Azul

Azul


VIII

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Martín la vio como era ahora y como había sido, y en la doblez de su mirada violeta contempló esos rasgos plácidos cuando ya los hubiera carcomido la vejez y las arrugas cubrieran sus párpados y surcos profundos le bordearan los labios y convirtieran su boca en una línea crispada del rostro. Se vio a sí mismo frente a ella a través de la misma radiografía certera, y entre ambos el futuro que les esperaba una vez desaparecida la pasión, cuando sólo quedara para unirles la fuerza de su voluntad como queda la hiedra agarrada a los muros y a los troncos y se desvanece sobre ellos mucho después de que hayan dejado de existir.

Es cierto, las hiedras cubren los troncos de los olmos, se encaraman a ellos con un trazado de rayos jalonados de minúsculas hojas y con el tiempo se van espesando hasta dibujar en verde su perfil contra el cielo. Las líneas de sus raíces van tomando fuerza y como serpientes se enrollan en el tronco que poco a poco no podrá respirar, ni crecer, y finalmente, ni vivir, bello, sí, hermoso en su romántica figura de ser para otro, arropado en invierno y verano por hojas lustrosas, tan hermosas que ningún jardinero se atreve jamás a cortar. Con el tiempo no habrá rama ni vástago que no esté cubierto por la hiedra y las pequeñas hojas del árbol que osan salir todavía con las últimas gotas de savia que desde la raíz suben por el tronco estrangulado, se secarán mucho antes del otoño y ni la lluvia de la primavera que caerá sólo para dar lustre a la hiedra podrá reanimarlas. Así languidece el árbol. Pero poco importa a la hiedra que viva o muera porque lo único que necesita es el soporte, o la estructura, sin el cual no haría sino desparramarse por el suelo sin alcanzar altura jamás. Con él, en cambio, puede competir, trepar y lograr su mismo encumbramiento. Hasta que ahogado por ella, cederá lentamente el tronco y cuando ya ni muerto pueda sostenerse en pie, arrastrará en su caída a la hiedra, que perecerá o reptará inútilmente sobre la tierra.

Apoyó la frente sobre la mano que seguía agarrada a la suya y atónito ante su propia incapacidad de prever la reacción y las palabras de su mujer, las únicas en las que no había pensado, lloró arrimado a ella como en los tiempos del mar.

—¿Por qué no me dijiste que habías matado al perro, corazón?

Martín se incorporó incrédulo y de pronto sintió vergüenza, como si todos los presentes pudieran haber comprendido las palabras de Andrea. Pero nadie había reparado en ellas. El cabo había salido, el doctor empujaba a los soldados y a Pepone fuera de la habitación y Martín, sin apenas tener tiempo de buscar las palabras que iba a decir, se encontró en la puerta, sosteniendo aún con su mano la mano de Andrea que no quería desprenderse de la suya.

La mujer y el médico se despidieron del cabo y de Martín. El médico se quedó en el consultorio y ella siguió hacia el fondo, y cuando Martín, flanqueado aún por los soldados, ya iba a salir del hospital, al oír los pasos que se alejaban, consciente quizá de una presencia en la que no había reparado hasta ahora, torció la cabeza para buscarla, ella ya había llegado al final del pasillo, había entrado en el cuarto del fondo y había cerrado la puerta sin hacer ruido.

Ya en la entrada del cuartelillo, cuando Pepone que caminaba junto a uno de los soldados le dijo que se le iba a juzgar por matar al perro del pope, Martín creyó que no le había comprendido. En aquel momento Leonardus salía del cuartel, una réplica del hospital aunque más sucio y con la bandera azul y blanca en lugar de la cruz roja y la media luna roja. Se despedía sonriente del cabo que se les había adelantado y del pope y les daba palmadas en la espalda como si fueran viejos amigos. Entonces le vio, se detuvo un instante y le indicó con un gesto que todo estaba arreglado.

—Te espero en el barco —añadió y desapareció calle abajo.

