Aurora

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1. La chica de la nave

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LA CHICA DE LA NAVE

*

Freya y su padre salen a navegar. Su nuevo hogar es un edificio residencial con vistas a un embarcadero en la bahía, en el extremo oeste de Long Pond. El embarcadero pone un puñado de veleros pequeños a disposición del público, y hay un viento fuerte que recorre la costa casi cada tarde.

—Por eso llaman a esta población el Fetch, la Atrapada —comenta Badim cuando se dirigen a pie al embarcadero, dispuestos a tomar uno de los veleros—. Porque atrapamos el embate del viento vespertino que azota el lago.

Después de comprobar el estado de la embarcación, deben desplazarla por el lateral del embarcadero hacia el ojo del viento, y Badim salta en el último instante, caza bien la vela hasta que el velero cae sobre un costado y aproa hacia la modesta cornisa que recorre la curva de la orilla del lago. Freya aferra con firmeza la caña del timón, tal como le han enseñado. El barco tumba un poco más, y se dirigen hacia la elevada pared del lago hasta que están a punto de golpearla, momento en que exclama Badim: «¡A virar!», tal como le había anunciado que haría. Entonces Freya aleja de sí la caña y agacha la cabeza para evitar la botavara que se abalanza sobre ambos. La vela toma el viento y navegan amurados del otro costado, rumbo al extremo opuesto de la bahía. El pequeño velero no navega bien de bolina, afirma Badim, que lo llama «bañera», pero afectuosamente. Es lo bastante grande para ambos, y tiene un buen trapo, pero uno solo, en un palo que Freya juzga bastante más alto que larga es la eslora de la propia embarcación.

Necesitan dar varias bordadas para salir de la bahía y llegar al trecho más amplio de Long Pond. Desde allí pueden ver toda Nueva Escocia: colinas boscosas rodean el lago. Alcanzan a divisar hasta el extremo opuesto de Long Pond, donde la bruma oscurece la pared. Los árboles de hoja caduca que cubren las colinas hacen gala de sus tonalidades otoñales, amarillos, naranjas y bermellones, mezclados con el verdor de las coníferas. Badim señala que es la época más bonita del año.

La vela atrapa la fuerza mayor que recorre la mitad del lago, cuyas aguas azules se tiñen de plata bajo las rachas de viento. Pasan a sentarse en el costado de barlovento, inclinados hasta que su peso equilibra el casco. Badim sabe navegar. Cambios fugaces del viento, que contrarrestan desplazando su peso a un lado y a otro; ahora bailan con el viento, según lo expresa Badim. «Soy un lastre perfecto», afirma, haciendo que la embarcación se balancee un poco al moverse.

—Verás, no queremos que el palo esté perpendicular, sino algo inclinado a sotavento. Lo mismo puede decirse de la vela, que no hay que cazar demasiado, sino lo bastante para que el viento trace una curva sobre su superficie. Lo sabrás cuando lo hagas bien.

—Badim, mira ahí, en el agua. ¿Es lo que llaman la garra del felino?

—Bien visto. Es por efecto del viento costero, que arrecia. ¡Preparémonos, porque vamos a empaparnos!

La superficie del lago se arruga en un rizo de lámina de espejo, acercándose rápidamente hacia ellos, y cuando los alcanza la racha que imprime ese dibujo en el oleaje, el velero cae con fuerza a popa. Cambian de costado y el barco endereza el rumbo, abofeteado por las olas que lo atraviesan, causando descargas de espuma que caen sobre ambos. Dice Badim que el agua de Long Pond sabe a pasta.

