Aura

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El objetivo principal era entrar en el edificio y hacerse con el control del centro de los centinelas. Si lo lograban, el gobierno no podría defenderse y, por tanto, caería. Para ello, Darwin había asignado a cada rebelde una zona de ataque en función del lugar al que pertenecía: si el rebelde era del Barrio Azul, entraría por el acceso norte; si era del Arrabal, por el oeste; si era del Distrito Trónico, por el este; y si era del Zoco, por el sur. De esta manera, podían llevar una cuenta repartida y equilibrada de los más de cien rebeldes que iban a atacar la Torre. Además, Darwin no escatimó en organización y asignó a cuatro de sus hombres más cercanos las riendas de cada zona para que el ataque estuviera lo mejor dirigido posible.

Mientras que estos rebeldes y el pueblo se encargarían de mantener a los centinelas entretenidos, la misión de Ray y del resto del núcleo rebelde era la de adentrarse en los laboratorios para llevarse los dispositivos solares ya terminados y los componentes necesarios para crear más. También debían rescatar a Samara de las fauces de Bloodworth, y a Aidan, por supuesto.

Ese era el plan inicial. El problema que todos tenían en mente, aunque nadie se atrevía a mencionarlo en voz alta, era que ninguno sabía cómo se desarrollaría en realidad la batalla. Estaban dando muchas cosas por hechas, cuando realmente no sabrían hasta el momento justo si todos los rebeldes se unirían a la lucha como habían prometido o si la valla eléctrica se desactivaría a tiempo. Lo único que tenían claro era la fecha de actuación: el día de Acción de Gracias.

—En el caso de que se tuerzan las cosas, improvisaremos sobre la marcha. No nos queda otra —le habían confesado a Madame Battery.

La situación estaba provocando tal ansiedad en la mujer que no había suficiente tabaco en el mundo para aplacársela. Había tantas posibilidades de que algo saliera mal, de que acabaran todos entre rejas o, peor, muertos; de que los traicionasen, de que alguien actuara por su cuenta antes de tiempo..., ¡incluso de que hubiera habido una confusión y en realidad aquellos brazaletes milagrosos no existieran!

La muñeca no le daba más de sí mientras se abanicaba para evitar los calores que le sobrevenían cada vez que pensaba en todo aquello. ¡Y encima se estaba quedando sin cigarros!

¿Por qué le tenía que pasar todo eso a ella? Se lamentaba para sus adentros. Desde siempre había creído que su destino sería residir en la Torre, no trabajar nunca más, rodearse de los hombres más poderosos, vivir sin preocuparse por aquel maldito brazalete que tanto se parecía a unas esposas que la anclaban a ese mundo. Ella había nacido para disfrutar de la opulencia y no para dirigir un tugurio como aquel. La suerte nunca había estado de su lado, y a pesar de ello, demasiado bien le habían ido las cosas.

En su juventud había sido tan inocente, tan incauta..., se había dejado engañar muchas veces, sobre todo por los hombres, sobre todo por amor. Uno tras otro la habían mentido, utilizado y rechazado una vez se cansaron de ella. Qué tonta había sido preocupándose por ello en lugar de prestar atención a lo que de verdad era importante... Por eso, para cuando quiso ponerse a construir su futuro, ya era tarde, y se había tenido que conformar con las migajas que representaba el Batterie.

Para no cometer el mismo error, se había jurado que no volvería a enamorarse. Y a pesar de los muchísimos pretendientes que la habían cortejado, no se había dejado convencer. Prefería dedicar el resto de su vida a ganarse el respeto del que una vez la habían despojado y a hacer pagar a los culpables todo el daño que le habían hecho. Por eso había comenzado a liderar a los rebeldes. No por las condiciones injustas que sufrían los moradores, ni tampoco por la tiranía del gobierno. Eso a ella le daba igual: el Batterie era una diminuta isla en mitad de la tormenta en la que ella estaba protegida y donde nunca le faltaba de nada. Ella lo hacía porque anhelaba por encima de todo la grandeza. El orgullo era su gasolina y gracias a él había llegado a donde estaba: una pieza clave para todos. Tanto para rebeldes, como para centinelas.

Y ahora todo amenazaba con derrumbarse. ¿Qué haría ella entonces? Ya no era tan joven como hace años, ya no tenía ni las fuerzas ni los ánimos de empezar de cero. Pero tampoco podía detener aquella ola. Lo único factible era estar preparada para salir de todo aquello lo más airosa posible.

Ganara quien ganase.

El picaporte de la puerta tembló en ese momento y la mujer dejó de abanicarse.

—¿Battery? —era Kore.

—¿Qué quieres?

—Entrar, pero está cerrado...

—Será porque he echado el pestillo. ¿Qué ocurre?

—Ha... ha llegado un paquete para ti. De la Torre.

La mujer estuvo a punto de romper a llorar. ¿Por qué no la dejaban tranquila? ¿Por qué?

—¿Battery...?

—¡Ya voy, ya voy! —se quejó, levantándose a abrir la puerta.

Se trataba de una caja, alargada y poco más grande que la palma de su mano.

—No tiene remitente, ya lo he buscado yo —dijo la chica—. Pero lo ha traído el mensajero de la Torre.

Ni siquiera se metió de vuelta en su despacho. Abrió el paquete ahí mismo y cuando lo volcó, sobre su mano cayó una carga de color morado lista para conectar a una batería.

—¿Es un regalo? —preguntó Kore—. ¿Blue-Power?

—No parece Blue-Power —respondió, estudiando la carga—. Es algo distinto.

—Quizás sea un aviso para que dejemos de comercializar con cargas ilegales...

