Aurora

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3. En el viento

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En la nave, Freya y Badim, que principalmente habían seguido el evento a través de la cámara de Euan, yendo de un lado a otro del apartamento ocupados en sus cosas, para regresar de vez en cuando a la cocina para mirar la imagen de la pantalla, cruzaron la mirada.

—¡Quiero descender! —insistió Freya.

—Yo también —dijo Badim—. Ay, Dios, cómo me gustaría que Devi hubiese vivido para verlo. Y no solo desde aquí, sino ahí abajo, con Euan. Cómo lo hubiera disfrutado.

Entonces regresó el viento, lo hizo con fuerza desde el este. Sin embargo, al menos ahora sabían que se podía disfrutar de unas horas de ausencia de viento durante los eclipses. Y también habría otros momentos, sin duda; en ese mundo de luz cambiante, los vientos también debían cambiar. Casi siempre serían igual de fuertes, pero mientras pasaban de soplar de tierra adentro a mar adentro, estando tan cerca de la costa, habría sin duda periodos en que se calmarían, o al menos en que variarían de dirección. Aún estaban aprendiendo cómo funcionaba, y sin duda tardarían lo suyo en lograrlo; aún no era posible predecir las pautas. Eso era aerodinámica, comentó Euan: el aire moviéndose en torno a un planeta, sometido a cambios constantes que transcienden cualquier modelo que fueran capaces de elaborar.

O sea: viento. Había regresado, nunca parecía dar su brazo a torcer. Costaría convivir con él. Era la parte dura de la vida en Aurora.

La parte buena, la parte espléndida, coincidieron todos, era contemplar la tierra bajo la luz doble de Tau Ceti y, sobre todo a primera hora de las largas mañanas, y ahora, tal como redescubrían, a la luz oblicua de las largas tardes. Posiblemente la experiencia del eclipse había despertado algo en su capacidad para ver. En la nave, tan solo veían lo cercano y lo lejano; esta media distancia de Aurora, que algunos denominaban distancia planetaria, otros sencillamente paisaje, habían tenido ciertas dificultades a la hora de enfocarla al principio, incluso de mirarla, o de comprender cuándo la veían. Ahora que medían de manera apropiada las distancias, que asían la amplitud del espacio que abarcaban, resultaba embriagadora. Para ser felices les bastaba con salir, dar una vuelta y contemplar el terreno. El viento no podía empañar eso.

Un día, un grupo de exploración regresó del norte, emocionado. A 17 kilómetros al norte de su punto de aterrizaje, existía una anomalía en la costa, por lo general recta y acantilada. Se trataba de un pequeño valle semicircular que se abría al mar. Por supuesto, desde la nave habían podido apreciarlo, y quienes seguían a bordo no habían dejado de recordárselo a los miembros del grupo de desembarco, y ahora este grupo se había desplazado a pie para visitarlo, y después de verlo había vuelto a la base alabando sus virtudes.

Era o bien un antiguo cráter de impacto, o bien la cicatriz de un antiguo volcán extinto, pero en cualquier caso, una depresión semicircular en el burren; en el lado recto del semicírculo había una playa. Los exploradores lo llamaron Valle de la Medialuna, y dijeron que su playa se componía de arena y guijarros, y que remataba en una laguna. En el terreno bajo tras la laguna, un estuario atravesaba el valle antes de alzarse a través de un corte en el acantilado bajo del burren, primero como un río trenzado de lecho de grava, y luego como un conjunto de veloces rápidos. Y el conjunto del valle, dijeron, estaba cubierto de suelo. Desde el espacio, este suelo parecía ser loess. La inspección de los exploradores sobre el terreno había indicado que era una combinación de loess, arena de mar y sedimentos fluviales. Llamarlo «suelo» era tal vez inexacto, ya que era totalmente inorgánico, pero al menos era una matriz edáfica. Podían transformarlo rápidamente en suelo.