Tras dar cuarenta bordadas (Badim asegura con una sonrisa haberlas contado, sonrisa que delata la mentira), se hallan más o menos a un kilómetro Long Pond adentro. Es hora de virar y aproar directamente a sotavento, hacia su embarcadero. Viran y, de pronto, es como si apenas soplara el viento: el velero pierde andadura, la vela se desinfla y cae a un costado, mientras Badim amolla la escota y la bañerita se desplaza entre sacudidas. Hasta parece haber perdido velocidad. Ven el lomo del oleaje que pasa por su lado. Ahora el agua es más azul, y pueden atisbar mejor a través de ella; a veces distinguen el fondo. El agua borbotea, el velero se balancea con torpeza, da la impresión de que navegan con dificultad; a pesar de ello, en un abrir y cerrar de ojos regresan a su bahía, y el modo en que pasan de largo junto a los demás embarcaderos y la cornisa demuestra que navegan con brío. Mientras ven acercarse su embarcadero, sienten cómo el viento sopla en la bahía y oyen el oleaje que rebasa el velero, formando borboteantes palomillas.

—Oh oh —dice Badim al tiempo que se asoma para que la vela no le estorbe la visión—. ¡Debería haberme acercado al embarcadero con la vela por el otro costado! No sé si estoy a tiempo de cambiar de bordo y embocarla bien.

Pero el embarcadero se abalanza sobre ellos.

—¿Estamos a tiempo? —pregunta Freya.

—¡No! Tú toma el timón y que siga como está ahora, yo iré a proa, saltaré al embarcadero y aferraré el velero antes de que me arrolles. Agacha la cabeza, no vayas a darte con la botavara.

Entonces aproan directos a una esquina del embarcadero, Freya se encoge en el banco, aferrada la caña del timón, y la amura del barco roza la esquina del muelle justo en el preciso instante en que Badim salta fuera del velero. Se escucha un fuerte estampido cuando la botavara cambia de costado; la embarcación se inclina y se desliza por el embarcadero, mientras la vela flamea ante el palo y la botavara, suelta, va de un costado a otro. Badim se pone en pie de un brinco y, desde el extremo del embarcadero, extiende el brazo para asir la proa del velero, que apenas alcanza, momento en que se tumba boca abajo para no caerse. La popa de la embarcación cae a merced del viento, la vela da bandazos, y Freya debe mantenerse agachada bajo ella, aunque el desplazamiento de la botavara la obliga a refugiarse en el tambucho.

—¿Todo bien? —pregunta Badim. Sus rostros se hallan a uno o dos metros de distancia, y la expresión de alarma que Freya descubre en él basta para que rompa a reír.

—Perfectamente —asegura—. ¿Qué debo hacer?

—Acércate a proa y salta al embarcadero. Yo lo agarro.

Y debe hacerlo porque la embarcación sigue intentando caer a sotavento, pero ahora de popa, hacia los bajíos. Hay gente mirándolos desde la cornisa.

Ella salta a su lado. Su impulso casi lo arrastra al agua, pero Badim logra trabar la rodilla en torno a un noray de un modo que a Freya le parece doloroso, y de hecho su padre aprieta con fuerza los dientes. Extiende el brazo para ayudarle a acercarse el velero, cuando él dice:

—¡No te pilles los dedos entre el costado y el embarcadero!

—Vale.

—¿Llegas al cabo de amarre?

—Creo que sí.

Él tira con fuerza del barco, lo acerca; ella alarga el brazo y atrapa el cabo en el punto en que se enrosca sobre la argolla metálica que hay a popa. Eso le sirve para sacarlo y enrollarlo en torno al noray situado en el extremo opuesto de ese tramo de embarcadero, mientras Badim se apresura a aferrarlo y a ayudarle a darle más vueltas.

Permanecen tumbados, mirándose el uno al otro con los ojos muy abiertos.

—¡Nos hemos cargado el velero!

—Lo sé. ¿Estás bien? —pregunta él.

—Sí. ¿Y tú?

—Bien. Algo avergonzado. Y tendré que echar una mano para reparar la botavara, que por cierto da la impresión de pender de un hilo.

—¿Podemos salir otra vez a navegar?