—No seas ridícula: ¿de dónde te crees que nos llegan las reservas de Blue-Power?

—Bueno, ¿entonces qué es esto? ¿Un nuevo producto?

—Eso parece. Un regalo ahora que se acerca Acción de Gracias, supongo. O una prueba de lo que vendrá. En fin, da lo mismo. ¿Habéis abierto ya?

—Sí, pero hay muy poca gente: hoy anunciaban al ganador de la Rifa y ya sabes cómo se pone el centro con ese asunto...

Madame Battery intentó mantener la calma, pero una parte de ella se emocionó al escuchar aquello. Con todo el lío que había tenido se le había olvidado por completo. ¿Y si ese año los astros la habían agraciado a ella? Intentando aparentar tranquilidad, preguntó:

—¿Se sabe ya quién...?

Kore se encogió de hombros.

—Dicen que es un chico joven, no me he enterado de nada más...

—Bueno, da igual. Vendrán después, entonces, como siempre. A ahogar las penas por no haber ganado ese miserable concurso amañado.

Dicho aquello, apagó las luces de su despacho y se fue para el bar, con la batería aún en la mano. No entendía a qué venía ese regalo. Cuando le llegaba algo de la Torre siempre venía firmado por algún alto cargo de los centinelas que le agradecía su trato especial en el cabaret. Pero nunca le habían entregado una batería, y menos con ese color tan diferente. Quizás tuviera algún admirador secreto.

En la barra, los clientes habituales la saludaron al pasar y ella tuvo que volver a levantar una sonrisa entre ellos y su auténtico ánimo. Al fondo, en una esquina, uno de los primeros hombres que había entrado en el cabaret años atrás, cuando se inauguró, alzó su copa para desearle una feliz noche.

—¿Hoy vienes solo? —le preguntó la mujer, pasando el trapo por esa parte de la barra.

—Mi hermano ha sido uno de los elegidos para levantar la maldita valla esa y lo está celebrando con sus compañeros en algún sitio al que yo no tengo acceso. Panda de esnobs... —se quejó, y Madame Battery soltó una carcajada.

—Es increíble lo rápido que ha ocurrido todo.

—¡Cuestión de un día! ¿Y sabes qué es lo que más me molesta? Que les han regalado a todos los que han colaborado una maldita batería extra. ¡Y ni siquiera han elegido a los mejores! ¿Qué clase de justicia es esta? Al menos deberían haber permitido que todos los que pudiéramos estar interesados mandáramos una solicitud. Maldito gobierno...

—Bueno, bueno, no te cabrees tanto, Jimmy, que no hay motivo. ¿Tú quieres una batería extra? Pues anda, toma esta y disfrútala a mi salud —Battery le entregó la carga morada—. Es un nuevo producto: a ver qué te parece.

—Caramba..., menudo lujo. Muchas gracias —añadió, mientras comenzaba a desabotonarse la camisa.

Madame Battery lo dejó solo y comenzó a fregar las copas sucias que quedaban apiladas en el fregadero. Mientras tarareaba la música que salía por los altavoces, su mente se relajaba. Pasara lo que pasase, siempre le quedaría el Batterie, se decía. Las chicas irían y vendrían, los clientes también. Pero ella y ese condenado local seguirían en pie. Y aunque la guerra estallase, siempre...

De pronto escuchó un grito a su espalda. Jimmy se agarraba a la barra con una mano mientras que la otra la presionaba contra su pecho.

—¡Jimmy! —exclamó la mujer, corriendo a socorrerle.

El tipo se agitaba tan fuerte sobre el taburete en el que estaba sentado que antes de que llegara ella, se cayó al suelo.

—¡Ayudadle! —gritó al par de bailarinas que había más cerca.

Cuando llegaron, el hombre se convulsionaba en el suelo con los ojos cerrados mientras la carga morada se desvanecía. Madame Battery le dio un puntapié a la batería y los electrodos se despegaron del pecho del hombre.

—¡¡Id a por los reanimadores, no os quedéis ahí paradas!!

Se agachó junto a Jimmy e intentó despertarle, pero el hombre no reaccionó. Después se inclinó sobre él para intentar encontrarle el pulso, pero justo en ese momento la puerta principal del Batterie se abrió de par en par y una decena de soldados irrumpieron en el local con las pistolas en alto.

—¡Todo el mundo quieto! —gritó el centinela al mando.

Battery lo reconoció al instante: se trataba del general de Aidan, Ludor.

—¿Qué está pasando aquí? —quiso saber la mujer.

—Esto es una redada. ¡Que nadie se mueva!

La reacción fue la opuesta. Entre gritos, la gente que había en los sillones y en las mesas y también las bailarinas salieron corriendo de allí tan deprisa como pudieron, mientras los guardias se abalanzaban sobre ellos con las porras eléctricas en alto. En la marabunta que se generó, Madame Battery solo tuvo tiempo de guardarse la carga que acababa de dejar sin vida a Jimmy y de levantarse.

—¿A qué viene esto? ¡¿Qué permiso tienen para....?!

—¿Te crees que necesitamos permiso para desmantelarte este tugurio? —le espetó el centinela, derribando con el brazo todos los vasos que había sobre la barra—. Y tú te vienes con nosotros.

—¡Suéltame! —exclamó la mujer.

—Espero que estés preparada para pasar una larga temporada en los calabozos de...

La mujer, con toda su rabia, le pegó un pisotón al hombre y le soltó un escupitajo en la cara. Pero antes de que pudiera darse la vuelta y huir, el tipo se recuperó, la agarró del brazo y con la otra mano la abofeteó.

—¡Suéltala, Ludor!