Eran noticias tan prometedoras que los colonos decidieron rápidamente que debían trasladarse allí. No tuvieron problema en admitir que uno de sus atractivos más fuertes consistía en la perspectiva de ponerse al abrigo del viento. Pero también había otras ventajas: acceso al océano, un buen suministro de agua potable, terreno potencial para la agricultura. La perspectiva resultaba tan atractiva que algunos de ellos se preguntaron incluso por qué no habían aterrizado allí en primer lugar, pero hubo gente a bordo (a quienes la nave tuvo que apuntárselo a su vez) que no tardó en recordarles que los vehículos robot habían tenido que dar un amplio rodeo con respecto al valle para asegurarse de posarse en roca llana.

Pero ahora se hallaban a salvo en tierra, y en modo de exploración, y su asentamiento seguía siendo móvil por componerse enteramente de vehículos; habían construido la pared para ponerse a salvo del viento, pero no habían empezado a levantar edificios. Así que podían trasladarse sin mayores problemas.

Por tanto, a lo largo de los días siguientes, todos los miembros de la estación se acercaron a pie a contemplar el valle marino, y acordaron nada más verlo que el traslado era necesario. Esta clase de unanimidad se decía que sucedía de manera tan infrecuente a bordo (de hecho, nunca se había producido) que la gente que seguía en la nave no tuvo problemas en consentir el plan acordado en la superficie.

—Como si pudiéramos impedírselo —comentó Freya a Badim.

Badim asintió.

—Dice Aram que actúan con una ominosa autonomía. Pero no pasa nada. Los demás no tardaremos en descender. Y parece un buen lugar.

En ese punto, había gente a bordo que era transportada a la superficie de la luna en módulos que después les servían de alojamiento. Nada iba tan rápido como muchos a bordo hubieran querido, pero todo el mundo coincidía en que nada podía hacerse para acelerar el proceso. Solo disponían de un número limitado de transportes que luego había que reabastecer y lanzar de nuevo al espacio. El traslado del asentamiento al valle que miraba a la Bahía de la Medialuna suponía un nuevo retraso para las labores de ampliación de los alojamientos. Pero el sentimiento general era que ese breve retraso valía la pena, dadas las diversas ventajas que conllevaría dicho traslado.

Así que los colonos pusieron manos a la obra de cara al traslado, labor que parecía simple hasta que empezaron a hacerla, cuando los pequeños declives y quiebros del burren resultaron ser un impedimento mayor para mover los habitáculos de lo que habían previsto. No costaba sortear los grabens pequeños y poco profundos, de modo que no habían tenido mayores problemas a la hora de acercarse caminando al valle y volver desde allí; pero trasladar los módulos sobre ruedas, así como los vehículos robot de construcción, e incluso los vehículos en los que se desplazaban, no resultó tarea fácil. Y los grabens seguían una pauta este-oeste y eran tan largos que a menudo no había manera de sortearlos.

Hallaron una ruta mejor que cruzaba las menos depresiones posibles, empleando el algoritmo que soluciona el problema del vendedor ambulante, conocido por todo aquel a quien le preocupan los errores endémicos de ciertos algoritmos voraces. Pero incluso después de una comprobación exhaustiva, el número mínimo de travesías del graben resultó ser once. Había que tender puentes en cada una de estas depresiones, lo cual no era fácil dada la escasez de materiales y el peso de la carga que llevaban los vehículos con ruedas.

De modo que fue un trayecto lento y farragoso, y al poco tiempo de comenzar volvió a ponerse el sol. No permitieron que esto los detuviera, pues habían decidido que podían realizar el viaje a la luz de E. Colgaba en lo alto, en su lugar de costumbre, medio iluminado, lo que en la Tierra se hubiese considerado un cuarto creciente. Cabe decir que se trata de un nombre inusualmente lógico. Poco después de ponerse el sol estaba tan oscuro como suele estarlo de noche, ya que E pasó de cuarto creciente a entero y luego fue perdiendo fuerza a medida que asumía el otro cuarto creciente antes del amanecer. La luz proyectada por el cuarto creciente de E estaba en torno a los 25 lux, que era 25 veces la iluminación de la luna llena en la Tierra; y a pesar de ser cuatro mil veces menos que la luz del sol directa en la Tierra, y seis mil veces menos que la luz taular directa en Aurora, no dejaba de ser más o menos equivalente a la iluminación de una cabina a bordo de la nave de noche. Así que trabajaron con esta luz, formaron una larga caravana de vehículos y se dirigieron al norte sobre el burren. Al final aseguraron que la luz de E era hermosa, que no cansaba la vista, que las cosas perdían algo de color, pero que era posible verlas sin problemas.

