Aurora

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Esquirolina se quedó mirando cómo el monstruo mecánico se alejaba, y abrió la boca para aullar, pero de su garganta no salió el menor sonido. El bosque daba vueltas a su alrededor, y se tambaleó, reprimiendo el impulso de tumbarse y no volver a levantarse jamás.

Los Dos Patas comenzaron a correr hacia los árboles, gritando y agitando sus zarpas.

Todavía no estaban a salvo.

Zarzoso apareció de pronto entre la vegetación, detrás de ella.

—¡Rápido, rápido! —bramó—. ¡Corred!

Se acercó corriendo a Esquirolina y la empujó.

La aprendiza despegó sus ojos horrorizados del claro y se quedó mirando a Zarzoso.

—¿Y qué pasa con Látigo Gris?

—Ahora mismo no podemos hacer nada por él —siseó el guerrero—. ¡Deprisa! ¡Tenemos que salir de aquí!

—¿Por dónde? —aulló Cora, mirando hacia los árboles.

—Seguidme —ordenó Zarzoso.

Hojarasca no había visto a Zarzoso desde que se marchó del bosque junto con Esquirolina. El gato que había regresado era muy diferente: un guerrero experimentado y seguro de sí mismo, que lanzaba órdenes con toda calma a pesar del gran peligro en que se hallaban todos. Aquél no era el momento de averiguar dónde habían estado exactamente durante la última luna. Sacudiéndose el barro de las patas, Hojarasca corrió entre la maleza, siguiendo a Cora y Esquirolina. Nimbo Blanco la adelantó, con Centella tan pegada a él que sus cuerpos se tocaban.

La aprendiza de curandera sintió una oleada de alivio al ver el familiar pelaje de Acedera y Orvallo, corriendo más adelante entre los árboles. Vaharina iba con ellos. Todos los gatos encerrados estaban libres… pero habían perdido a Látigo Gris.

Oyó cómo los Dos Patas se internaban ruidosamente en el bosque, detrás de ellos. Al mirar por encima del hombro, vio cómo avanzaban con dificultad entre los arbustos, rodeando con torpeza los árboles y tropezando con las ramas bajas. Hojarasca sabía que ya no la atraparían. Aquél era su terreno: ella podía atravesarlo tan deprisa como cualquier criatura del bosque, pues su ágil cuerpo era perfectamente adecuado para deslizarse como el viento entre la vegetación.

Los gatos descendieron raudos por las Rocas de las Serpientes. Los Dos Patas ya habían quedado muy atrás, y Hojarasca redujo el paso. Casi sin aliento, Cora se situó a su lado cuando llegaron al claro tapizado de hojas que había junto al Gran Sicomoro. Los otros gatos estaban despatarrados en el suelo, exhaustos. Nimbo Blanco lamía las orejas de Centella como si no pudiera dejárselas limpias. Vaharina los observaba, respirando entrecortadamente.

Cora miró nerviosa los alrededores del claro.

—¿Este lugar es seguro?

—Los Dos Patas ya no nos alcanzarán —la tranquilizó Hojarasca.

—Pero ¿qué pasa con los zorros, los tejones…? —Tenía las pupilas dilatadas de miedo—. ¿El bosque no está lleno de toda clase de cosas aterradoras?

—¿Como gatos salvajes? —bromeó Hojarasca con voz débil.

Se derrumbó sobre las blandas hojas, junto a los demás gatos del Clan del Trueno.

Orvallo se incorporó con esfuerzo. Su pelaje gris oscuro estaba erizado, y tenía sangre entre las uñas de una zarpa delantera.

—¿Estáis seguros de que tienen a Látigo Gris?

Esquirolina agachó las orejas.

—El monstruo se lo ha llevado. ¡Lo he visto!

—Pero ¡si estaba peleando como un gato del Clan del Tigre! —se lamentó Espinardo—. ¡No pueden haberlo atrapado!