—¡Sí! —La abraza y ambos ríen—. La próxima vez se nos dará mejor, ya verás. El truco consiste en entrar con la vela del otro costado, para que podamos trazar la curva hacia el lateral del embarcadero, deslizarnos a merced del viento y entrar por ahí, antes de virar por avante en el último momento y aferrarnos al embarcadero aprovechando que perdemos velocidad. Debí darme cuenta antes.

—¿Se enfadará Devi?

—No. Le alegrará saber que estamos a salvo. Se burlará de mí. Ella sabrá cómo reforzar la unión esa entre la botavara y el palo. De hecho, será mejor que eche un vistazo ahora para averiguar cómo se llama exactamente, porque estoy seguro de que tiene nombre.

—¡Todo tiene nombre!

—Sí, supongo que tienes razón.

—Y como se ha roto, creo que se enfadará un poco.

Badim no hace ningún comentario a ese respecto.

Lo cierto es que su madre siempre está enfadada. Lo disimula bastante bien ante la mayoría de la gente, pero a Freya nunca la engaña. Lo ve en el trazado de sus labios; también cuando se dirige a sí misma calladas exclamaciones de impaciencia, como si quienes la rodean fuesen sordos. «¿Qué?», pregunta al suelo, o a una pared, antes de continuar como si no hubiese dicho nada. Y cuando se enfada ostensiblemente en un abrir y cerrar de ojos, instantáneamente. Y en cómo se desploma en su sillón por las noches, contemplando taciturna las imágenes que llegan de la Tierra.

¿Por qué miras las noticias?, le preguntó Freya una vez.

No sé, le había respondido su madre. Alguien tiene que hacerlo.

¿Por qué?

A su madre se le tensaron las comisuras de los labios. Rodeó con un brazo los hombros de Freya, al tiempo que aspiraba aire con fuerza y espiraba en un suspiro igual de fuerte.

No lo sé.

Entonces tembló, rompió incluso a llorar, pero se contuvo. Freya contempló perpleja la pantalla, plagada de figuras ajetreadas. Devi y Freya, mirando la pantalla que mostraba la vida en la Tierra, la vida en la Tierra diez años atrás.

Esa noche, Freya y Badim regresan a casa e irrumpen en su nuevo apartamento.

—¡Hemos chocado con un velero! ¡Lo hemos destrozado!

—El gancho de botavara —añade Badim, que dirige una sonrisa fugaz a Freya—. Une la botavara al palo, pero no es que fuera muy robusto.

Devi escucha distraída, y hace un gesto desaprobador con la cabeza al escuchar el alocado relato de los hechos. Cena una ensalada delante de la pantalla. Cuando termina de masticar, los músculos del inicio de la mandíbula siguen igual de abultados.

—Me alegro de que estéis bien —dice—. Debo volver al trabajo. Por lo visto ha pasado algo en el laboratorio.

—Estoy segura de que tiene nombre —se apresura a decir Freya.

Devi la mira sin un atisbo de diversión en los ojos. Freya se encoge. Devi se marcha, de vuelta al laboratorio, y Badim y Freya se chocan las manos y trastean en la cocina en busca de leche y cereales.

—No debí decir eso del nombre —se lamenta Freya.

—Todos sabemos que tu madre es algo áspera —dice su padre, que enarca ambas cejas de forma muy expresiva.

Él no es áspero, eso Freya lo sabe muy bien. Es un hombre bajito y redondo, de pelo ralo, con ojos mansos y una voz dulce y suave, un hombre atento y cálido. Badim siempre está ahí, siempre benigno. Es uno de los mejores médicos de a bordo. Freya quiere a su padre, se aferra a él como lo haría un náufrago a una roca en alta mar. Se aferra a él ahora.

Él le revuelve el pelo rebelde, tan parecido al de Devi, y le dice, como otras veces:

—Carga con tantas responsabilidades que le cuesta pensar en otras cosas, así que tómatelo con calma.

—Pero nos va bien, ¿verdad, Badim? Casi hemos llegado.

—Sí, casi hemos llegado.

—Y nos va bien.

—Sí, claro. Lo lograremos.