Euan y el resto del equipo encargado de la construcción de puentes entró en acción cuando alcanzaron el extremo de la primera depresión. Uno de ellos condujo un vehículo capaz de cortar piedra hasta el borde, lejos del punto por el que pretendían cruzar, y puso en funcionamiento una extensión con forma de sierra en la retroexcavadora del vehículo. Cortó cubos de roca de los laterales escarpados del graben, que fueron levantados a continuación y transportados en la retroexcavadora hasta una parte empinada y todo lo vertical como podía encontrarse. Costó que el primer cubo se soltara, pero con algún que otro golpe con el lateral de la retroexcavadora lo lograron. Los cubos de tres metros de lado eran los mayores que el vehículo podía levantar con seguridad. Una vez llevados al borde del graben, los hacían bajar sobre la depresión, todo muy lentamente, sobre todo si el viento era más racheado que de costumbre. Cada cuatro o cinco bloques, debían parar para cambiar las hojas de la sierra que empleaban, tanto las circulares como las finas hojas verticales que Euan había apodado «hilo dental». La impresora aprovechaba las hojas gastadas para dotarlas de nuevos bordes de diamante sintético, que luego reutilizaban para seguir cortando cubos y depositarlos en la depresión para improvisar una especie de rampa. Cuando esta se extendía en la depresión hasta el punto en que el vehículo no alcanzaba el lugar donde seguir colocando cubos, llenaban los huecos entre cubos con grava que otros equipos habían aplastado, y por último desenrollaban a mano una malla de aluminio que dotaba al puente de una superficie llana por la que poder conducir. Euan llevaba entonces el vehículo cortador por esta rampa, con un cubo colgando del extremo frontal; todo el conjunto tenía un aspecto muy precario, sobre todo cuando el viento lo zarandeaba con fuerza, hasta que alcanzaba el borde de la nueva rampa, y podía bajar el siguiente cubo de roca y colocarlo en su lugar.

Casi habían terminado con la primera de estas rampas, cuando Eliza colocó un nuevo cubo en su lugar, sin reparar en que el fondo de la depresión no era llano. Esto se debió quizá al hecho de trabajar a la luz de E, pero, de todos modos, el nuevo cubo encajó de tal manera que su vehículo no podría levantarlo ni moverlo, sin inclinarse peligrosamente.

Euan asumió el control de manos de Eliza para probar suerte, pero tampoco él fue capaz de moverlo, aunque sí inclinó el vehículo de lado y peligrosamente. Ahí se quedó bloqueando el paso, la rampa infranqueable, e inclinado como estaba parecía que tendrían que abandonar esa rampa y empezar desde cero.

—Déjame probar algo —propuso Euan, que empleó la sierra para hacer un corte trapezoidal en la parte superior del cubo inclinado, para a continuación encajarlo debajo del cubo inclinado. Después de encajar la punta de martinete y de allanar el conjunto con la grúa, llegaron a la conclusión de que era lo bastante estable para poder pasar por encima, así que siguieron cortando cubos y colocándolos en la depresión, con mayor cuidado que nunca, a menudo con Euan a los mandos para hacer los últimos ajustes.

—Está hecho todo un artista —comentó Badim a Freya mientras observaban las operaciones desde la nave.

—Esa es la razón de que él esté ahí abajo, y yo no —dijo ella—. Ahí no necesitan a aprendices de todo y maestros de nada.

—Te equivocas —dijo Badim—. Los necesitan. Y además fue por sorteo, recuérdalo.