El hombre se giró para ver quién había dicho aquello y se encontró con Kore al otro lado de la barra apuntándole con una de las armas que Logan había construido. No era la única. El propio Logan, Darwin, Eden y hasta Trixa habían surgido de la nada cargados con mochilas y con sus armas en alto.

—¿Pero qué te crees que...?

¡BAM!

Kore apretó el gatillo en ese momento y uno de los proyectiles eléctricos que el ingeniero había preparado se quedó clavado en la frente del centinela, que cayó al suelo entre convulsiones.

—¡Vamos, deprisa! ¡Tenemos que salir de aquí! —gritó Darwin.

Los demás centinelas intentaron cortarles el paso, pero mientras unos cubrían la huida a base de disparos, los otros abandonaron el local por la puerta trasera. Allí los esperaban dos de los rebeldes con los que se habían reunido horas antes.

—Diésel nos ha enviado. Seguidnos —les dijeron.

Sin más explicación, echaron a correr por los callejones menos transitados de camino al centro.

—¿Adónde vamos? —preguntó Battery, sin apenas aire e incapaz de creerse lo que acababa de suceder.

—A un lugar seguro —respondió Eden, a su derecha—. Diésel nos dio el aviso unos segundos antes de que llegaran. Dice que conoce un sitio donde podrán ocultarnos.

Unos gruesos goterones de sudor comenzaron a escurrírsele por la frente a Madame Battery mientras avanzaban. El maquillaje, su peinado, ¡el vestido! Si alguien la veía de esa guisa, ¡huyendo de los centinelas! Aquello no podía estar ocurriendo, y sin embargo...

—Oh, Dios mío...

El grupo se detuvo de golpe cuando llegaron a una bifurcación.

—Es allí —avisó uno de los dos hombres señalando un edificio con varios apartamentos con las ventanas tapiadas.

Madame Battery se agachó y apoyó las manos en las rodillas para recuperar el aliento.

—¿Qué... pasa? —preguntó, intentando controlar el mareo que le acababa de sobrevenir por el esfuerzo.

A su lado, Eden apretó los puños y dijo:

—Que ya sabemos dónde está Dorian.

La mujer, instigada por aquel comentario, se fue levantando poco a poco y alzó la vista hacia una de las pantallas de la acera contraria. En ella, Dorian saludaba con una sonrisa tímida a todo el mundo junto al gobernador Bloodworth.

—No puede ser... —dijo la mujer.

—Por aquí, Battery—le dijo Logan, sujetándola del brazo y escurriéndose entre la gente hasta la puerta que acababan de abrirles.

Antes de entrar, la mujer miró por última vez al niñato que sonreía desde las pantallas. Se sacó del sostén su boleto de la Rifa para hacer con él una bola arrugada y tirarlo al suelo; luego, lo pisoteó con saña.

28

Había llegado Acción de Gracias y a Eden aún le costaba asimilar que no lo fueran a pasar todos en el Batterie, como había hecho desde niña cuando vivía allí.

Las horas en el piso franco parecían transcurrir mucho más despacio que en el exterior. Llevaban dos días encerrados y no lo soportaba más. Dos días en aquel sótano, durmiendo en los colchones que habían apilado junto a las paredes y subiendo solo para ir al cuarto de baño.

Los segundos de aviso que Diésel les había ofrecido antes de la redada habían sido cruciales para guardar todas las armas y huir del Batterie antes de que llegaran más centinelas. Era la primera vez que Eden se escondía en aquel edificio, pero conocía de vista a los hombres y la mujer que ahora cuidaban de ellos y que les traían noticias del exterior.

El primero se llamaba Carlton, era más bajo que ella y más delgado que un cuchillo, y desde la redada, Darwin lo había puesto al mando en el exterior. Su compañero se llamaba Houston y era un experto en armas que vivía fascinado con los inventos de Logan. Por último estaba Allegra, una mujer de pelo canoso que se pasaba las horas delante de varias pantallas de ordenador intentando hackear los sistemas informáticos del gobierno.

Gracias a ellos se habían enterado de que la valla se había activado la mañana en la que habían anunciado el ganador de la Rifa, después de que Dorian saludara al pueblo y desapareciera junto a Bloodworth en el interior de la fortaleza, hecho que había provocado muchísima confusión entre los rebeldes.

¿Cómo iban a contactar con él estando dentro? ¿Cuál era su misión mientras estuviera allí? A Darwin se le acababan las respuestas y los nervios comenzaban a hacer mella en ellos. Ver el rostro de Dorian en las pantallas de la calle había supuesto el mismo shock para los rebeldes que no lo conocían que para ellos. El problema era que los demás pensaban que se trataba de Ray, el joven que había prometido ayudarles en la revolución y que tenía el ansiado brazalete solar. Por eso finalmente habían optado por contarles la verdad a sus tres nuevos compañeros

—Entonces, ¿hay dos? —preguntó Carlton, tras escuchar la explicación.

Darwin asintió.

—Son gemelos. Nadie lo sabe. Y no tiene por qué saberse.

—¿Y cómo logró el otro chico, Dorian, que le tocara la papeleta ganadora de la Rifa?

—Me encantaría deciros que nosotros tuvimos algo que ver en ello... pero no es así. Estamos igual de desconcertados que vosotros. Solo esperamos que sea una casualidad y que podamos volver a ver al chico sano y salvo.

