te ha cambiado los vendajes, ¿verdad?.

Él deslizó las mano atrás de su espalda. Ocultar la evidencia no resultaría. Él inclinó un poco el rostro, como si hubiera sido atrapado en medio de una travesura, casi sonrió al escuchar la voz de ella. Sin duda se había molestado.

—Si.

—Yo lo hubiera hecho, solo tenías que pedírmelo. —Ella guardó silencio y retomó el tema— Has dicho que irás a las plantaciones y yo quiero acompañarte.

—No Fátima. Yo no voy detener mis actividades por la latente posibilidad de un asalto. Oliver y su gente podrían aparecerse en las plantaciones, el almacén, o a aquí mismo, y en cualquier caso, permitiré que destruyan todo lo que sea necesario para apaciguar su sed de venganza.

—¿Qué estás diciendo?.

Ella se levantó enfurecida y golpeó la mesa con los puños cerrados.

—Fátima, permitirles devastar todo lo que encuentren a su paso, es lo mínimo que yo consideraría. En este momento no puedo jugar un rol digno y agraviado. Y créeme que rezo para que ellos lleguen aquí mientras yo no estoy, porque si ellos se presentan cuando yo esté contigo, no podré dejarte ir y no cumpliré tu deseo de que Oliver se marche con las manos limpias.

Él sujetó el rostro de ella entre sus manos y la besó. No había dulzura, ni pasión en aquel beso, era más bien la ausencia de sabor lo que predominaba en sus labios.

Era un beso de despedida.

—¿Don Santiago?.

La voz de Conchita terminó de un tajo aquel adiós disfrazado en un fugaz beso. Le tomó un par de segundos más a Santiago separar sus labios de los de ella, él se incorporó cuadrando los hombros y regresó a su asiento.

—Puedes servir el desayuno Conchita.

Fátima estaba dolorosamente consciente de que a él le estaba costando la vida poder hablar con soltura. Ella había detectado los matices graves en su voz. Ella ni siquiera había podido articular ninguna palabra.

—Como usted diga, señor.

Ya no hubo más conversación entre ellos. Él estaba recargado en el respaldo de la silla con sus codos apoyados sobre los brazos de madera y sus manos entrelazadas le sostenían el mentón. La mirada azul del joven estaba anclada en alguna parte de la mesa.

Fátima mantuvo la espalda rígida y sus manos apretadas sobre el regazo. Ella no tenía fuerza para mirarlo. Se sentía en el ojo de un huracán, y un simple movimiento mal calculado podría desatar cualquier cosa.

¡Cualquier cosa!.

Conchita sirvió el desayuno y se alejó de inmediato. El ambiente en el comedor era tan denso que bien podría hacer explosión con un simple rechinido de los cubiertos de plata sobre los platos de porcelana.

Fátima no tenía apetito y Santiago comió solo un poco. Estaba segura que finalmente Índigo se enteraría de aquel beso, y aunque ella no sabía de los anteriores, este en particular sería el suceso que ella había pronosticado. Santiago arrojó la servilleta sobre la mesa, se puso de pie y caminó con firmes zancadas hacia la puerta.

—Adiós Fátima.

La voz de Santiago estaba más ronca que nunca, si eso era aún posible. Fátima se levantó de inmediato y se abalanzó sobre él, sujetándole el brazo le impidió continuar su avance.

Él no deseaba marcharse, porque la habría arrastrado con él si así se lo propusiera. Pero, ni siquiera forcejeó, simplemente se detuvo.

Él había enfrentado toda clase de situaciones durante su vida, desde la muerte de sus padres, y la pavorosa idea de verse solo en el mundo hasta la muerte en sus brazos de su prometida, eso sin mencionar todas las atrocidades que había tenido que soportar de parte de Alfonso. Y siempre, él había encontrado la salida para cada uno de esos tropiezos, algunas más penosas que otras, pero lo había conseguido. Sin embargo, con Fátima, nunca se había sentido completamente seguro de cada uno de sus pasos, se veía a si mismo cruzando un interminable pantano de arena movediza cuando de ella se trataba.

—No puedes marcharte. ¿Has pensado que tal vez ellos estén esperándote afuera?. Yo voy contigo.

Ella insistía en protegerlo y su actitud produjo en él una súbita ternura dolorosa. Aún después de todo lo que él le había ocasionado, ella tenía la pretensión de salvaguardarlo. Él le sonrió con desgano, ella seguía sin entender que ya no había más que hacer. Ni siquiera un pelotón podría liberarlo de la bien merecida venganza que se cernía sobre él. El la miró memorizando cada línea de su rostro.