—Estaba solo… Había demasiados Dos Patas… —se lamentó Esquirolina.

Vaharina se inclinó hacia la aprendiza.

—Le debo la vida —susurró—. Pensaba que nunca escaparía. —Luego la miró fijamente—. Tú nos has salvado.

Esquirolina se incorporó.

—No he sido sólo yo —repuso la aprendiza—. Todos hemos arriesgado nuestras vidas. Látigo Gris encabezaba la misión.

Hojarasca examinó a su hermana entornando los ojos. La respuesta que acababa de dar Esquirolina era propia de una guerrera, no de una aprendiza. Reparó en que ahora estaba mucho más fuerte y musculosa… Mucho más en forma que los escuálidos guerreros del Clan del Trueno. De pronto, fue consciente de su aspecto desaliñado, y bajó la cabeza para atusarse el pelo. Por primera vez en su vida, se sintió incómoda junto a su hermana, sin saber qué decir, aunque habían pasado muchísimas cosas desde la última vez que se vieron.

—¿Qué le harán los Dos Patas a Látigo Gris? —maulló Acedera, afligida.

A Hojarasca le habría gustado poder consolarla, pero no sabía qué decirle. De no haber sido por sus valientes compañeros de clan, ella habría corrido la suerte de Látigo Gris, rumbo a un destino desconocido.

—Ojalá el Clan Estelar lo ayude —murmuró Espinardo.

—El Clan Estelar es impotente ante los Dos Patas —bufó Esquirolina.

—El Clan Estelar ha estado hoy con nosotros —le recordó Hojarasca—. Os ha dado la fuerza para enfrentaros a los Dos Patas. Nuestros antepasados guerreros cuidarán de Látigo Gris.

Acedera se puso en pie y tocó el hocico de la joven aprendiza de curandera con el suyo.

—También debes agradecer al Clan Estelar que te hayamos rescatado, Hojarasca —murmuró—. Esquirolina te vio en un sueño: sabía que estabas encerrada en ese lugar.

—No me habéis salvado sólo a mí —maulló la aprendiza, mirando agradecida a sus compañeros de clan.

—Nos habéis salvado a todos —coincidió Cora, acercándose a Hojarasca.

Acedera se apartó de su amiga y miró muy seria a la atigrada.

—¿Y tú de dónde sales, por cierto? —quiso saber—. No eres una gata de clan, pero tampoco pareces una proscrita.

—Ésta es Cora —la presentó Hojarasca—. Ella impidió que yo me dejara llevar por la autocompasión, y me hizo creer que podíamos escapar.

Acedera la olfateó.

—¿Eres una minina casera?

Orvallo se incorporó y se quedó mirando a la atigrada. Espinardo echó las orejas hacia atrás.

—Sí, soy una minina casera —confirmó Cora.

Zarzoso se puso de pie y se le acercó. Hojarasca se dio cuenta de que su amiga trataba de no amilanarse ante aquel guerrero de anchos hombros, con su pelaje manchado de barro y sangre.

—¿Quieres que te mostremos el camino de vuelta al poblado de los Dos Patas? —le ofreció Zarzoso.

—Todavía no es seguro ir en esa dirección —replicó Hojarasca—. Los Dos Patas deben de estar batiendo el bosque.

Centella se irguió y escudriñó nerviosamente el claro.

—No pasa nada —la tranquilizó Nimbo Blanco—. Desde aquí los veremos venir, podemos dejarlos atrás de inmediato.

—En el campamento estaremos todavía más seguros —maulló Esquirolina—. ¿Por qué no vienes con nosotros, Cora?

La atigrada se quedó mirándolos, dubitativa. A pesar de su valentía cuando estaban atrapadas, era obvio que se sentía intimidada al verse rodeada de aquellos gatos salvajes, sobre los que había oído tantas historias sanguinarias.

—Serás bienvenida —maulló Hojarasca.

Miró a Zarzoso y Orvallo, esperando que estuvieran de acuerdo.