Después de tres días de trabajo, concluyeron la rampa que cruzaba la depresión. Enviaron a cruzarla a un camión robot, que pasó sin incidentes sobre la alfombra de aluminio. Todo estaba en orden, y condujeron o dirigieron al resto de los vehículos a través de la rampa. Su caravana se componía de 37 vehículos que variaban en tamaño desde el vehículo con capacidad para cuatro personas a contenedores móviles que eran las partes modulares de sus edificios. Todos ellos cruzaron sin mayores problemas. Pero ese solo era el primer graben de los once que debían superar.

Sin embargo, ahora habían desarrollado un método, y debido a ello, las siguientes rampas las completaron con mayor solvencia. Incluso en la llamada «Gran Trinchera», un graben tres veces más ancho y dos más hondo que los demás, tendieron la rampa y cruzaron en un día. Detenerse a cambiar las hojas de sierra con que cortaban la roca supuso el mayor retraso. En esta tarea se evidenció tanto la versatilidad como la falta de fiabilidad de los humanos a la hora de efectuar labores mecánicas. El operador colocaba el brazo del vehículo en el suelo con la tuerca que sujetaba la hoja al rotor boca arriba, y alguien debía encajar la tuerca en una llave inglesa mecánica para arrancarla de un tirón neumático. Retiradas la tuerca y las arandelas, debían girar la sierra circular con cuidado en el corto perno, atentos para no dañar las roscas. Después llevaban la hoja al camión de la maquinaria, donde las impresoras prepararían una nueva hoja afilada. Regresarían con ella para colocarla de nuevo en su lugar, sin olvidar las arandelas y finalmente la tuerca; por último, aplicarían el taladro para apretarla bien. Era en ese momento cuando los humanos se revelaban inferiores a la capacidad de un robot, y sus herramientas inadecuadas para compensar la inexperiencia. El problema residía en el hecho de que no podían saber hasta qué punto el taladro apretaba lo suficiente las tuercas, y a menudo, en su empeño por asegurarse de haberlas apretado lo bastante, se pasaban de rosca. Con la rosca dañada, no había manera de apretar lo necesario la hoja, y entonces había que reemplazar el perno, lo cual suponía muchas horas de trabajo de precisión; o se fusionaba a la tuerca o a la sierra, de modo que no había manera de separarlas después, incluso con el taladro a máxima potencia.

Esta clase de errores sucedía tan a menudo que, al cabo, solo permitieron a Euan y Eliza utilizar los taladros para estos menesteres, puesto que eran los únicos que poseían el tacto necesario para hacerlo correctamente. Cualquiera que siguiese con atención la emisión de Euan hacia la nave, incluidos Freya, Badim y decenas de personas más, se acostumbraron al ruido del taladro en funcionamiento, así como a las diversas maldiciones cuando se lamentaba de una u otra acción emprendida.

Lentamente los colonos superaron el terreno, a un promedio de 655 metros diarios, con tres kilómetros a lo sumo en su día más largo, y eso entre depresión y depresión, sobre un terreno llano de burren. Tardaron veintitrés días en trasladar su asentamiento al acantilado que miraba al Valle de la Medialuna, en la costa del mar occidental. Habían viajado a la luz de Planeta E mientras este atravesaba toda su fase, una enorme visión; tomaron nota del eclipse lunar en mitad de ella, la sombra de Aurora cruzando difusa la cara de E, atenuándola un poco, pero no demasiado, porque E era mucho mayor que Aurora y ambas estaban tan cerca, y tenían atmósferas tan densas, que la luz de Tau Ceti llegaba difusa en torno a Aurora, lo cual suponía que E no quedaba demasiado ensombrecido por ella. Después de eso, apenas habían reparado en la atenuación del lento declive de E, el cual devolvió más estrellas borrosas a la noche centelleante. Estas estrellas se desplazaban lentamente en lo alto, y las fases de E también cambiaban, pero E seguía quieto en el mismo lugar sobre sus cabezas, algo al sureste del cenit. Hubo algunos colonos que comentaron su extrañeza ante este fenómeno, mientras que otros se encogieron de hombros.