—Fátima, —Bajó el rostro un segundo— si ellos están esperando afuera, aunque tú vengas conmigo no podrás evitar que suceda lo que dicte el destino. Yo sé defenderme, te lo garantizo.

Le habló sutilmente, a pesar de que sus músculos estaban tensos y en su rostro no existía ni una pizca de calma.

Ella no se rindió.

—Santiago, no estás en condiciones de blandir la espada, tu habilidad está disminuida y si aún así te enfrentas con Oliver...

Ella no pudo continuar, la simple idea de imaginarlo tendido en el piso desangrándose y agonizante fue suficiente para arrebatarle el valor de pronunciar cualquier frase.

—No me subestimes. El dolor que me pueda producir blandir la espada no será mayor al que ya he tolerado desde hace tiempo. —Ella sintió una punzada en el pecho— Fátima, es mejor que permanezcas en el interior de la casa, si ellos están asechando afuera, no será conveniente que salgas a despedirme, eso podría ocasionarte problemas serios con

él. —Hacia tiempo que ya no lo llamaba ni

amante, pirata y mucho menos

Oliver, ahora lo denominaba con un sobrio

él— Adiós Fátima.

Su voz carecía de fuerza, se había arropado en tonalidad graves, como si estuviera sumergido en una caverna profunda y oscura. Por un segundo ella percibió que toda la fortaleza de Santiago se había consumido. Él también había experimentado dolor, tal vez no de la misma manera en que Oliver se lo había expresado a ella alguna vez, pero sin duda, Santiago tenía conocimiento pleno y profundo del significado de esa palabra incrustada en su carne.

Ella liberó el brazo masculino y él prosiguió su andar rumbo a la puerta principal.

—Adiós Santiago.

Al pronunciar esas palabras ella sintió como se le descuartizaba el corazón, hasta fue capaz de escuchar cómo se desgajaba un trozo.

Él había girado el picaporte de la puerta y la abrió tan solo un par de centímetros justo en el momento en que ella se despedía.

Él se detuvo, cerró la puerta de un empujón y con zancadas firmes y apresuradas regresó al lado de ella, le sujetó el rostro entre sus manos y fundió sus labios en los de ella, su lengua acarició la línea húmeda que los unía. Ella le permitió entrar. Su mano se ahuecó sobre el seno firme de ella y lo acarició. Su lengua entraba y salía de la boca femenina, se movía con tal delicadeza y dulzura, muy a pesar de la pasión que lo estaba consumiendo.

Él estaba consciente de que no existía otra manera, ni oportunidad íntima en que podría entregarse a ella y ella a él.

Sus brazos se deslizaron por la espalda de ella instalándose en su cintura y la estrecharon con tal fervor que ella fue capaz de atestiguar con toda claridad como las palpitaciones del corazón de Santiago y las del suyo, se transformaban en una sola.

—Señor, el carruaje está afuera.

Ella escuchó a lo lejos la voz de Pablo. Santiago lo escuchó también, pero él no modificó su posición, ni la intensidad de su abrazo y sus besos no se detuvieron, en cambio se volvieron más profundos y abrasadores.

Dentro de la cabeza de Santiago sonaban iracundas alarmas. Debía detenerse, estaba alcanzando la línea sin retorno, y si la cruzaban, todos sus esfuerzos y privaciones habrían sido en vano.

Santiago finalmente desprendió sus labios de los de ella y liberó su cintura. Sin decir palabra, con la respiración descompuesta se dio vuelta y se dirigió a la puerta en donde esperaba un boquiabierto Pablo. Salió de la mansión sin siquiera echarle una última mirada a ella.

Fátima deseaba correr a la ventana, sin embargo las piernas no respondieron, parecía que se hubieran aliado con él y estuvieran dispuestas a seguir sus instrucciones. A pesar de todo, él tenía razón, si Oliver estaba esperando afuera, se ensañaría mucho más con él si la veía salir de la casa a despedirlo.

Santiago abordó el coche y se marchó a las plantaciones.

Por absurdo que pareciera, ella se había quedado en la mansión para protegerlo, y le había permitido marcharse solo. Algo dentro de ella le anunciaba que era mejor permanecer en la casa.

La noche había transcurrido sin señales de Oliver y sus hombres y eso avivaba la leve esperanza de que esta historia terminara sin tornarse sangrienta.

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