—Estrella de Fuego no le dará la espalda a un felino con problemas —coincidió Zarzoso.

—¿Tus Dos Patas no te echarán de menos? —preguntó Acedera intencionadamente.

Hojarasca la miró, sorprendida.

—Sí, por supuesto. —Cora amasó el suelo con las zarpas. Sus ojos azules recuperaron parte de su brillo—. Pero parece que ahora mismo no sería seguro atravesar esa parte del bosque a solas, y no quiero que corráis más peligros.

—Te acompañaremos a tu casa en cuanto sea seguro —le prometió Hojarasca.

—Entonces, supongo que deberíamos irnos. —Acedera suspiró, mirando a Zarzoso—. ¿Qué vamos a decirle a Estrella de Fuego sobre Látigo Gris?

Hojarasca tragó saliva. Látigo Gris era el lugarteniente del Clan del Trueno, uno de los guerreros más valientes y experimentados, además del mejor amigo de Estrella de Fuego. ¿Cómo iba a arreglárselas el clan sin él?

Los gatos atravesaron el bosque sumidos en un triste silencio. Poco después, Hojarasca se dio cuenta de que Espinardo parecía estar guiándolos hacia las Rocas Soleadas, en vez de hacia el barranco. ¿Por qué no iban al campamento? Desconcertada, miró a Esquirolina.

—El clan ha abandonado el antiguo campamento —le explicó su hermana—. Los Dos Patas estaban acercándose demasiado.

Hojarasca tragó saliva.

—¿Tan mal están las cosas?

—Me temo que sí —respondió Espinardo muy serio.

—¿Seguro que habrá cobijo para todos en las Rocas Soleadas? —intervino Nimbo Blanco.

—¿Y los cachorros? ¿Cómo están? —preguntó Centella, angustiada.

—No tan bien alimentados como deberían —admitió Esquirolina.

—Tendríamos que marcharnos antes de que se debiliten más —musitó Zarzoso.

Hojarasca se preguntó qué quería decir, y se sintió más confundida aún cuando Espinardo le lanzó una mirada cortante al guerrero. Zarzoso y Esquirolina acababan de regresar al bosque… ¿por qué estaban hablando de irse otra vez?

—¿Estamos llegando? —preguntó Cora.

Hojarasca oyó el murmullo del río a través de los árboles sin hojas. Estaban acercándose a la frontera del Clan del Río, y las Rocas Soleadas no quedaban muy lejos.

—Sí, estamos cerca —contestó la aprendiza de curandera.

Espinardo continuó adelante, y Hojarasca lo siguió con los demás a través de una franja de helechos. Salieron a lo alto de la ladera que descendía hasta la frontera del Clan del Río. Al fondo, Hojarasca vio el movimiento del agua. Le resultó inesperadamente reconfortante descubrir que el río seguía estando allí, a pesar de todo lo que los Dos Patas le habían hecho al resto del bosque.

Vaharina bajó hasta el río y, cuando llegó a la orilla, se detuvo y se volvió hacia los demás:

—Doy las gracias a los guerreros del Clan del Trueno por rescatarme. Y lamento con vosotros la pérdida de Látigo Gris.

Sus ojos azules se empañaron un instante; luego dio media vuelta y se lanzó al agua, agitando briosamente las patas hasta alcanzar la ribera opuesta.

Los gatos del Clan del Trueno se encaminaron a las Rocas Soleadas. Hojarasca apretó el paso, impaciente por estar de nuevo con su clan y por saber qué había ocurrido con su antiguo campamento del barranco. Cora avanzaba a su mismo ritmo, manteniéndose pegada a ella. Por cómo ponía las orejas, Hojarasca supo que la atigrada estaba tan emocionada como inquieta por conocer al clan.

—¿Estás segura de que no les importará que me presente aquí contigo? —susurró Cora.