Efectivamente, Martín fue juzgado por el cabo que hacía las veces de juez y amonestado por el pope, y se le consideró culpable de matar al perro sin motivo alguno y aunque él alegó que lo había hecho para defenderse, no se modificó el veredicto, según tradujo Pepone, que le transmitió además el discurso al que sin duda alguna añadió gestos grandilocuentes, pausas y una oratoria que el pope nunca habría superado. Las pruebas que se presentaron contra él se limitaban a la cartera que se había encontrado en el lugar de los hechos y a un testigo presencial cuyo nombre fue silenciado. Y se le condenó a pagar una multa de cinco mil dracmas más quinientos dracmas para recuperar la cartera y cien de gastos. O su equivalente en dólares.

Pagó con el dinero que tenía en la cartera, besó el anillo que le tendía el pope, dio la mano al cabo, saludó a los soldados que le habían acompañado, y se dirigió a la puerta sin atinar a comprender aún el giro que habían tomado los acontecimientos ni saber exactamente qué hacer. Salió a la calle, y acostumbrado a la exigua luz del interior del cuartel el sol le deslumbró. Era cierto que estaba libre, era absolutamente cierto. Caminó hacia el muelle buscando en los bolsillos las gafas de sol, que no encontró. Todavía un grupo de personas esperaba para verle pero la mayoría habían desaparecido y la plaza había recuperado la calma. En aquel momento la sirena del barco de Rodas atronó el espacio. Cuatro rezagados corrían por la pasarela con sus cestos y una mujer hablaba a gritos al hombre que la miraba desde la borda llena de pasajeros.

Aún no había llegado a la edad en que la soledad da vértigo. Podría reanudar su historia desde el punto en que se torció, era lo suficientemente joven para volver a comenzar, no había gastado ni la mitad de su energía y tenía el talento todavía intacto.

Aulló la sirena otra vez. El motor se puso en marcha. Un marinero se asomó por la borda y comenzó a desamarrar el cabo que sostenía la pasarela y un par de grumetes recogían las defensas que colgaban como billas de los candeleros. La brisa había cedido paso al viento del norte y comenzaba a hacer fresco.

Podría saltar la pasarela en el mismo momento en que la quitaran, cuando el barco iniciara la maniobra, y una vez en Rodas elegiría su destino. Había adquirido experiencia y nombre, iría a Nueva York, o a Londres donde tenía tantos amigos, lejos de Leonardus y de Andrea y de su mundillo de éxitos locales, y dejaría atrás este viaje y la noche de agonía y el revulsivo encuentro con su propia vida y con ese otro yo que permanecerían en el trasfondo de la conciencia como un mal sueño. Podía hacerlo, estaba seguro de que podía volver a empezar.

Se acercó al muelle. Comprobó que tenía el pasaporte en un bolsillo del pantalón y en el otro la cartera con las tarjetas de crédito que el soldado le había devuelto. No recurriría al dinero que tenía en España. Empezaría desde el principio. Pero tenía que saltar ya. Tenía que hacerlo, ahora.

Un hombre en tierra soltó la amarra del primer noray, luego del otro, y las lanzó al marinero que las agarró al vuelo desde cubierta y dio una voz en griego mientras sostenía aún el cabo de la pasarela esperando la orden para soltarlo.

Sí, sería difícil pero podría. Iba a saltar, de nada serviría hacer ahora consideraciones sobre lo que dejaba atrás y lo que quería conseguir. Lo primero era estar en ese barco, saltar, eso es lo que iba a hacer y después todo sería más fácil, ahora, ya no podía esperar más.