Las últimas palabras las pronunció mirando a Eden y ella asintió sin demasiadas esperanzas. No le había contado a nadie lo del beso que Dorian le había robado sin ningún escrúpulo en los subterráneos del Batterie, ni siquiera a Ray. Sin embargo, ese comportamiento la había hecho comprender que había algo extraño en él. Algo extraño que los demás no imaginaban. Aun así, lo ocurrido en la Rifa se escapaba de toda lógica. ¿Cómo se había dejado engañar y atrapar Dorian? ¿Qué creía que le harían en la Torre una vez cruzase las puertas? Podía entender que estuviera enfadado con Ray, con ellos, incluso con ella misma por alguna retorcida razón, pero ¿acaso no había visto lo que Bloodworth había hecho con Logan? ¿Lo que estaba haciendo con Aidan? ¿Lo que podrían hacerle a él?

Por suerte, había poco que el clon pudiera contar al gobierno sobre los planes de los rebeldes, ya que en las últimas reuniones ni siquiera había estado presente. Lo que sí le preocupaba era cómo le afectaría a Ray cuando se enterase.

—¿Y el gobierno? ¿Saben que son dos? —preguntó Houston, levantando los ojos de una de las pistolas de cargas que habían traído del Batterie y que ahora se repartían por toda la mesa central y las bolsas del suelo.

—No tengo ni idea. Puede que sí. Que Dorian haya ganado la Rifa me hace cuestionarme mil cosas... —confesó Darwin—. Allegra, cuando consigas entrar en el sistema, necesito que piratees la señal de emisión para retransmitir lo que grabe esta cámara —dijo mientras le daba el aparato.

—De acuerdo, pero una vez sintonice, solo dispondremos de unos segundos antes de que nos rastreen —advirtió la rebelde.

—¿Qué tienes en mente, Darwin? —preguntó Houston.

—Que Dorian esté ahí dentro nos da una oportunidad tremenda para movernos. Quiero que Ray destape todo, en directo, a través de todas las pantallas de la Ciudadela. La gente creerá que está emitiendo el mensaje desde dentro de la Torre y será mucho más efectivo.

—Me parece correcto, pero ¿dónde está el chico?

—Llegará pronto —respondió Darwin—. Confiad en mí.

Eden había propuesto contarles a los demás el plan de Ray, pero Darwin se había negado en rotundo: hasta que no estuvieran de vuelta, nadie mencionaría a los cristales. Temía que si lo hacía antes de tiempo, la gente no le creyese y hubiera una insubordinación. Eden pensaba que ni siquiera él confiaba del todo en la propuesta del chico. Y no podía culparle. Ella tampoco lo habría hecho de no haber estado presente en el momento en el que se encontraron con aquellos seres en el cañón.

Sin mucho más que hacer, la chica se acercó a Madame Battery y se acuclilló a su lado para hablar con ella. En cuarenta y ocho horas, la mujer parecía otra completamente distinta, con el pelo lacio y sin peinar, los ojos llorosos, el maquillaje corrido y la ropa arrugada.

—¿Cómo estás? —le preguntó la chica.

Ella tardó en advertir su presencia, y cuando lo hizo, respondió lo mismo que las otras veces:

—Mi bar... ¿Qué han hecho con él? —decía—. ¿Qué será ahora de Madame Battery?

—Todo irá bien —le aseguraba ella.

—Ese chico... nos ha engañado a todos... Robó la papeleta. Debería haber ganado yo... ¿Cómo podía tener una papeleta? ¿Quién se la dio? ¿A quién se la robó? ¡Era mi premio!

Tras aquel exabrupto, la mujer volvió a guardar silencio y a recostarse en el sofá a ver las horas pasar. Por mucho que a veces Eden la odiase, echaba de menos a la auténtica Madame Battery y esperaba que regresara pronto. Kore se acercó a ellas y preguntó:

—¿Sabemos algo nuevo de Ray?

La otra rebelde negó con la cabeza.

—Darwin me dijo que Jake conoce este lugar. Cuando vea que el bar ha sido desmantelado, vendrán aquí directamente.

No obstante, Eden cada vez se sentía más nerviosa. Ray tendría que haber llegado el día anterior por la noche. Desde que estaba allí, había calculado una y mil veces el tiempo que deberían haber tardado con el jeep hasta la guarida de los cristales y por mucho que se hubieran entretenido, los cálculos no cuadraban. A no ser que les hubiera pasado algo...

La chica se obligó a interrumpir aquel pensamiento. Ese era el problema de no poder entretenerse con nada más, que su cabeza le daba vueltas una y otra vez al mismo asunto.

Si al menos la dejaran salir para seguir intentando contactar con los centinelas amigos, como había hecho antes de la redada... Pero el riesgo era demasiado alto como para intentarlo siquiera.

Antes de que se les echaran encima, Eden había logrado hablar con algunos de sus antiguos compañeros centinelas sin apenas resultado. El único que se había dignado a escucharla sin amenazarla había sido un chico con el que había coincidido los últimos meses antes de que ella se marchara de la Ciudadela. También conocía a Aidan y sospechaba, como tantos otros, que el gobierno les estaba ocultando algo. Aun así, estaba asustado y solo tuvo oportunidad de hablar con él diez minutos en un cambio de guardia. Eden le confesó algunas de las cosas que sabían los rebeldes y le pidió que, llegado el momento, se atreviera a cuestionarse si de verdad merecía la pena proteger a la gente que intentaba castigarlos.

De pronto se abrió la trampilla del techo y todos alzaron la cabeza. Por ella se asomó uno de los subordinados de Carlton y dijo:

—Jake ha llegado.

Eden y Darwin se precipitaron hacia la escalera de mano, pero él les dijo que se esperasen para no correr riesgos.

—¿Está solo?

Antes de obtener ninguna respuesta, Jake bajó y ella fue la primera en acercarse.