Hojarasca apenas la oyó. Acababa de ver a Estrella de Fuego sentado en lo alto de la extensa pendiente gris. El sol incidía en su ardiente pelaje, y destacaba más aún lo delgado que estaba. Parecía cansado, y tenía los ojos medio cerrados. ¿Cómo iba Hojarasca a contarle que habían perdido a Látigo Gris en su rescate? Ese pensamiento se le clavó en el corazón como una espina.

La brisa debió de arrastrar su olor hasta él, porque Estrella de Fuego se volvió de golpe y se quedó mirando la parte inferior de la roca. Se levantó de un salto y corrió hacia el grupo con la cola bien erguida.

—¡Hojarasca! —exclamó casi sin aliento y frenando en seco ante ellos—. ¡Estás viva!

Le lamió las orejas, ronroneando.

—Cuánto te he echado de menos —maulló Hojarasca, hundiendo la cara en la familiar calidez del cuerpo de su padre.

—Gracias al Clan Estelar que os tengo a las dos de vuelta. —Estrella de Fuego tenía la voz ronca de emoción.

Zarzoso y Esquirolina esperaron al pie de la ladera con los otros guerreros del Clan del Trueno; Cora, en cambio, aguardaba prudentemente entre los árboles.

Nimbo Blanco y Centella pasaron corriendo junto al grupo, trepando a las Rocas Soleadas y llamando a su hija.

—¡Zarpa Candeal! —exclamó Nimbo Blanco—. ¡Hemos vuelto!

La aprendiza de pelaje nevado estaba dormitando en un hueco resguardado. Al oír sus voces, levantó la cabeza y se puso en pie de un salto.

—¡Habéis escapado! —chilló, bajando disparada la pendiente para recibir a sus padres.

Chocó contra ellos, ronroneando de placer. Nimbo Blanco la rodeó con la cola, mientras que Centella empezó a lamerla tan ferozmente que Zarpa Candeal se zafó de ella con un chillido sofocado.

Tormenta de Arena salió corriendo de debajo de un saliente, a un lado de las Rocas Soleadas. Bajó la cuesta y apartó a Estrella de Fuego.

—¡Hojarasca! ¿Te han hecho daño?

—No —respondió ella, mientras Tormenta de Arena empezaba a lamerla con entusiasmo para eliminar de su pelo el hedor de la caseta de los Dos Patas—. Estoy bien, mamá, en serio.

—¿Cómo has escapado? —quiso saber Estrella de Fuego.

—Esquirolina nos ha rescatado.

Encantada, Hojarasca trató de mantener el equilibrio bajo los briosos lametazos de su madre.

—Anoche tuve un sueño —explicó Esquirolina, dando unos pasos adelante—. Jaspeada me llevó hasta el lugar en que estaba atrapada Hojarasca.

—¿Y por qué no me lo habías contado? —Estrella de Fuego se quedó mirándola, pasmado.

—Habías salido a patrullar, y sabía que Hojarasca corría peligro. Así que Acedera y yo decidimos ir en su busca por nuestra cuenta…

—Y al llegar allí, vimos que no había tiempo de regresar al campamento para pedir ayuda —intervino Acedera—. Los Dos Patas ya estaban empezando a llevarse a los gatos que habían atrapado en el bosque…

—Pero tampoco podíamos rescatarlos solas —continuó Esquirolina—. Por suerte, Látigo Gris y Zarzoso nos encontraron cerca de las Rocas de las Serpientes.

—Y Espinardo y Orvallo —añadió Zarzoso—. Aunque, por supuesto, ha sido Látigo Gris quien ha dirigido el rescate. Sopesó el peligro y decidió que valía la pena intentar salvar a todos los gatos que los Dos Patas habían encerrado.

—Látigo Gris… —murmuró Estrella de Fuego—. Tendría que haber imaginado que intentaría algo así. —Miró a su alrededor, buscando a su viejo amigo—. ¿Dónde se ha metido ese gato loco?

Hojarasca sintió que la roca desaparecía bajo sus zarpas. Tormenta de Arena dejó de limpiarla, como si hubiera percibido que algo iba mal.