Cerca del final de su viaje, capearon una fuerte tormenta cuando oscureció mucho y el ambiente se volvió demasiado húmedo para viajar con seguridad. Dejaron de trabajar para contemplar la salida del sol de Tau Ceti, intenso y brillante sobre el terreno estriado al este. Algunos dijeron que era como una explosión nuclear, metáfora quizá falsa o errónea, puesto que, de hecho, en cierto modo se trataba de una explosión nuclear.

A pesar de que podían divisar el valle oceánico, seguían estando en el acantilado que lo dominaba, lo cual obligaba a construir un camino que descendiese al cañón fluvial que conformaba la mayor abertura del acantilado. Este camino inclinado, curvo, supuso otros ocho días de trabajo. Cuando hubieron terminado, condujeron todos los vehículos hasta el terreno del valle y los ubicaron cerca del fondo del acantilado, en una llanura de inundación aluvial próxima al río. Ese sería claramente el punto del valle mejor protegido de los vientos por el acantilado. Al menos de los vientos procedentes del mar.

No tardaron en comprobar que había momentos en que los vientos superaban y descendían el cañón del río a mayor velocidad de lo que lo habían hecho en el burren, ya que el cañón canalizaba las rachas de viento. Una vez esto hubo quedado claro, desplazaron la caravana algo más lejos del río, y obtuvieron cierta protección al pie del acantilado, a unos dos kilómetros de la embocadura del mismo. Esto supuso un alivio para todos. Su nueva ubicación parecía la mejor que iban a encontrar en esa región de Groenlandia, teniendo en cuenta cómo estaban las cosas. Así que empezaron a asentarse al pie del acantilado curvo y más adelante en barrancos que remontaban el acantilado hasta el burren. Estas gargantas se situaban transversales a los vientos predominantes, y por tanto quedaban bien abrigadas, pero la mayoría tenían paredes pronunciadas con suelos estrechos.

Para contribuir a la labor de cortavientos del acantilado, empezaron a construir lo que llamaron «murallas de la ciudad». Una envolvería su complejo residencial, y la otra, más larga, encerraría los primeros campos de cultivos que confiaban en sembrar al aire libre.

A diario había mucho más trabajo del que eran capaces de llevar a cabo, así que recibieron con los brazos abiertos la infusión regular de gente que empezó a llegar procedente de la nave. Embutieron a estos recién llegados en los refugios, tan prietos como pudieron permitirse. Todo el mundo consumía alimentos procedentes de a bordo. Tanto en Aurora como en la nave mantenían las impresoras en constante funcionamiento, elaborando todos los componentes necesarios para la construcción de su nuevo mundo. En este proceso, los materiales y el tiempo eran los únicos factores limitadores. No podían hacer más tiempo, pero podían enviar expediciones mineras al burren para localizar minerales metálicos y reponer materiales, y así fue como obraron.

Descendió más gente, y en la superficie el total se situó en un centenar de personas. Los invernaderos se convirtieron entonces en algo crucial. Esperaban con el tiempo ser capaces de cultivar al aire libre, cuya composición química era adecuada para esta labor, muy similar a los parámetros terráqueos; pero durante las noches de nueve días, a pesar de la tenue luz que E proyectaba en lo alto, el termómetro caía a temperaturas bajo cero. La solución a esto no era obvia, en lo tocante a la agricultura. Había plantas muy tolerantes con el invierno que resistían el frío y eran capaces de detener sus funciones y sobrevivir a la congelación; los laboratorios de agricultura tanto de la nave como de Aurora investigaban cómo estas plantas lograban hacerlo, y si podían transportarse los genes de dicha capacidad a otras plantas. También investigaban los genes capaces de ayudar a las plantas a adaptarse al ciclo de día-mes en lugar de a las estaciones anuales, pero el resultado de este empeño no estaba claro. Por ahora, con independencia de lo que terminasen cultivando, los invernaderos eran necesarios.