—¿Cómo ha ido? ¿Y Ray?

Justo en ese momento, otra persona con la cabeza cubierta con un pasamontañas descendió por las escaleras. Ray se quitó el atuendo y fue directo a abrazar a Eden.

—¿Qué tal estáis? —preguntó, preocupado—. Cuando he visto el local así...

—Estamos bien. Tuvimos mucha suerte.

Una tercera persona bajó por la trampilla. Eden no tardó en reconocer a Gael, el jefe del clan de cristales.

—Chicos, os presento a Gael —dijo Ray—. Él y los suyos nos van a echar un cable.

Mientras Ray y Gael se presentaban a los nuevos rebeldes, Darwin procedió a revelar la verdadera naturaleza de su nuevo invitado y contar el plan para cruzar a la Torre.

—¿Cuántos sois? —preguntó Darwin dirigiéndose a Gael.

—He traído a mis cien mejores guerreros —respondió.

—¡¿Cien?! —exclamó el rebelde, sorprendido—. ¿Y dónde están?

Gael explicó que se habían quedado fuera de las murallas, camuflados, mientras él estudiaba la situación dentro de la Ciudadela y las características de la valla que tenían que atravesar. Confesó que le preocupaba especialmente el nivel de seguridad de la zona y que necesitaría apoyo en el momento en el que ellos desplegaran las alas y cruzaran al otro lado. Después, se giró hacia Ray y le entregó una pistola de bengalas que sacó del zurrón que portaba.

—Cuando sea nuestro momento, dispara al cielo y entraremos.

—Si os hacen falta armas, podemos dejaros —dijo Darwin.

—Por favor, electro. Hemos estado viviendo fuera toda la vida. Tenemos nuestras propias armas —le espetó Gael, para dirigirse de nuevo a Ray—. Estaremos preparados para atacar a lo largo de toda la noche. Si antes del alba no has lanzado la señal, nos iremos.

Y con aquellas últimas palabras, Gael se despidió de los rebeldes para volver con su gente.

—¿Por qué hay tanto jaleo fuera? ¿Y dónde está Dorian? —preguntó Ray.

—Es Acción de Gracias —dijo Eden—. Y respecto a Dorian..., será mejor que te sientes.

La chica comenzó a contarle todo lo que había ocurrido con su gemelo y la Rifa.

—Tiene que ser una trampa. Dorian nunca...

—Ray, nos ha traicionado. No sabemos por qué ni con qué intenciones, pero ahora está con Bloodworth.

—Eden, es mi hermano.

—No, no lo es: es tu clon. Y ha dejado claro que lo único en lo que os parecéis es en el aspecto.

—¿Te ocurre algo? —preguntó él.

Antes de que pudiera contestar, Darwin apareció y dijo que necesitaba a Ray para tratar el asunto del vídeo, pero él se quedó en el sitio, mirando a Eden y esperando su respuesta.

—Tranquilo, vete con Darwin, que es más importante —dijo ella acariciándole el rostro.

Eden era incapaz de contarle a Ray lo que había ocurrido con Dorian, el verdadero motivo por el que el chico huyó. Una parte de ella se sentía culpable de que ahora se encontrara en la Torre con Bloodworth. Sin embargo, no podía evitar sentirse también tremendamente utilizada y sucia tras aquel beso y sabía que, si pudiera volver atrás, habría reaccionado de la misma manera.

El agobio se apoderó de ella y decidió salir a dar una vuelta para ver cómo iban las cosas por la calle. Para ello, se cubrió el rostro con una bufanda y subió por la trampilla.

Afuera todo era música y alegría. La Ciudadela entera parecía estar reunida allí y en las pantallas de las paredes se anunciaba que el discurso de Acción de Gracias del gobernador Bloodworth comenzaría pronto. Prácticamente todo el mercado parecía haber emigrado allí y ahora los puestos atestaban las calles y las aceras.

Tanto moradores como leales se dirigían a toda prisa hacia el lugar en el que el gobernador hablaría en directo, en lugar de verlo por las pantallas. Ella se mantuvo pegada a la fachada, con el rostro cubierto. Al cabo de un rato, comenzaron a emitir la llegada de Bloodworth, su subida al escenario y los saludos.

29

–Queridos ciudadanos, feliz día de Acción de Gracias!

Así dio comienzo el discurso de Bloodworth desde lo alto del escenario. Llevaba un elegante traje oscuro, con un chaleco dorado bajo la chaqueta negra y un pañuelo del mismo color en el bolsillo del pecho. Y sonreía con tanto entusiasmo que parecía estar a punto de echarse a llorar.

En el sótano del edificio, Ray se secaba con la manga larga de la camiseta los goterones de sudor que le corrían por la frente. No solo era cosa de los nervios, sino también de los focos que le habían plantado a ambos lados de la cámara. El dispositivo era tan básico y rudimentario que costaba creer que de verdad fuera a captar ninguna imagen. Lo había construido la propia Allegra años atrás con chatarra de otros inventos fallidos y lo había conectado a ese ordenador sin carcasa que solo parecía una amalgama de chips y cables de colores.

—Hoy nos reunimos como cada año para recordar a quienes ya no están y agradecer a nuestros vecinos, familiares y amigos que cada día tengamos una Ciudadela más limpia y segura —proseguía el discurso de Bloodworth—. Agradecemos a los que nos precedieron que dieran sus vidas por nosotros en la guerra sin cuartel que tantas vidas se cobró. Ellos, como héroes que son, colocaron los primeros ladrillos de esta gran Ciudadela y nos ofrecieron el hogar y la protección que no tuvieron. No son tiempos fáciles —añadió tras un silencio—. Hay quienes se obcecan en recordarnos que los peligros no solo residen fuera de nuestras murallas, sino también en nuestras propias calles. Rebeldes que impiden que haya paz entre nosotros. Pero hoy no vamos a dedicarles ni un segundo más de nuestros pensamientos. ¡Ni uno! Porque hoy es un día de celebración.