Estrella de Fuego miró a su hija ladeando la cabeza.

—¿Por qué no ha vuelto con vosotros?

Hojarasca vio cómo su padre leía la expresión de su cara. De pronto, una pátina de temor ensombreció el rostro de Estrella de Fuego.

—Los Dos Patas lo han… atrapado —se obligó a responder la joven; sus palabras cayeron como una losa.

—Vi cómo lo metían dentro de uno de sus monstruos y se lo llevaban —explicó Esquirolina con la voz quebrada.

—¿Látigo Gris… atrapado? —susurró Estrella de Fuego. Se sentó, enroscando la cola alrededor de su cuerpo.

A Hojarasca le temblaban las patas. Nunca le había parecido que su padre estuviera tan lejos, tanto, que no podía llegar hasta él para consolarlo.

—Tal vez… Tal vez deberíamos haber organizado una patrulla más grande… antes… antes de atacar —dijo un vacilante Zarzoso, mirando desolado a su líder—. Quizá debería habérselo impedido. Lo lamento.

Estrella de Fuego se quedó mirando al guerrero marrón oscuro. En sus ojos parecía arder una llama, y, por un momento, Hojarasca temió que su padre fuera a descargar su dolor contra el joven. A su lado, Esquirolina sacó las uñas. «¿Será capaz mi hermana de enfrentarse a nuestro padre para defender a Zarzoso?», se preguntó la aprendiza de curandera. Pero Zarzoso sostuvo la mirada de su líder sin arredrarse.

—Has traído de vuelta a mi hija, y también a Nimbo Blanco y Centella. —Estrella de Fuego casi parecía estar convenciéndose a sí mismo de que no debía culpar a Zarzoso de lo sucedido—. Látigo Gris encontrará la manera de regresar.

—Pero ¡si lo han metido en un monstruo…! —se quejó Orvallo.

Estrella de Fuego se volvió hacia el guerrero gris: sus ojos estaban llenos de tristeza.

—Látigo Gris regresará —repitió—. Debo creer en ello, o todo estará perdido.

Tormenta de Arena se le acercó y restregó el hocico en su espalda, pero Estrella de Fuego dio media vuelta y se encaminó lentamente a la umbrosa cornisa. De pronto, parecía mucho más viejo.

Tormenta de Arena lo siguió.

—Hemos recuperado a nuestras dos hijas. —La voz de la guerrera melada se oyó por toda la roca—. Es un milagro que nunca llegamos a imaginar siquiera.

Estrella de Fuego la miró.

—Látigo Gris se habría sacrificado por ellas sin dudarlo un instante —admitió.

—Por eso siempre será un gran amigo —murmuró Tormenta de Arena.

Se sentó a su lado y enroscó la cola a su alrededor.

—¡Hojarasca! —siseó Cora desde la sombra de un árbol—. ¿Va todo bien?

Hojarasca fue incapaz de responder. Estaba mirando a su padre con una pena tan grande que apenas podía respirar. Notó cómo su hermana le deslizaba la cola por el costado.

—No te preocupes —susurró Esquirolina—. Estrella de Fuego estará bien mientras mantenga la esperanza de que Látigo Gris va a regresar.

—Pero… si lo han metido en un monstruo… —repitió Orvallo, como si no pudiera sacarse esa imagen de la cabeza.

Musaraña fruncía el ceño mirando a su líder:

—Estrella de Fuego tendrá que elegir a otro lugarteniente antes de que la luna llegue a lo más alto —maulló.

Los ojos de Esquirolina centellearon furiosos. Se volvió de golpe hacia Musaraña, y Hojarasca, que estaba a su lado, pegó un salto, asustada.

—¡Estás actuando como si Látigo Gris ya hubiera muerto! —bufó—. ¡No está muerto! Ya has oído lo que ha dicho Estrella de Fuego. Látigo Gris volverá. No debemos perder la esperanza.

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