Al principio, la mayoría del espacio destinado a invernaderos se destinó a producir el propio suelo. En contraposición con la tierra, el suelo poseía cerca de un 20 por ciento de materia orgánica, y las plantas eran mucho más felices creciendo en él que en el loess muerto que caracterizaba el valle. Cuando tuvieron suelo viable, que por suerte crecía en tanques llenos de loess a una velocidad cercana a la propia reproducción de las bacterias, lo extendieron por invernaderos y terrenos de cultivo. Al principio se trataba principalmente de bambú rápido, bambú que habían cuidado durante todo el largo viaje a Tau Ceti sin tener una necesidad real de él; ahora cobró protagonismo, ya que constituía un material crucial para la construcción, que aportaba fuertes vigas a una velocidad de crecimiento de un metro diario. Entretanto, el alimento de los colonos siguió proviniendo principalmente de la nave, que se encargaba de transportarlo a la superficie.

Esto supuso otro problema de abastecimiento. Tenían transportes robot capaces de descender a la superficie de Aurora desde la nave, reabastecer combustible y efectuar un lanzamiento de vuelta a bordo, pero necesitaban combustible. Una de las fábricas del valle se dedicaba única y exclusivamente a descomponer agua en oxígeno e hidrógeno, principales componentes del combustible de los cohetes. También la fábrica necesitaba combustible para funcionar, y la descomposición del agua era una labor que requería de un dispendio de energía considerable. Contaban con dos potentes reactores nucleares en la superficie, capaces de aportar 400 megawatts en total; pero el uranio y el plutonio de los reactores no durarían eternamente, y el suministro de la nave solo era adecuado para esta. ¿Había uranio en Aurora? Según las teorías estándar de formación planetaria, debía haberlo; pero todo el sistema de Tau Ceti era menos metálico que el sistema solar, y los metales pesados solo se acumulaban adecuadamente en cuerpos planetarios con una constante acción tectónica o de flexión mareal. No estaba claro que Aurora hubiese tenido en algún momento ninguna de ellas, y dada la incertidumbre que rodeaba la cuestión, el consenso era que iban a tener que dedicar buena parte de su esfuerzo de fabricación a la construcción de generadores de energía eólica en el burren. Porque lo que estaba claro era que iban a tener viento de sobra.

La gente del nuevo asentamiento lo llamó Hvalsey, en homenaje a una aldea situada en la costa occidental de la Groenlandia terrestre. Rápidamente la expandieron alrededor de los invernaderos. Las canteras y las fundiciones proporcionaron bloques de piedra y hojas de aluminio para la construcción, además de ventanas de cristal para el techo y las paredes de los invernaderos. La pared de la ciudad ayudó a solventar el problema del viento. Algunos decían que Hvalsey parecía una especie de pequeña ciudad medieval amurallada.

Comprobaron que los vientos cambiaban de un modo predecible a lo largo de los días-mes. Cuando el aire sobre una región se pasaba nueve días seguidos iluminado por Tau Ceti, se calentaba y ascendía, creando bajas presiones en la superficie que el aire frío nocturno se apresuraba a rellenar. Entonces, cuando llegaba el atardecer y una región pasaba nueve días de noche, se enfriaba de manera tan drástica que la nieve y el hielo hacían acto de presencia en todas las islas, y el hielo marino cubría las bahías y trechos del océano más calmados, aunque por lo general no el mar abierto, demasiado sacudido por el oleaje y el viento como para congelarse. El aire frío en descenso creaba presiones que se disparaban hacia los laterales, llenando el hueco relativo bajo el aire en ascenso en la cara iluminada por el sol. Por tanto, siempre soplaba el viento, sobre todo de la noche al día.

Las largas noches en el hemisferio interior nunca eran tan frías como las que caracterizaban al hemisferio exterior, a pesar de caer por debajo de la temperatura de congelación. Si planeaban dedicarse a la agricultura al aire libre, tendrían que adaptar las plantas terrestres para que pasaran del ciclo anual al mensual. Observando cómo crecía un metro diario el bambú, parecía posible que pudieran adaptar por ingeniería genética cultivos que cosechar al cabo de nueve días; pero nadie podía tener la seguridad de cómo resultaría, ni siquiera de si realmente era posible hacerlo. Si debían confinar por entero su agricultura a los invernaderos, se antojaba una seria limitación. Pero ya cruzarían ese puente cuando lo tendieran, tal como expresó Badim.