—Ray, estate preparado, estoy a punto de entrar —le avisó Allegra en ese momento.

El chico asintió y volvió a repasar las palabras que Darwin le había escrito en un trozo de papel y que sujetaba por debajo de la cintura para que no se viera. Eden entró en la habitación, le guiñó un ojo para darle ánimos y se sentó en el sillón. Los demás se encontraban alrededor del viejo televisor que habían instalado en una esquina del sótano, junto al ordenador de la mujer, y en el que estaba proyectándose lo mismo que en las pantallas exteriores.

—Como sabéis, las obras de la zona norte están a punto de finalizar.

La gente en la calle prorrumpió en aplausos al escuchar aquello.

—Y todo, una vez más, es gracias a vosotros. Por eso, este año, desde el gobierno hemos pensado que, aparte de la música y de los puestos de comida que hemos abierto en las calles principales, os merecíais un regalo muy especial.

—¿Un regalo? —preguntó Logan, inclinándose en su silla.

Un hombre subió entonces al escenario con una caja de madera que Bloodworth abrió y de la que extrajo un cilindro morado.

—¿Eso es lo que creo que es? —preguntó Kore, incrédula y al borde de la carcajada.

—¡Esto que veis aquí es una carga extra para vuestras baterías! —añadió el gobernador—. Se trata de una nueva energía que han desarrollado nuestros investigadores y que, a partir de mañana, se distribuirá en todos los centros de recarga oficiales. Es más limpia, sana y duradera. Y, lo mejor de todo, mucho más barata de producir. Por eso hemos decidido regalaros una a todos y cada uno de vosotros. ¡El futuro ya está aquí! ¡Por una Ciudadela limpia y segura!

Dicho aquello, un centenar de centinelas comenzaron a repartir entre todos los allí reunidos las ansiadas cargas. La gente, entre aplausos y vítores, se abalanzó sobre ellos para conseguir la suya.

—¡Orden, por favor! ¡Hay para todos!

Allegra dio una palmada.

—¡Ray, un minuto y estás dentro!

Las palabras se confundían en su cabeza con lo que acababa de decir Bloodworth y por mucho que intentara memorizarlas le era imposible. ¿Dónde estaba Dorian?, se preguntaba una y otra vez. ¿Dónde lo habían metido? ¿Estaría bien?

—Esa... carga...

El chico apartó los ojos de la cámara que tenía delante solo para ver cómo Madame Battery se levantaba del sillón, despacio, con el dedo dirigido a la pantalla.

—Esa carga... —repitió.

—¿Qué ocurre? —le preguntó Darwin, con preocupación.

—Dios santo, no puede ser. ¡Van a acabar con todos! —exclamó, antes de darse la vuelta y correr hasta la otra punta de la habitación.

—¡Battery! —exclamó Eden, yendo tras ella.

Aquella era la primera frase larga que le escuchaba Ray pronunciar a la mujer desde que había llegado.

—¡Cuarenta segundos, Ray! —dijo Allegra.

—¿Qué ocurre? —preguntó Kore, levantándose también.

—¡Aquí está! —exclamó la mujer, con cara de desquiciada y lo que parecía ser un tubo vacío en la mano.

—¿Tienes una de esas cargas? —preguntó Logan, acercándose para cogerla.

—¡No es una carga! —replicó ella—. Es un arma, ¡quieren acabar con todo el mundo!

—Battery, deberías calmarte —le dijo Eden, pero la mujer se apartó de ella de malas formas y alzó el cristal.

—¡No me digas que me calme y escúchame, maldita sea! Me llegó por correo, pero se la di a Jimmy antes de que entraran esos energúmenos en mi bar. ¡Y lo mató!

—¿Un centinela? —preguntó Kore.

—¿A quién? —quiso saber Carlton.

La mujer gruñó y se echó las manos a la cabeza.

—¡Es energía envenenada! Jimmy se quedó frito en el sitio en cuanto se la activó. Eso no es ningún regalo —y señaló a la televisión—, ¡es un genocidio!

—¡Diez segundos! —exclamó Allegra.

—¿Estás segura, Battery? —le preguntó Darwin.

—¡¿Te crees que lo diría si no estuviera convencida?!

—De acuerdo, ¡cambia el discurso, Ray! ¡Avisa a todo el mundo!

—¡¿Qué?!

—¡Cinco segundos!

—¡Que no se la conecten!

—¿Y cómo lo hago? —preguntó mientras veía en la pantalla cómo la gente se colocaba en sus baterías las cargas regaladas—. ¿Qué les digo?

—¡Tres, dos...!

—¡Lo que se te ocurra!

—¡Dentro!

Ray se quedó paralizado, pero los gestos de Darwin le hicieron reaccionar.

—Hola a todos... —dijo, sintiéndose ridículo por no saber si realmente estaba funcionando el invento—. Muchos me reconoceréis por haber sido el ganador de la última Rifa. Estoy aquí para..., para avisaros de que el gobierno nos ha mentido: hace tiempo que sus... brazaletes dejaron de ser como los nuestros. La energía solar les permite vivir sin necesidad de cargar sus corazones constantemente con un brazalete como este —dijo mientras alzaba el brazo—. Creo que es hora de cambiar las cosas, así que os pido que...

Ray se quedó en blanco durante un segundo. ¿Que se unieran a ellos? ¿Que se alzaran en armas contra su gobierno?

