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Capítulo 3

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Las mujeres depositaron la litera sobre el suelo. Miraban con ansiedad el farallón rocoso situado al otro lado del lago, e Índigo hizo intención de descender de la litera para reunirse con ellas. Al ver sus intenciones, Shalune hizo un gesto negativo, indicándole que permaneciera donde estaba. Luego rebuscó en la bolsa que llevaba y sacó un brillante disco de metal que parecía latón de unos veinticinco o treinta centímetros de diámetro. Shalune levantó los ojos hacia el cielo, guiñándolos un poco, y dio unos pasos en dirección al lago con el disco en alto, inclinándolo adelante y atrás para que reflejara los rayos del sol. Luego aguardó, y segundos más tarde un brillante puntito de luz centelleó desde el farallón como respuesta a su señal. Con un gruñido de satisfacción, Shalune volvió a guardar el disco en la bolsa; las mujeres levantaron la litera de nuevo y comenzaron a rodear el perímetro del lago. Llevaban recorrida quizá la mitad de la distancia que las separaba del zigurat, cuando una estruendosa fanfarria quebró el silencio.

Grimya lanzó un agudo gañido de sorprendida protesta, e Índigo, inclinándose peligrosamente fuera de la litera, vio a un grupo de personas de piel oscura sobre un saliente cerca de la cima, con largos cuernos de latón apoyados contra los labios. Por dos ocasiones y luego tres veces más, los cuernos resonaron ensordecedores; entonces se produjo un movimiento en el farallón. Índigo vio que un cortejo descendía a su encuentro.

Había escalones tallados en la roca que descendían las empinadas terrazas zigzagueando junto a salientes y entradas de cuevas hasta una parcela de terreno arenoso que formaba un coso al aire libre entre el farallón y la orilla del lago. Una docena de mujeres bajaban por la escalera, como un refulgente río, conducidas por una figura alta y huesuda vestida con una delgada falda y un peto a juego de tela multicolor y coronada con un tocado de plumas. La comitiva alcanzó el pie del último tramo de escaleras en el mismo instante en que llegaban ante él Shalune y el resto del grupo. Shalune se adelantó hacia la mujer alta y le dirigió un saludo ceremonioso. La mujer inclinó la cabeza, pronunció algunas palabras concisas como respuesta, y pasó junto a Shalune en dirección a la litera.

Grimya, que se había acurrucado a la sombra de la litera y contemplaba a la desconocida con desconfianza, transmitió a su amiga:

«Me parece que es la que manda aquí, la soberana. Ten cuidado, Índigo».

«Lo tendré».

Índigo ya se había dado cuenta de que las acompañantes de la mujer alta iban armadas con largas lanzas y que unas incluso llevaban machetes colgando de sus cinturones de cuero, y sintió tanta desconfianza como

Grimya mientras, despacio, salía de la litera y se quedaba de pie junto a ella.

Durante unos pocos segundos ella y la recién llegada se contemplaron fijamente. Índigo era alta, pero esta mujer la sobrepasaba en más de media cabeza, y el tocado ponía aún más de relieve su altura, de modo que la joven se sintió empequeñecida. Unos intensos ojos oscuros situados en un rostro severo de mandíbula firme contemplaron a Índigo con suma atención; luego la mujer extendió una mano morena de dedos larguísimos y posó los primeros dos dedos en la frente de Índigo. La muchacha contuvo la respiración, pero no se movió, y al cabo de unos instantes, la mano se retiró. Entonces, ante la sorpresa de Índigo, la mujer inclinó la cabeza con los brazos extendidos en un gesto inequívoco de respeto.

—Me llamo Uluye —dijo en su propia lengua, que en estos momentos Índigo conocía lo bastante bien como para comprender al menos unas pocas palabras—. Soy… —siguió una palabra desconocida, que

Grimya le facilitó en silencio.

«Es una sacerdotisa, como Shalune. Y yo estaba en lo cierto: ella es quien gobierna aquí».

Índigo le dedicó una respetuosa reverencia al estilo de las viejas Islas Meridionales, que incluso después de todos estos años todavía le resultaba un gesto natural.

—Me llamo Índigo.

Le dio la impresión de no haberlo dicho con la inflexión correcta, pero Uluye pareció comprender perfectamente, ya que inició un largo discurso durante el cual repitió varias veces el nombre de Índigo.