—Entonces, ¿por qué está Devi tan preocupada?

Badim la mira a los ojos con la promesa de una sonrisa.

—Verás —dice—, tal como yo lo veo, existen dos motivos para ello: en primer lugar, hay razones por las que preocuparse; en segundo lugar, es de esas personas que se preocupan. Le ayuda a abordar los problemas, a enfrentarse a ellos y a superarlos. No se le da bien guardarse nada.

Freya no está tan segura de eso, porque no hay mucha gente que sea capaz de darse cuenta de lo enfadada que está Devi. Al menos eso sí se le da bien ocultarlo.

Freya lo manifiesta en voz alta. Badim asiente.

—Bueno, eso es cierto. Se le da bien ocultar las cosas, o ignorarlas, pero solo hasta cierto punto, porque después necesita soltarlas de un modo u otro. Todos somos un poco así. Nosotros somos su familia, ella confía en nosotros, nos quiere, por tanto deja que veamos cómo se siente en realidad. Debemos permitírselo, dejarla hablar, que diga cómo se siente, que sea como es en realidad. Así puede seguir adelante, lo cual está bien porque la necesitamos. No solo tú y yo, que por supuesto lo hacemos: Todo el mundo la necesita.

—¿Todo el mundo?

—Sí. La necesitamos porque la nave la necesita. —Una pausa, suspira—. Por eso está tan enfadada.

Es jueves y Freya, en lugar de pasar el día en la guardería con los niños pequeños, acompaña a Devi al trabajo. La ayuda los jueves. Freya da de comer a los patos y revuelve el compost; a veces cambia las baterías y las bombillas, si es que su sustitución está programada. Devi hace toda clase de cosas, claro que Devi hace de todo. A menudo esto supone hablar con personas que trabajan en los biomas o en la maquinaría del eje, mirar luego pantallas con ellos, antes de seguir hablando. Cuando termina, toma a Freya de la mano y la lleva a la siguiente reunión.

—¿Qué pasa, Devi?

Hondo suspiro.

—Ya te lo he dicho. Hace años empezamos a frenar, y eso está cambiando las condiciones que hay en el interior de la nave. Nuestra gravedad proviene de la rotación de la nave alrededor de su eje, lo cual da pie al efecto Coriolis, un empujoncito lateral que se manifiesta de forma espiral. Pero ahora que frenamos, existe otra fuerza que actúa en ciertos aspectos de manera muy similar al efecto Coriolis, pero que la estorba de forma que se ve reducida. Te parecerá que no es muy importante, pero hay ciertos aspectos de ello que no se previeron. Aunque son muchas las cosas que no previeron y que han dejado que descubramos por nuestros propios medios.

—Eso está bien, ¿no?

Una risa breve. Devi tiene un catálogo reducido de sonidos. A veces, Freya los recrea a voluntad.

—Es posible. Está bien a menos que no lo esté. No sabemos cómo hacer esta parte, por tanto debemos aprender sobre la marcha. Tal vez todo haya funcionado así siempre. Pero nos hallamos en esta nave y es todo lo que tenemos, por tanto debemos lograr que funcione. Sin embargo, es doce magnitudes menor que la Tierra, lo que presenta algunas diferencias que nunca se plantearon. Dime qué entendemos por magnitud.

—Diez veces mayor. ¡O menor! —Recuerda a tiempo de impedir que sea la propia Devi quien responda a la pregunta.

—En efecto. Así que una sola magnitud es mucho, ¿no crees? Y doce: eso añade doce ceros. Un billón. No es un número que podamos visualizar bien, es demasiado grande. Y aquí nos tienes, en esta cosa.

—Y tiene que funcionar.

—Sí. Lo siento. No debería agobiarte con estos asuntos. No quiero que tengas miedo.

—No tengo miedo.

—Bien. Pero deberías. He ahí mi problema.

—Pero dime por qué.

—No quiero.

—Solo un poco.