—Ray... —le susurró Darwin.

Entonces buscó a Eden y la vio allí de pie, observándole con una sonrisa y la mano puesta en el corazón y el chico retomó el discurso:

—Os pido que os unáis a mí para acabar con estas injusticias. Que luchéis a mi lado para conseguir lo que verdaderamente merecemos: una vida justa y sin peligros. Sin tener que preocuparnos de cuándo nuestro corazón dejará de latir. Hemos estado construyendo esta civilización bajo sus reglas y su mandato. ¡Es hora de reclamar lo que nos pertenece! ¡Porque esta ciudad es nuestra! ¡No de ellos!

—¡Di lo del regalo! —le insistió Madame Battery, zarandeando el tubo vacío en una mano.

—¡Y no utilicéis las cargas que os han dado! Es energía envenenada. Creedme. Si la probáis, moriréis. ¡Quieren acabar con todos nosotros porque...!

—Estás fuera. Me han cortado la emisión —dijo Allegra, mientras las pantallas se fundían—. Siento no haberos conseguido más tiempo...

—Esperemos que haya sido suficiente —contestó Eden.

Cesar Picols sostenía en sus manos la carga que su hija de catorce años le había traído emocionada hacía un segundo. Por primera vez en mucho tiempo daba gracias al gobierno de la Ciudadela por mostrar misericordia con un simple morador como él, encargado de fabricar las puertas de los nuevos edificios que se estaban construyendo en la zona norte. Pero ahora, después de haber escuchado a aquel joven que había aparecido en las pantallas, Cesar Picols se sentía confuso.

El silencio que reinaba en la plaza pública era sepulcral.

El herrero miró a su hija, que le había agarrado la mano libre, y vio en sus ojos las mismas dudas que le corroían a él por dentro. Que tenía miedo. Y eso fue todo lo que hizo falta para que aceptara las palabras del chico del brazalete solar: aquella ciudad era suya y de los otros miles de moradores que la habían sacado adelante con el sudor de su frente. Y tenían que recuperarla.

Cesar Picols dio un beso en la frente a su hija y le quitó de las manos el arma mortífera que quienes velaban por ellos habían tenido la osadía de regalarles. Después, le ordenó que se marchara a su madriguera y que no abriese a nadie hasta que escuchara al otro lado de la puerta la nana que le había cantado todas las noches cuando era un bebé.

Los susurros en la plaza comenzaron a crecer. El hombre avanzó entre la gente hasta tener suficientemente cerca la pantalla en la que había visto el discurso y el posterior mensaje. Nunca había querido formar parte del movimiento rebelde. Siempre había intentado seguir las reglas y ser un ciudadano honorable. Tal vez ese chico que había interrumpido a Bloodworth les hubiera mentido, pero sus entrañas le decían que no. Que eran otros los que habían estado burlándose de ellos toda la vida. Y ya era hora de que las cosas cambiasen.

Agarró entonces una de las baterías y la lanzó con toda su furia contra la base que proyectaba las imágenes holográficas, rompiéndola en el acto. Un centinela que lo había visto corrió hasta él y le atizó con la culata de una porra en la barbilla, pero Cesar Picols le devolvió el golpe con la otra batería que tenía. Después, le quitó el arma y se giró para defenderse de otros guardias que intentaran socorrer a su compañero. Sin embargo, no llegó ninguno: los más de cien centinelas que había en la plaza se encontraban intentando frenar a todos los hombres y mujeres que como Cesar Picols habían decidido unirse a la lucha del chico con el brazalete solar.

Los ruidos y gritos que se empezaron a escuchar en el exterior hicieron que Ray y todos los que se ocultaban en la guarida se pusieran en estado de alerta. De golpe, la trampilla del techo se abrió y por ella surgió la cabeza de uno de los rebeldes que traía de vez en cuando noticias a Carlton.

—Ha comenzado —dijo, emocionado, mientras les hacía gestos para que salieran—. La gente..., la gente... Tenéis que verlo con vuestros propios ojos.

Y eso hicieron. Desde las ventanas del edificio en el que se escondían, los rebeldes se asomaron para contemplar una imagen que unos días atrás solo se habían atrevido a imaginar: el pueblo, leales y moradores sin distinción, se enfrentaba a los centinelas y se abría paso hacia el centro de la Ciudadela como una marea enfurecida que arrasaba con todo a su paso.

—Es el momento —dijo Darwin, regresando al sótano—. ¡Coged las armas!

Darwin comenzó a repartir aturdidores y pistolas de cargas y a Ray le entregó el Detonador.

—Es hora de que lo pruebes, a ver qué tal funciona.

Ray, emocionado, se armó el artilugio en su brazo derecho y comprobó que la batería que incorporaba estuviera cargada.

—Si la Torre cae, la Ciudadela será nuestra —gritó Darwin.

Tomaron la salida trasera del edificio, por donde también corrían moradores a esconderse en sus casas. Los gritos y los tiroteos resonaban por los alrededores como en una película de guerra. Un grupo de veinte rebeldes se encontró con ellos en la primera bifurcación. También iban armados, pero con herramientas improvisadas que Carlton les cambió por algunas de las que llevaban ellos. Hecho esto, se dividieron en dos grupos, y diez de estos jóvenes guerreros salieron corriendo en dirección a la Torre.

Antes de separarse, Darwin agarró a Ray del brazo y se acercó para decirle:

—Tened mucho cuidado.

—¿No vienes con nosotros? —preguntó Ray confundido, y al mirarle a los ojos supo lo que iba a hacer—. Vas a por Bloodworth...