Grimya, realizando un supremo esfuerzo para poder seguirla y traducir el torrente de palabras, explicó a Índigo que se trataba de un discurso de bienvenida y agradecimiento; agradecimiento no sólo a Índigo, sino también a algo o alguien cuya naturaleza no comprendió.

«Una deidad, quizá», dijo,

«pero no la Madre Tierra, o al menos no en la manera en que nosotras la vemos». Hizo una pausa mientras Uluye seguía hablando; luego continuó:

«Quiere que la acompañemos, que subamos al farallón».

Uluye finalizó su discurso y extendió un brazo para indicar en dirección a la escalera. Índigo indicó su conformidad con la cabeza y se volvió hacia la escalera. Las demás mujeres formaron detrás de ellas, Shalune justo a la espalda de Índigo, y las trompas volvieron a resonar mientras iniciaban el largo ascenso por la zigzagueante escalera. Resultó una ascensión agotadora, pero, tras cinco días sin poder hacer otra cosa que descansar en el interior de la litera, Índigo había recuperado una buena parte de las fuerzas y, aunque no transcurrió mucho tiempo antes de que los muslos le empezaran a doler terriblemente, sabía que podía llegar a la cima sin demasiadas dificultades.

El lago, con su franja de árboles, quedó a sus pies. Al verlo desde una nueva perspectiva, Índigo descubrió que era casi un círculo perfecto y, desde lo alto, sus aguas parecían un espejo azul-verdoso. Sospechó que debía de ser muy profundo; quizá se tratara de un volcán apagado desde hacía mucho tiempo, aunque no existía ninguna otra elevación exceptuando el farallón que pudiera haber formado parte de las paredes de un antiguo cráter. Pero, fuera cual fuera su origen, una cosa era cierta: esta especie de poblado era una fortaleza ideal y prácticamente impenetrable.

Se encontraban ya por encima de las copas de los árboles, y no había nada que las protegiera del calor que caía sobre ellas como plomo derretido.

Grimya flaqueaba, la lengua colgando y los ojos sin brillo, pero se negó a aceptar ninguna ayuda y siguió adelante estoicamente. Subieron aún más, y ahora en cada recodo de la escalera aparecían salientes que conducían a las cuevas que salpicaban la pared. Una cortina de tela de color cubría la entrada de cada cueva, y, a su paso, las cortinas eran corridas a un lado y sus ocupantes salían a contemplar la comitiva. Índigo descubrió con sorpresa que, desde el más anciano al más joven, todos eran mujeres. ¿No había hombres aquí? ¿Estaban los hombres fuera del poblado, o se mantenían ocultos por algún inescrutable motivo? Fuera cual fuera la verdad, no había duda de que las mujeres parecían satisfechas de su llegada, pues cada rostro lucía una sonrisa y varias voces se elevaron en vehemente saludo.

Uluye agradecía sus palabras con un gesto de la mano pero sin detenerse ni aminorar el paso, y no tardaron mucho en llegar a la última repisa, situada a unos seis metros por debajo de la cumbre del zigurat. Uluye tomó por una repisa que era lo bastante ancha como para mitigar ligeramente los efectos de su vertiginosa altura, y condujo la comitiva hasta la entrada de otra cueva, mayor que sus vecinas, rodeada de sigilos tallados en la roca y tapada por una cortina tejida. Shalune se adelantó para apartar la cortina, pero Uluye llegó antes que ella. Ambas mujeres intercambiaron una severa mirada; luego Uluye abrió la marcha hacia el interior, y los ojos de Índigo se abrieron en apreciativa sorpresa al ver lo que había al otro lado.

La cueva había sido transformada en un hogar cómodo y bien equipado. El suelo perfectamente llano estaba cubierto de esteras, y las paredes se hallaban adornadas con murales pintados. Había tres sillones de juncos trenzados con la tradicional forma de bote propia de la Isla Tenebrosa, un lecho también de juncos trenzados que colgaba a pocos centímetros del suelo, un hogar para cocinar rodeado de pucheros y utensilios, y un surtido de otros objetos prácticos, desde abanicos de plumas con brillantes mangos de madera a un espejo de metal, e incluso instrumentos para escribir tales como papiros y un estilete de hueso. La habitación estaba iluminada por lámparas de arcilla que ardían con una luz azulada y despedían un dulzón perfume almibarado desde sus elevados nichos en las paredes.