—Pero si ya te lo he contado. Siempre es lo mismo. Aquí todo tiene que funcionar en un equilibrio. Es como los balancines del patio de recreo. Debe haber un equilibrio en el intercambio entre las plantas y el dióxido de carbono del aire. No es necesario mantener un equilibrio perfecto, pero cuando un extremo se apoya en el suelo, necesitas fuerza en las piernas para impulsarlo de nuevo. Hay muchos balancines que suben y bajan a distintas velocidades. Así que no te puedes permitir incidentes cuando todos caen al mismo tiempo. Debes permanecer atento por si eso empieza a suceder, y si lo hace debes cambiar cosas de lado para evitarlo. Y nuestra habilidad para descubrir la manera de hacerlo depende de nuestros modelos, y te aseguro que es muy complejo crear modelos para esto. —Solo de pensarlo se le torció el gesto—. Así que procuramos hacerlo todo por partes pequeñas y ver qué pasa. Porque en realidad no acabamos de entenderlo.

Ese día le toca el turno a las algas. Hacen crecer muchas algas en grandes recipientes de cristal. Freya las ha mirado a través del microscopio. Montones de pequeñas motas verdes. Dice Devi que mezclan una parte con el alimento que ingieren. También cultivan carne como si de algas se tratara, en enormes tanques planos; obtienen casi tanta comida de los tanques como de los campos de los biomas de cultivo. Eso es una suerte, porque en los campos los animales pueden enfermar, o los cultivos pueden arruinarse. Aunque también los tanques pueden estropearse. Y necesitan los cultivos para tener algo que transformar en alimento. Pero los tanques cumplen. Cuentan con un montón de tanques en marcha en ambos anillos, aislados unos de otros. Así que todo va bien.

Los tanques de algas son verdes o parduscos, o una mezcla de verde y pardo. Los colores de las cosas dependen de en qué bioma se encuentren, porque las lámparas de luz solar varían según el bioma. Freya disfruta del cambio de colores a medida que se desplazan de bioma en bioma, de invernadero en invernadero, de laboratorio en laboratorio. El cereal es rubio en la Estepa, amarillo en la Pradera. Las algas del laboratorio tienen una miríada de tonalidades verdes y marrones.

Hace calor en los laboratorios de algas, y huele a pan recién horneado. Cinco pasos para hacer pan. Alguien menciona que últimamente comen más, pero que cultivan menos. Esto da pie al menos a una hora de discusiones, y Freya se sienta a pintar con los rotuladores en un rincón del laboratorio, abandonada a su suerte junto a otros niños que están de visita.

Después se marchan.

—¿Adónde vamos ahora?

—A las minas de sal —responde Devi con teatralidad, a sabiendas de que la noticia complacerá a Freya; se detendrán a tomar un helado en un puesto ambulante próximo a la planta procesadora de residuos.

—¿De qué se trata esta vez? —pregunta Freya—. ¿Más sal en el caramelo salado?

—Sí, más sal en el caramelo salado.

Es una parada en la que Devi puede enfadarse visiblemente. El sumidero de sal, la fábrica de veneno, el apéndice, el excusado, el callejón sin salida, el cementerio, el agujero negro. Devi lo llama de maneras peores que pronuncia en voz muy baja, segura de nuevo de que nadie puede oírla. Incluso lo llama «puto cagadero».

Tampoco le cae bien la gente de allí. Hay demasiada sal en la nave, solo las personas quieren sal, y las personas quieren más de la que deberían tomar, pero son las únicas que pueden ingerirla sin enfermar. Así que todos deben comer tanta sal como puedan sin excederse, lo cual no ayuda en realidad, porque es un ciclo muy breve y la excretan de nuevo al organismo mayor. Devi prefiere los ciclos largos. Todo debe dar vueltas más largas, y no dejar de dar vueltas nunca. Nunca debe acumularse por el camino en un apéndice, en un pozo desagradable, enfermizo y absurdo, en un charco hediondo, en un puto cagadero. Devi teme a veces hundirse en la hediondez. Freya promete sacarla de allí si eso sucede.