Cuando el marinero soltó el cabo y la pasarela quedó colgando sobre el costado del casco mientras el otro la izaba desde la borda y se disponía a poner la barandilla pensó, sin mover aún los pies del suelo, que tendría tiempo si se lo propusiera, al fin y al cabo el barco no se había separado ni una braza del malecón. Pero permaneció inmóvil en el muelle con la mano en la cartera, contemplando cómo se alejaba, y para cuando se quiso dar cuenta se había deshecho el rojo estridente y apenas era más que una mancha lejana fundida con el agua. El viento del norte dibujaba líneas de espuma que recorrían como plumas la bahía y el sol que le venía de atrás era limpio y poderoso y convertía en cristales sus reflejos. La mancha se desgajó del promontorio y se alejó de la mezquita para desaparecer tras ella deshaciendo la derrota que les había traído a la isla dos días antes, tan distinto el aire del que había inmovilizado al

Albatros, tan ajeno él mismo del hombre que contempló la figura en la plazoleta para despertar letargos de tiempos olvidados.

La sed que nos atormenta en la infancia, pensó tal vez para buscar consuelo en su propia cobardía y aprender a vivir con ella, permanecerá incólume hasta el final de la vida sea cual sea el rumbo que hayamos seguido para saciarla, sea cual sea el agua que hayamos bebido en el camino. Y dando patadas a las piedras como los niños caminó lentamente por el muelle hacia el

Albatros.

Zarparon al día siguiente al amanecer. Andrea había vuelto al barco sobre las mismas angarillas, más recuperada pero pálida y débil aún. Cenaron en cubierta bajo el toldo un pescado al horno con patatas y berenjenas, queso blanco y moras que les trajo Giorgios desde el café y dos o tres botellas de vino de resina con las que recuperaron la placidez inicial. Hasta tal punto que cuando antes de acostarse jugaron aún a ver quién podía hacer más nudos marineros, Tom ya no encontró razón alguna para dejar que ganara Andrea como había decidido al comenzar. Durmieron en paz y ni Leonardus ni Chiqui ni Martín, ni por supuesto Andrea, se levantaron en el momento de zarpar. El pueblo desierto estaba tan dormido a esa hora que al pasar ante el pontón amarrado de firme que servía de almacén ni siquiera levantaron el vuelo las gaviotas del albañal, ni sombra alguna se movió entre los sacos y las cajas. Sólo cuando Tom llevó el

Albatros a la manga de agua del otro lado del puerto y detuvo el motor mientras llenaba el depósito casi vacío, oyó tras las ruinas que cubrían aquella ladera un canto sincopado que ascendía y descendía como si dibujara en el alba la orografía del lugar.

Fue una travesía más lenta y difícil de lo que habían previsto; navegaron contra el viento, que fue arreciando a medida que avanzaba el día y, aunque llegaron a Antalya de noche cerrada, el taxista que Leonardus había llamado desde la isla les esperaba aún y resultó ser tan experto en recorrer a toda velocidad las intrincadas curvas de la costa que logró dejarles en el aeropuerto de Marmaris con tiempo para tomar el avión de madrugada a Estambul. No perdieron la conexión de Barcelona ni la de Londres. Y cuando hacia las cinco de la tarde llegaron cada cual a su destino se dieron cuenta de que sólo llevaban cuarenta y ocho horas de retraso sobre el programa previsto.

Aquélla era una isla embrujada, habría de pensar Martín muchas veces antes de que todo cuanto había ocurrido en ella fuera forzado al olvido. Se lo decía a sí mismo, porque nadie volvió a hablar de ese viaje ni de lo que vieron, descubrieron o desvelaron. Ni siquiera cuando años después Martín rodó en la isla ya invadida por el turismo una nueva película, con guión propio esta vez, basada en su versión de la historia, la cuarta que producía Leonardus desde entonces y la séptima en el conjunto de su obra ya consagrada. Quizá Andrea y él mismo quisieron convencerse de que aquellos dos días no habían sido más que un descalabro, una distorsión, el crecimiento incontrolado de unas células que habían enloquecido sin motivo ni fin aparente cuya memoria se había desvanecido ya como se escurren los ecos entre los montes para deshacerse en la nada, porque sólo así les sería dado seguir unidos hasta el fin, perdidas sus voces en el marasmo de dolor del mundo.

Castellhorizo, agosto de 1990,

Llofriu, septiembre de 1993.

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