Uluye miró a Índigo; Shalune permaneció expectante a su espalda. La joven comprendió entonces que esta cueva iba a ser su residencia y que las dos mujeres aguardaban su reacción. Así pues, las miró, primero a una y luego a la otra, y sonrió vacilante.

—Está muy bien —les dijo en el idioma de ellas—. Muy bonito. Gracias.

Shalune mostró los dientes en la temible mueca que, supuestamente, era una sonrisa, y Uluye relajó su austera actitud lo suficiente como para esbozar una leve sonrisa forzada.

—Comerás ahora —anunció—. Y luego… —Pero el resto de la frase resultó ininteligible para Índigo, y ésta sacudió la cabeza derrotada.

—Permitid. —Era la única palabra que Índigo conocía por el momento del idioma de las mujeres que tenía una cierta relación con una disculpa—. No… estoy… —Pero sus limitados conocimientos no le sirvieron de nada, y realizó un gesto de impotencia.

Shalune pareció comprender y empezó a hablar rápidamente con Uluye, explicando, supuso Índigo, que su huésped no conocía todavía su idioma. Uluye asintió, dijo algo que Índigo creyó que significaba «después», y abandonó la cueva. Shalune la siguió con la mirada y luego se volvió hacia Índigo. Su expresión, con una ceja ligeramente alzada, resultó más elocuente que cualquier frase, y confirmó la débil pero creciente sospecha de Índigo de que existía algo más que una pequeña disensión entre las dos mujeres.

Como no deseaba tomar partido hasta conocerlas mejor, la muchacha mantuvo una expresión reservadamente neutral, y, al cabo de unos pocos segundos, Shalune se encogió de hombros y se dirigió hacia el hogar. Los rescoldos de un fuego de leña brillaban entre las piedras, y algo hervía despacio en un puchero tapado de arcilla situado a un lado del foco de brillantes rescoldos.

—Para ti —dijo Shalune, indicando la comida.

—¿Comerás conmigo? —se aventuró a tantear Índigo.

—No, no —respondió ella meneando la cabeza con energía; luego añadió una palabra que Índigo no comprendió—. Regresaré más tarde. Come y descansa. —Con las manos imitó a alguien durmiendo por si Índigo no la hubiera comprendido del todo y, tras dedicarle un respetuoso saludo, salió de la cueva.

Grimya, con las orejas bien estiradas hacia el frente, aguardó hasta que consideró que Shalune ya no podía oírlas; entonces se dio la vuelta y miró a Índigo.

—Ella y la otrrra no son muy bu… buenas amigasss, me parece —dijo en voz alta.

—Estoy de acuerdo. También yo intuyo que confiaría en Shalune antes que en Uluye, lo que es una lástima, ya que es evidente que es Uluye quien manda aquí.

—Sssí. —

Grimya se sacudió de la cabeza a los pies—. Y todavía no sabemos qué es lo que qui… quieren de ti. Eso esss lo que másss me prrreocupa.

—Bueno, por el momento su actitud es tranquilizadora y eso parece confirmar lo que la piedra-imán nos dijo. —Índigo jugueteó con la bolsa de cuero que le colgaba al cuello—. Tendremos que esperar y ver.

—Crrreo —dijo la loba, bajando la cabeza— que esto es una especie de lugar religioso, como se nos ha dado a entender. Ese humo en la parrrte superior del fa… farallón… ¿y templo, quizá?

—Probablemente. Aunque, si lo es, entonces, tal y como dijiste antes, es casi seguro que no está dedicado a la Madre Tierra tal y como nosotros la vemos.

—También eso me prrreocupa —repuso

Grimya echando las orejas hacia atrás—. Si…

—No.

Índigo alzó una mano, anticipándose a las palabras la loba. Sabía que

Grimya pensaba en la siguiente prueba que les aguardaba, el siguiente demonio que debían encontrar y derrotar, y dijo con suavidad:

—No creo que sea sensato hacer conjeturas sobre esto por ahora. En el pasado nos hemos equivocado demasiado a menudo para arriesgarnos ahora a dar por sentado que las cosas son necesariamente lo que parecen. Hemos de tener paciencia, esperar el momento. —De improviso esto le resultó irónicamente divertido, y dejó escapar una débil carcajada hueca—. Después de todo, tiempo es la única cosa que no nos falta.

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