Así que no les gustan el cloro, la creatinina o el ácido hipúrico. Los bichos pueden comerse algunas de esas cosas y transformarlas en otras. Pero los bichos se están muriendo, y nadie sabe por qué. Devi cree que a la nave le falta bromo, lo que le resulta incomprensible.

Y no pueden corregir el nitrógeno. ¿Por qué el nitrógeno les falla tan a menudo? ¡Porque cuesta arreglarlo! Ja ja ja. El fósforo y el azufre son igual de perjudiciales. Necesitan a los bichos para ellos. Así que también los bichos deben mantenerse sanos. Aunque no haya suficientes. Para que todos conserven la salud, todos deben conservarla. Incluso los bichos. Nadie es feliz a menos que todo y todos estén a salvo. Pero nada lo está. Freya considera que esto supone un problema. ¡La

Anabaena variabilis es nuestra amiga!

Hace falta maquinaria y hacen falta bichos. Reducir cosas a cenizas y alimentar con cenizas a los bichos. Son demasiado pequeños para verlos, hasta que se juntan millones de millones. Entonces se parecen al moho del pan. Lo cual tiene sentido porque el moho del pan es una especie de bicho. No uno de los buenos; es decir, malo pero bueno. Malo para ingerirlo, eso sí. Devi no quiere que coma pan con moho. ¿Quién haría tal cosa?

Se extraen doscientos litros de oxígeno por semana de un litro de algas en suspensión, siempre y cuando se iluminen adecuadamente. Solo dos litros de algas facilitarán oxígeno suficiente para una persona. Pero a bordo viajan 2122 personas, por tanto disponen de otros métodos para fabricar oxígeno. Incluso hay una parte almacenada en tanques en las paredes de la nave. Está a muy baja temperatura, pero permanece líquido como el agua.

Las botellas de algas adoptan la forma de sus biomas. ¡Así que ellos son como algas embotelladas! Esto hace que Devi suelte su risa breve. Todo cuanto necesitan es un reciclostato mejor. Las algas siempre conviven con bichos que se alimentan de ellas a medida que crecen. Sucede lo mismo con la gente, pero distinto. Cultivar solo un gramo de

Chlorella requiere un litro de dióxido de carbono, lo cual proporciona 1,2 litros de oxígeno. Esto es bueno para la

Chlorella, pero la fotosíntesis de las algas y la respiración humana no conviven en equilibrio. Deben alimentar a las algas de la forma adecuada para que alcancen entre ocho y diez, que es donde se sitúa la gente. Los gases van y vienen, dentro y fuera de la gente, dentro y fuera de las plantas. Come plantas, caga plantas, fertiliza el suelo, cultiva plantas, come plantas. Todos respiran continuamente en las bocas del prójimo. Ciclos y más ciclos. Balancines que se balancean en una inmensa fila, pero que no deben caer del mismo lado, al mismo tiempo. ¡Aunque sean invisibles!

Las vacas del prado tienen el tamaño de un perro, lo cual Devi afirma que no es como solía ser. Son vacas creadas por ingeniería genética. Dan tanta leche como las vacas grandes, que eran del tamaño de los caribúes de la Tierra. Devi es ingeniera, pero nunca ha creado una vaca por ingeniería. Ella se encarga de aplicar sus conocimientos de ingeniería a la nave, no a los animales que la pueblan.

Cultivan calabazas, lechugas y remolachas, ¡arg! Y zanahorias, patatas y boniatos, judías que son tan buenas para fijar el nitrógeno, y cereales y arroz y cebollas y boniatos y malanga y yuca y cacahuetes y alcachofas de Jerusalén, que no son ni alcachofas ni de Jerusalén. Porque los nombres pueden ser absurdos. Que llames a una cosa de una manera no la convierte en eso.

De nuevo una llamada de emergencia obliga a Devi a abandonar una de sus reuniones habituales, y como es uno de los días en que Freya la acompaña, la lleva consigo.