Mientras, en términos de viento, que por fuerza no dejaba de situarse en su centro de atención, las corrientes de aire mensuales mostraban cierta regularidad, aunque no fueran del todo consistentes. Tenían una dependencia considerable en condiciones que eran siempre cambiantes. Pero a medida que averiguaban más detalles relativos al tiempo atmosférico de Aurora, empezaron a identificar ciertas pautas. Había algo totalmente obvio: la mayoría de los días serían ventosos.

El año de E duraba 169 días terrestres. El mes auroriano constaba de 17,96 días terrestres, por tanto dividido en el año solar de 169 días daba un resultado de 9,2 meses por año, de ahí el problema habitual de intentar reconciliar los meses lunares con los años solares.

Pero de eso no se preocupaban en ese momento.

Mientras los robots se encargaban de levantar la muralla, concluido el proceso de trazar la ciudad y preparados los solares para iniciar la construcción, Euan solía sumarse a los equipos que salían a explorar el valle marino. Y quería quitarse el casco y respirar el aire del lugar.

Lo cual no constituyó precisamente una sorpresa para Freya. Los datos de las estaciones de control dejaban claro que la atmósfera de Aurora era respirable para el ser humano, que la atmósfera auroriana era la condición más parecida a la existente en la Tierra de su nuevo hogar, y la principal razón de que puntuase tan alto en las categorías de analogías terrestres. Así que a medida que Euan fue acompañando más asiduamente a las expediciones de exploración, insistió más y más en obtener permiso oficial para quitarse el casco.

—Sucederá tarde o temprano —dijo—. ¿Por qué no ahora? ¿Qué nos lo impide? ¿Qué es lo que tanto tememos?

A las toxinas no detectadas, por supuesto. Eso fue lo que le dijeron, y en opinión de Freya la precaución era evidente y justificada. Combinaciones químicas venenosas, formas de vida invisibles: debían guiarse por el principio de precaución. El consejo de Hvalsey insistió en ello, y también consultó la cuestión al consejo ejecutivo de a bordo, que coincidió con su dictamen.

Euan y los demás que compartían su opinión señalaron que sus estudios de la atmósfera, de las rocas y del suelo habían alcanzado ya una escala nanométrica, y que no habían hallado nada aparte de los mismos volátiles detectados desde el espacio, además de polvo y de los finos, tal como cabía esperar. Los gases atmosféricos se parecían mucho a los existentes en la propia atmósfera de la nave, excepto en que eran ligeramente menos densos. Los estudios efectuados sobre el terreno habían confirmado la explicación abiológica del oxígeno en la atmósfera; podían incluso calcular su edad, fechada en torno a los 3,700 millones de años. Tau Ceti, brillante entonces, había descompuesto la ardiente agua del mar de Aurora en oxígeno e hidrógeno, y el hidrógeno había escapado al espacio, dejando al oxígeno atrás. Los indicios químicos de esta acción eran inequívocos, hallazgo que había asegurado al grupo de química que efectivamente disponían del lugar para ellos, tal como apuntaba todo lo que iban averiguando.

Euan quería iniciar esa parte de su nueva historia, la primera salida al exterior sin ayuda para respirar. Freya se lo comentó en una ocasión que hablaron, y él respondió:

—¡Pues claro! ¡Quiero sentir cómo ese ventarrón me llena los pulmones!

El consejo ejecutivo siguió ignorando al grupo de biología y denegó el permiso, a Euan y a cualquiera. Una vez se rompiese el sello entre ellos y Aurora, no habría vuelta atrás. Debían esperar; experimentar antes con plantas y animales; mostrarse pacientes. Asegurarse.

Freya se preguntaba qué habría dicho Devi al respecto, y preguntó a Badim cuál era su opinión, pero este se limitó a negar con un gesto.

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