—Conociéndole, estará intentando salir de la Ciudadela en estos momentos. Y no puedo dejar escapar a ese bastardo.

—Darwin... —dijo Ray intentando convencerle de lo contrario.

—Cuida de Jake, por favor.

Y con aquellas palabras, Darwin desapareció con el grupo de rebeldes hacia los límites de la Ciudadela.

La primera explosión la escucharon al poco de separarse de los otros. Alguien había incendiado unos contenedores que ahora rodaban calle abajo empujados por un grupo de moradores que se enfrentaban a varios centinelas. Aquella fue la primera de muchas. Los rebeldes que iban con ellos dirigían la marcha, y los avisaban de cuándo avanzar o cuándo parar. La Ciudadela ardía con el odio de sus habitantes y las ganas de libertad.

De repente, en una de las bocacalles que eligieron, se toparon con un escuadrón de centinelas que surgió de la nada. Eran siete, pero no se amedrentaron lo más mínimo: con sus porras eléctricas en alto se abalanzaron sobre ellos al ver que iban armados.

Los rebeldes se enfrascaron en una pelea sin cuartel en la que Eden pudo desplegar todas sus habilidades como luchadora y Kore repartió puñetazos y patadas con la misma ferocidad que mostraba al bailar. Mientras, Jake utilizaba dos aturdidores al mismo tiempo para defenderse, y Logan y Ray cubrían a sus compañeros, uno con la pistola de descargas y el otro con el Detonador, que liberaba rayos de energía con la palma de la mano.

—¡Seguimos! —ordenó el chico cuando despejaron la zona—. ¡Tenemos que llegar cuanto antes a la valla para que Gael pueda pasar!

La carrera hasta la Torre fue agotadora, pero cuanto más se acercaban a ella, más se inflamaban sus ánimos. Lo iban a conseguir, se repetía Ray una y otra vez para despistar al cansancio de la larga carrera. Había más gente que se dirigía allí. Mujeres, hombres, ancianos y jóvenes luchando contra centinelas con las armas que se habían construido ellos mismos o con los puños, todos con el fin de acabar de una vez por todas con la tiranía de un gobierno que había intentado masacrarlos.

A los pies de la inmensa alambrada, cientos de centinelas defendían la fortaleza de los rebeldes y ciudadanos que se habían unido a la causa mientras otros guardias disparaban desde el interior con armas de fuego. Había llegado el momento de recibir ayuda. Ray sacó la pistola que le había dado Gael, apuntó al cielo y disparó una bengala roja que voló varios metros por encima de la valla para después iluminar el oscuro cielo.

En cuanto lo vio un centinela, se abalanzó sobre él, pero bastó con un sencillo giro de muñeca para que Ray activara el Detonador y lo lanzara despedido varios metros contra el suelo. Se giró al escuchar el grito de un segundo guardia que corría hacia él, pero la vara eléctrica de Eden llegó antes y, tras un fugaz forcejeo, la chica le hizo una llave para después clavarle la punta en el pecho.

—¡Tenemos que despejar esta parte de la valla antes de que llegue Gael! —gritó Ray—. ¡Jake, vente conmigo y quítame a esos dos de este lado! Yo me encargo de los de dentro...

Mientras Eden, Logan y Kore les cubrían las espaldas, Ray y Jake fueron directos al límite tras el cual se encontraban varios centinelas con armas de fuego. El hermano de Darwin lanzó una de las porras con la carga contra la cabeza del centinela que protegía la alambrada y aprovechó el despiste del otro para enfrentarse a él en una lucha cuerpo a cuerpo. Ray cargó entonces el Detonador al máximo y se acercó hasta la valla. El ruido que emitía el arma era una mezcla entre eléctrico y metálico y el puño brillaba con una luz azul.

—¡Apártate, Jake! —gritó.

Y cuando el chico lo hizo, Ray abrió la palma de la mano para liberar un impresionante rayo azul que atravesó el metal y lanzó por los aires a los tres centinelas que se encontraban detrás.

Antes de que pudieran felicitarse por el buen trabajo, comenzó a escucharse un zumbido lejano que Ray reconoció enseguida. Todos miraron al cielo buscando su procedencia. El murmullo creciente venía acompañado por gritos que sonaban cada vez más claros. Y, de repente, decenas y decenas de figuras comenzaron a saltar desde las azoteas de los edificios colindantes hasta el otro lado de la valla como si de una plaga de langostas gigantes se tratara.

Eran decenas, pero parecían miles, y los centinelas, que nunca hubieran esperado un ataque aéreo, tardaron en reaccionar el tiempo suficiente para que los cristales tomaran ventaja. Ray logró ver cómo los primeros guerreros que tocaban el suelo empuñaban arcos y flechas para hacer caer a los guardias que protegían el interior de la fortaleza. Los siguientes, armados con cuchillos y sables, se abalanzaron sobre los enemigos como acróbatas de circo, entre saltos y piruetas.

La gente a su alrededor no entendía lo que estaba viendo, pero cuando, de pronto, todas las luces de la Torre y de los edificios colindantes se fundieron de golpe y su destino quedó a oscuras, los gritos y los aplausos no se hicieron esperar.

—¡Lo han conseguido! —exclamó Kore, sin dejar de luchar.

La gente de Gael se las había ingeniado para acabar, no solo con la energía que llegaba a la valla, sino con la de todo el complejo de la Torre, excepto la del Stratosphere, que debía de funcionar con un generador propio.

Al tiempo que sus ojos se iban acostumbrando a la repentina oscuridad, tomaron una bifurcación hacia el lugar por el que los rebeldes habían estudiado que sería más fácil la entrada.

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