Primero van a su despacho y comprueban las lecturas de las pantallas. ¿Qué clase de emergencia es esa? Entonces Devi chasca los dedos y teclea como loca, y señala una de las pantallas, antes de que ambas se apresuren por uno de los corredores que separan los biomas, el que media entre la Estepa y Mongolia, al que llaman Ruleta Rusa y está pintado de azul, rojo y amarillo. Al siguiente lo llaman la Gran Puerta de Kiev. Esa mañana, el túnel largo y bajo entre las escotillas está atestado de gente, escaleras, andamiajes y plataformas hidráulicas.

Devi se suma a la multitud bajo el andamio, y Badim aparece algo más tarde para hacer compañía a Freya. Observan cómo un grupo de personas sube por una de las escaleras del andamio, siguiendo a Devi al techo del túnel, justo al lado del marco de la escotilla. Allí han desmontado varios paneles, y ahora Devi asciende para introducirse en el boquete que ha quedado al descubierto, desapareciendo de la vista. Cuatro personas la siguen al agujero. Freya no tenía ni idea de que el techo no fuera realmente la piel externa de la escotilla y se queda mirando con curiosidad.

—¿Qué hacen?

—Ahora que estamos perdiendo velocidad —dice Badim—, el leve empujón del frenado contrarresta la fuerza de Coriolis que se crea al girar sobre nuestro eje, lo que supone una nueva especie de presión, o la ausencia de la misma. Ha dado pie a una especie de bloqueo en esta escotilla, y Devi cree que es posible que hayan descubierto de qué se trata. Así que han subido a ver si tiene razón.

—¿Arreglará Devi la nave?

—Verás, si resulta que el problema está ahí, creo que todo el equipo de ingenieros participará en ello. Pero Devi es quien ha caído en la cuenta de que existe esta posibilidad.

—¡Así que arregla las cosas pensando en ellas!

Esa era una de las frases favoritas de la familia, la cita admirativa de los viejos parientes de un científico, cuando era un niño que reparaba radios.

—¡En efecto, eso es! —exclama Badim, sonriente.

Al cabo de seis horas, después de que Badim y Freya se hayan retirado a los Balcanes para comer en el comedor oriental, la dotación destinada a las reparaciones baja del agujero de la escotilla después de alargar el equipo a quienes aguardan abajo, y de introducir unos pocos robots móviles en cestos que hacen descender por el andamio. Devi es la última en bajar por la escalera, y se pone a estrechar manos a diestro y siniestro. Han localizado el problema, que han pasado a reparar con la ayuda de sopletes, sierras y soldadores. Los largos años que ha pasado la nave sometida al efecto Coriolis habían desencajado algo, y la reciente fuerza debida a la desaceleración lo había devuelto a su lugar, pero entretanto el resto de la compuerta se había habituado al cambio. Todo tenía sentido, aunque no daba una buena imagen sobre la calidad de la construcción y ensamblaje de la nave. Iban a comprobar todos los demás paneles parecidos a ese, para asegurarse de que las escotillas del Anillo B funcionasen perfectamente. Así no tendrían que forzar los motores intentando cerrarlas.

Devi abraza a Freya y a Badim. Parece preocupada, como siempre.

—¿Hambrienta? —pregunta Badim.

—Sí —responde ella—. Y no me vendría mal una copa.

—Me alegro de que eso esté reparado —comenta Badim de vuelta a casa.

—¡Y que lo digas! —Devi niega con la cabeza, lamentándose—. No sé qué haríamos si las escotillas se atascaran. Confieso que la gente que construyó esta cosa no me tiene precisamente impresionada.

—¿De veras? Si lo piensas bien… Menuda máquina.

—Pero menudo diseño. Y no dejan de surgir problemas. Es un sinvivir. Solo espero que podamos aguantar hasta que lleguemos allí.

—Estamos en plena desaceleración, cariño. Ya no queda mucho.

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